Papá me lleva al país de la polla de beneficencia

Un viaje con papá a un singular sitio en que existe una polla de beneficencia me proporciona uno de los mayores placeres carnales de mi vida.

Papá me lleva al país de la polla de beneficencia

Esta historia que voy a contarles sucedió hace alrededor de siete u ocho años atrás. A mi padre, en la compañía donde trabajaba por aquel entonces, le encomendaron la misión de ver las posibilidades de inversión que habían en Chile (me refiero al país y no al ají picante, obviamente). Yo era una chica adolescente que nunca había salido de Europa, dueña de un gran espíritu aventurero y de una belleza que no dejaba impávidos ni indiferentes a los chicos. Aunque todavía estaba en desarrollo, ya tenía unos pechos grandecitos, una cintura pequeña y un culo prominente y respingón, una cara agraciada y cabellos rubios, largos y ondulados. Imploré a papá que me llevara con él en aquel apasionante viaje al extremo sur del continente americano.

Pero ninguna de mis súplicas daba el resultado que yo esperaba. Papá no se movía de su posición y me repetía una y otra vez:

—Pepi, te lo repito una vez más. No me atrevo a llevarte. No conozco Chile y, aunque las referencias y reseñas que tengo son buenas, tendré que trabajar muchas horas al día y, durante aquel tiempo, tendrías que quedarte sola. Tú aún eres una chiquilla adolescente, muy bonita y llamativa. No me perdonaría nunca que te pasara algo por mi irresponsabilidad, por complacer un deseo tuyo. Bien sabes que siempre te he mimado lo más que he podido porque te amo con delirio. Es aquel sentimiento vivo y profundo el que hace que no me resuelva a tomar un riesgo de tal envergadura. Puedo estar totalmente equivocado, pero prefiero adoptar una postura conservadora a una eventualmente riesgosa.

Insistí muchas veces con múltiples tretas cariñosas, lisonjeras y aduladoras, pero no obtuve avance alguno en mi favor. Yo adoraba a papá —y todavía lo amo y venero— y admiraba, sobre todo, su amor a su familia y, también, su vigor y apasionamiento. A mamá nunca dejó de follarla, por lo menos, dos veces al día: por las mañanas y por las noches, salvo en "aquellos" días en los que mamá se indisponía cada veintiocho días.

Cada vez que sentía follar a mis padres y gemir y gritar a mi madre, pensaba que no podía ser más que como consecuencia de un placer sublime, espléndido, soberbio. Meditaba, asimismo, que mi padre también debía ser un hombre muy fogoso y ardiente en grado sumo. Mientras realizaba tales cavilaciones, indefectiblemente mi chocho se transformaba en un grifo abierto del que emanaban ríos de flujos íntimos. Inevitablemente, también, terminaba masturbándome a lo bestia, pensando, sobre todo, en la polla de papá entrando y saliendo una y mil veces de los agujeros de mi madre con vitalidad y empuje inusitados. Siempre aquellas divagaciones las concluía corriéndome en grande dos o más veces. Mi sangre hervía de deseos, amalgama de admiración filial y frenesí sexual juvenil.

En una de estas "sesiones" apareció en mi mente lo que, hasta ese instante, era una peregrina idea para persuadir a mi padre a cambiar su, para mi gusto, inflexible postura de no llevarme con él a Chile. El plan consistía en provocar, excitar y seducir sexualmente a mi padre de modo que, lejos de casa, pudiésemos materializar a destajo mi atracción hacia él y desahogar su tremendo vigor sexual conmigo y no con una lagarta cualquiera.

Aquella idea tomó una fuerza inusualmente grande cuando una noche que mi madre estaba en su período menstrual y dormía profundamente, a modo de prueba cubrí mi cuerpo únicamente con un camisón transparente y me lancé encima de él en el salón para darle las buenas noches. Su pene se endureció casi por arte de magia. Pero, enceguecida con la posibilidad del viaje y por el cariño infinito que sentía (y siento) hacia mi progenitor, mi guapo y varonil papito, fui un paso más allá al pegar y refregar mi cuerpo contra el suyo, como jugando. Tras breves, pero intensos momentos, dejé a papá enteramente flipado, con su "periscopio" a tope, muy caliente, y me fui a mi habitación.

