Pandora es un juego peligroso
A David le gusta vestirse de mujer. También le gusta pasear, ir de copas, conocer gente... vestido de mujer
Una tenue brisa penetraba tímidamente por la ventana, acariciando la estancia con un invisible manto de frescura que se agradecía entre los rigores estivales. Desde la calle se podía oír a un nuño reclamando repetidamente a su madre, pero en la habitación solo se intuía el rumor uniforme de la ducha. El dormitorio estaba empapelado con motivos florales, una zarza que crecía del zócalo al techo, reflejada en su gemela, que a su vez, repetía su imagen hasta abarcar toda la pared. En la mesita había un cenicero; aunque David no era fumador, de vez en cuando, echaba un pitillo antes de dormir. A su lado, reposaba el diario del día, enrollado para que su portabilidad fuera más cómoda, se podían ver algunas de las grandes letras del titular de portada:”REBAJAS”. A los pies de la cama, amontonadas, parecían descansar las bolsas que durante la mañana habían sido rellenadas con aplicada dedicación, abrigando fervientes deseos y esperanzas en su elección. La luz del cuarto de baño contiguo añadía luminosidad artificial que combinada con la natural que se filtraba por la ventana, daban al habitáculo una extraña combinación de media luz con ribetes oscuros que se aferraban a los rincones. El cuarto de baño estaba inmaculado: sanitarios funcionales pero relucientes, baldosas pálidas, solo diferían pequeñas gotas ocasionales dispersas por el piso. David cortó el chorro y descorrió la cortina, dispuesto a secarse las gotas que se escurrían por su cuerpo, de su cabello mojado, descendían por la frente para entrometerse en sus ojos.
Una vez seco, y ataviado con la toalla amarrada a su cintura, se dispuso a vaciar las bolsas que le esperaban ordenadamente, una detrás de la otra. De una sacó una cajita rectangular. La abrió con parsimonia, delectándose del momento, aplacando su ansia y saboreando la lentitud con la que sus manos descubrían su interior: unas braguitas negras en encaje floral de finísimo hilo, con semitransparencias , provista de una obertura trasera que, en un momento dado, dejaría al descubierto el surco de sus nalgas. David se lo puso. Notó como aquel característico tacto le acariciaba el escroto, mullía su vello púbico y adaptaba su elástico en torno a sus caderas. Sólo las prendas íntimas femeninas podían compararse a la mano protectora de un amante fiel y tierno. Contempló su imagen en el espejo del armario: le marcaba el paquete de una forma insolente y excitante a la vez. De la misma bolsa, sacó unas medias de rejilla. Fue cubriendo sus pies para después, pasar por las piernas, notando como rombos negros protegían su piel, delicadamente depilada para la ocasión. Extendió con las dos manos el sostén de cuero negro; las copas estaban unidas por una argolla. Lo había comprado tiradísimo de precio. Introdujo el relleno postizo y se lo probó. El espejo testificaba que las hojas daban una apariencia poderosa y exuberante: de su pecho pendían las dos copas colmadas. Llegó el turno de la prenda que cubriría la mayor parte de su cuerpo, la que atraería ojos para que después, habiéndose fijado en los detalles, ascendería cejas: un impresionante mini vestido también negro en tejido elástico que se adaptaba a su cuerpo moldeándolo como una segunda piel, dermis que tenía un efecto brillante, elegante y valiosa como el petróleo. Antes de calzarse aquel par de botas de caña alta, decidió darse el gustazo y lamerlas en su totalidad: pasar su lengua por toda su reluciente superficie negra, por los cordones que iban desde el empeine hasta las rodillas, por la suela, aunque aun por estrenar, estaba limpia, poder introducir los doce centímetros de tacón en la boca, y atraparlo dentro… ¡Qué delicia! ¡Qué placer! Sintió como emergía una erección aplacada por los gentiles tejidos de las braguitas, que saludaban el movimiento, aumentándolo con el delicado roce de sus costuras y bordados. Por último, sacó una peluca y se la puso. Una cabellera rubia instalada en su cabeza dejaba caer una cascada de mechones platino que cubrían sus hombros y desembocaba sus finas puntas sobre su pecho.
La transformación había sido todo un éxito: de pasar a ser un personaje ordinario, un punto entre la muchedumbre, a convertirse en toda una mujer, atractiva, altanera, segura de sí, dueña de un poder inconmensurable que le otorgaban sus rotundos encantos y que su vestimenta aumentaba.
Volvió al cuarto de baño y, dentro del mueble del espejo, detrás del elixir bucal, se encontraba el kit de maquillaje que toda mujer está dispuesta a usar para sacarse el máximo partido. Se repasó la línea de los ojos, aumentó sus pestañas y añadió un vivo tono a sus coloretes. Y para los labios, la elección fue un descarado rojo pasión que le hacía parecer un putón. Era como la bandera roja que advierte a los nadadores precavidos y cautos y solo provoca a los más osados, valientes y temerarios.
El bochorno se hacía notar aquel agosto en los lugares cerrados. El reloj marcaba varios minutos para las seis. David salió a la calle.
