Paola, Infiel por Venganza Cap II
Una hermosa mujer descubre la infidelidad de su marido y decide vengarse de la manera más cruel, con hombres que su marido detesta o a humillado en el pasado.
PAOLA
CAPÍTULO 2
La frustración y la rabia la inundaron. Lanzó lejos el cobertor de su cama y se puso de pie. Se quedó ahí, observando la ropa de cama en el suelo, mientras escuchaba el ligero sonido del motor del auto de Juan Carlos, que se extinguía en la distancia.
Paola había esquivado los encuentros sexuales con su marido durante dos semanas. Primero se había excusado con que estaba enferma; luego tuvo la fortuna de que le llegaran sus días, y se negó rotundamente a practicarle el típico mamón con que complacía los deseos de su hombre cuando no podían concretar el coito propiamente tal, inventando fuertes jaquecas. Por último, después de alargar su menstruación lo más que pudo, se dio a enojarse por trivialidades que le permitieron darle la espalda y lanzarle codazos ante cualquier avance íntimo a ese maldito traidor. Sin embargo, esa noche se le habían acabado las explicaciones y él hizo uso de sus derechos maritales sin admitir negativas.
Se sintió casi ultrajada cuando invadió sus carnes. No pudo evitar rememorar aquella escena que la atormentaba en todo momento, aquella en donde Juan Carlos mantenía morbosas relaciones sexuales con Ester De la Piane, dueña del bufete donde su marido añoraba ascender. La certeza de que el hermoso cuerpo de su hombre también le daba placer a esa acaudalada bruja la llenaba de rabia. No podía olvidar el trato vejatorio con el que esa mujer había usado a Juan Carlos para saciar sus asquerosos caprichos. Incluso, Paola estaba segura de que ella misma había sido parte del escabroso placer de la señora, al representar a la bella y joven esposa que esperaba fuera, mientras ella abusaba de su poder, convirtiendo al atractivo esposo en su esclavo.
Pese a todo, soportó estoicamente las arremetidas de Juan Carlos sobre su cuerpo. Las semanas de abstinencia habían hecho mella en los deseos de su marido; pues tuvo que sufrir agresivos magreos y desaforados envistes. Él insistió en desnudarla completamente y la mantuvo así durante toda la noche, víctima indefensa ante sus bestiales ataques. Hubo momentos en que pensó que lo mejor sería empujarlo, insultarlo y confesarle todo lo que había visto esa noche, pero el rencor que la inundaba le decía que el muy traicionero no podía sufrir un castigo tan ínfimo. Sí, se derretiría en disculpas y explicaciones, sufriría con la separación y la vería partir entre lágrimas, pero al cabo se le pasaría y reharía su vida. Ella, por el contrario, se sentiría herida para siempre; así que lo justo era que él también debía acarrear con una cicatriz imborrable por el resto de su vida.
Y los azares del destino eran caprichosos: la misma fatídica velada, cuando Paola descubrió su traición, Juan Carlos le entregó en bandeja de plata la fórmula de la venganza perfecta.
“Me desquitaría diez veces, con diez mujeres distintas” ―le había dicho él, cuando le preguntó cómo se vengaría si ella le fuera infiel. Y no contento con eso, se había apresurado a recitarle una larga lista de candidatas, elegidas con pinzas para hacerle el mayor daño posible. Paola recordó la impresión que le había provocado escucharlo, parecía que lo hubiera planeado, pues hablaba con tanta seguridad que resultaba difícil creer que se le estuvieran ocurriendo en ese mismo momento. Ahora entendía: los propios pecados de su marido jugaron en su contra, seguramente la culpa lo amenazaba y en su enfermiza cabeza él se defendía ideando ponzoñosas venganzas en caso de que ella le hiciera algo parecido. La psique del ser humano puede ser así de extraña e impredecible.
Pero no solo era la cantidad, pues también se preocupó de establecer y dejar claro algo que a Paola le pareció especialmente maquiavélico.
“Te entregaría cartas que te demostraran el amor que sienten por mí, y lo convencidas que estarían del amor que yo siento por ellas” ―le había asegurado, como queriendo decirle que no solo les entregaría su cuerpo, sino que, a la vez, llevaría al éxtasis sus sentimientos. En otras palabras, no tendría sexo con ellas, les haría el amor.
Esto, según Paola, era el verdadero puñal que destrozaba el corazón de una mujer. Una aventura de unas horas con una prostituta era perdonable; Muy por el contrario, un tórrido romance, llenó de arrumacos, regalos y sentimientos, significaba la ruina de muchos matrimonios. Inclusive con una, que decir de diez.
Y aquí es donde se dio cuenta de algo muy importante: no todo la lastimaba a ella de la misma forma que a él. La mujer sufre distinto que el hombre en cosas del corazón. Viene por instinto, enraizado en nuestros genes. Desde el inicio, cuando la raza humana estaba en pañales, la mujer ha buscado seguridad y cariño, mientras que el hombre busca poder, supremacía y placer.
Él sabía que le rompería el corazón si compartiera su amor con otra mujer. Ella comprendió que el punto débil de un hombre va más allá de su corazón, y más en un hombre como Juan Carlos, altanero y excesivamente seguro de sí mismo. Su verdadero talón de Aquiles estaba en su ego, y es ahí donde apuntaría sus diez tiros mortales.
No podía engañarlo con cualquier hombre. Si se acostaba con un sujeto exitoso, adinerado y atractivo como él, su marido apenas sentiría el golpe, pues se vería reflejado, y ella seguiría siendo una mujer digna para hombres de su tipo. Sin embargo, si ella se entregaba a un hombre que Juan Carlos considerara inferior, ya sea por su físico, su inteligencia o clase social, estaba segura de que el muy traicionero sufriría como sanguijuela en un salero. Es más, si convencía a aquellos machos de que eran amantes extraordinarios, capaces de satisfacer a una hembra como ella mejor que su marido, les provocaría el éxtasis masculino; la única forma de igualar el éxtasis femenino que Juan Carlos había asegurado que provocaría en sus amantes, convenciéndolas del amor que sentía por ellas.
Cada vez que lo reestudiaba en su cabeza, a Paola le resultaba más claro.
¿Qué le dolería más?
―Estos hombres, Juan Carlos, están enamorados de mí y están seguros de que correspondo sus sentimientos como una quinceañera soñadora ―se imaginó diciéndole. Y supo al instante que no le haría el daño que ella sentiría en su lugar.
Pero:
―Estos hombres, Juan Carlos, me poseen sin limitaciones y están convencidos de que me entrego a ellos porque son los únicos que saben satisfacer mi cuerpo. ―Saber que su mujer ha complacido y se ha dejado complacer por hombres inferiores, hombres convencidos que han sabido tratarla mejor, hombres que ya no bajarían la vista ante él, hombres que se sentirían los verdaderos machos de su hembra. Eso sí le dolería, eso sí le destrozaría el corazón, el ego, su hombría y la vida entera.
Y definitivamente no podía ser solo cosa de una ocasión. Omar se lo había dado a entender y ella sabía que no había faltado a la verdad: Juan Carlos era amante de la señora De La Piane. ¿Quién sabe cuántas veces había follado con la bruja esa? Por eso, y para realmente complacer a los hombres que la ayudarían en su venganza, supo que debería acostarse varias veces con cada uno de ellos. Tampoco tenían que saber que ella lo hacía para lastimar a su marido, debía convencerlos de que lo hacía por atracción hacia ellos, debían sentirse con poder sobre ella, debía hacerlos sentir más hombres que su marido, humillándolo ante todos los que llegaran a conocer la historia de su traición.
Esa era la venganza perfecta y Paola se juró que la llevaría a cabo hasta las últimas consecuencias.
Iba a ser una venganza larga; tendría que mantener relaciones sexuales quién sabe cuántas veces con su marido mientras la consumaba. Le sorprendió darse cuenta de que intimar con Juan Carlos, para que no se diera cuenta de lo que pasaba en sus narices, iba a ser lo más difícil de todo, incluso más que acostarse con desconocidos. La herida no cicatrizaba y expelía oleadas de rabia que alimentaban sus ansias de venganza, como la potencia de millones de galones de agua que sustentan los generadores de una represa.