Desde aquella noche, y con una enorme propensión a la lascivia, cada vez con mayor descaro y menor recato, me insinuaba en toda oportunidad que tenía. Dejaba la puerta de mi cuarto entornada cuando me desvestía o cambiaba de ropas. Lo mismo hacía con la puerta del cuarto de baño cada vez que me duchaba. También todas las veces que lo escuchaba levantarse de madrugada para ir a la cocina a beber leche u otro líquido —como era su costumbre— yo echaba las sábanas a un lado, encendía una tenue luz y, algunas veces, me dejaba ver completamente desnuda y, en otras ocasiones más osadas y candentes, me empezaba a masturbar sin prendas sobre mi cama. Papá, de vuelta de la cocina y al ver luz en mi dormitorio, siempre se detenía a ver qué pasaba. Infaliblemente mi padre terminaba empalmado a tope y mamá recibía los embates de su calentura y se ocupaba de calmarlo.

Luego, en cuanto tenía oportunidad, le preguntaba si podía ir con él en aquel irresistible viaje. Lenta, pero consistentemente su férrea posición inicial comenzó a ceder hasta que, finalmente y casi al límite de la fecha del viaje, accedió a llevarme con él, después de prevenirme, con ceño adusto, que cualquier comportamiento mío, que a su juicio fuese inapropiado, significaría ponerme ipso facto arriba del primer vuelo disponible de regreso a España. Acepté sin remilgos ni objeciones de ningún tipo. Me sentía segura, dominadora de la situación y competente para hacer frente y salir airosa de cualquier trance desfavorable para mis intereses. Había hallado una debilidad potente y deliciosa en papá.

Por fin llegó el día de la partida y nos embarcamos en un vuelo directo y sin escalas de ningún tipo hasta el principal aeropuerto de Santiago de Chile. Luego de los trámites de desembarco de rigor, salimos en un taxi que nos esperaba rumbo al Hotel Carrera, localizado en pleno centro cívico de la ciudad y a pasos del palacio de gobierno y sede del Poder Ejecutivo.

Al registrarnos en el hotel, me percaté con deleite que papá había reservado una habitación matrimonial y no dos habitaciones singles. Mejor que mejor, pensé para mis adentros. Nada más entrar a la recámara y despedir al botones, comencé a desnudarme y, sólo con braguitas, me encaminé al cuarto de baño para ducharme y sacarme el largo viaje de encima. Dejé la puerta abierta de par en par, me despojé de la prenda íntima faltante y me metí a la ducha. A continuación de un largo y reparador baño, salí enfundada en una blanca toalla. Seleccioné un atuendo para vestirme y, cuando me cercioré que papá me miraba, dejé caer la toalla y empecé a vestirme simulando la mayor naturalidad que pude. Primero me puse un mini sujetador, al tiempo que giré mi cuerpo hacia mi padre y le metí conversación, haciendo como que ignoraba mi desnudez o lo consideraba absolutamente natural. En lugar de proseguir con las braguitas, me coloqué antes una blusa corta que permitía ver mi ombligo. Luego, para tomar el tanga, me di media vuelta y mostré mi culo desnudo a papá. Me puse, en esa misma posición, unos diminutos calzones y la mini falda, muy lenta y provocativamente. De soslayo pude ver que el paquete de mi progenitor se hallaba muy abultado. Con gusto me hubiese lanzado a aliviar aquel pene, pero me pareció prematuro aún. De todas maneras era un buen comienzo, pensé.

