Papá, mamá, mi hermano y yo

Dos hermanos, Lucas y Alberto, atractivos y bisexuales, descubren lo mucho que puede cambiar su mundo cuando se quedan a solas en un hotel.

Hace unos meses, para celebrar mi mayoría de edad, mi familia decidió hacer un viaje por carretera. Por fin, el pequeño se convertía en adulto. Sobre todo para mi hermano, dos años mayor, aquello era todo un evento. «El pequeñajo se hace grande», me repetía una y otra vez. Él y yo teníamos una relación muy estrecha. No éramos como el resto de hermanos. Eso incluía el sexo. Alberto, como se llama él, me enseñó todo lo que hace falta saber. Primero, me inició en la masturbación. Luego, poco a poco, fue explicándome lo que necesitaba saber para conquistar a las chicas. Pero también a los chicos. Fue él quien me enseñó el camino para disfrutar la bisexualidad en su máximo esplendor. Nos masturbábamos juntos viendo vídeos de cómo una chica penetraba con un strap-on a un chico. También compartíamos nuestras hazañas sexuales, que no eran pocas —somos dos jóvenes bastante atractivos—. Nos calentábamos tanto con los detalles que era habitual sorprendernos con poderosas erecciones a mitad de relato.

Una de las paradas de nuestro viaje era Córdoba. Precioso lugar. Echamos toda la tarde perdiéndonos y descubriendo rincones maravillosos. Cenamos a los pies de la Mezquita. Tomamos copas en cada bar que nos cruzamos, hasta que nuestros padres no pudieron más.

—Chicos, creo que nosotros nos vamos a dormir la mona —anunció papá—. Vosotros os podéis quedar si queréis. Que Lucas disfrute la mayoría de edad.

Alberto y yo nos miramos, pensándolo un rato. Estábamos reventados del viaje, pero la oferta era interesante. Salir por una ciudad desconocida, llena de posibilidades. Teníamos una habitación para nosotros solos, podíamos hacer lo que quisiéramos. Aún así, necesitábamos descansar.

—Creo que mejor os acompañamos a bajar la borrachera —dije.

Fuimos paseando hasta el hotel. Se notaban las cinco estrellas nada más entrar en recepción, con un pianista y una fuente de agua. La habitación también era espectacular. El dormitorio rivalizaba con el salón de nuestra casa. En la cama de matrimonio cabían, lo menos, cuatro personas. Separado por una puerta estaba el baño, partido en dos. A un lado, un espectacular jacuzzi. Al otro, lo demás.

Alberto se desnudó por completo delante de mí.

—Voy a darme un baño, hermanito.

Yo me quedé inmóvil, mirando su atlético cuerpo desnudo. La verdad es que me ponía bastante. Su pene, ya en reposo, era bastante grande. Un poco más que el mío. Pero yo no tengo cuerpo atlético, así que destaca más.

—¿Qué pasa, peque? ¿Te pone tu hermano mayor?

Sonreí, y miré para otro lado. Dejé que se bañara a gusto mientras yo miraba la tele y comía algo del minibar. Me acomodé; cambié la ropa de calle por el pijama. Aproveché para repasar un poco Twitter, que llevaba todo el día sin meterme. Fui subiendo hasta cruzarme con una foto de una chica de clase. La muy guarra se había hecho OnlyFans. Solo las fotos previas que subía a las redes sociales me ponían a mil. Mientras la observaba con detenimiento, llevé mi mano derecha por debajo del pantalón. Frotaba por encima de la polla, que empezaba a notar la fricción. Antes de que se terminara de poner dura, Alberto abrió la puerta. Yo reculé enseguida. Aún hoy, no sé si él se dio cuenta de lo que estaba haciendo.

Mi hermano se tumbó a mi lado, por encima de las sábanas. Solo llevaba un pantalón corto. Era verano, y aún con el aire acondicionado no le apetecía taparse más. Estuvimos viendo la tele un rato.

—Espera, quita el sonido un momento —dijo él.

Lo hice, y empecé a escuchar lo mismo que Alberto. Gemidos. Venían de la habitación contigua a la nuestra. Pero no podía ser, allí estaban... nuestros padres. Era mamá, que gemía como una bestia.

—Pues parece que las paredes de este hotel no son de cinco estrellas —dijo Alberto.

Los dos nos reímos. No muy fuerte, ahora que sabíamos que nos podían escuchar. Seguimos un rato más con la oreja puesta.

—La verdad es que esto me está poniendo un poco —confesé.

Miré mi paquete, y el pequeño Lucas estaba despertando. Pasé mi mano por encima del miembro, agarrándomelo para que se notara el grosor. Al mismo tiempo, miraba lascivamente a Alberto.

—A mí lo que me pone es que te estés poniendo cachondo —me dijo.

Él, directamente, se quitó el pantalón y quedó completamente desnudo. Yo le acompañé y me quité el pantalón, dejándome únicamente la camiseta de manga corta. Los dos nos masturbábamos. Seguíamos escuchando gemidos, ahora de nuestros dos padres. Eran muy intensos. Mirábamos cada uno la polla del otro. Grandes, totalmente erectas. Me fui acercando cada vez más a mi hermano. En un impulso, él soltó su pene y llevó la mano al mío. En otro impulso, le besé. Un beso pasional, donde nuestras lenguas se perseguían por todos los rincones de la boca.