A cada paso que daba, los tacones retumbaban en la acera, con el caminar firme de una criatura gigantesca; el calzado aumentaba su estatura y, desde esta nueva perspectiva, todo parecía ser menor, más bajo, minúsculo e insignificante. Los ojos, las cabezas, los cuerpos no podían reprimirse ni mantenerse al margen, se giraban sin poder evitarlo para cerciorarse que lo que había pasado, era efímero como una estrella fugaz, pero dotado de un fulgor carnal y ardiente, que anegaba poros, dilataba pupilas y aceleraba corazones. Cada vez que movía las piernas, las braguitas rozaban sus partes íntimas, excitándolo aun más, con la arriesgada y emocionante incertidumbre de que su gran protuberancia se asomara más de lo debido bajo sus sugerentes prendas que revestían su entrepierna.
Para exagerar aun más el efecto que provocaba sobre la gente común, indefensos espectadores hipnotizados por su presencia, se encaminó al centro comercial, el cual siempre estaba atestado.
Allí pudo comprobar cómo incluso los padres de familia, disimulando ante la inquisitiva vigilancia de su cónyuge, le pegaba un adulador repaso, un buen magreo visual que escudriñaba entre el escote, brazos desnudos y tacones altos. Los coches aminoraban a su paso, con la excusa de encontrar un buen aparcamiento, la razón era poder contemplar aquella silueta imponente en movimiento. En la cola de los multicines se creaban corrillos a su alrededor, adolescentes miraban de reojo para después comentar el ser testigos de semejante monumento a la femineidad. Tal vez, alguno de ellos más tarde, amparado en la oscura intimidad de su habitación, se masturbaría utilizando los recuerdos que le había proporcionado aquel encontronazo, siendo protagonista absoluto y promotor de sus más lujuriosos y lascivos deseos privados. Hasta el chico de las palomitas le obsequió con una paletada más, manteniendo el precio menor; toda esta recompensa tan sólo a cambio de una sonrisa rojo intenso.
Había elegido la película al azar. Se acomodó en una de las últimas filas, la sala oscureció y comenzó la proyección. El film resulto ser una bufonada vehículo del comicastro estadounidense Rob Schneider, de baja catadura, tan infecto como sus compinches en fechorías en nombre del humor zafio como Adam Sandler, doble culpable por ser su mentor, David Spade y Kevin James. Esta era una de esas películas con la que los distribuidores americanos obligan a comprar junto a los imprescindibles taquillazos de la temporada a los distribuidores locales. Una de esas películas intrascendentes, vulgares y chabacanas. David solo absolvía a Anna Farris en su noble condición de payasa, en el buen sentido de la palabra. Pero las imágenes proyectadas en la tela eran lo de menos.
Instantes después de haber superado los títulos de crédito, en la semioscuridad se vio acercarse una figura encorvada, quejicosa, que sorteaba las filas de butacas con tiento, hasta sentarse justo en la localidad adyacente de la de David. Éste pudo vislumbrar, dando cuenta de la acompasada y nasal respiración, los cautelosos y lentos movimientos, de que se trataba de un señor de la tercera edad. Lo que iba a pasar a continuación iba incluido en el descubrimiento de los longevos años del sujeto. Al poco, notó como una superficie de textura cristalina le rozaba levemente la parte superior del muslo y escalaba hasta el costado del culo: eran las cinco uñas de la mano de su improvisado vecino. La totalidad de los dedos de aquella marchita mano se aposentaron por fin en aquella masa muscular y remontaron a la parte interna del muslo, acogiendo el umbral de la entrepierna de David, más escondida e intima, mucho más caldeada con respecto a otras partes del cuerpo. Deslizándose por la ingle, que acariciaba con el dorso de los dedos, con cadencia delicada y fraternal, la mano acabó por convertirse en una tenaza que se aferró con dulce mimo sobre sus gónadas. Si uno prestaba atención, por debajo del sonido del film se podía escuchar un chapoteo constante; de reojo David reconoció los movimientos del placer autoestimulado que se proporcionaba el vegete a costa de su grandiosa belleza, aun reconocible en aquellas tinieblas. La familia Pérez con todos sus miembros al completo, disfrutaban de una tarde de película engullendo palomitas y bebiendo refresco light mientras un viejo verde se hacía una paja y metía mano a un extraño un par de filas atrás. David alargó la mano en la oscuridad, tanteando hasta alcanzar los arrugados dedos cerrados en torno al miembro; los desenredó y lo asió. Lo notó duro, sólido, erguido, orgullosamente erecto para la edad que tenía. Comenzó a sacudirlo mientras rumiaba el rotundo éxito, la fantástica influencia que tenía en la lívido de sus semejantes masculinos, aquel antiguo obelisco que se erguía a su lado que las centelleantes luces de la pantalla proyectaba una sombra inquieta que cambiaba de ángulo, era todo un monumento en su honor, una sombra que trasmitía unos centímetros de pulsión sexual que, a pesar de ser anciana, le proporcionaba un merecido homenaje. Entre las risas que provocaban los chistes naif del film se entremezclaban los gemidos del octogenario, camino al orgasmo. Cuando se corrió, el chorro salió disparado, con un ímpetu impropio de su francotirador. Debido a la pendiente de la platea, parte del semen calló en el cabello de la señora Pérez, que permaneció ajena debido a su máxima atención a la pantalla, y el otro grueso del caudal lechoso cayó en el envase de bebida XL, del que, acto seguido, pegó un largo trago. Como ya había conseguido lo que quería y la película no daba más de sí, David se levantó y se fue de allí con la certeza de que su vecino seguía respirando.
