Para eso está la familia
Los problemas para quedarse embarazados de una pareja pueden quedar solucionados cuando entre en escena el abusón primo de él.
Todo empezó el día que Sonia y yo decidimos tener un hijo. Esa misma noche tiramos los condones a la basura y preparamos una cena romántica. Después hicimos el amor tiernamente, como dos enamorados en la primera cita. El contacto directo de mi pene con el interior húmedo de Sonia, sin plásticos de por medio, fue una experiencia nueva. Notar su cuerpo arcarse aceptando mis acometidas, sus dedos recorrer mi espalda, sus ojos pidiéndome la semilla que su sexo ordeñaba, hizo que me corriera con demasiada prontitud. Es una sensación indescriptible, una necesidad animal: brazos y piernas en tensión, la espalda curvada, la pelvis empujando hacia delante, más y más con cada embestida, el meato abriéndose y los testículos contrayéndose, exprimiendo y bombeando el esperma a través del tallo del pene para depositarlo lo más profundo posible. Empujar y empujar es lo único que eres capaz de hacer en ese momento.
Hicimos el amor esa noche, y la siguiente, y la siguiente, y así durante 7 días en los que Sonia había calculado que había más posibilidades. Pero ese mes no tuvimos suerte. Lo volvimos a intentar al siguiente y después al otro. Y así continuamos durante seis meses. Al final hacer el amor era una rutina que se repetía cada 4 semanas durante unos días. Lo hacíamos por deber, por obtener el premio, pero sin pasión, sin amor, sin sexo. Algunos días me era tan difícil estimularme que lo dejábamos después de 30 infructuosos minutos intentando penetrarla con un miembro flácido que se negaba a trabajar en esas condiciones.
Fue más o menos por esa época cuando decidimos ir al médico a que nos dijera si había algún problema conmigo o con ella. Su respuesta fue que era demasiado pronto para plantearse siquiera esa posibilidad y que deberíamos seguir intentándolo al menos durante seis meses más. Fue la peor respuesta que nos pudo dar, casi hubiera preferido que hubieran descubierto que yo era estéril. Pero no. Su respuesta fue que lo siguiéramos intentando. Nos condenó a 6 meses más de amor sin sexo y sexo sin amor. Seis meses más de frustración.
Nuestra relación se deterioró. Perdimos parte de esa alegría de novios que nos había unido. Una pesada carga de adultos caía sobre nuestras espaldas. Dejé de mirarla con pasión y eso, os lo aseguro, es algo muy difícil. Sonia es un pedazo de hembra por la que muchos hombres habían perdido la razón antes de que yo la conquistase. Casi metro setenta de cuerpo fibrado y piel dorada. Unos pechos grandes y redondos que le gustaba lucir en escotes de vértigo. Un vientre plano y un culo firme y rotundo cuyo único defecto es que atraía demasiadas manos mal intencionadas. Pero de pronto se convirtió en esa persona que vivía en el mismo piso que yo y que periódicamente se abría de piernas para que introdujese mi pene en su vagina y me corriese.
Cuando finalmente reconocimos que esa situación no nos llevaba a ninguna parte decidimos olvidarnos del asunto durante una temporada. Se acercaban las vacaciones de verano y pensamos que sería el momento perfecto para relajarnos y despejar nuestras mentes. También decidimos que ese año nos dejaríamos cuidar más y qué mejor que la familia para sentirse como los reyes de la casa. Pero cuando le dijimos a mi madre que iríamos a pasar unos días al pueblo con ellos se puso tan contenta que decidió convocar a toda la familia para hacer una gran comida, como cuando éramos pequeños. Esas cosas siempre la ponían nostálgica, recordando a mi padre, que había muerto diez años atrás.
Llegamos al pueblo la primera semana de agosto y desde el principio estuvimos a cuerpo de rey. Mi madre y mi tía nos prohibieron totalmente hacer nada de la casa y nos pasábamos los días dando paseos por el campo y yendo a remojarnos al río. Por las noches nos abrazábamos bajo el calor de la manta y nos dormíamos sin atrevernos a hacer demasiado ruido, ya que las camas eran antiguas y mi madre dormía en la habitación de al lado.
Unos días más tarde la casa se llenó de gente. Mi madre y mi tía se habían despertado de madrugada para hacer la comida y cuando nosotros bajamos a la cocina ésta estaba llena de ollas y pucheros hirviendo. Hacia media mañana empezó a llegar la gente: primas, primos, tíos y tías algunos de los cuales hacía 20 años que no veía. Sonia estaba saturada con tanta gente a su alrededor haciéndole preguntas de todo tipo, al fin y al cabo era la novedad del día para la mayoría de ellos.
Y entro todos los que se interesaron por Sonia dos se mostraron “muy” interesados. Mi madre siempre había echado pestes de mi tío Paco, el hermano mayor de mi padre. Era el típico perdonavidas machista que se había pasado toda la vida pensando que las mujeres estaban solo para su disfrute, aunque fuera visual. Llegó a la fiesta abriéndose paso entre gritos y carcajadas hasta que su olfato de macho detectó la carne fresca de Sonia. Enseguida se dió cuenta de que venía conmigo pero eso no le impidió despacharme con un simple “¡Sobrino!” y un copón y plantarse ante mi novia. Le tendió la mano sonriendo y presentándose y Sonia, un tanto aturdida por su forma de llegar, cayó en la trampa de apretarle la mano, movimiento que él aprovechó para estirarla hacia él mientras la rodeaba con la mano libre y le plantaba un par de sonoros besos en cada mejilla. El abrazo duró más de lo necesario mientras tío Paco se apretujaba contra mi novia y le palmeaba la espalda con la mano demasiado abajo para mi gusto.