Se dio una ducha y se vistió. Eligió un ligero vestido de tela que se adhería fiel a sus formas sin ser demasiado sexy, aunque sabía que ella no necesitaba prendas especiales para verse provocativa. Tomó un desayuno rápido, reunió lo que necesitaba y lo metió a una bolsa, luego le dejo una nota a la mujer del aseo para que no olvidara cambiar las sabanas de su cama y salió de casa.
Apenas estuvo afuera, notó que su vecino, Don Julio, estaba trabajando en su antejardín. Paola acostumbraba a mantenerse indiferente, sabía que ese hombre molestaba a Juan Carlos, precisamente por la falta de decoro que manifestaba a la hora de admirarla. Le resultaba curioso, pero no podía negar que la seguridad con la que su vecino se manejaba cuando su marido perdía los estribos la hacía sentir incomoda.
―Buen día, vecino ―le dijo, mientras se preguntaba si él seria uno de los diez elegidos.
―Desde este momento no puede ser mejor, mi querida… vecina ―le respondió con una dicción y entonación sacados de una película.
Le pareció extraño. Ella nunca le hablaba, más bien lo evitaba y más de una vez ni se había dignado a responderle el saludo, compartiendo el desagrado de Juan Carlos. Sin embargo, aquel hombre, ya entrado en años, le había respondido sin ningún atisbo de sorpresa, con una frase encantadora y de una forma que le pareció muy varonil. Cuando llegaba a su carro se dio vuelta a mirarlo. Don Julio mantenía la vista en ella, ahí donde le gustaba mirar a los hombres, pero al verse sorprendido ni se inmutó, siguió observándola. Paola no aguantó sonreír mientras entraba en su coche. Antes de encender el motor, ya había decidido que Don Julio seria uno de los diez.
Tenia claro su destino. Así como un agente secreto o un super héroe necesita artefactos y armas, ella requería equipo especial para sus planes. Y no podía llegar y comprarlo en cualquier parte, puesto que el dinero con que vivía provenía de Juan Carlos y ella no podía permitirse llamar su atención con cobros o giros sin explicación en su tarjeta de crédito. Pero ya suponía como resolver el problema. Sacó la tarjeta del bolsillo oculto de su cartera y miró lo que traía en la bolsa, se excitó al pensar que ese pequeño trozo de papel era su llave al arsenal de prendas y juguetes eróticos que necesitaba.
Como siempre, el barrio San Esteban estaba atestado de gente. Una mujer como ella llamaba la atención en cualquier parte y más en un lugar tan popular como ese. Esta vez las miradas indiscretas y ocasionales silbidos de admiración no le molestaron ni le generaron cargos de conciencia; si a Juan Carlos no le gustaba que frecuentara esa parte de la ciudad, mejor aún.
Hizo tiempo, mirando cosas por ahí y por allá. No podía engañarse a sí misma, pese a su convicción, estaba aterrada. Nunca había hecho algo así. En ese momento no pensaba encamarse con nadie, necesitaba de la ayuda del viejo del sexshop para proveerse de diversas prendas que le ayudarían a seducir y a complacer a todos sus amantes, pero, si bien sabía que aquel viejo debía ser uno de los diez, también estaba convencida que no podía entregarse, así como así, a él. Necesitaba de su ayuda durante todo el tiempo que durara su elaborada venganza y no sabia cuanto iba a durar. Así que no podía llegar y entrar ahí, dejar que el viejo la gozara y ya ¡uno menos! No, tenia que alargar el ansia de aquel tipo hasta que a ella le conviniese, ya llegaría su momento, seguramente seria uno de los últimos, pero por el momento debía idear una forma de mantenerlo cooperativo con ella. Tenía una idea bastante clara de como hacerlo, pero eso requería complacerlo de alguna manera, y eso la asustaba.
Ya decidida, Paola subió las escaleras al entrepiso donde se ubicaba la tienda. Esta vez no había nadie fuera en los pasillos. Recordó a los tipos que le habían silbado la última vez y sintió un alivio que no duro mucho, pues, apenas miró a las tiendas del pasillo del frente, vio a un regordete tipo que salía de detrás de un aparador, seguramente a ver que hacia una mujer como ella en un lugar destinado a vender accesorios destinados al sexo y la lujuria pervertida. Se hizo la desentendida, al fin no era más que otro baboso que la encontraba deseable ―pero no serás uno de los diez ―le dijo desdeñosa en su cabeza. De repente se sintió poderosa. Era dueña de una decisión por la que muchos suplicarían. Antes era distinto, todos la deseaban, pero no había posibilidades para ellos. Ahora, se habían impreso diez tickets para yacer con ella sin limites y con toda su cooperación. ¿Quiénes serian los afortunados? Solo ella lo decidiría.
Entró decidía a la tienda. El local estaba vacío, ni siquiera se veía al viejo dependiente en el mesón. Cruzó con paso firme entre los aparadores llenos de productos eróticos, algunos casuales como preservativos y pantys, otros mas especiales como consoladores y películas porno, y otros ya más exóticos, por decir lo menos, como prendas sadomasoquistas y artefactos de consolación anal.
Llegó junto al mesón. Aún no se veía al viejo travieso que la había espiado la ultima vez y Paola temió que no estuviera. Si había otra persona atendiendo todos sus planes se echarían a perder. Tocó una pequeña campana que estaba medio escondida en el desorden de unas cajas de lubricantes. No pasaron ni tres segundos y apareció el encargado de la tienda por la puerta que daba a la bodega, y al retorcido espacio desde donde se podía espiar el probador. Se tranquilizó al ver al mismo tipo que la atendió la ultima vez. El viejo, al verla, la cara de pocos amigos que traía se transformó en un amasijo de gestos de jovialidad y servidumbre.
―Buen día, señor ―saludo Paola―. No sé si me recuerda. Vine hace unas semanas por unos vestidos.
―Pues ¿cómo olvidarla?, señorita…
―Señora.
―Perdón, perdón, señora ―se disculpó de inmediato el dependiente―. Usted, tan bonita como es, se queda grabada a fuego en la memoria de hombres como yo, jeje ―continuó diciéndole, con una sonrisa de oreja a oreja.
Pues claro que la recordaba. ―Con el espectáculo que le di―pensó Paola.
―Ay, gracias. Aunque creo que está exagerando ―mintió.
―Para nada, se lo aseguró. Pero dígame, ¿cómo está?, ¿en qué puedo ayudarla?
Paola levantó la bolsa que traía. El viejo, servicial, se apresuró a despejar todo el desorden que mantenía sobre el mesón. Ella no supo si para darle espacio o para admirarla mejor, pues, apenas el tipo tuvo libre visión de sus caderas, se quedó pegado admirando como su vestido caía sobre sus delineadas curvas.
―No decía yo… ―se le escapó al viejo, mientras Paola depositaba la bolsa en la recién despejada vitrina.
―¿Cómo dice?
―No, nada, no me haga caso. Dígame ―reaccionó el pobre hombre, que se había quedado embobado mirándola.
Era el momento de la verdad. Todo dependía de lo que diría en ese momento y de la respuesta que recibiría de aquel sujeto.
―Pues verá, vine a devolver los vestidos que me llevé la última vez ―dijo con tono tímido, como una chica que espera una reprimenda por una travesura.
―¿Qué le pasó?, ¿no le quedaron?, ¿se descocieron? ―le consultó el viejo, que ya metía las manos en la bolsa para sacar las prendas en cuestión.
―No, nada de eso ―respondió compungida Paola―. La verdad es que mi marido los encontró muy ajustados y provocadores. Me prohibió usarlos en público.
El dependiente levantó el vestido morado y dejó que colgara en toda su extensión. Paola sabia que el estado de la prenda, arrugada y con una que otra mancha de los jardines de la mansión De la Piane, evidenciaba que había sido usada. La ansiedad por partir con su venganza y la confianza en el morbo que provocaba en los hombres, le habían convencido de que eso no sería un problema. Sin embargo, en esa fracción de segundo que el viejo tardó en responder pensó que tal vez habría sido mejor presentar el vestido en mejores condiciones.