Se encaminó a una zona de copas, en la periferia de la ciudad. Había un montón de garitos que ocupaban las naves que antaño fueron prósperas empresas textiles y ahora estaban dedicadas al asueto juvenil, diversión y alcohol. Se decidió a entrar al local “Ressistencia” porque en su entraba abundaba gente y un sonido roquero se podía oír desde el exterior. La nave estaba dividida en dos. La parte más grande, donde había más gente, se componía de un escenario, tutelado por una bandera con una cruz cristiana con un círculo rodeando su intersección, donde un grupo conocedor del rock de garaje tocaba sus temas y justo enfrente de ellos, un público alborotado se desgañitaba y no paraba de saltar: era homogéneo, había niños bien con su polo de cocodrilo y su jersey anudado al cuello y correligionarios de aspecto más rudo, con chaquetas tipo bomber, botas y cabezas al cero. En la otra parte, más tranquila pero también concurrida, estaba el bar, una barra que recorría de un lado a otro toda la estancia: David tomó asiento. Pidió una cerveza, la consumición recurrente allí. Los canticos de la sala contigua, aunque amortiguado por el tabique y el murmullo, llegaban a sus oídos:
Inmigrante cabrón,
Iras al paredón
Junto al maricón
Y el progre tostón.
Reparó que a su lado, a un metro de distancia aproximadamente, apostado en la barra había un hombre. De cabello espeso, patillas hasta el mentón, barba de cuatro días, amplias espaldas, brazos velludos, camisa desabotonada hasta la mitad, descubrían un fuerte pecho con un racimo de vello a la altura del esternón. Vestía camisa de basto tejido, arremangada hasta los codos y unos ajados pantalones tejanos. Bebía la cerveza a morro del botellín. Su mirada, con atisbos huraños, aleteaba distraídamente por el local hasta caer repetidas veces con disimulo, sobre aquella imponente figura femenina.
Contra la amenaza
De la raza
Sal a la caza
Sacudiendo tu maza
-Mola este grupo. Sus letras son muy comprometidas. Me gusta.
David volteó la cabeza. Aquel hombre estaba hablando y se dirigía a él.
-Sí… Son muy melódicos…-acertó a responder.
-Me llamó José Antonio-y le tendió la mano. Su rostro se mostró amistoso.
-Yo soy Pandora-se la estrechó. Su ademán era fuerte y firme. Al apretar la mano, los músculos del brazo se tensaron, revelando su definición.
Pasaron el rato sumergidos en una cháchara, donde se dieron datos superficiales de sus gustos musicales y sus vidas. La voz de José Antonio era ronca y su sintaxis basta y limitada. Mientras parlamentaba, gesticulaba con sus anchos brazos, insistiendo cuando describía acciones físicas: era un hombre más de hechos que de palabras. Bajo su discurso permanecía latente un poso de rabia y rencor, aunque solo lo translucía, José Antonio era depositario de un fuerte carácter. Pero también podía ser meloso, sazonando su discurso con halagos y alabanzas hacía aquella diosa que exudaba una exuberante belleza: Pandora. Después de siete rondas más, catorce botellines entre ambos, José Antonio sacó una bolsita de plástico del bolsillo de sus vaqueros e invitó a Pandora a compartirlo en su coche. David accedió.
Se acomodaron en un Chevrolet Corvette dos plazas del sesenta y nueve rojo, con tapicería roja, como los labios de Pandora: más honores hacia su persona. La bolsita dio para cuatro rayas que aspiraron encima de la carpeta de los papeles del seguro del coche. David se sentía un poco aturdido debido al prolongado consumo de cerveza, del cual no estaba acostumbrado, y a los tiros de polvo blanco que se había metido. En la intimidad del auto, protegidos en una esquina solitaria a la luz de la luna, José Antonio morreo por primera vez a Pandora: sus labios tenían hambre y su lengua no dejaba de rebuscar a su gemela en la boca ajena. Tenían sabor a cerveza y a ese gusto artificial a gasolina que la cocaína había dejado en su paladar. David se dejó llevar por el arrastre del frenesí que sus estímulos sexuales activaban y los efectos de la droga, que no habían hecho más que comenzar. Las manazas de José Antonio le sujetaron el talle y ascendieron a su busto: los estrujó con ganas. David sintió temor por si se daba cuenta de que aquella voluptuosidad no era más que relleno pero él no parecía darse cuenta. Es más, parecía que su excitación iba en aumento por sus ademanes, que se hacían más fuertes y bruscos. El paquete, de ser una plana meseta, se convirtió en una abultada protuberancia, una montaña de roca dura que emergía venerando irresistible a Pandora.