Al separarse Sonia estaba sonrojada y un poco violentada, sin saber qué decir ni donde esconderse de la miradas indecentes de mi tío, que la repasó de arriba abajo deteniéndose a contemplar las formas redondas de sus pechos que se adivinaban bajo el recatado vestido de verano que llevaba. Cuando por fin la dejó ir, Sonia casi corrió a mi lado buscando refugio, pero entonces apareció el hijo mayor de mi tío Paco, Alberto.
Alberto siempre había sido el broncas de la familia. Grande y fuerte, avezado trabajar el campo desde pequeño, se había metido en infinidad de peleas durante su vida y había salido vencedor de la mayoría. Por supuesto de todas en las que se había enfrentado a mi, no porque yo quisiera sino porque a él le gustaba aporrearme cuando éramos pequeños, era su forma de jugar. Alberto compartía con su padre la forma de tratar a las mujeres, pero con una diferencia: a Alberto las mujeres le hacían caso sí o sí, de eso se encargaba él. Yo había huido de él desde la pubertad y no entendía cómo mi madre le había invitado a venir ese día, pero el sentido de família a veces simplemente se impone a cualquier otra cosa. Cuando se acercó a nosotros y vi las miradas que le echaba a Sonia supe que tendríamos problemas. Sin decirme ni hola nos estrechamos las manos y apunto estuvo de romperme todos los huesos. Se presentó a Sonia con un par de monosílabos pero es que hablar nunca fue su fuerte. Como mínimo, al contrario que su padre, mantuvo las distancias, aunque solo fuera para poder repasar el físico de mi novia con mejor perspectiva. Sonia cruzó los brazos por delante de los pechos para taparse de la mirada desnudadora de Alberto.
Durante la comida conseguimos estar más o menos tranquilos, alejados de las miradas de mi tío y mi primo. Poco a poco nos relajamos hablando con mis primas, que aunque nos separaban muchas cosas que hacía que viésemos el mundo diferente, al menos la conversación era más agradable. Las sobremesas con mi familia se alargan lo indecible. En la mesa aparecen cafés, licores, dulces, frutos secos,... y la gente se explica cómo les va, o se discute por el precio del ganado o se lían en una partida de cartas. Yo, después de un par de chupitos, estaba dando cuenta de un whisky que me tenía medio adormecido. En un momento dado eché a faltar a Sonia a mi lado y recordé vagamente que me había dicho que iba al lavabo, pero me pareció que de eso ya había pasado un rato. Como me notaba un poco “tocado” decidí salir a que me diera el aire.
Fuera el calor era sofocante. Con razón todo el mundo permanecía dentro de los muros de un metro de piedra de la casa. Caminé un poco buscando una sombra y me dirigí hacia los corrales pero ahí el calor se mezclaba con una peste insoportable. Rodeé el edificio y me dirigí al pozo desde el norte de la era. El pozo quedaba oculto tras un pajar y a la sombra de un castaño y era uno de los lugares más frescos de la finca. Al acercarme por el campo el pozo quedaba unos metros más abajo por un caminito de piedras. Fue entonces cuando oí las voces y me paré en seco.
- Mira, toca, pocas veces tocarás algo tan duro. El trabajo de campo es solo para los hombres de verdad. - Era la voz de mi primo Alberto, en su tono de prepotente. - No como esos de ciudad que se pasan el día aporreando un teclado. - Creo que se refería a mi…
Me acerqué un poco más y descubrí helado que a quien hablaba Alberto era a Sonia que estaba acorralada contra la pared de piedra del pozo. Alberto estaba apoyado contra uno de los salientes para poner los cubos y tenía la pierna derecha levantada y el pie apoyado contra la pared a escasos centímetros del cuerpo de Sonia, impidiéndole que se moviera.
En serio, toca - le repitió. Me pareció que se refería a su muslo, que tenía cruzado ante Sonia, aunque la postura podría llevar a malinterpretar el comentario. Sonia, sin saber qué hacer, puso su mano sobre la pierna de Alberto y rápidamente él puso la suya encima. - Qué te parece… está duro ¿verdad? - y se rió. Sonia no sabía donde meterse y cuando intentó apartar la mano no pudo. Alberto la tenía cogida por la muñeca.
No es lo único duro que hay por aquí, ¿sabes? - le dijo mientras arrastraba la mano de Sonia por su muslo hacia la entrepierna. De pronto vi que Sonia abría la boca con sorpresa a la vez que Alberto dejaba escapar una carcajada aún más grande. Ella aprovechó para retirar la mano de un tirón e intentar zafarse pero Alberto mantuvo la posición y la acorraló aún más contra la pared. Estaban encarados, separados por apenas 5 centímetros de distancia. Sonia intentaba apartar el cuerpo de Alberto empujándolo pero él era demasiado mole para ella. La cogió por las caderas y apretó su pelvis contra ella. Sonia apenas conseguía mantener sus pechos separados un par de centímetros de eĺ.