―¿Quiere devolverlos? ―La expresión del viejo anticipaba un problema con eso―. A mi jefe no le gustara mucho. Es algo complicado con las devoluciones ―terminó diciendo.
Justo el tipo de negativa que Paola esperaba.
―¡Ay!, pero si yo lo entiendo perfectamente ―se apresuró a decir―. Una no puede andar por la vida comprando y devolviendo las cosas, así todos los negocios quebrarían. ―Esperó a que la vista del hombre se volviera a clavar en su escote―. Más bien lo que tenia pensado era pedirle que me dejara cambiar los vestidos por otra cosa.
Paola detectó el explosivo entusiasmo que sus palabras despertaron en aquel viejo verde.
―Eeeeh, ¿cómo?… ¿Por qué le gustaría cambiarlos? ―tartamudeó.
―Pues no sé. Usted tiene tantas cosas bonitas en su tienda ―le dijo coqueta.
―Sí, claro. ―El hombre se pasó la mano por la cara, afligido por la angustia que le generaba tal decisión―. Ande y elija lo que le guste ―dijo al fin―. Yo me encargo después de explicarle al jefe. Eso sí, debe probarse lo que se llevé, no queremos que después se vuelva a arrepentir ¿verdad?
―No había pensado en eso ―mintió Paola, simulando entusiasmo por la idea―. Tiene toda la razón, antes de decidir que llevaré debo probármelo. Aunque igual me probé esos la última vez y ya ve como estamos ahora ―rio divertida―. Ay, pero me da tanta pena quitarle su tiempo.
―No, señora, no se preocupe, para mí es un placer.
―Muchas gracias. Es usted tan amable. ¿Cuál es su nombre?
―Genaro, Genaro Pérez, para servirle ―se presentó el viejo.
―Don Genaro, soy Paola ―respondió la hermosa mujer, levantando su mano. El dependiente, entusiasmado, se la besó antes que ella pudiera reaccionar―. Ay, señor, ¡que caballero! ―exclamó Paola, sorprendida por el húmedo contacto en su piel.
―Un gusto, señora Paola. Elija lo que quiera, por favor. La tienda es suya.
Paola se alejó por los pasillos, buscando algo que le diera alguna idea de por dónde podría partir su venganza. Vio innumerables prendas eróticas: desde ropa interior a prendas de látex de cuerpo entero. Sin lugar a duda aquella tienda tenia todo lo que una se pudiera imaginar, todo lo necesario para aderezar la sexualidad de las parejas con el morbo más rebuscado. También había juguetes de diversa indole, consoladores de distintos tamaños y texturas, y otros artefactos que hasta le costaba imaginarse para que servían. Metió mano en un colgador lleno de bragas pequeñísimas y de fuertes colores, la mayoría apenas conformadas por un hilo de tela. También había conjuntos con brasieres de encaje, porta lijas, pantys; hasta corsé, antifaces y guantes de terciopelo.
De pronto vio pasar a Genaro junto a ella. El enjuto hombre se dirigió raudo a la puerta de entrada, la cerró con un pestillo y dio vuelta un pequeño cartel colgante, pasándolo de “Abierto” a “Cerrado”; luego miró para todos lados fuera de la tienda y volvió para dirigirse a ella.
―No se preocupe. Estoy ordenando la bodega y prefiero que no entren nuevos clientes ―se explicó Genaro antes que ella le preguntara nada.
―¿Está seguro que no lo estoy molestando, don Genaro? ―dijo ella, simulando preocupación. Estaba segura de que el viejo había cerrado la tienda para que nadie lo molestara mientras la espiaba, no existía otra razón. Le divirtió el teatro del hombre, que a duras penas podía contener el nerviosismo.
―No, señora Paola, no se preocupe. También cerré para que usted este tranquila y pueda tomarse todo el tiempo que necesite para probarse todo lo que le guste. ―El viejo se frotaba las manos y la miraba con ansias mientras hablaba.
Paola se preguntó qué clase de mujer esperaría a aquel hombre bajito en su casa. Seguramente una mujer de edad que ni en sus mejores momentos de juventud habría poseído una belleza comparable a la suya. El viejo debía estar agradeciendo al cielo la oportunidad de poder volver a espiarla. La ultima vez no le había sido necesario quitarse su ropa interior para probarse los vestidos. Pero el pobre se había portado tan servicial, y ella estaba tan enojada con Juan Carlos, que estaba decidida a dejarlo ver un poco más esta vez. Y, ahora, con toda la tienda para ella, podría hacerlo mucho más tranquila.
Genaro volvió tras el mostrador a mirar a aquella mujer hurguetear entre los pasillos de la tienda. No podía creer la suerte que le había deparado el destino. La señora Paola era un monumento, una obra de arte. Era muy alta, a él le sacaba por lo menos diez centímetros de altura, y tenia un cuerpo que, a todas luces, le debía sus formas a incontables sesiones de gimnasio. No entendía, aunque poco le importaba, como una fémina de esas características había terminado en una tienda como la suya. Le dejo de preocupar que su jefe le llamara la atención por el cambio que iba a concederle. Ya se las arreglaría. En ese momento no daba más de la ansiedad por verla desvistiéndose a través del doble espejo del probador. Aquel artilugio era obra de su jefe, quien, de vez en cuando, se aparecía en la tienda a probar suerte con las clientas que ocasionalmente se aventuraban a probarse sus compras. Pero ninguna de ellas, en todo el tiempo que llevaba ahí, se comparaba a la criatura celestial que lo tenia enfermo de excitación. La cintura de aquella mujer era de fantasía, bajo el vestidito que traía se podía dimensionar el tremendo pedazo de culo que tenía, y esas tetas, ¡esas fabulosas tetas! No podía esperar a ver los finos pezones que debía de tener una mujer de alcurnia como ella.
Paola sabia que el viejo la miraba desde el mostrador, así que se agachaba para darle un buen espectáculo. Quería premiarlo, ¿qué más daba que le parara la cola para que viera un poquito más allá de la cuenta? Todo con tal de mantenerlo entusiasmado. Además, estaba decidida a darle un regalo bastante más atrevido en el probador.
Al pensar en lo que estaba haciendo, Paola sintió extrañas sensaciones en su cuerpo, pulsaciones de excitación que no pensó que podría sentir en una situación como esa. Recordó la extraña fogosidad que había sentido esa noche, mientras espiaba las perversiones de Juan Carlos y su jefa. Eran una extraña combinación de desprecio y morbo, de venganza y lujuria. En ese momento comprendió que aquellas reacciones de su cuerpo no eran más que de satisfacción, al llevar a cabo el plan que le devolvería su autoestima. Eso y la suma de todo el morbo que le podía generar a cualquier mujer ser admirada y deseada por cualquier macho. Ella siempre había tenido que reprimir esa excitación, pues era una mujer casada y feliz; no podía admitir que las miradas de otros hombres le llamaran la atención, o que alimentaran inconscientemente su instinto sexual. Ahora era distinto. Se sentía libre de disfrutar del juego que podía jugar con una ventaja arrasadora gracias a su belleza. Podía hacer caer como moscas a todos esos deseosos machos y divertirse en el proceso. Como lo hacía precisamente en ese momento, mostrando un poco más de lo debido, sin llegar a hacerle pensar a ese viejo que estaba entregada. Ya llegaría su tiempo, cuando le tocara poseerla de la forma que él quisiera. Por ahora le servía motivado a atenderla. Luego disfrutaría en el probador, cuando lo dejara contemplarla desnuda, ignorante de su morbosa entrega.
Entre medio de toda esta meditación, los ojos de Paola al fin encontraron algo que llamó su atención, una prenda que le iluminó el camino a seguir en su aún borroso camino a la venganza. Era un peto deportivo que se ganaba su espacio en aquella tienda por el generoso escote que coronaba el cierre frontal y el entalle de malla que se dibujaba en los hombros. La prenda estaba puesta en uno de esos voluminosos maniquís al final de un pasillo. Era negro con delimitaciones tejidas en sus bordes, las que se perdían al frente, dándole aún más realce al pronunciado escote. El peto hacia juego con unas calzas cortas purpuras de toma a la cadera, de tal forma que cualquier prenda interior casi se podría ver en sus costados. Por si fuera poco, eran muy justas en su medida, de tal forma que cubrían justo hasta donde la redondeada forma del trasero del maniquí daba espacio a las piernas artificiales.