Luego de almorzar y dormir una reparadora siesta, salimos a pasear un rato por las inmediaciones del hotel. Antes de salir, pedimos, por si acaso, un mapa del sector céntrico de la ciudad. Visitamos las afueras del Palacio de la Moneda —sede del Poder Ejecutivo—, el Banco Central de Chile, la anterior sede del Congreso Nacional y los Tribunales del Palacio de Justicia, entre otros sitios de interés. Estando en este último lugar, alcé mi vista en dirección a un edificio situado, unos metros más allá, al otro lado de la vereda y que tenía, en el frontispicio, un gran letrero de neón en el que se leía: Polla Chilena de Beneficencia . Me quedé pasmada, atónita, estupefacta de la impresión. ¿Sería posible que los chilenos tuviesen costumbres tan liberales como para contar con una institución de ayuda para quienes necesitaran pollas para desfogarse? —me pregunté con evidente turbación. ¡Qué modernidad! —señalé en voz alta. Papá me escuchó y me preguntó:

— ¿De qué hablas niña? Según entiendo y veo, esto es, más bien, el casco antiguo de Santiago.

Entonces le mostré el aviso de neón susodicho. Él se sorprendió tanto como yo y dijo:

—Vaya, vaya. De esto nadie me comentó nada. Extravagante ¿eh?

Sin pensarlo dos veces, nos encaminamos raudos hacia tal edificio. En el trayecto pasaron por mi obnubilada mente ideas como que en el dichoso lugar donde nos dirigíamos habrían cabinas con máquinas en su interior, dotadas de macanudas pollas a batería a las que una pudiese entrar, desfogar su calentura y, al cabo de algunos minutos, salir con una sonrisa de oreja a oreja. También inundó mi mente la idea que nos encontraríamos, en aquel peculiar sitio, con salones con hileras de chicos desnudos, con su polla en ristre, solícitos para "atender" a quien lo requiriera. Elucubré, asimismo, que en justicia y a no ser que hubiese un "Coño Chileno de Beneficencia", debían existir también, en aquel singular edificio, chicas sin ropas dispuestas a satisfacer a los hombres apremiados por sus necesidades sexuales.

Una vez que estuvimos en el frontis del edificio de marras, me llevé una gran decepción. Se trataba de la casa matriz de una institución estatal dedicada a los juegos de azar —como la Lotería— y que —según nos informaron— en sus inicios entregaba sus ganancias para el mantenimiento de casas de socorro y el mejoramiento de los servicios hospitalarios del país.

Cariacontecida y poco menos que atribulada por el chasco pasado producto de lo que creía era un idílico y exótico lugar, tomé del brazo a papá y encauzamos nuestros pasos de regreso al hotel.

Una vez en nuestra suite, para divertirme y olvidar el fiasco, aproveché que papá atendía una llamada telefónica de uno de sus contactos en Santiago para de nuevo desvestirme frente a él, meneando mi cuerpo muy despacio y sensualmente. Desnuda, me puse a escoger la ropa con la que bajaría a cenar. Me tardé lo suficiente como para excitar bien a papá y, después, caminé hacia el cuarto de baño para ducharme. Nuevamente no cerré la puerta.

Cuando estaba en lo mejor disfrutando del agua caliente, en forma de fina lluvia, caer sobre mis tetas y el resto de mi cuerpo, siento en mi retaguardia una dureza que acariciaba mis nalgas, primero, y unas manos que se asían de mi cintura, después. Sin mostrar el menor asombro y con voz melosa, pregunté, a pesar que sabía la respuesta porque lo había visto por el rabillo del ojo cuando entraba en la ducha:

— ¿Eres tú, papito?

—Sí, soy yo y no resisto más tus provocaciones. Ahora te daré tu merecido por calientapollas. —contestó papá con un dejo de contrariedad.

—Pero papi, no te enojes. Sólo pretendía recrear tus ojos y, si tú lo estimabas necesario, complacer tus necesidades naturales. —repliqué con picardía.

Enseguida y tras refregar su pene por la raja de mi vagina hasta hacerme desvariar, sentí cómo su polla gruesa entraba presurosa en mi intimidad y pronto tocaba fondo. Se mantuvo en esa posición a la espera que mi vagina se lubricase y se adecuase a las dimensiones del cárneo y anhelado invasor. Mientras eso ocurría, yo incliné mi espalda y me afirmé con mis manos de los grifos. Él, por su parte, se apoderaba de mis tetas y las magreaba como un experto vicioso del sexo. Puso especial atención en mis pezones que, además de acariciarlos, los pellizcó suave y magistralmente, arrancándome unos cachondos grititos de deleite celestial, glorioso.