José Antonio accionó el contacto y pisó el acelerador. David sintió el aire oxigenando su cuerpo, apaciguando su calentura, las ruedas engullían un trayecto urbano. El colocón aumentaba y agudizaba esta sensación de desorientación e inquietud. La combinación daba un resultado emocionante, sin importarle el resultado ni el destino, la noche prometía emociones fuertes. Su conductor también se notaba ebrio, dando volantazos que hacían chirriar los neumáticos, manejando la trasmisión con gestos mecánicos y contundentes. El paisaje se mostraba cambiante, de los luminosos neones a superar farolas cada vez más dispersas, cambiando las calles y edificios por una carretera en mitad de la vegetación del monte. Solo las luces de los faros y el rugido del motor rasgaban el silencio de la noche en aquellos parajes inhóspitos. Se acercaron a una explanada, perfecta para las parejas provistas de coche, porque se podía aparcar fácilmente y tenían delante un horizonte punteado por las luces de la ciudad, unas vistas de la urbe que aun ronroneaba y latía vivaz con sus luces titilantes. En un recodo de la carretera se detuvo y se hizo el silencio. Solo se oía la respiración de José Antonio, dificultosa, nerviosa, ansiosa. Las luces del salpicadero alumbraban su rostro dándole un aspecto fantasmagórico, remarcando sus toscos rasgos masculinos. Aunque observara serio a David, en el fondo de sus ojos se podía translucir un sentimiento vehemente de excitación, ira, vicio y locura, todo mezclado y a la vez. Lejos de amilanarla, el temor atraía a Pandora, atenuados sus recelos en la ebriedad de las cervezas y el desenfreno de las drogas, espera impaciente el siguiente movimiento que le deparaba la noche que caída a plomo en las afueras de la ciudad con un desconocido buenorro, lejos del mundanal ruido, lejos de todo, de las normas sociales, de la decencia y el recato.
Sus cuerpos se acercaron. Sus cabezas casi se tocaban. David podía sentir el aliento agridulce de José Antonio acariciando sus labios como una brisa caliente que iba y venía. Pandora extendió las palmas de sus manos atrapando las mejillas de él y abrió su boca de loba como haciendo ademán de morderle. Él le sirvió su lengua que fundió con la suya, transformándolas en una sola. Su descuidada barba daba un toque áspero a sus besos, la rugosa caricia de su cara contra la de Pandora, añadía un ingrediente al erotismo, dándole un ligero sabor de rudeza y severidad. Mientras José Antonio se dejaba hacer y revolvía su lengua dentro de la boca de su pareja de juegos, Pandora fue desbotonando su camisa: su pecho era fuerte, duro y prominente, como una armadura de puro músculo. Un tribal adornaba su hombro derecho, ocupaba parte de la espalda y desaparecía en el coxis. Olía un poco a sudor, un olor macerado, rudo, casi animal, que le daba más vigor a su personalidad; creía tener delante un león preparado para la cópula. Sus garras la sujetaban por la cintura, la amarraba a su lado para que no escapara. Pandora empezó a asediar el aura del pezón con la lengua, lo rodeaba dando lametazos suaves para luego atacarlo, chuparlo, succionarlo hasta tal punto que José Antonio tenía eventuales reacciones de suspiros y jadeos involuntarios en el umbral de la pura lujuria. Volvió a besarlo, chocando nuevamente sus lúbricas lenguas. No se daban tregua, querían comerse el uno al otro y no despegaron sus bocas hasta pasado un tiempo. Mientras, Pandora, acariciaba el vientre de él, explorando sus yemas de los dedos la topografía de sus abdominales, una serie de cordilleras gemelas de pura roca, sólidas, pétreas, cultivadas a base de una disciplina espartana, como el guerrero que era. Un guerrero a todas instancias que solo cambiaba el campo de batalla para afrontar una contienda más íntima donde, seguro, demostraría su poderío y fuerza. La lengua de Pandora seguía incansable: después de zafarse de la de su compañero, hizo una travesía por sus mejillas y barbilla. Sus papilas gustativas recogían el sabor ocre a hombre primitivo e impetuoso. Volvió a estrechar sus pectorales y esta vez, aprovechó para pellizcarle los pezones. Al principio de una forma leve y sutil pero aumentó la presión gradualmente: estaba dispuesta a descubrir hasta que punto podía soportarlo. A Pandora le gustaba tomar el mando a capricho, ver como su pareja no podía resistir sus argucias amatorias y como caía rendido a sus encantos. Pero también le agradaba encender a su compañero, incendiarlo hasta la imposible vuelta atrás, y dejarse atrapar, víctima de la lujuria irrefrenable que ella provocaba. David lo sabía y, en ocasiones, en vida ordinaria le asaltaban pensamientos desconfiados y de alarma sobre los riesgos que podría acarrear pero siempre llegaba a la conclusión de que superar los límites era tan excitante como peligroso y le complacía verse preso de ese dilema con la única opción de seguir adelante. Preso de su desenfreno, de su lascivia. Preso de Pandora.