Pues claro, ¿cómo no se le había ocurrido antes? En el gimnasio de su tío, donde entrenaba casi todos los días, encontraría al número uno; y esas prendas le servirían para llamar su atención. Incluso supo de inmediato quien seria el afortunado, Sonrió al imaginarlo.
Tomó un juego del par ero-deportivo en una talla que supo que le quedaría bien ajustada. Se volteó y se encontró con la anhelante mirada de don Genaro, que la esperaba ansioso tras la vitrina. Supuso que el pobre había olvidado la excusa de ordenar la bodega que le había dado para cerrar la tienda y estaba ahí, observándola, atento como un lobo hambriento. Estaba satisfecha por el peto y las calzas, así que decidió elegir un diminuto tanga blanco, que no era más que un par de tiras de tela anudados, para ponerse debajo, y se fue al mostrador.
―Don Genaro, creo que encontré algo que me gusta mucho, mucho ―le dijo al llegar junto a él.
―Pues claro que esta bonito, señora ―le dijo con entusiasmo el viejo―. Pasé, pruébeselo ―la urgió, señalándole el probador.
Paola, sonriente y coqueta, prendió la luz del probador. Antes de entrar, de reojo, pudo ver como Genaro, como un rayo, entró a las supuestas bodegas.
Estaba tal como lo recordaba, espacioso, limpio y bien iluminado. Pero algo había cambiado: habían puesto un banquillo acolchado muy bonito justo en la pared frente al espejo de cuerpo entero. A Paola le pareció un bonito aporte a la comodidad del probador. Dejo su cartera sobre el encantador mueble y se miró al espejo. Sabia que el viejo Genaro, dependiente de esa tienda, estaba al otro lado de aquel vidrio, presto a admirarla, suponiéndola ignorante a que era observada. Quizá en ese preciso instante el viejo se agarraba la verga, viéndola ahí parada a escasos metros o centímetros. Incluso con el vestido que traía, Paola era consiente de lo que podía despertar en los hombres. Pero quiso ser traviesa, todo eso le despertaba excitación. Toda la excitación que dio paso al odio mientras yacía con su marido, ahora invadía su cuerpo, víctima del morbo y de su ímpetu de venganza.
Se acercó al espejo y le lanzó un tierno beso al reflejo de su bello rostro, mientras, con una de sus manos, se agarraba y masajeaba suavemente uno de sus pechos. Luego se rio, juguetona, como si bromeara con ella misma. El viejo debía estar como loco, y eso que aún venia lo mejor.
Paola se alejó un poco del espejo y deslizó por su hombro uno de los tirantes de su vestido. No perdía detalle de su reflejo, consiente de que lo que ella observaba era exactamente lo que el viejo Genaro admiraba al otro lado del vidrio. Adoptó una sensual posé antes de liberar el segundo tirante y dejar caer el liviano vestido hasta sus caderas, que retuvieron la caída libre de la prenda, como tratando de defenderse de las infames miradas a las que su vengativa dueña las entregaba. El brasier beige quedo a la vista, era una fina pieza de algodón que cubría sus pechos con elegancia. Paola sabia que era sexy, quería que se viera sensual y provocativo sobre su piel de bronceado canela. La delicada prenda se veía como una diminuta armadura que protegía la exclusiva propiedad de un hombre, de su marido. Sin embargo, la guardia de esa propiedad había sido traicionada a muerte, y había vendido su lealtad a los oscuros e irrefrenables deseos de una morbosa vendetta.
Estaba disfrutando de todo eso, no podía negárselo. Paola se vio semi desnuda de cintura para arriba y se dejo arrebatar por la sensación de estar siendo admirada por un completo extraño. Pensó en la erección que aquel hombre debía tener y sonrió imaginándose la ira de Juan Carlos cuando supiera todo lo que haría con aquel falo hambriento. Pero aún faltaba para eso, esa cosecha ya vendría más adelante, ahora debía conformarse con sembrar. Todas esas sensaciones que se arremolinaban en su interior ya tenían un objetivo. Ese voyeur tras el espejo tendría que esperar su turno.
Concentrada en las poses que regalaba, se deshizo de su vestido, arrastrándolo en zigzag sobre sus caderas, hasta que a medio muslo se vio liberado y cayó hasta sus tobillos. En un sensual movimiento enganchó el vestido al taco de una de sus sandalias y lo elevó hacia atrás hasta su mano, para luego dejarlo junto a su cartera.
Ya estaba solo en ropa interior frente a su solitario público. El espejo era extraordinario, ocupaba todo el alto y ancho de la pared donde estaba empotrado y Paola sabía que tras él estaba aquel viejo, saciando sus mas impuros instintos con su delineado y trabajado cuerpo. Hasta ahí, el travieso dependiente no había visto nada nuevo, pues la vez anterior ella, ignorante de la sala oscura que se escondía tras el espejo, se quedó en ropa interior para probarse los vestidos que tanto le había costado encontrar. Esa vez no había sido necesario desnudarse, y había dado gracias a Dios por eso cuando se dio cuenta de la trampa que se ocultaba tras su reflejo. Esta vez seria diferente, estaba decidida a entregar su cuerpo a otros hombres y se sentía inundada de sensaciones agresivas contra su marido, ¿qué mejor que entregarle el placer de admirar su cuerpo al pobre Genaro?, ¿qué mejor que partir por ahí? Se admiró al espejo y se tocó traviesamente mientras se sonreía coqueta para sí. La certeza que había un hombre calentándose con ella solo a unos metros de su piel le causó gratas sensaciones. Se dio vuelta y se agachó, simulando buscar algo en su cartera. Se entretuvo unos segundos meneando el trasero hacia en espejo. Se aseguró de parar bien la cola para que el pequeño colaless que traía se metiera entre sus nalgas para el deleite de don Genaro. Hizo como que consultaba un mensaje de su celular y luego volvió a meterlo en su cartera. Después, en forma muy natural y aún de espaldas al espejo, se desprendió de su elegante sostén y liberó sus pechos. Paola se preguntó cómo se vería su espalda desnuda. El viejo debía de estar expectante y ansioso por que se diera vuelta. La preciosa mujer se mantuvo de espaldas, pero se volteó a mirar coquetamente el espejo. Imitó a las modelos que se muestran desnudas en las revistas sin mostrar nada, se sonrió tímidamente y terminó por darse vuelta. Eso sí, mantuvo sus brazos cruzados sobre sus pechos y se puso seria. Luego, juguetona, se lanzó un sensual beso y lentamente empezó a desenredar sus largos brazos, hasta que solo sus manos quedaron cubriendo sus hermosos senos. Paola nunca había mostrado más de la cuenta a un desconocido, y eso le gustó. Sintió una ligera sensación de pérdida de virginidad cuando, sorpresivamente, destapó sus tetas para el deleite del espejo y quien se encontrará detrás. Justo en ese momento se escuchó un fuerte sonido, como si varias cajas se hubieran caído. Apenas pudo contener la risa al imaginar al pobre viejo, presa de la calentura, enredado en las cajas que la impresión de verle las tetas le había echo derribar.
Se acercó lo más que pudo al espejo. Sus pezones, rosados y perfectos, quedaron a escasos milímetros del cristal. Paola se quedó ahí, admirando sus ubres. El pobre Genaro debía estar lamiendo el otro lado, extasiado de calentura. Ella decidió jugar un poco más, el juego le entretenía de una forma desconcertante. Llevó sus manos a la piel de sus pechos y empezó a acariciarse, amasando sus carnes en un arrebato de auto complacencia. No tardó en notar como sus pezones se tornaban más rígidos y adquirían un tono más vivido. No resistió la tentación a removerlos con sus dedos, no supo si fue para deleite del voyeur que la acosaba o para el suyo propio. Si lo hubiera pensado un poco más habría sabido que era para ambos.