Cuando mi coñito no únicamente estaba lubricado, sino que rezumaba jugos vaginales, se sujetó con sus manos de mis pechos, comenzó a mover su pelvis y a hacer entrar y salir su cipote en mi vagina con una cadencia deliciosa, exquisita. Luego de mantenerse así un buen rato y de pasar sus manos lúbricamente por todo mi cuerpo, aceleró los envites de su pene contra mi coñito. Aquello fue el detonante para que empezara en mí una retahíla de gemidos, grititos, aullidos, alaridos, espasmos y, finalmente, un feroz orgasmo.

Papá detuvo sus embestidas por unos momentos. Me puso a cuatro patas, se acomodó poniendo un pie en el bordillo de la gigantesca bañera, y comenzó a refregar de nuevo su verga a lo largo y ancho de mi menesteroso coño hasta obligarme a acuciarlo a que me lo incrustase otra vez.

Así lo hizo, pues me notó muy afligida y ganosa. Volvieron los hondos enviones, rápidos y más lentos, y cuando hundió un dedo en mi ojete anal, reanudé la seguidilla de suspiros, quejidos, chillidos, gritos fuertes y estridentes, estremecimientos corporales, un nuevo orgasmo de mi parte y la descarga generosa de leche caliente de papá en mi espalda. ¡Qué rico polvazo!,

Nos aseamos, vestimos con elegancia y bajamos a cenar a los lujosos y amplios salones comedores del hotel. Cenamos una selección de mariscos y pescados de los mares del Océano Pacífico (ostras, centolla y salmón), sugeridos por el maître , acompañado con vino blanco y vegetales. De postre, papá pidió pan queques celestinos con salsa de frambuesas flameados con coñac francés, y yo, papayas al jugo rellenas con sorbete de la misma fruta.

Después del bajativo y la charla de sobremesa, en la que coqueteé a papá todo el tiempo, nos retiramos a nuestra suite de la undécima planta. Nada más entrar y, un poco contentillo por los efectos del alcohol, papá me empezó a meter mano hasta que quedé íntegramente desnuda y con mi elegante vestimenta regada por el suelo. Me tomó en sus brazos fornidos y me tumbó encima de la cama. Enseguida abrió todo lo que pudo mis piernas y se puso a mamar mi coño tierno, a la vez que golpeaba y acariciaba, sin demasiada fuerza, mi periné. Jamás, hasta entonces, había disfrutado tanto de una mamada de coño. Pero la cúspide de gozo la alcancé cuando besó mi agujero anal. En razón de tamaña estimulación maestra y de la sobreexcitación que logré, una sarta de bramidos, gritos y grititos de deleite brotaron, una vez más, impúdicamente de mi garganta y fueron coronados con un gran orgasmo, seguido por un lastimero e intenso chillido postrero de placer sublime.

Luego de asearnos nos metimos a la cama e hicimos hora, viendo tele, para telefonear a mamá. Sin embargo, no pudimos mantenernos despiertos a causa del largo viaje y a la lujuriosa y agotadora jornada.

Despertamos temprano y, antes de telefonear a mamá, papá me agasajó con una follada mañanera deleitosa en extremo. Yo, para no ser menos, retribuí el apreciado "detalle" con una mamada de escándalo en la que no me retuve de nada. Lamí y me introduje a la boca sus cojones, acaricié la piel detrás del escroto y hasta metí un poco de mi dedo corazón en su ano. Tras esto último, estalló con fuerza en mi boca y gimoteó sonoramente. Bebí con glotonería aquel néctar matutino.

Durante las casi tres semanas que duró nuestra estadía en el austral Santiago, la tripleta de funciones diarias de fornicación incestuosa —mañana, tarde y noche— se mantuvo. Aunque papá llegase muy cansado, una sesión de masaje lo revitalizaba y despertaba su libido.

Al fin y al cabo, la polla paterna me benefició grandemente en aquellas apartadas tierras.