Pandemia 06: inoculation
En el centro de control, la situación va volviéndose desesperada. Hay que tomar medidas para acelerar la investigación, o no podrá terminarse.
Por la mañana, Nina vino con uno de los soldados a sacarme de la habitación en que me habían confinado durante la noche anterior. Había decidido sellar las instalaciones y quería que la ayudara a tomar y estudiar muestras de todos quienes estábamos encerrados. Se trataba, excluidas ambas, que ya sabíamos a ciencia cierta cual era nuestro estado, de hacer un análisis minucioso de los otros treinta y cinco “habitantes” del complejo, para lo cual había establecido un protocolo consistente en aplicar toda la batería de pruebas diagnósticas disponibles, y ello hacía necesario, tras el paso por todos los aparatos de radiodiagnóstico imaginables, tomar de cada uno un total de dieciséis muestras de tejido de diferentes partes del cuerpo, un trabajo laborioso, porque varias de ellas debían obtenerse mediante técnicas de laparoscopia y, por si eso fuera poco, se imponía la necesidad de proceder a una rigurosa esterilización del laboratorio entre paciente y paciente para evitar que quedaran contaminadas. Calculamos que, con la ayuda de todo el personal científico, necesitaríamos en torno a dos días de trabajo contando con la realización de análisis y cultivos.
- ¿Sabemos algo de fuera?
- Casi nada.
- ¿Casi?
- Nadie coge el teléfono, nadie responde a la radio, no hay una emisora de radio o televisión que emita… Nada que no sean los demás centros.
- ¿Los demás?
- Tenemos conexión directa con treinta y siete centros como este en el mundo. Veinticuatro están operativos, aunque las comunicaciones van haciéndose más confusas cada día. Cuatro han dejado de emitir recientemente, y los otros nueve no han comunicado desde los inicios de la pandemia.
- Da miedo ¿verdad? Podrían haber muerto todos ¿Te imaginas?
- Los soldados dicen que a través de las mirillas de cristal blindado del portón ven pasar gente. Gente infectada en su mayoría, o que trata de huir de los infectados. Ya sabes: violaciones, sexo salvaje… Los pobres deben estar todo el día… Bueno, he mandado que hagan turnos de dos horas. Es lo más que aguantan sin ponerse a follar, y con todo y con esas…
Cuatro días después, apenas habíamos logrado alcanzar un cuarto de nuestros objetivos. No habíamos tenido en cuenta al hacer la programación los continuos “incidentes” que se producían cada vez que dos o más personas coincidían en el mismo espacio. Resultaba prácticamente imposible conseguir que ninguno de los equipos consiguiera centrar la atención en el trabajo antes de que acabaran jodiendo como conejos. En la mayor parte del personal del centro empezaba a generalizarse un comportamiento que podríamos llamar idiota: apenas parecían poder dedicarse al sexo, y su capacidad de concentración se reducía día a día.
La gota que colmó el vaso fue encontrar a los doctores Abraham y Lewinski abusando de la joven Judit Parker, mi vecina: cuando entré en su laboratorio, sentado en uno de los sillones de atención ginecológica que utilizábamos para facilitar la obtención de muestras, el primero de ellos la había colocado sobre sí, y la muchacha lo cabalgaba con su polla clavada y gimiendo. Lewinski separaba sus nalguitas y apuntaba la suya entre ellas. Se disponía a sodomizarla.
- ¡Doctores!
- ¿Qué…? Stacy… disculpe, doctora…
Aunque parecían haber salido de aquella especie de trance al escuchar mi imprecación, cogí a la niña en brazos sin entretenerme ni para vestirla. No confiaba en mi capacidad para contenerlos. Durante el trayecto, afortunadamente corto, hasta el laboratorio de Nancy, la pequeña alternaba entre enérgicas protestas y súbitos arrebatos de pasión durante los cuales trataba de besarme en los labios. Afortunadamente, no nos cruzamos con nadie.
- No avanzamos, Nancy, y esto empeora.
- Ya lo sé… No sé qué hacer.