A Paola le costo dejar de tocarse. De verdad le asombraba la excitación que le había generado todo aquello. ¿Cómo el deseo de aquel hombre había llegado a despertar el suyo? Era una incógnita para ella. Seguramente eran las semanas sin buen sexo. Todo ese tiempo evitando a Juan Carlos y el repudio que le genero yacer con él le habían impedido tener un orgasmo. Y de pronto estaba ahí, a dos palabras de hacer que un hombre desesperado saciara sus deseos con su cuerpo. Solo debía mirar al espejo y decir: ―Don Genaro, necesito un hombre―, y el viejo caliente correría a tocarla, besarla y poseerla.
Apartó rápidamente esos pensamientos. Sabia que no debía, no aún, pero ya lo deseaba. Ya no había impedimento, ya no existía un marido que respetar, ya no había reglas que seguir, solo la venganza y el placer de los elegidos; y si ese placer se le contagiaba a ella, mejor aún, pensó.
Se apartó del espejo, tomó el peto que había elegido y se lo puso. Le quedaba arrebatador. Y, lo mejor de todo, no era descaradamente vulgar, pasaba perfectamente como una prenda deportiva. Solo era algo más escotado de lo que acostumbraba usar, pero nada que no hubiera visto que llevaran esas chicas más atrevidas con que se topaba en el gym. Luego agarró las calzas y se las probó sobre el colaless. Como lo supuso, la prenda era muy corta, más parecía un short elasticado que una calza. Se ajustaba a sus caderas tan abajo que las tiras de su ropa interior quedaban a la vista, y eran tan cortos que al inclinarse conseguía que se acomodara en sus nalgas como un calzón. Era perfecto para lo que pretendía.
Se sacó las prendas y las depositó sobre el banquillo, quedando otra vez en topless frente al espejo. Ya tenía lo que quería, pero no se podía ir sin darle al pobre Genaro el premio que merecía. Se paró frente al espejo, admirándose en coquetas poses, hasta que de pronto tomó el pequeño calzón que había elegido al final. No era que lo necesitara, lo había tomado para tener la excusa de mostrarle al viejo oportunista la parte más íntima de su cuerpo. Agarró la diminuta prenda con los dientes y en un grácil movimiento se sacó el colaless que llevaba puesto. Quedó completamente desnuda frente al espejo. Su piel aún conservaba vestigios del bronceado que se había hecho para la fiesta en la mansión De la Piane. Se veía esplendida y sensual, una Diosa de la belleza y el deseo de cualquier hombre. Sus escasos bellos púbicos cubrían coquetamente su intimidad, ahí donde su tierna piel se volvía más clara y virginal. Paola sintió esas extrañas sensaciones otra vez, aún más fuerte, y no aguantó darle el ultimo regalo al viejo ese. Desnuda como estaba, se sentó en el banquillo y se puso el diminuto tanga que pretendía probarse. Muy lentamente levantó sus piernas para dejarlas recogidas en el aire por un par de segundos, dejando que en el espejo se reflejara la imagen de su tierna vagina enmarcada por sus preciosos muslos. Solo fueron unos momentos, pero quien estuviera al otro lado del espejo debía de haber contemplado la humedad y calidez que irradiaba aquel tesoro.
Paola se puso de pie, encantada con los sensuales movimientos que había regalado. Ella misma veía su rostro algo más vivaz y sonrojado de lo normal en su reflejo. Aprovechó para modelar el pequeño tanga blanco que, por cierto, le quedaba a la perfección; todo lo sexy le quedaba bien. Se aseguró de llevar los tirantes bien arriba para que el tanga se le metiera bien entra las nalgas y se impregnara de los tímidos fluidos que habían aflorado en su intimidad. Después de unos minutos, volvió a la misma técnica para quitárselos y volver a ponerse su colaless. Esta vez tuvo que inclinarse hacia un costado y luchar con sus sandalias, pues las prendas se enredaron en los tacos, lo que hizo que su delicada entrepierna estuviera bastante más tiempo expuesta al espejo y su nuevo amigo.
Cuando Paola salió del probador, Genaro la esperaba junto al mostrador. Pesé a que era evidente que se había lavado la cara, se notaba acalorado, con sus ojos vidriosos y sus mejillas encendidas.
―Don Genaro, disculpe la demora, por favor ―le dijo con su voz de niña buena.
―Peh ¿qué dice?, señora Paola. Ni cuenta me di del tiempo ―la tranquilizó el viejo.
Paola tardaría en saberlo, pero el viejo Genaro había dejado sendos chorros de semen desperdigados en la bodega. En el momento en que la hermosa esposa luchaba por desenredar los calzones de los tacos de sus sandalias, el pobre viejo había tenido el mejor orgasmo en años, sino décadas. Apenas ella se fuera, él tendría que mantener la tienda cerrada por un rato para limpiar el desastre.
―Estas me las llevó ―le dijo Paola, mostrándole el conjunto deportivo―. Estas me quedaron bonitas, pero no me convencieron ―continuó, refiriéndose al pequeño tanga blanco―. Si quiere se los dejo colgados donde los encontré.
―¡No!, no se preocupe ―se sobresaltó el viejo, más contento que gato en carnicería―. Yo las cuelgo luego, déjemelas acá ―le pidió recibiendo con nerviosismo la prenda en sus manos.
―¡Ay! don Genaro. No sé, igual me voy preocupada. ¿Y si a mi marido no le gustan? ―Paola levantó el conjunto deportivo.
―Pues las trae de vuelta y se prue… lleva otra cosa. No se compliqué que acá se las cambiamos.
―¿En serio? Y su jefe, ¿qué dirá?
―De eso me encargo yo. Usted solo venga que será un placer para mí atenderla. ―El viejo se puso la mano en el corazón mientras lo dijo.
―¿De verdad? Don Genaro, muchas gracias ―le dijo entusiasmada Paola y lo abrazó fraternalmente―. Es usted un buen hombre.
Cuando Paola terminó el calculado abrazó, el viejo no se apartó y mantuvo a la hermosa mujer tomada de la cintura. Ella no lo esperaba, pero no le molestó, lo dejo hacer mientras se despedían.
―Espero que vuelva muy pronto, señora. ―Sus manos palparon sus caderas.
―Pues claro. En su tienda hay muchas cosas bonitas ―le aseguró Paola―. Hasta pronto, don Genaro. ―Y se inclino para darle un beso en cada mejilla al viejo verde
―Que le vaya bien.
El viejo antes de soltarla restregó una de sus manos en su cadera, y le dio una ligera palmadita entre la cadera y el trasero. Paola, aunque algo sorprendida, lejos estuvo de molestarse, le sonrió coqueta y se alejó hacia la salida.
Ya afuera, antes de irse, miró por el aparador. Don Genaro olía, ensimismado, el trofeo que le había dejado. Aquellos calzones, impregnados de su sexo, lo mantendrían fiel hasta que volviera. ¿Quién sabe?, la próxima vez quizá lo dejara tocar un poco.
Ya era media tarde cuando llegó al estacionamiento del centro comercial. Dio algunas vueltas, buscando un carro en particular. No tardó mucho en encontrarlo, era un vehículo viejo, grande y largo, un Chrysler Royale del año 71. Para su fortuna, el espacio de junto estaba desocupado, así que se estacionó ahí. Se bajó del auto, se acercó y puso la mano sobre el capo del carro. Estaba tibio, había llegado hace poco. Vio que nadie la viera, se metió entre ambos autos y manipuló la válvula del neumático del suyo para que perdiera aire. Luego hizo lo mismo con el de repuesto que traía en el maletero. Tomó su bolso y se fue al gimnasio.
Todo lo que había vivido durante las ultimas horas la tenia desconcertada. Se sintió casi violada por su propio marido y ni siquiera se había excitado con eso, sino que le repugnó. Juan Carlos era un hombre atractivo y vigoroso, cualquier mujer se entregaría a sus encantos. Sin embargo, para ella, la infame traición que había cometido, lo transformó definitivamente en un ogro infame incapaz de volver a hacerla sentir mujer. Todo el deseo que antes sintiera con él, su desprecio y sed de venganza lo habían volcado sobre los hombres que la ayudarían a cobrar la afrenta. Prueba inequívoca eran las placenteras sensaciones que había sentido al exhibirse en aquel probador esa misma mañana. Ella sabía que la espiaba un hombre viejo y sinvergüenza, pero pesé a su temor inicial, terminó disfrutando al desnudarse para él. No obstante, esa placentera experiencia no la dejo satisfecha. Lejos había estado don Genaro de tocarla como ella necesitaba que la tocaran. Pero estaba decidida a apaciguar sus necesidades. Esa misma tarde se entregaría al primero de sus amantes.