Siguió lamiendo por los alrededores del ombligo. Le encantaba aquella superficie dura de numerosas protuberancias. A pesar de su robustez, le encantaba recostar su cabeza allí y catar su piel. Le echó mano al paquete con las dos manos. A medida que amasaba lo que se ocultaba debajo del pantalón aumentaba en tamaño, el cañón se erigía dispuesto a guerrear, el arma ya estaba cargada de metralla pesada y se disponía a apuntar su disparo. Pandora había edificado, a partir de un grano de arena, removiendo los más profundos deseos sensuales transformándolos en carne, un dolmen a su culto, que empezó a emerger, otorgándole vida propia, como si quisiera en su ardor, traspasar el cielo con su cúspide. Desembarazándolo de sus ropas para liberar de estas barreras su fogosidad, contempló el enorme miembro que se mantenía firme, erecto, alborozado. Ante semejante visión, no dudo un segundo en engullirla. Accedió a su boca como el romper de una ola incandescente, la sintió caliente, como una llama que relampagueaba en el interior de su boca, notando la textura de su carne dura y creciente adornada por venas que latían furiosamente debido al salvaje caudal sanguíneo que corría en su interior. Atrasó sus labios y la comió, despacio, sin prisas, desde la punta hasta su base. Recorrió toda su longitud hasta que creyó que tocaba la parte posterior de su garganta, reprimiendo una arcada debido a su tamaño. Estaba viva. Reaccionaba a los estímulos como un animal bravío a pesar de aparente sólida quietud. José Antonio se mostraba lúcido, dosificando sus gemidos ante el placer, acariciando los mechones del cabello de su amante, atusando su pelo, con finura y delicadeza. Estaba gozando como nunca lo había hecho antes en su vida. Pandora atendía su torso repasándolo con caricias y mimos. La topografía de su piel quedaba grabada en la palma de sus manos que lo recorría como una brisa de verano, ardiente y fugaz. Con la mano libre, sujetó su escroto presionándolo un poco con sus dedos, haciéndole estremecer de gozo y deleite. A veces, traviesa, hincaba sus dientes levemente para comprobar la compacta consistencia del miembro, mientras mullía sus testículos entre la delicadeza y la fuerza, provocando un irresistible regocijo que invadía todo su cuerpo, de la corinilla hasta el dedo pequeño del pie. Jugueteó revoltosa con el glande, a merced de su lengua, que le proporcionaba picotazos en la sensible zona, lo rodeaba, lo lamía desde abajo, oteando arriba donde coincidían sus miradas. Hasta que él, la agarró de la nuca y empujando su cabeza, la obligó a tragársela hasta el fondo de una forma repentina. Con su manaza atrapando su cabeza, bruscamente adoptó el movimiento arriba y abajo, su polla colisionaba en su paladar como un violento vendaval que iba y venía, que atropellaba todo lo que encontraba en su camino, a base de fuerza bruta y dominante robustez. David tenía que hacer esfuerzos por reprimir las arcadas, sus mejillas se tornaron púrpura, se le saltaron las lágrimas y sus babas chorreaban por la comisura de sus labios. Estaba disfrutando sin concesiones porque la sometían por fuerza a ello. No tuvo inconveniente en aguantar el envite y rellenar por completo su boca de aquel tamaño pedazo de carne. Para apaciguar la velocidad y la tosquedad, sometió a más presión sus testículos y el movimiento cesó de repente con la señal acústica de un aullido libidinoso. El pellizco retorcido que dejó un rastro morado fue un obsequio adicional. José Antonio suspiró profundamente tratando de relajarse en mitad de la tormenta, abrió más sus piernas. Ante esta posición más cómoda, Pandora abarcó su sexo a dos carrillos, agarrándolo fuertemente de su base. Succionando fuertemente, sintiendo su dureza en las paredes de su boca, adoptó un movimiento rápido y ansioso, de entrada y salida. Sus labios la atrapaban para no dejarla escapar. Era un manjar que parecía no saciarla nunca, un alimento que, a pesar de tragarlo ávidamente una y otra vez, nunca se consumía. Las manos de él, esta vez, fueron más atentas y se aposentaron en su cuello, formando complacientes círculos. En un momento dado, Pandora la sujetó, observando maravillada la rígida imagen, alzada orgullosa. Lo asió con más fuerza y cerró sus labios en la punta, los deslizó lentamente, cerrando los ojos para aumentar aquella sensación, descendiendo levemente para remontar otra vez a la cima, que remató con una serie de lengüetazos. La excitación de José Antonio empezaba a colmarse y empezó a explorar la anatomía de pandora. Recorrió su espalda para detenerse en sus pechos. Eran abundantes al tacto e inundaban la palma de su mano. Los estrechó con fuerza. Ella aumentó la succión, provocando un vacio en su boca que hizo expandir su miembro, atrapándolo aun más. No pudo evitar una serie de prolongados jadeos calmos, embargado por las prodigiosas lides de aquella diosa del placer llamada Pandora. Continuó recorriendo todo el trayecto que marcaba su miembro, jugueteando con su escroto, que amasaba y estiraba delicadamente. Las manos de José Antonio se aventuraron por el vientre de su diosa, aun translucido bajo sus seductoras prendas. Ella se detuvo en el frenillo, descubriéndolo con su lengua del prepucio. Comenzó a acosarlo, lamiéndolo con delectación y frenesí. Las manos de él, reaccionaron afanas, recorriendo el monte de Venus y encaramándose a un muslo, en busca del término del vestido, la puerta de entrada para poder captar la piel sin filtros ni cortapisas. Pandora