- Tenemos que pensar algo, y tiene que ser deprisa.
- Vamos a ver ¿Porqué no nos afecta a todos de la misma manera?
- El tipo de parásito.
- Los caóticos y los estructurados.
- Exacto.
- ¿Estamos seguras de eso?
- A ver: de los estudios que tenemos completos tenemos estructurados a Peter, el soldado Bryan, tú, yo… Y hay algunos más que parecen tener comportamientos compatibles.
- Nancy y Jenny…
- ¿Marge no?
- No.
- No parece genético.
- No. Sigamos…
- Vale, una pregunta: te has follado a todos, ¿no?
- Sí…
- Y… Y queda Sara… Oye ¿Te has tirado a Sara?
- Sí… hace unos días ¿Por?
- ¿No lo ves?
- ¡Joder! Pero entonces… Entre mis gemelas y tú os habéis debido follar a todo el centro ¿Qué pasa con esos?
- No lo sé. Quizás…
- ¿Sí?
- No sé, es una elucubración… Vamos a ver desde que vimos tu estructura hablamos de que parecía haber un orden racional ¿No?
- Tú hablaste de inteligencia y sentido estético.
- Y me has contado que Abraham y Lewinski pararon cuando se lo dijiste ¿No?
- Sí.
- Si se lo digo yo, no paran ni de coña, y eres la única a quien le ha salido… eso.
- ¿A dónde quieres llegar?
- Chica, pues yo creo que está claro.
Durante la siguiente hora coincidimos en que parecía haber una jerarquía que Nina comparaba con un comportamiento de manada. Sostenía que, si lo admitíamos como hipótesis de partida, yo resultaba ser el “macho dominante”, mis “hembras” ocupaban un alto rango jerárquico, y el resto era eso: el resto, una banda de desgraciados que jodían lo que podían.
- Te das cuenta de que apenas es una hipótesis sin base sólida ¿Verdad?
- No tenemos tiempo para ciencia positiva, Stacy. Al ritmo a que evoluciona la enfermedad ni llegaremos a completar los análisis. De hecho, creo que si no estuviéramos nosotras… Bueno, que en dos días dejaríamos de emitir también.
- Vale ¿Y entonces?
- Ayúdame.
Pasamos la hora siguiente aplicando a la joven Judit la batería completa de pruebas. Efectivamente, su colonizador era del tipo anárquico y, a falta de los cultivos, que tardarían un par de días en ofrecer resultados, parecía claro, tanto por lo que habíamos podido ver, como por su evidente comportamiento descontrolado, que formaba parte del rango inferior de la manada. Tuve dificultades para contenerme. Aquella extraña polla parecía empujarme a ella. Ayudaba aquel aspecto de niña… Apenas tenía medio año menos que mis gemelas, pero era una muchacha menuda, bajita, delgada, poco desarrollada, muy rubia… Sus padres parecían haberla infantilizado. No fui capaz de introducir el laparoscopio por su chochito sonrosado de vello dorado. Las manos me temblaban, y tuvo que encargarse Nina. Aquella verga palpitaba y me causaba una terrible ansiedad.
- Bueno… Pues ya está ¿Y ahora?
- ¡Coño! Pues ahora la inoculas.
- ¿Qué?
- ¡Que te la folles, joder!
Judit, todavía con los tobillos en alto, apoyados en los soportes del sillón, se masturbaba metiendo sus dedos delgados en aquel coñito sonrosado y brillante. Ronroneaba como una gatita. Había escuchado nuestra conversación y parecía llamarme. Como siempre, era capaz de contenerme, aunque sufriera por el deseo reprimido, pero el tener un motivo me desinhibía y daba un sentido a lo que en condiciones normales ni se me hubiera pasado por la cabeza.