¿Lo notas? Al principio puede dar un poco de respeto, algunas se asustan, pero no hay porqué tener miedo, después se vuelven locas por tenerme dentro. Me piden que las folle. Me suplican que les meta mi polla hasta el fondo. Nunca se han sentido más completas que con mi tranca golpeando la puerta de su matriz… - Alberto no sabía susurrar y tampoco se andaba con eufemismos. Sonia apenas podía moverse y tenía que aguantar como poco a poco las manos de él habían ido subiendo su falda y ahora las tenía apoyadas en sus caderas, con sus zafios dedos enredados en la tela de sus bragas.
Sabes, he oído que tenéis problemas para tener un hijo - ¡Joder mama! ¿Tenías que ir explicándolo a todo el mundo? - Yo os puedo ayudar… mi semen es de excelente calidad y hago entregas a domicilio... he perdido la cuenta de las mujeres a las que he preñado. Satisfacción garantizada… durante y después. Salva no tendría porqué enterarse y la cosa quedaría en familia.
Yo estaba boquiabierto y paralizado observando la escena. Me parecía surrealista que Alberto se atreviera a entrar a Sonia de esa manera y no tenía ni idea de cómo digerir que supiera cosas tan íntimas de nuestra relación. Mientras tanto él seguía explorando el terreno. Con Sonia inmovilizada contra las piedras daba buena cuenta de su culo, apretándolo sin piedad con su manaza, mientras con la otra ya sopesaba la contundencia de su pecho izquierdo a través de la tela del vestido.
- Piénsatelo… no hay prisa. - le dijo mientras la continuaba sobando, sin apartar la vista de su escote. - Los próximos días estaré por aquí ayudando a tu suegro con la siega. Solo tienes que buscarme. - Hizo una pausa y retiró la mano de debajo de la falda de Sonia apartándose un poco. Ella aprovechó para recomponerse el vestido mientras le miraba sorprendida. - Me gustaría haceros ese favor. Le debo algunas a tu novio de cuando éramos jóvenes. Al fin y al cabo… para eso está la família, ¿no?. - Y sin añadir nada más, le dió un último repaso a Sonia, se giró y se fue camino de la casa.
Sonia aún se esperó unos minutos antes de volver a la casa también. Yo me quedé escondido. Sin saber qué hacer. No podía salir sin más de mi escondite, no me veía capaz de aparentar que no sabía lo que acababa de pasar y evidentemente no podía decirle que lo había visto todo y que no había hecho nada por evitar que Alberto le pusiera las manos encima y la magreara a placer. Pero sobretodo no podía explicarme a mí mismo la tremenda y dolorosa erección que llenaba mis calzoncillos.
Alberto siempre había sido un abusón. Me ganaba a todo y me pegaba siempre que le apetecía. Era más fuerte y más rápido en una edad en que ser más listo no era una ventaja. Con la edad vi como se llevaba siempre a las chicas más guapas en las fiestas del pueblo. Se reunían en corrillo chismorreando sin dejar de mirarle. A pesar de que solo era un mes mayor que yo me sacaba una cabeza y era lo más parecido a un hombre que esas adolescentes tenían al alcance. Con 12 años me había obligado a vigilar que no aparecieran sus padres mientras se daba el lote con alguna de ellas detrás de un camión de feria. Les oía susurrar, alguna protestaba cuando Alberto les metía la mano bajo la falda o les apretaba sus pechos incipientes, pero él no se amedrentaba. A los 14 les oía follar tirados en la hierba en el prado contiguo al de la fiesta. Recuerdo como gemían y sollozaban mientras él las penetraba. Alguna vez había tenido que ir a ayudarlas a ponerse en pie mientras él se iba satisfecho a buscar a alguien que le comprase una copa. Me las encontraba temblorosas y con lágrimas en los ojos.
Pero no lo malienterpreten. No las violaba. Ellas querían. Reían excitadas mientras se iban abrazados en busca de intimidad. Simplemente la mayoría de ellas no estaban preparadas. Porque igual que el resto de su cuerpo, el miembro de Alberto también estaba hiperdesarrollado, ancho como una lata de cocacola y lleno de gordas venas que recorrían su tallo llenando de sangre sus cavidades hasta convertirlo en un hierro candente con el que las empalaba sin compasión. Muchas veces me he arrepentido de mi pasividad en aquellos años pero realmente qué se supone que tenía que haber dicho o hecho: “¿no os vayáis con él que os destrozará?”. Ninguno de nosotros tenía suficiente experiencia como para que eso fuera un aviso serio y quizá hubiera provocado el efecto inverso, por no decir que me habría ganado la mayor paliza de mi vida.