Cuando nos soltamos, empecé a recorrer su cuerpo con la boca. Besé sus pectorales y cada uno de sus abdominales. Al llegar a la entrepierna, di un pequeño rodeo. Fui directo a chupar sus huevos. Luego, recorrí el falo con la lengua hasta llegar a la punta. Entonces, ya sí, empecé a introducírmelo en la boca. Chupaba con delicadeza. Mientras, buscaba su mirada. Él la tenía perdida, rompiéndose de placer. No dejé de meter y sacar la polla de la boca. Alberto me sujetaba la cabeza acompañando el movimiento. Me trataba con mucha delicadeza.

—Cuidado hermanito, que me corro —avisó en un susurro.

Hice caso omiso. Es más, aumenté el ritmo. Acompañé la felación con un suave masaje en los testículos. A mí me pone mucho que lo hagan. Su cuerpo se puso en tensión, anunciando el salvaje orgasmo. Me costó un poco tragarme tal cantidad de semen, pero lo hice. Subí para fundirme con mi hermano en un intenso beso. Nos abrazábamos, sentíamos nuestros cuerpos totalmente pegados. Estaba siendo todo muy intenso. Ya ni reparábamos en papá y mamá, que hacía un rato que habían dejado de gemir.

Alberto pasó por encima de mi pene. Aprovechó para rozarse todo lo que pudo. Se fue a su maleta, de cuyo interior sacó condones y lubricante. Volvió a mi lado, me comió un poco la oreja, me puso a cien y después dijo:

—Métemela.

Yo no podía creérmelo. Follarme a mi propio hermano. Fantasía desbloqueada. Me puse el condón y procuré lubricar bien el ano de Alberto, que se había puesto a cuatro patas. Introduje con cuidado la punta del pene. Él se quejó un poco. Enseguida, seguí metiendo. Cuando la tenía completamente dentro, inicié un metesaca muy suave, que ganaba en intensidad con el paso de los segundos. Los quejidos de Alberto dieron paso a intensos gemidos de placer. Me tumbé sobre sus espalda para alcanzar sus testículos y poder masajearlos un poco.

—Quiero verte la cara mientras te follo —atiné a decir.

Cambiamos de postura. Ahora, yo estaba tumbado y él daba sentones sobre mi falo. Introduje dos dedos en su boca, que Alberto lamió, e incluso mordió, gustosamente. Con la otra mano le daba duros azotes, que parecían hacerle disfrutar más. Gemíamos muy alto. Era difícil que nadie nos escuchara.

Aguantamos un rato más. Hasta que Alberto se volvió a correr, esta vez sobre mi pecho. De la excitación, yo no pude evitarlo y me corrí también, dentro de su culo. Él se tumbó a mi lado y nos besamos otra vez. Ahora era con cariño, fraternal. Le sujetaba la cara con las manos, mientras él acariciaba mi pecho. Así, nos dormimos.

A la mañana siguiente, nuestra madre nos despertó golpeando la puerta. Me levanté de la cama totalmente desorientado. No sabía ni qué hora era, solo que la luz entraba muy fuerte. Me puse el pantalón para disimular que iba completamente desnudo (y con el condón aún puesto). Abrí con bastante resaca.

—¿Aún estáis así, Lucas?

Yo no dije nada. No pude. Ella se me adelantó y entró en la habitación. Yo avisé a Alberto con un grito.

—¡Alberto, tápate, que va mamá!

Lo único que hizo fue subirse la sábana por encima de la cintura. Mientras, mamá miraba a todos lados. Como si buscara algo.

—Pensé que tendríais compañía —dijo—. Anoche me pareció oír gemidos.

En el momento no me di cuenta, pero me puse rojo como un tomate. Apenas me salían las palabras.

—Sería de otra habitación. Aquí estábamos solo nosotros.

No sé quedó muy convencida. Siguió observando hasta que lo vio. Quise morirme. El bote de lubricante y el plástico del preservativo, tirados en el suelo.

—Ya veo... —dijo, y me miró—. Bueno, el desayuno termina en una hora. Espabilad.

Dicho lo cual, salió como entró. Miré a Alberto con cara de preocupación, pero él apenas se había enterado del panorama. Le fui contando a medida que despertaba, y no se lo terminaba de creer.

—Pero a ver, Lucas, ¿tú estás seguro de que lo ha visto?

—Que sí, te lo juro —respondí.

Alberto suspiró.

—Bueno, hagamos como si nada. Igual ni piensa en ello.

—Claro, el lubricante y los condones tienen multitud de utilidades prácticas.

—No te alteres, hermanito —dijo—. ¿Qué es lo peor que puede pasar?

Que nuestros padres sepan que sus hijos son unos descerebrados que follan entre ellos... Quise decirlo, pero Alberto me calló con un pico justo antes de ir a ducharse. Estábamos en un marrón. Aunque puestos a estar pringados, yo pensaba volver a follármelo.