Me acerqué a ella y comencé a introducírsela muy despacio. Me daba miedo la posibilidad de hacerla daño, era tan menudita… Pronto fue ella quien, con pequeños movimientos de cadera, fue clavándosela. Cerraba los ojos y apretaba los dientes con fuerza mientras emitía quejiditos y respiraba deprisa, como hiperventilando. Sus pezones, unos bultos esponjosos que destacaban sobre unas tetillas diminutas que apenas se elevaban un par de centímetros sobre el pecho, parecían inflamarse. Nina, sentada todavía en el sillón del microscopio, nos miraba con los ojos encendidos. Tenía desabrochado el pantalón vaquero y se masturbaba lentamente. Por encima del borde de la braguita blanca de algodón, entre sus dedos, podía ver el vello anaranjado de su pubis.
Cuando conseguí tenerla toda dentro, la presión me volvía loca. Como en cada ocasión, mis sentidos parecían agudizarse. Olía a una de esas colonias frutales para adolescentes, a frambuesas, y sus gemidos me taladraban el cerebro. Tiré de sus manitas doblándola hacia mí. Quería morderle la boca, y respondió con su lengua. Me gemía entre los labios y sentía en la cara el calor del aire que expiraba. La levanté sujetándola con los brazos por debajo de sus rodillas, agarrada a su culito. Apenas pesaba. Podía subirla y bajarla como si fuera una muñeca. Tenía los párpados inflamados como si tuviera sueño y la boca entreabierta. Algunas veces, cuando la bajaba y sentía en mi polla entera la estrecha y cálida humedad de su chochito, ponía los ojos en blanco y dejaba caer la cabeza hacia atrás y hacia un lado, como si por un momento perdiera la consciencia.
- ¡Fóllala así! ¡Asíiii…! ¡Fólla a la putilla…! ¡Ca… cabro… naaaa…!
Nina había dejado caer sus pantalones hasta los tobillos. Tenía las bragas por debajo de las rodillas monstruosamente estiradas, y se frotaba ahora con fuerza, muy deprisa. Su rostro se contraía en una mueca de placer que era la imagen misma de la lascivia. Me volvía loca. Podía percibir su placer, el de ambas, como si fuera propio, como si pudiera gozar sus dos placeres y del mío al mismo tiempo. Comencé a manejar deprisa a la chiquilla, a subirla y bajarla muy rápido. La notaba temblarme en las manos, sobre el pecho. Daba grititos agudos que a veces se quedaban suspendidos como si la faltara el aire, y se estremecía. Cuando, casi de repente, sin previo aviso, sentí un calambre intenso que me recorría el cuerpo entero, y comencé a inundarla de aquel extraño fluido azul, su cuerpo se convulsionaba en espasmos violentos que me hacían temer que fuera a caérseme. Chillaba. La apreté con fuerza contra mí y la besé en la boca. Me derretía en ella. Nina temblaba con los muslos cerrados aprisionando su mano, encogida. Se apretaba con fuerza una de aquellas tetas grandes, mullidas y blancas de pezones sonrosados.
- ¿Y ahora qué hacemos?
- Esperar.
- Está muy irritada ¿No deberíamos curarla?
- Mañana, no vayamos a joder el experimento.
- Duerme como un angelito.
Nina llamó al sargento Thomas para encargar que nos trajeran cena para dos y dos camastros. Los soldados que vinieron a traerlas no podían apartar la vista de Judith. La habíamos inmovilizado con correas de contención para que pasara la noche con las piernas en alto. No parecía ir a despertarse. De su chochito inflamado manaba todavía un reguero de aquel fluido azul que se volvía viscoso. Tuve que ordenarles que salieran.
Poco rato después de apagar la luz, Nina estaba en mi cama, sobre mí. Me besaba los labios y rozaba su vulva en mi polla permanentemente dura. Hablábamos en susurros.
- ¿Sabes que me pasé la carrera entera imaginándome esto?
- ¿En serio?
- Lo que no se me ocurrió fue que fueras a meterme la polla.
- Zorra…
- Fóllame... así… cabrona…
Olía a café y azúcar, y su placer era mullido, como esponjoso, como su cuerpo acogedor. Era un placer dulce, cálido y sereno. Alguna noche, en la Facultad, yo también había soñado con Nina. Me hacía cosquillas en la cara con sus rizos. En la oscuridad no parecían rojos.