Muchas se llevaron una experiencia traumática que marcaría sus relaciones sexuales durante muchos años. Y algunas además se llevaron un regalito inesperado. El verano siguiente al menos tres de las chicas con las que Alberto había estado habían tenido bebés. Si tenemos en cuenta que aquel verano se había llevado al huerto a quizá 15 chicas, algunas veces dos la misma noche, y que la minoría debían estar en los días fértiles de su periodo había tenido una efectividad sorprendente. Este hecho se fue repitiendo en años sucesivos, incluso cuando el SIDA nos hizo a todos un poco más prudentes. Alberto de pronto se encontró que muchas chicas no querían hacerlo sin condón así que me obligó a ir a comprar condones. Me daba cierta vergüenza y esperé una oportunidad un día que mis padres me llevaron a la ciudad para comprarlos en una farmacia en la que no me conocieran. Fue un desastre. No tenía ni idea de que hubiera tallas de condones y los que pillé ni le entraban. Me dió un par de collejas que me tiraron al suelo y al día siguiente volvía a estar en la farmacia pidiendo unos talla extra-large ante la mirada sorprendida de la farmacéutica. Pero es que incluso así la mitad de las veces el condón no servía para nada. Él no tenía paciencia para ponérselo y si lo hacía a menudo se rompía debido a la presión de su miembro henchido y al ímpetu con el que lo utilizaba. Sea como fuere Alberto siempre fanfarroneaba de ser el padre de la mitad de los bebés de la comarca y de exportar sus genes a todo el país a través de las pobres chicas de ciudad que iban a veranear a la zona.
Mientras seguía agazapado junto al camino que llevaba al pozo mi mente rememoraba aquellos supuestamente dorados años de juventud. Algunas de las chicas con las que había estado Alberto me habían gustado realmente. Recordé a Julia, una preciosa chica de Madrid, rubia y de ojos claros con la que había estado flirteando toda la noche antes de darme cuenta que solo estaba conmigo para poder acercarse a él. Lo último que recuerdo de ella es verla desaparecer hacia las 3 de la mañana abrazada a Alberto por el oscuro camino que llevaba a la iglesia. También estuvo Ana, a quien sus amigas convencieron de que se dejara de tonterías conmigo y buscara un chico de verdad. Por supuesto, encontró a Alberto. Pero sobre todo estuvo Susana, una belleza morena de grandes ojos oscuros. Debíamos tener 17 años y coincidimos en varias fiestas ese verano, habíamos estado tonteando, dándonos castos besos escondidos tras el tronco de un roble. Una noche, Alberto me hizo vigilar un pequeño sendero que llevaba al río. Me dió bastante por culo porque yo solo tenía ganas de ver a Susana. El verano se acababa y no quería perder las pocas oportunidades que tenía de estar con ella. Lo último que me apetecía era oír los gemidos y gruñidos que llegaban del río donde Alberto se estaba tirando a su presa de esa noche. La oía quejarse con pequeños grititos sincronizados con las embestidas de mi primo y que iban aumentando de frecuencia hasta convertirse en un lamento continuo justo antes de que Alberto rugiera como un oso mientras descargaba su esperma en el interior de la pobre infeliz. Un minuto después Alberto pasó a mi lado con una sonrisa de oreja a oreja, pero se me paró el corazón cuando vi aparecer a Susana unos metros detrás de él, aún arreglándose la falda, con hojas y suciedad enredada en el pelo. Nos miramos un instante, bajó los ojos y se fue. Fue la última vez que la vi pero al año siguiente me enteré por mis padres que había sido madre: “Pobre chica, tan joven y a cargo de una criatura. ¡Le ha cambiado la vida!”.
Tantos años después y casi nada había cambiado. Ahí estaba Alberto de nuevo detrás de mi chica y de nuevo yo paralizado sin hacer nada. Por supuesto ahora éramos adultos pero hay determinadas cosas que se te quedan grabadas de joven y contra las que es muy difícil luchar. Pero lo que me tenía completamente confundido era mi propia trempera. ¿Qué me había pasado?
Volví a la casa y entré en el comedor. Algunas personas ya se habían ido pero el bullicio continuaba siendo importante. Me senté junto a Sonia y le pregunté si todo iba bien. Me contestó asintiendo con la cabeza, más atenta a la conversación de mis primas que a mi. Le dije que la había estado buscando, que dónde se había metido. Se giró hacia mí y me dijo que había ido al baño y que después se había encontrado a mi madre y la había ayudado a recoger un poco la cocina, pero se la veía nerviosa y evitando mirarme a los ojos. Independientemente de la excusa no parecía que pensara compartir conmigo el incidente del pozo...
Esa noche no podía dormir. Mi cabeza no dejaba de darle vueltas a lo que había visto en el pozo, a las manos de Alberto asaltando el cuerpo de Sonia, su pelvis aprisionándola contra la piedra, a la cara de sorpresa de mi novia al notar la erección de Alberto contra su vientre. Y de nuevo allí estaba mi propia erección, palpitando contra la tela de mi pijama, y el culo de Sonia estaba tan cerca. Me arrimé a ella y le levanté el camisón para notar sus glúteos, pero Sonia apartó mi mano medio dormida. Pensé en masturbarme para descargar la tensión pero finalmente los descarté y por fin acabé durmiéndome.
Me desperté un poco más tarde, aún de noche, después de una pesadilla en la que no sabía muy bien porqué pero todo el mundo se reía de mi. La cabeza me dolía horrores y me notaba caliente. Estaba a punto de despertar a Sonia para decirle que me encontraba mal cuando la oí sollozar. Al principio pensé que había sido un ruido de fuera de la casa pero después la volví a oír. Me quedé completamente quieto y noté un sutil balanceo en el colchón. Después un nuevo sollozo, más profundo: un gemido. El balanceo subió de intensidad junto con el tono de los quejidos de Sonia. Estaba de espaldas a ella y no veía nada pero tampoco me atreví a girarme. Después de dos o tres minutos y de un gemido más largo y profundo los quejidos se pararon pero el colchón no dejó de moverse y por fin un largo suspiro y el vaivén se acabó.