Llevaba el mismo vestido liviano que en la mañana. Sus sandalias de taco alto resonaban en la cerámica de los pasillos del centro comercial donde se encontraba el gimnasio de su tío. Él estaba fuera de la ciudad, así que no le preocupaba llamar su atención. Llevaba un bolso que contenía su equipo de deporte: las nuevas prendas y un par de zapatillas, aparte de una toalla y un cambio de ropa interior.
Entró en el gimnasio como siempre, observada por cada hombre. Unos discretos, otros no tanto. No tardó en ver al hombre que buscaba. Estaba en la prensa, con un cinturón de cuero que protegía su espalda y las rodillas vendadas, levantando incontables kilos de carga.
Juan Carlos solía burlarse de él cuando coincidían en el gimnasio. A veces levantaba tanto peso que sus bramidos resonaban por todas partes. Le llamaban “el Mono” por su tez oscura, sus facciones simiescas y el volumen de su musculatura. No era muy alto, pero tenia una enorme espalda y grandes manazas. Sus brazos eran desproporcionadamente musculosos y sus piernas extremadamente gruesas. Alguien nos dijo una vez que pesaba casi ciento cincuenta kilos. Tampoco era muy atlético, su tema era el volumen no la forma, así que se mantenía robusto por todos lados. Era todo un monstruo y Paola iba a dejar que la poseyera como más le pareciera. Ella sospechaba que Juan Carlos se sentía intimidado por la fuerza de ese hombre, por eso se burlaba de él, minimizándolo frente a sus logros financieros. Eso era suficiente para ella, el Mono seria su primer amante.
Entró a los camerinos de mujeres y se vistió. Las exuberantes prendas que pretendía estrenar esa tarde le quedaban de infarto. Otra chica que ella saludaba de vez en cuando se la quedó mirando al pasar.
―Bonito atuendo. ¿Dónde lo compraste? ―le preguntó.
―Me lo enviaron del extranjero ―respondió Paola. Sabia que no le creería si le dijera la verdad.
―Los vas a volver locos.
―¿Tú crees?
―Hombres.
―Hombres ―coincidió.
Salieron juntas. Su amiga tenia razón. Un tipo casi se cae de la caminadora. A otro su novia le dio un buen golpe por indiscreto. Era la impresión inicial. Sabia que pasados los minutos todos volverían al trajín de sus ejercicios, solo volviéndola a admirar de vez en cuando.
Se dirigió a las máquinas cercanas a la prensa. El Mono aún estaba con sus ejercicios de sobre carga. El gimnasio estaba lleno de espejos por todos lados. Era un lugar donde la mayoría iba a mantener o mejorar su apariencia, así que no era de extrañar. A través de estos espejos, Paola vio como la miraba el Mono, mientras hacía ejercicios de calentamiento a escasos metros de él.
Pero debía empezar el verdadero espectáculo. Eligió una banca y la inclinó para poder apoyarse en ella de frente y elevar sus piernas hacia atrás, forzando sus femorales y glúteos. Apenas hizo una repetición sintió como las calzas se recogían y apretaban contra sus nalgas, metiéndose entre ellas para quedar como si de un tanga se tratase. Por el espejo que mirara había un rostro embobado observándola. El Mono estaba en medio de una repetición, así que aún no se percataba de como lucia su cola.
Paola se levantó y se sentó en la banca. Esperó a que el Mono terminara y saliera de la prensa. La bestia estiraba sus resentidas piernas cuando ella le habló.
―Disculpa, podrías ayudarme a cargar la mancuerna en mis pies ―le dijo ante la inexpresiva expresión del hombretón. Todos sabían que era muy reservado e introvertido, así que nadie le hablaba nunca. Debía ser realmente sorpresivo que una mujer como ella le dirigiera la palabra.
El tipo no le respondió con más que una inclinación de cabeza, tomó la mancuerna que Paola le indicó y se paró junto a la banca. Ella llevó su escultural cuerpo a la pose que le permitiría hacer el ejercicio. Se recostó boca abajo sobre la banca, estiró sus piernas juntas y esperó a que el hombre colocara entre sus pies la pesa. Luego empezó con las repeticiones que la obligaban a parar la cola, mientras, con sus pies, levantaba la mancuerna y la bajaba lentamente, tensando los músculos posteriores de sus piernas y sus portentosos glúteos.
Paola podía sentir como la calza seguí metiéndose entre sus nalgas y más paraba el culo, ofreciéndole al gorilón un espectáculo exquisito.
Cuando terminó, el hombre delicadamente retiró la carga de sus pies. Ella se sentó y algo incomoda se dio cuenta que muchos hombres la miraban sin remilgo alguno.
―¿Qué miran tanto? ―dijo en voz baja, pero lo suficientemente alto para que el Mono la escuchara. Se sorprendió al ver como aquel fortachón apartó las miradas indiscretas de todos solo con levantar la vista con el ceño fruncido.
―Gracias ―le dijo.
―Es incomodo, lo sé ―le respondió él parcamente. Luego volvió a levantar la mancuerna, señal de que Paola debía volver a tumbarse sobre la banca a seguir con sus ejercicios y continuar con el espectáculo que el Mono quería ver.
Después de eso, el gigante la ayudó en varios ejercicios y no se apartó de ella durante un buen rato. Ella hacia obediente todo lo que él le decía. Esperaba que un hombre tan fuerte como él se prendiera con la sumisión que le ofrecía una mujer como ella.
―¿Y tu marido? ―le preguntó de pronto el Mono.
―En el trabajo ―le dijo―. Quizá revolcándose con su jefa ―quiso confesarle, pero se lo guardó. Le sorprendió un poco que él supiera que ella estaba casada y que se refiriera a Juan Carlos como si lo conociera. Luego comprendió que ellos habían coincidido muchas veces con él en el gimnasio y ni ella ni su marido eran personas fáciles de pasar por alto.
―Yo no dejaría venir a mi hembra sola ―dijo desdeñoso.
A Paola le pareció cavernícola la forma en que se refirió a su mujer. Pero extrañamente todo le calzaba, el era una bestia, un hombre que imponía respeto a través de su fuerza animal. ¿Qué tan raro podía ser que se refiriera así a las mujeres, el sexo débil?
―Pues él no es un hombre como tú.
―Claro, es un alfeñique. ―El desprecio se dejó ver en la expresión de su rostro.
Paola no dijo nada. No defendió a su marido y siguió entrenando bajo las indicaciones del Mono, que, después de haber insultado a Juan Carlos sin que ella se inmutara, la instruccionaba con más descaro, como si la hermosa mujer se hubiera vuelto un poco más de él.
Al cabo de un rato, Paola se percató que el Mono había dejado de hacer ejercicios. Supo que había terminado su rutina y que solo se quedaba para verla como hacia la suya. No era para menos, ella no se había molestado en sacar la calza de entre sus nalgas y no perdía oportunidad para adoptar cualquier pose que le permitiera destacar el infartante escote que le formaba su ajustado peto. Sabía que él disfrutaba admirándola, y a ella le producía un profundo placer mostrarle a todos los demás en el gimnasio que el Mono gozaba de la compañía de la mujer de Juan Carlos.
Ella fue cortes y agradable, no tuvo que aparentar pues, pese a sus temores, se sentía de buen animo por como sus planes se encaminaban a las mil maravillas. No hacia caso al tono parco y duro de aquel hombretón, sabía que era su manera de ser, no algo personal contra ella. Sin embargo, también entendía, debido a la forma en que la miraba cuando pensaba que ella no se daba cuenta, que luchaba por retener los instintos animales que sus sudorosas formas y sensual atuendo le generaban.