seguía sin dar tregua. Sus labios acorralaron el glande y lo capturaron en un voraz y absorbente beso. La mano encontró la oscura gruta y se lanzó a su interior. Su diámetro comenzó a contactar con las paredes de ambos muslos, en busca de su fusión. Ella notó los latidos de la punta del enorme miembro presa de la llave de sus labios. Trataba de moverse, inquieto, ante las irresistibles cosquillas de placer que lo invadían, pero el movimiento era inútil: estaba indefenso al tormento placentero que le estaban dispensando. Agarrado el tallo, pudo perfilar con sus rojos belfos las formas sinuosas del glande que derramo lágrimas preseminales. Las yemas de los dedos alcanzaron las braguitas de encaje, con su erótico tacto y siguieron al asalto, estirando el elástico y zambulléndose en una selva de vello púbico. Rebuscando entre la maleza, enredándose en sus rizos, buscando la poza para poder zambullir sus dedos en su interior, dio con algo totalmente contrario e inesperado. No había hueco ni depresión, sino un serpiente oculta entre las piernas, con boca venenosa pero sin cascabel, sino adherido al resto del cuerpo como un apéndice real e insospechado. Al principio, los dedos lo rodearon con sorpresa, para después apretar con ira y resquemor.
-¡Hijo de puta, me has engañado!
Le agarró del pelo para apartar su equívoca boca de su polla embaucada. Mayor fue la sorpresa cuando, al pegar el estirón, su mano se alzó únicamente con el pelo. David detuvo sus labores y le miró asustado. La máscara del maquillaje quedo en evidencia, sus eróticas prendas inservibles: le habían descubierto. José Antonio le apartó de su regazo con un empellón. David cayó en la puerta del copiloto. Él alzó su puño cerrado amenazante y lo mantuvo allí, en alto, temblando, encogiéndose sobre si mismo cada vez con más fuerza. Sus ojos, inyectados en sangre, salían de sus órbitas, una vena del cuello comenzó a crecer, pretendiendo abarcarlo todo. El tiempo se detuvo por unos instantes, hasta que él decidió bajar su mano al contacto. Encendió los motores y le dio un pisotón al acelerador. El coche protestó revolucionado; la cabeza de David chocó contra el asiento. El viento le dio en la cara como un bofetón. Aquel cambio de tercio le abrumó. Después de embriagarse de placer ahora las sensaciones que le invadían eran de mareo y desasosiego. Mientras mascullaba insultos e improperios, José Antonio manoteaba al volante, como queriendo desahogarse, furibundo, cegado por la ira. David estaba asustado. La peluca alborotada sobre su cabeza, nublaba su vista con una irregular cortina de cabello, su cuerpo daba bandazos a merced de la velocidad y los elementos, y comprobó con espanto que no llevaba puesto el cinturón de seguridad. Pero Pandora interiormente sonreía divertida. A pesar del arriesgado enojo de su víctima amorosa, comprobó complacida que su erección se mantenía como la más pudorosa demostración de que su magnificencia aun permanecía en todo su esplendor. Su seguridad, aunque enmarañada en su embriaguez, dio alas a un sentido lúdico de aquel viaje: era como una vuelta en montaña rusa a baja altura, con la inercia violenta de las curvas, que la traqueteaban como una marioneta de hilos enredados. El paisaje era un borrón que sus ojos no podían retener debido a la rapidez que pasaba ante sus ojos, las estrellas parecían fugaces en el firmamento. Cuando superaban un bache, tenía la sensación de salir despedida hasta alcanzar una de ellas. Las mariposas en el estómago imitaban el orgasmo que estaba por venir. Porque las despedidas de Pandora siempre eran así. Tras rebasar un par de curvas, que impregnaron sus sentidos en una dulce sensación de vértigo y vacilación, sintió que una poderosa inercia la empujaba hacia su amante; notó su cuerpo duro como el mármol, rígido y vigoroso, rezumando testosterona que le proporcionaba su coraje, su olor, su aliento, una emoción exaltada, hibrido entre excitación salvaje e indignación feroz. Al abrigo de aquella anatomía, la poderosa imagen que acechaba por el rabillo del ojo la obligó a mirar a su derecha: vio un firmamento de formas y rasgos en la oscuridad, de una montaña escarpada que, no estaba ni muy lejos ni muy cerca. De repente sonaron unos estridentes violines, rezumando un ambiente vaporoso, una niebla que difuminaba aun más aquella visión, que corría hacia ella, que se hacía más grande, una garganta de vegetación y naturaleza que cada vez abarcaba más, le desbordó la mirada y parecía que se la iba a tragar. De golpe, el chirriar de los neumáticos cesó y se vio arrojada hacia su derecha, chocando con la puerta que solo le protegía a media altura, amortiguando el bandazo que interrumpió de súbito la velocidad. Medio cuerpo se precipito hacia afuera, y la peluca rubia salió disparada, se arremolinó como un pulpo sumergido en su hábitat, agitándose anárquicamente, se fue haciendo cada vez más pequeña, hasta que desapareció. La oscuridad se la trago; el vació la engulló hasta desaparecer. Una ingrávida sensación permaneció unos instantes. Se sintió volando por los aires, como la diosa que era. Hasta que una mano la atrapó del vestido por la espalda y la trajo de vuelta al asiento. Todo le daba vueltas y pudo comprobar que habían impactado contra un quitamiedos, único elemento que les separaba de un precipicio que amagaba su peligrosa pendiente en la oscuridad. Había estado a punto de salir despedida a quien sabe que altura. Pero aun vivía para contarlo. Y para disfrutarlo.