Cuando me volví a despertar la luz del día entraba por las rendijas de los porticones de la ventana. Estaba confundido y aturdido, la cabeza me estaba matando y después de ponerme la mano en la frente no me cupo ninguna duda de que tenía bastante fiebre. Estaba solo en la cama. Conseguí vestirme mínimamente y bajar las escaleras al piso inferior. En la cocina estaban Sonia y mi madre. Estaban hablando de algo pero callaron nada más verme aparecer. Mi cara debía ser un poema porque mi madre me hizo volver a la cama en seguida.
La mañana la pasé tumbado en cama, con toallas empapadas de vinagre en la frente que Sonia se encargaba de reponer. Yo estaba medio sonámbulo, durmiendo la mayor parte del tiempo y despertandome apenas para beber algo o ir al lavabo. Cuando me despertaba, normalmente veía a Sonia sentada en una silla al lado de la cama, leyendo un libro o consultando el móvil y eso me tranquilizaba. No tenía noción del tiempo pero debía ser mediodía cuando me despertó el ruido de la gente en la cocina. Sonia no estaba y supuse que había bajado a comer con todos y me volví a dormir.
Me volví a despertar quizá un par de horas más tarde. La casa estaba en silencio. Me encontraba un poco mejor pero aún así me costó bajar las escaleras. Abajo tampoco había nadie. Junto a la pica había varios juegos de platos, vasos y cubiertos secándose en el escurridor. Salí al exterior y el calor apretaba. Debían ser las 4 o las 5 de la tarde. A lo lejos oí el ruido de la empacadora y recordé que mi tío estaba de siega. Fue entonces cuando caí en las palabras de Alberto al despedirse de Sonia junto al pozo: “Los próximos días estaré por aquí ayudando a tu suegro con la siega. Solo tienes que buscarme.”. Me sentí un poco mareado y tuve que sentarme en el banco que hay junto a la entrada de la casa para recuperar el aliento. Me hubiera gustado decir que confiaba ciegamente en Sonia pero la verdad es que en ese momento necesitaba saber dónde estaba, y con quien. Con el corazón en un puño me levanté y empecé a caminar en dirección al ruido de la maquinaria.
Cuando llegué junto al campo de trigo en el que estaban trabajando me quedé un poco al margen para evitar que me vieran. El campo era grande y me costó unos minutos identificar a todos los que estaban trabajando en la distancia. Entre ellos no estaban ni Alberto ni Sonia. Miré a mi alrededor. Me conocía esos campos lo suficiente como para saber donde estaban los estrechos senderos que cruzaban la vegetación y comunicaban unos terrenos con otros. Uno de los campos colindantes pertenecía a unos vecinos y daba al río. Era un prado donde pastaban vacas y junto al río los árboles daban sombra al lado de una pequeña balsa sobre la que alguien había puesto un tronco a modo de puente. Era una zona muy fresca donde de jóvenes íbamos a tumbarnos a la hora de la siesta. Me dirigí hacia allí sin pensármelo mucho. El paso al otro campo era por un pequeño puente de obra, muy deteriorado, que pasaba por encima de una acequia. Estaba rodeado de zarzas pero era transitable. El prado estaba vacío, no había animales y tampoco veía a nadie. Un poco más tranquilo decidí llegarme hasta el río y tumbarme un rato en la hierba a despejarme. Pero cuando estaba a apenas 10 metros distinguí a alguien al otro lado del río. Me acerqué un poco más manteniéndome detrás de los matorrales que cubrían la ribera. El río apenas tenía 3 o 4 metros de ancho en ese punto y al otro lado había una pequeña sombra con un par de piedras de pizarra en la que se acostumbraba a lavar la ropa antes de que hubiera lavadoras en las casas. Allí, al otro lado, apoyado contra un árbol estaba mi tío Paco.
Me acerqué un poco más extrañado de verle allí y a punto estaba de salir de mi escondite cuando vi algo que me dejó petrificado. Era una escena que había visto tantas veces que me costó reconocer que esta vez la protagonista era mi novia. Pero allí estaba ella, con el vestido azul que había llevado toda la mañana arrugado alrededor de la cintura y las bragas colgando de su pié izquierdo, tirada en el suelo y abierta de piernas junto a mi tío. Y entre sus piernas, con los pantalones bajados, Alberto la penetraba lentamente. La cara de Sonia daba cuenta de las sensaciones que le llegaban desde su sexo: los ojos cerrados y el ceño fruncido parecían indicar dolor, el labio inferior mordido pasión. Su respiración era agitada y podía distinguir cómo se abrían y cerraban sus orificios nasales.