Pero todo tenía su tiempo. Su cuerpo le pedía que siguiera con sus planes sin apiadarse del temor que sentía cada vez que la mole de músculos se paraba junto a ella. Es que el tipo era enorme, sus manos eran tan grandes como fuertes. Pesas que a Paola le parecían difíciles de cargar, él las levantaba como si nada.
Cuando Paola se despidió, el Mono la siguió con la mirada hasta que entró a los camerinos. Ella se encargó de darle un buen espectáculo, a él y a todos los afortunados que la observaban. Meneó su trasero como una modelo de pasarela, sabiendo que sus nalgas medio desnudas se veían esplendidas, más voluminosas por el entrenamiento recién acabado y encantadoramente enmarcadas en esa calza purpura que se metía entre ellas.
Una vez en los camerinos se apresuró a bañarse y vestirse. Sabia que el Mono haría lo mismo y debía ser más rápida que él. Otra vez el vestido liviano que la había acompañado todo el día cubrió su curvilíneo cuerpo y las sandalias de taco alto enfundaron sus pies. Salió rápidamente del gimnasio, con bolso en mano, y se encaminó a los estacionamientos.
Ya había atardecido y el sol se escondía en el horizonte, en unos minutos oscurecería. Se acercó al lugar donde se había estacionado y se alegró de ver el auto antiguo aún aparcado junto al suyo. Hecho sus cosas dentro de su carro, solo se quedó con su pequeña cartera al hombro; luego fue y se apoyó junto a la rueda que había perdido todo el aire. Tres hombres le preguntaron si necesitaba ayuda antes de ver al Mono caminar pesadamente en su dirección. Se hizo la loca cuando él llegó a su auto, abrió la maleta y tiro su bolso adentro.
―¿Tienes problemas con eso, mujer? ―Paola ya se había acostumbrado a su tosca forma de hablar.
―¡Ay!, sí ―respondió apesadumbrada―. Estas cosas solo me pasan a mí.
―Abre la maleta. Te cambio la rueda. No me demoro nada ―le dijo el hombrón en esa extraña forma dominante que tenia de tratarla.
―Un tipo iba a hacerlo, pero se dio cuenta que la rueda de repuesto también esta sin aire ―dijo Paola, afligida, hurgueteando en su celular―. Estoy tratando de llamar a mi marido, pero no contesta.
―¡Qué marica! ―exclamó el Mono. Paola levantó la vista―. Me refiero al tipo ese que te dejo aquí sin ayuda ―le aclaró el hombrón―. A una hembra como tú no se le deja abandonada.
De nuevo ese trato despectivo, pero esta vez refiriéndose directamente a ella. A Paola le extraño que aquel trato despertara sensaciones inusitadas en su anatomía. No fue capaz de protestar, sino que sintió irrefrenables ganas de someterse a la ayuda de aquel macho.
―No sé que hacer. Necesito que alguien me lleve a casa. Creo que pediré un taxi ―dijo estirando sus labios como una niña mimada.
―Nada de eso. Yo te llevó. Sube ―le ordenó el Mono, abriéndole la puerta.
Y de pronto ahí estaba la gran decisión, lo hacia o no lo hacía. Si se subía al armatoste de ese hombre, no sabia que sucedería. A pesar de haberlo visto muchas veces en el gimnasio y una que otra vez en el estacionamiento ―así supo cuál era su auto― la verdad era que no lo conocía. Ni siquiera le había preguntado su nombre. Así que dudo, de pronto le asustaron las consecuencias de entrar en ese viejo Chrysler.
―Anda, súbete ―le insistió él, en un tono un poco más cargado de autoridad.
Y ella se subió.
Cuando el mono entró por el lado del conductor, ella entendió porque tenía ese vehículo. Era de esos antiguos muy espaciosos, de los pocos que aguantaban su inmensa anatomía. La cabina estaba limpia pero desordenada, con algunos papeles desordenados en el gabinete del encendedor. Los asientos eran de cuero viejo, aseados pero rotos y deshilachados en algunas partes. El de atrás era muy espacioso, parecía un sillón de tres cuerpos metido a presión entre las puertas traseras.
El Mono puso en marcha el motor, que rugió como un lanchón, y al cabo de unos momentos ya salían de los estacionamientos del centro comercial.
―Mi nombre es Paola. Paola Messi ―se presentó la nerviosa pasajera. Habían entrenado juntos, pero no se les había dado la oportunidad de presentarse―. ¿Y el tuyo?
―Me dicen “el Mono”. Tu marido y su grupito de amigos me pusieron ese apodo. Pensé que lo sabias. ―Paola detectó reproche en las toscas palabras.
―Lo siento.
―No hay problema. Me gusta, me queda bien ―la tranquilizó el hombrón con una maliciosa risilla, la primera que ella le veía. Y no dijo nada más. Paola no insistió con su nombre.
Él le preguntó dónde vivía y ella le mintió, diciéndole que necesitaba que la llevara donde una tía en la villa Los Olmos, que quedaba a unos veinte minutos de donde estaban. La idea de Paola era que el Mono no supiera donde vivía, no quería problemas antes de completar su venganza. Pretendía que el hombrón tuviera tiempo para socializar con ella durante el viaje, que la mirara, que se calentara con ella. No sabia por qué, pero se había puesto muy nerviosa desde que se subió a ese auto. Nervios de incertidumbre y nervios de ansiedad. No podía negarse que la situación mantenía en vilo la extraña excitación que había aumentado paulatinamente en el transcurso del día, tampoco que se sentía indefensa, a merced de las decisiones de un desconocido.
Tomaron la vía principal hacia el Norte. Al poco andar, el Mono condujo el Chrysler por una salida alternativa que ni siquiera estaba señalizada. Paola se revolvió en su asiento, mirando el camino de tierra que acababan de seguir.
―Siempre paso por acá después de entrenar ―dijo el Mono, parco, a modo de explicación.
Ella no dijo nada. Se dio cuenta que su propia sumisión enardecía los ánimos de ambos.
Ya había oscurecido cuando el carro llegó a una planicie desolada con vista a la carretera. Los faros de los autos corriendo más abajo y las luces de las casas que se veían al otro lado parecían tentar el reflejo del cielo que empezaba a estrellarse.
―Baja ―ordenó el Mono antes de apagar el motor y descender del carro.
Paola obedeció. Estaba muy nerviosa, no sabía que pretendía aquel hombre. De pronto toda la seguridad de su plan le pareció banal ante lo desamparada que se sentía en ese desolado lugar, con aquella bestia que había osado provocar.
―Aquí vengo a relajarme un rato antes de ir a casa.
―Es un bonito lugar ―dijo Paola, abrasándose como si tuviera frio.
―Sí, y tranquilo además, nadie viene por aquí. ―El Mono la miró amenazante. Paola esta vez no supo si era su forma de ser o había algo personal en aquella mirada.
―Fuiste muy amable en el gimnasio. Me sentí protegida. Ya sabes, frente a todas esas miradas ―le agradeció Paola, tratando de despertar su simpatía. Ahí parado en la oscuridad lo vio más grande y oscuro que nunca.
―Son una tropa de debiluchos. Todos estaban calientes contigo, ninguno se atrevió a seguir mirándote cuando me hice cargo de ti.
Las palabras del Mono fueron subidas de tono, pero reflejaban la verdad.
―Bueno, eso y ahora me ayudas llevándome. No sé cómo agradecértelo ―dijo Paola. Sentía como la brisa del lugar se colaba bajo su vestido, sintiéndola más fresca todavía entre sus muslos.
El Mono mantuvo la vista en ella y esa malévola sonrisilla volvió a dibujarse en su rostro. Se acercó al auto y abrió la puerta trasera.
―Sube ―dijo secamente.
Paola se quedó inmóvil por un segundo, pero no esperó a que él repitiera la orden. Entró y se sentó en el asiento trasero del carro. El Mono cerró la puerta con el rechinar de las viejas latas. Ahí sentada se dio cuenta que aquel espacio era más grande de lo que se apreciaba desde el frente. El hombrón rodeó el auto y se subió por el otro lado. Cuando cerró la puerta tras de sí, la luz del interior de la cabina se apagó. Quedaron en una penumbra apenas alumbrada por las tenues luces del tablero y las lejanas luces artificiales de la ciudad. Paola reparó en el tenue sonido de música pop, con el bramar del motor no había notado que la radio estaba encendida.