-¡Voy a darte tu merecido, vicioso asqueroso!
Bonita promesa. Bonita deferencia. Ojalá la cumpla.
Con sus manazas, José Antonio destripó el vestido del cuerpo de David, haciéndola jirones como su fueran tiras de papel. Manejándolo bruscamente, lo encaró hacia la cuneta, asiendo sus piernas, poniendo su culo a tiro. Las braguitas cubrían sus nalgas pero se desprendieron como un telón: la erótica obertura secreta cumplió su función oportunamente. Otra consideración a la diosa. Él le separó los cachetes y vio como el orificio parecía hacerle un guiño, se abría y cerraba hambriento, parecía exigir sexo con ansia y urgencia. José Antonio, como hipnotizado, se incorporó arrodillándose en su asiento y penetró aquel culo, entrando como una bala, avanzando imparable, separando violentamente las paredes del esfínter cuan ancho era el diámetro de su miembro, rugoso como un tronco, que laceraba la piel interna, dejando un rastro de ardiente escozor. Sus testículos chocaron contra su perineo dando una palmada que resonó en el eco que provocaba el vacio. En cada embestida, el cuerpo de David cedía hasta que las piernas toparon con la puerta estableciendo un tope y aprisionándole a merced de José Antonio que arremetía contra su culo, pinchando una poderosa inyección de carne. David tenía medio cuerpo fuera, asomado al acantilado, mientras soportaba las explosivas penetraciones. José Antonio exteriorizaba su furia en su polla, que entraba y salía por el recto de Pandora, como un incansable engranaje, desde la punta hasta los huevos, toda su longitud abriéndose paso por fuerza, llegando hasta el fondo. Cada vez que la empitonaba daba gemidos de rabia pero concluidos en suspiros. Pandora daba cuenta que aprovecharía todo el vigor y cólera de aquel macho para su exclusivo placer. Y, también sabía, que el macho no tendría más remedio que sucumbir a sus encantos y rendirse a ella en un goce indescriptible hasta el orgasmo. Notaba cada centímetro de su recorrido, su terrible roce interior, su dureza y su furia, condensadas en lo más íntimo de su ser. Resoplada, se mordía el labio inferior en un éxtasis de lujuria que la invadía pero, incansable, aguardaba aun más. Con otra violenta penetración, un efecto ocupó todo su cuerpo, como si se la hubiese introducido hasta la sesera como si toda la polla abarcara el total de su anatomía. Él inclinó su abdomen y ella notó como su miembro se clavaba como un garfio, obligándola a doblar la espalda y encarar aquel oscuro abismo. Pareció que le devolvió la mirada, envidioso de cómo lo estaba pasando. Si en la próxima penetración la lanzaba, sería una maravillosa manera de morir, sentirse en un equilibrio mermado por cada vez que el miembro la embestía sin remisión. José Antonio se retrasó, para poder entrar otra vez con más fuerza, pero apoyó su manaza en la cabeza de David, obligándola a permanecer gacha y después la penetró bien profundo, como aplastando sus entrañas. El gemido de puro gusto de Pandora resonó por todo el paraje, aumentado y repetido, fueron testigos los arboles, la hierba, la tierra, a varios kilómetros a la redonda. Un quedo ronroneo brotó de los labios de José Antonio incontenible. Le intimidó el placer que estaba sintiendo, dejándolo por momentos aturdido. Tras tomar aliento, la sujetó por la cintura y volvió a arremeter. Sus dedos se hincaron en sus caderas desnudas fuertemente y aumentando el impulso la atrajo hacia sí, para internarse más lejos. A Pandora le ardía el culo y aquella polla, con su implacable fricción, no hacía más que acrecentar aquella incandescencia. Las gotas de sudor caían en su espalda, José Antonio se tenía que esforzar por vaciarse y satisfacer aquella extraordinaria y reveladoramente insaciable amante. Aguantaba todas sus arremetidas respondiendo con lujuria incontestable y ganas de más. Notaba como las paredes del recto se encogían queriendo atrapar su polla, para apropiarse egoísta de ella, para sacarle todo su jugo, toda su energía y brío. Le empezó a costar sacarla, en su movimiento de retroceso cada vez más duro y obstinado. Tendría que utilizar hasta su último aliento para acabar la faena. Ella le gritaba: “más, más, MÁS”, empapado en sudor, no tenía más remedio que obedecer. Ante tal apremio, le dio un par de sonoros azotes en el ocupado culo, tratando de apaciguarla consiguiendo más bien todo lo contrario. Internando los dedos de las manos en las ingles, la volvió a penetrar profundamente, todo lo que pudo dar de sí. El coche vibraba a cada movimiento, dando inestabilidad al habitáculo. Pandora, invadida por una lujuria máxima, empezó a revolverse. Apoyando sus piernas en el amplio pecho de José Antonio, comenzó a rotar sin dejar que él saliera de su interior. Notó como las formas de la polla volteaban por dentro: su prominente glande, las venas del tronco, toda su dimensión, giraban acorraladas en su culo, atrapadas. Dio el giro de ciento ochenta grados, poniéndose de cara a él, de espaldas al abismo. Pudo ver el rostro de su amante, contraído por los inmensos placer y esfuerzo. Aquella visión la excitó mucho más.
Cara a cara con su amante, José Antonio la sujetó de las piernas y aumentó el bombeo. Pandora se abrió más para recibir todo el envite hasta el fondo. Su rabadilla estaba apoyada en la puerta, que tenía la ventanilla bajada. Medio cuerpo se debatía en el aire con la única sujeción de las manazas aferradas a sus piernas y la polla que latía en su interior. Él comenzó a follarla tan fuerte que el quitamiedos cedió y el vehículo se precipitó, arrastrándose unos metros por el terraplen; con la sensación de caída, Pandora se aferró a su amante y cuando el coche se detuvo en un golpe seco al borde del precipicio, la penetración se abrió paso superando los límites de hondura antes asumidos. Los sollozos de lujuria resonaron al unísono como una sinfonía de placer y lascivia incontenible. Lejos de amilanarse, afrontando la recta final, José Antonio aumento velocidad y potencia. El Corvette, junto con el mundo, se columpiaba al vaivén de las arremetidas. Pandora echó su cabeza hacia atrás, combinando la ingravidez con la dureza de las penetraciones, dando como resultado un éxtasis sobrenatural. Le siguieron sus brazos, y después, sus piernas, se desenredaron de su amante, estirándose por sus costados. Fue cuando Pandora se sintió flotar, suspendida en el abismo con el único punto de apoyo que la polla que la penetraba. Aquel tronco vivo que la violaba, de cuan duro que estaba, soportaba todo su peso y la mantenía sujeta. Pudo sentir toda su dureza, toda la presión que ejercía la gravedad, focalizada en su interior, donde aquella polla le rasgaba por dentro y parecía romperla en dos. José Antonio se esforzaba en no desfallecer, continuando con el bombeo, evitando no sacarla en su totalidad, soportando así todo el peso de su amante.
Estirada al completo como estaba, Pandora se irguió, aun penetrada, la inquieta polla soportando en sus carnes su peso contra su concupiscencia. Arqueó su espalda y acercó su rostro al de su amante, para fundirse en un abrazo, abarcando sus espaciosas espaldas. Cuando la sintió así, envolviéndole totalmente, notando la piel contra la suya, incrustando sus uñas en las nalgas, separándolas para introducirla más profundo, arremetiendo con nervio, hacia arriba, sintiendo como rebotaba su cuerpo sobre el eje de su polla. Cuando cruzó la línea sin retorno, cuando el orgasmo era inevitable, la penetró frenéticamente hasta correrse dentro. Pandora sintió una explosión de esperma que retumbó en su interior, como aquel hombre deshacía su perversión en un agónico alarido. Satisfecha de su victoria, recostó su cabeza sobre los hombros de José Antonio.
Sus jadeos aminoraron hasta una respiración calma y tranquila. Volvió al mundo real, consciente de aquel viaje alucinante a los límites del sexo. El coche era lo de menos. Tenía dinero incluso para comprarse otro. Pero aquella vivencia le había marcado. Nunca había vivido algo igual. Ni tan siquiera, en sus sueños más húmedos, lo había imaginado. Sus costumbres, sus creencias, su ideología, sus valores y la idea de decencia y normalidad se habían resquebrajado y hecho añicos. Se sintió atrapado, dependiente, adicto. En aquel momento, José Antonio asumió que jamás podría resistirse a los encantos de Pandora.