Alberto la miraba con atención, empujando su polla al interior de su vagina en acometidas cada vez más vigorosas. Su padre, mientras tanto, miraba la escena sin perder detalle de cómo el pene de su hijo entraba y salía del coño de mi novia. Pronto Sonia empezó a gemir con cada envite de Alberto. Se cogió de los muslos para abrirse más de piernas y dar más maniobra a mi primo que empezó a empujar con las pelvis con más fuerza. Entonces Sonia tuvo un espasmo y arqueó la espalda a la vez que emitía un quejido largo y gutural mientras se corría. Alberto, aprovechando el hueco que había quedado entre la espalda de Sonia y el suelo, la cogió por la cintura y se apretó más a ella. “No pares! No pares!” le suplicó ella mientras su orgasmo se alargaba. Alberto no necesitaba mucho más para liberar toda su potencia y con una embestida brutal le clavó todo su miembro. El efecto sobre Sonia fue el mismo que si le hubieran dado una descarga eléctrica. Su espalda se enderezó y se tensó, sus manos perdieron el agarre de sus muslos y arañaban la hierba buscando algo a lo que agarrarse mientras su boca y sus ojos se abrieron de par en par mirando hacia el cielo. Dejó de respirar durante unos segundos y después gritó. Dejó escapar un alarido que seguro se oyó en todo el valle. Mi tío miró rápidamente alrededor por si alguien se acercara preocupado por el grito y yo tuve el tiempo justo para esconder la cabeza tras los arbustos.
Pero Alberto no dejó de empalarla hasta el fondo mientras la cogía con fuerza por la cintura. Con cada acometida Sonia dejaba escapar un grito, pero éstos cada vez eran más flojos y por un momento pensé que se desmayaría. Entonces oí el rugido de oso de Alberto que cogió a Sonia por la cintura con ambas manos y la ensartó una vez más sin dejarla escapar mientras descargaba su esperma en lo más profundo de mi novia. Estuvo corriéndose más de un minuto, daba pequeñas sacudidas con su pelvis pero su presa hacía que la polla no saliera ni un centímetro del interior de Sonia.
Cuando acabó sacó poco a poco la polla de Sonia y esta salió acompañada de un chorretón de fluído blanco y viscoso. Satisfecho se puso en pie mientras se volvía a subir los calzoncillos y los pantalones sin preocuparse en limpiarse mínimamente antes y dejando a Sonia tirada en el suelo medio desmayada. Pensé que se irían y la dejarían allí tirada pero entonces vi con horror como mi tío cogía el puesto de su hijo y también se bajaba los pantalones. Observé atónito cómo se cogía el instrumento con la mano sin poder rodearlo del todo y le daba un par de sacudidas para acabar de ponerlo a tono. Si la medida de ancho era sorprendente de largo pasaba claramente de un palmo. Era evidente que la dotación de Alberto venía de familia pero me llamó la atención fue ver lo pellejuda que era la polla de su padre, le sobraba piel por todos lados y el glande apenas asomaba debajo de un montón de capas de piel arrugada. Se arrodilló no sin dificultad (¡debía tener 70 años!) y antes de penetrarla retiró toda la piel de la punta descubriendo un glande fungiforme y violeta que no descapullaba del todo.
Sonia permanecía fuera de combate tirada en el suelo y no vio lo que se le venía encima. Tío Paco la agarró con fuerza por la cadera y de una única embestida le introdujo todo su miembro en el coño. Supongo que Sonia tuvo suerte de que sus músculos vaginales aún debían estaban completamente dilatados por la polla Alberto y que su interior debía estar lubricado por la unión de sus flujos vaginales y el esperma de mi primo, de lo contrario mi tío la habría desgarrado de arriba a abajo al penetrarla con tanta violencia. El cuerpo de Sonia nuevamente se tensó e instintivamente cerró las piernas pero tío Paco no perdió la posición y continuó penetrándola sin compasión. Con cada arremetida todo su cuerpo temblaba, sus pechos, ocultos bajo la tela del vestido, botaban ostensiblemente y ella entera era empujada hacia atrás unos centímetros, arrastrando las espalda sobre la hierba.
Tío Paco continuó el asalto sin bajar el ritmo ni la intensidad de sus acometidas, arrinconando a Sonia contra la base del mismo árbol donde poco antes había estado apoyado observando cómo su hijo también la follaba. Era increíble la energía que era capaz de desplegar para un hombre de su edad. Sonia se cogió con los brazos al tronco para evitar seguir siendo empujada por la hierba pero eso dió a mi tío un nuevo punto de apoyo para aumentar la fuerza de sus embestidas maltratando con cada una de ellas la cérvix de Sonia que aguantaba como podía con los ojos cerrados y los dientes apretados por el dolor.
Entonces mi tío echó la cabeza hacia atrás y abrió la boca de par en par dejando escapar un gruñido de placer que supuse que acompañaba a su orgasmo. Al contrario que Alberto, Paco no dejó de pistonear su instrumento dentro del coño de Sonia mientras se corría. Incluso desde donde yo estaba podía escuchar el chapoteo de su polla batiendo su esperma y el de su propio hijo dentro de mi novia. El orgasmo de mi tío duró una eternidad y cuando por fin retiró su polla de dentro de Sonia dejó un tremendo agujero que los castigados músculos de su vagina tardaron en cerrar. Mientras tanto, grandes cantidades de esperma empezaron a brotar por el agujero y derramarse en la hierba.