―Siempre me siento aquí y pienso en todas las hembras que veo en el gimnasio. Todas ajustadas, todas sudorosas. Muchas veces en ti. Las vuelvo a ver en mi mente y me corro una buena paja. ―El Mono la miró y se agarró el paquete sobre el pantalón. Paola no dijo nada―. ¿No sabes cómo agradecérmelo? ¿Qué tal si dejas caer ese vestido para verte bien ese escote?
Llegó el momento. Desde ese punto ya no habría vuelta atrás. No sabía que quería exactamente. ¿Querría solo usarla de incentivo para autosatisfacerse o pretendía violarla?, quizás hasta matarla. El miedo la atenazó. De pronto se vio tentada a abrir la puerta y salir corriendo. Era grande, muy grande, una bestia en todo sentido de la palabra.
De repente sonó el timbre de su celular. Paola no supo que hacer, el aparato estaba en su cartera en el asiento de adelante.
―Anda, tómalo ―le dijo algo molesto el Mono.
Ella se inclinó entre los asientos delanteros y lo sacó de su cartera, luego, tímidamente, volvió a sentarse donde estaba. Sonó solo una vez. Era un whatsapp de Juan Carlos. “Amor, mucho trabajo. Comeré algo por acá. No me esperes”, decía. Todo el desprecio que Paola sentía por su marido volvió a explotar. Ella no era idiota, seguramente el muy maldito tenia una cita con su putona De la Piane. ¿Para eso la había torturado la noche anterior? No quería nada con él y la había poco menos que obligado. Seguramente no eran ni sus deseos. Esta vez le ordenaban a él hacer lo que no tenía ganas de hacer. El muy ambicioso no podía decirle que no a su ama y señora, a esa que lo trataba como un juguete. Las imágenes de su marido usado por su jefa se reavivaron en su cabeza, pero alivió la angustia que le provocaban recordando que ella misma era manoseada por el jardinero de la mansión mientras los espiaba. Los deseos de venganza le resultaron más placenteros que nunca, pues esta vez tenía como zacearlos a cabalidad.
Paola apagó la pantalla del celular y lo dejo en el asiento.
―Ya no debo ir a ver a mi tía ―mintió. Se giró sobre el asiento y llevó una de sus piernas sobre el cuero roído para poder quedar de lado, mirando a la figura simiesca en la penumbra―. Ordénamelo ―dijo después de unos segundos de silencio.
Los dientes blancos del Mono contrastaron con la oscuridad de su piel cuando una expresión de gozo invadió su rostro y su mano volvió a arremeter contra su verga, aún encerrada bajo el holgado buzo que traía.
―Quítate el vestido. Muéstrame las tetas ―la tanteó el hombrón.
Paola estaba seria. Sin embargo, adoptó una expresión de tímida sumisión cuando procedió a deslizar los tirantes de su vestido tal cual lo había echo esa misma mañana para complacer a don Genaro. Pero esta vez estaba frente a frente al hombre que contemplaría su cuerpo, un hombre que sabría que ella se lo estaba mostrando por su propia voluntad. Es más, aquel gorila sabía que ella era la mujer de Juan Carlos, el estirado que le había puesto ese desagradable sobrenombre.
El Mono se masajeaba la entrepierna con su manaza mientras contemplaba la hermosa figura que se desnudaba frente a él. Esa era la mujer más hermosa del gimnasio, la del físico más lleno de curvas y más elegante. Y le gustaba pensar que era la mujer de aquel flacucho escuálido que tenía por marido.
―El debilucho enclenque de tu marido no se merece todo eso ―le dijo burlón, cuando Paola quedó con sus pechos apenas cubiertos por unos diminutos sostenes. Su escote se veía estupendo y provocador tal que ella arqueaba su espalda para realzarlo en su máximo esplendor.
A la iracunda mujer le complació el modo en que se refirieron a su traicionero esposo. Se quedó en silencio, no lo defendió. Sabía que esto complacía al gigante que la admiraba.
―Sácate el sostén ―ordenó el Mono, cuando ya no aguantó más las ganas de ver hasta donde llegaría la hermosa mujer del pequeñín hijo de puta ese.
―Lo haré si ese es tu deseo. Pero a mí me encantaría que me los arrancaras tu mismo. ―Las palabras fluían alentadas por la enfermiza excitación que sentía Paola al entregar sus encantos a otro hombre.
El Mono, incrédulo aún por lo que escuchaba, soltó su paquete y, despacio, se adelantó para alcanzar la intima prenda con sus manazas. No esperó permiso ni confirmación y poso sus enormes extremidades sobre las robustas tetas de aquella hembra.
Paola sintió como cada mano se posaba sobre sus casi desprotegidos senos. Eran tan grandes que el gigantón era capaz de cubrirlas casi por completo con la extensión de su palma y de sus dedos. Estaba impresionada de las dimensiones de aquel gigante. Temió que el bruto la lastimara al masajearla con demasiada fuerza, pero no pudo evitar sentir estertores de gozo cuando sintió la inusitada, pero precisa fuerza sobre sus ubres.
El Mono, extasiado, magreó aquellas increíbles tetas que tantas veces había admirado en el anonimato de los espejos del gimnasio. Al poco no aguantó más y complació los deseos de su presa. Tomó delicadamente la prenda que no le permitía sentir directamente los íntimos pezones, y la destrozó sin lastimar a su dueña.
―¡Oh! ―suspiró Paola al ver la facilidad con que el Mono había rajado el pequeño sostén, dejando sus blancas carnes y rosados pezones al aire. Así, después de muchos años de exclusividad, aquellos exquisitos melones estaban libres y dispuestos para el deleite de aquella bestia.
El Mono se quedó admirado. Ahí a media luz estaban un par de tetas regordetas y exquisitamente formadas y firmes. Con unos finos y erectos pezones claros que tentaban el hambre de cualquier macho.
Las manos del hombrón recogieron a Paola por su torso desnudo y la levantaron del asiento como si fuera de trapo. El Mono la atrajo hacia él y atrapó uno de los vigorosos pechos con su enorme boca. La hembra, asombrada, vio como casi la mitad de su teta era absorbida por los hambrientos chupeteos, mientras sentía animalescos dientes rosando su piel y una enloquecida lengua hurguetear con rapidez descontrolada sobre su indefenso pezón. La sensación era extraordinaria, estaba siendo devorada.
―¡Oooh!, ¡aaaah!, mmmm. ¡Aaaaah! ―gimió para el deleite de su agresor.
Debido al volumen de la masa de músculos, Paola no se había dado cuenta que la cabeza de aquel simio era en proporción tan grande como todo lo demás. Aquella boca se alimentaba de su pecho como si de un biberón se tratara. Era presa de las manazas que la sostenían mientras su hercúleo amante se relamía intercambiando bocanadas de carne entre sus tetas como un bebé que no decide con que chupete quedarse. Todos los sentimientos negativos que había sentido, como temor o duda, habían dado lugar a placenteras sensaciones. Eso, sumado a la satisfacción de la venganza hacían que en ese momento Paola se sintiera llena de placer, entregada al primero de sus amantes.
La escultural figura de la mujer abrazó la enorme cabeza que se alimentaba de ella y lo animó a seguir comiendo de su carne.
―¡Eso, mi Mono! ¡Cómeme! ―le dijo con lujuria.
―El hombrecito de tu marido no te puede comer así ―aseguró el Mono, dándose un espacio para respirar.
―No, no puede. ―Ella sabia que a él le calentaba ningunear a Juan Carlos y que ella no lo defendiera. Y le encantaba―. Pero él es solo un hombre. Tú eres un Mono, mi Rey Mono.
―Soy tu Gorila.
―Mi Gorila. ―Se fundieron en un beso salvaje. Paola sintió como la bocaza del Mono absorbía toda su boca y hasta su pera. La enorme lengua que salía de ella apenas le cabía en la boca cuando la chupaba como si de un falo se tratara.
FIN CAPÍTULO 2.