- Será mejor que cierres las piernas, preciosa, - Le dijo mi tío mientras se ponía en pié cogiéndose de los riñones. - o dejarás escapar todos los bichitos esos… - y rió a carcajadas. Sonia soltó el tronco del árbol y giró sobre su lado derecho, cerrando las piernas y encogiéndose hasta quedar en posición fetal. Alberto ya se marchaba por el sendero que daba hacia el camino y su padre le siguió echando un último vistazo atrás.
Como el día anterior junto al pozo me quedé escondido sin saber qué hacer mientras oía a Sonia sollozar tirada en el suelo. Al cabo de unos minutos se puso en pie poco a poco, dolorida y quejosa. Se quitó la bragas que le colgaban del pié y se limpió con ellas la entrepierna antes de guardárselas en el bolsillo del vestido. Después empezó a caminar patosa, con las piernas abiertas, por el mismo sendero por el que se habían marchado Alberto y su padre.
Yo volví a la casa por el camino por el que había venido. Cabizbajo y abatido no sabía que me encontraría al llegar a la casa ni cómo lo gestionaría. Después de todos esos años nada había cambiado y Alberto volvía a ganar. Pero esta vez su premio era demasiado grande, su trofeo demasiado caro. Y no solo eso, no solo había presenciado como él abusaba de mi novia, también su padre se había aprovechado de ella. Ambos se la habían follado de forma brutal y sin contención, hasta el fondo y hasta el final. Y el hecho es que había algo raro en lo que había pasado pero en ese momento no podía pensar con claridad.
Cuando llegué a la casa subí directamente a la habitación. No quería encontrarme con nadie. Pero en la habitación estaba Sonia, sentada en la silla junto a la cama. - ¿Dónde estabas? - me preguntó y solo acerté a responderle que había ido a buscarla al campo pero no la había encontrado. Esperé allí plantado esperando que rompiera a llorar, que me explicara el terrible asalto que había sufrido pero en vez de eso pareció aliviada por mi respuesta. - Deberías volver a la cama y descansar. - Y en eso quedó todo. Se puso en pie y me ayudó a desvestirme y meterme en la cama. Después salió de la habitación prometiéndome que volvería en unos minutos con una infusión caliente. Todo eso sin que apenas se le notara el dolor que debía tener en la entrepierna.
Esa noche tampoco fue buena. La fiebre remitió pero el cansancio y las pesadillas me tenían completamente descolocado. Tengo el recuerdo borroso de haberme despertado una de las veces y no estar Sonia a mi lado pero no puedo estar seguro. Por la mañana me desperté notando el Sol en mi cara y una humedad cálida en mi entrepierna. Abrí los ojos y vi a Sonia desnuda junto a mi, con la cabeza apoyada en mi muslo y la boca rodeando mi polla. En seguida me puse a tono y Sonia sonrió diciéndome que parecía que ya me encontraba completamente recuperado. Después se puso a horcajadas sobre mi y descendió hasta que mi polla, guiada por su mano, penetró en su vagina. La noté hirviendo y extremadamente húmeda. Mi pene penetró completamente en su sexo sin resistencia alguna y Sonia empezó a cabalgarme con frenesí. Estaba confundido y sorprendido por la situación pero lo visión de sus pechos rebotando y su sexo mojado y receptivo eran demasiado excitante y no tardé en correrme. Fue un orgasmo reprimido, donde salieron todas las emociones y toda la rabia de los últimos días. Mientras apretaba los labios para evitar que toda la casa se enterase noté como se exprimían mis pelotas, como el semen quemaba el interior de mi pene, como me vaciaba completamente en su sexo. Después me volví a quedar dormido, completamente extasiado.
Al bajar para desayunar me encontré la desagradable sorpresa de ver a Alberto tras la cocina comiendo un trozo de pan con tocino. Mi madre me informó que se había quedado a dormir ya que el día anterior habían acabado muy tarde de trabajar. Me senté en el extremo opuesto de la mesa y mi madre me puso delante un café con leche. - Creo que los dos hemos tenido una noche agotadora… - me dijo Alberto. Le miré sin entender qué quería decir o quizá sin querer entenderlo. Alberto reía sin dejar de mirarme y yo me bebí el café con leche de un trago abrasándome el esófago y salí afuera.
Un par de días más tarde volvimos a casa. Sonia se comportaba de manera completamente normal y yo no lograba entenderlo pero no me atrevía a reconocer que había sido espectador pasivo de aquellos dos episodios. Unas semanas más tarde empezó a tener nauseas y vómitos y me confirmó que se le había retrasado la regla. Rápidamente hicimos un test de embarazo y dió positivo. Por fin, después de tantos meses, se había quedado embarazada. Sonia estaba inmensamente feliz y yo me dejaba contagiar de su alegría pero en privado no podía alejar la punzante sospecha sobre la paternidad del niño que Sonia llevaba en su interior. Concluímos que el mágico momento de la concepción había sido ese polvo mañanero después de dos noches de fiebre pero era imposible obviar que la matriz de Sonia había recibido el día anterior aportaciones de semen seguramente mucho más abundantes por parte de Alberto y su padre.
Nueve meses más tarde nació Juan y se parecía muchísimo a mi. Es algo que se dice de todos los recién nacidos pero en el caso de Juan había unanimidad. Incluso una amiga nuestra genetista me confirmó que el lóbulo de la oreja unido era un rasgo heredado del padre y Juan tenía el lóbulo como el mío. Y cosas de la memoria, en ese momento me vino un fogonazo de mi tío Paco cogiéndome en brazos cuando yo era pequeño y recordé que me sorprendió ver cuán grande y colgante era su lóbulo. Y por fin pude relajarme un poco.
Nunca olvidaría lo que había pasado aquel verano pero de alguna forma, el hecho de que fuera mi semilla la que hubiese preñado a Sonia le quitaba trascendencia a todo el episodio. Y conforme fue pasando el tiempo y esa personita fue creciendo aquello se convirtió en un recuerdo lejano, como aquellos que no sabes si realmente has vivido o te lo han contado.
Cuando Juan tenía 5 años se murió mi tío Paco. A pesar de lo humillado que me sentía no pude convencer a mi madre de que no era necesario que yo fuera al entierro. “La familia es la familia”, me dijo y ahí se acabó el asunto. Bajamos del tren y nos esperaba el hermano pequeño de mi padre y de tío Paco en la estación y nos llevó directamente al tanatorio. Mi madre le preguntó cómo había pasado y tío José nos dijo que en la cama. Eso a mi madre le pareció una manera muy tranquila de irse, durmiendo en la propia cama, pero mi tío la corrigió: no, no estaba durmiendo y tampoco estaba en su cama. A buen entendedor pocas palabras bastan.
En el tanatorio mi tío Paco estaba de cuerpo presente. Siempre me ha parecido un espectáculo excesivo pero debíamos presentar nuestras condolencias a la familia y despedirnos del fallecido. Y allí estaba yo, ante el cadáver del hombre de setenta y pico que unos pocos años antes se había tirado a mi novia de forma brutal con la polla más grande que yo haya visto y que me había dado las peores noches de mi vida temiendo que hubiera sido su esperma el que hubiera preñado a Sonia. Pero no, el lóbulo de la oreja le descartaba, ese lóbulo grande y colgante, bajo el que aún se distinguía la marca de una cicatriz…
Rápidamente busqué a mi madre y la arrastré hasta el féretro. - ¿Qué es esa cicatriz? - le dije nervioso. - ¿Eso? Tu tío de joven era muy presumido y no le gustaba como tenía pegados los lóbulos de las orejas, tu padre siempre me contaba que de pequeños le tomaban el pelo porque era el único que los tenía unidos. Un día se cansó y se los rajó con un cuchillo de pelar patatas. - De pronto todos los temores volvieron en una ola de pánico que me dejó congelado. Mi madre se alejó a cotillear con algún conocido y yo tardé una eternidad en salir de la sala donde estaba expuesto el cuerpo de tío Paco. Ya fuera me encontré con Alberto que parecía muy afectado por la muerte de su padre. Él también tenía los lóbulos unidos. Y no sólo él, los dos hijos de tío José también, a pesar de que su padre no los tenía y también el hijo de diez años de mi prima Ana.
¡Por Dios! ¡No podía ser verdad! El hijo de puta de tío Paco, igual que su hijo, se había pasado toda la vida follándose todo lo que se le ponía a tiro dejando un rastro de hijos bastardos. No había tenido reparo en tirarse a su sobrina y tampoco a sus cuñadas. ¡Por favor! ¡Yo mismo podría ser hijo suyo! Estuve a punto de desmayarme… mi hijo… mi propio hijo, quizá fuera en realidad mi hermano…
Al volver a casa removí cielo y tierra para conseguir que me hicieran una prueba de fertilidad. Me peleé con los de la mútua y me hice el loco para que me firmaran el consentimiento, pero es que mi salud mental necesitaba saberlo. El día de la muestra no le dije nada a Sonia. Me sentí fatal cerrado en esa sala beige, con un potecito en la mano y material pornográfico para todos los gustos repartido por la mesa. Temí que me fuera imposible eyacular en esas condiciones pero entonces, mientras me masturbaba, me vino a la mente la escena junto al río. Recordé las descomunales pollas de Alberto y su padre. Yo no había heredado ese rasgo. Durante muchos años había visto las caras de las chicas al ver el falo de Alberto, desde la lujuria más desenfrenada hasta un terror físico. Siempre había tratado de imaginar cómo debía ser tener un instrumento con el que hacerlas sentir llenas hasta lo imposible. Un instrumento que esas chicas recordarían el resto de su vida, cada vez que intentasen volver a sentir esa sensación de plenitud absoluta con alguien menos dotado, alguien como yo. ¿Cómo se debía sentir Sonia? Esa tarde junto al río la había visto sufrir de dolor, pero no luchar, no rechazarlos. Jamás me había comentado nada pero yo lo había notado cada vez que hacíamos el amor, aunque me lo negara a mi mismo. Esa tarde Alberto y su padre habían tomado posesión del sexo de mi novia y yo jamás lo recuperaría. Sonia jamás había vuelto a sentir algo como aquello, jamás había vuelto a notar como las paredes de su sexo se dilataban para acoger aquellos miembros tan hermosos, como todo su cuerpo se había concentrado en notar cada centímetro cúbico de carne que la penetraba, como su matriz se había llenado con el ardiente fruto de sus huevos.
El resultado fue negativo. Mis espermatozoides no eran aptos para concebir.