Pandemia 03: huída

La epidemia se generaliza y se convierte en un serio problema.

  • Teneis que venir aquí.

  • ¿Qué… qué dices, Nina?

  • Tenéis que venir aquí, al Centro. Despierta a Peter y a las niñas. No podéis quedaros por ahí.

El tono imperioso en que me hablaba, mientras todavía trataba de centrarme tras ser despertada por el timbre agudo y antipático del teléfono, me irritaba profundamente. Parecía fuera de sí. Traté de despejarme. Peter, adormilado a mi lado, me miraba con el mismo desconcierto que imaginé que debía haber en mi rostro.

  • ¿Pero… qué pasa?

  • ¿Tú tienes un todo terreno, no?

  • Sí… pero…

  • No discutas y hazme caso: Peter, las niñas y tú tenéis que venir aquí. No piséis la calle, no os detengáis por el camino ni en los semáforos. Que no se te ocurra abrir la puerta aunque la aporreen. - Os vestís, cogéis algo de ropa y los cepillos de dientes y salís corriendo hacia aquí sin deteneros.

  • Hija, me estás asustando.

  • Pues mejor. Ten miedo. Cuanto antes salgáis mejor.

  • Bueno… vale…

  • Entrad por el aparcamiento, en la calle de atrás, como se llame. Diles que te he llamado, que te necesito en mi equipo. Y, por favor. No os paréis por nada.

Tuve que explicar a Peter una situación cuyos detalles ignoraba valiéndome de lo que había visto durante los dos días anteriores y amparándome en la innegable autoridad de Nina. Despertamos a Nancy y a Jenny. Marge no estaba. No había llegado a casa. Sentí unas ganas intensas de llorar. Ni siquiera nos habíamos dado cuenta.

En menos de media hora estábamos listos. Bajamos al garaje. El coche estaba allí. Nada más salir a la calle, pasamos junto a lo que parecía el cadáver de Mildred. Yacía desnuda sobre la acera. Su piel estaba azulada. Parecía haber muerto de frío. Por todas partes se veía lo que parecían ser los restos de una batalla: coches estrellados, o abandonados en medio de la calle; escaparates rotos;… Nos cruzamos con varios cadáveres. Era temprano, ni siquiera las cinco de la mañana. Las calles permanecían casi vacías, aunque podían distinguirse entre las sombras pequeños grupos de personas que jodían aquí y allá.

  • ¡No te pares, Peter, por favor! ¡Llevamos a las chicas!

Sentí miedo. Al acercarnos a un semáforo, bajo la luz de una farola, una muchacha indú nos enseñaba sus tetas oscuras gesticulando mientras abría ostentosamente su blusa. Un grupo numeroso de hombres y mujeres semidesnudos caminaba hacia ella. Vi aquel brillo en la mirada de mi marido. Detuvo el coche y sentí miedo. Su polla formaba un bulto enorme bajo el pantalón y se la tocaba por encima. Se me encendió una luz e, inclinándome sobre él, saqué su polla por la bragueta y comencé a chupársela deprisa, con urgencia. Pisó el acelerador y continuo la marcha.

  • ¡Mamá!

  • No te pares, cariño, por favor…

Empujó mi cabeza de vuelta. La tenía terriblemente dura. Procuré mamársela despacio, aunque movía la pelvis tratando de forzar mi ritmo. No quería que se corriera y entrara en aquel estado de desconcierto. Necesitaba que siguiera conduciendo. Oí gemidos que llegaban desde el asiento de atrás. Aunque no podía verlas, sabía que era la voz de Nancy. Imaginé a mi hija abierta de piernas mientras Jenny le metía los deditos en el coño. ¿Se estarían besando? La polla de Peter me volvía loca. Estaba muy dura, y hasta me parecía que era más grande. Al recorrerla con los labios, palpaba su consistencia rugosa, cubierta tan sólo por aquella piel fina que apenas se desplazaba ya. Presionaba su capullo con la lengua sobre mi paladar y le escuchaba resoplar como un animal. Conducía cómo podía, aunque notaba los bandazos. Ahora gemían las dos. Nancy decía palabras que nunca había imaginado ir a escuchar de sus labios. Comencé a masturbarme. Incluso en aquella postura imposible, me excitaba y gemía sin sacarme de la boca aquella polla como de piedra.

  • Metemelos así… ¡Asíiiiii! ¡Follame… zorraaaaaa…! ¡Clava… melos… todos…!

  • Jenny jadeaba a un ritmo frenético. Las imaginé besándose mientras se masturbaban mutuamente, enfebrecidas, corriéndose como perras. Yo misma comencé a correrme al sentir en la garganta la leche tibia de mi marido, que bramaba como un toro mientras me llenaba la boca. Me la tragaba como una loba ansiosa. Creo que chillaba.

  • ¡Alto!

Peter había frenado bruscamente cuando el hombre de la puerta del garaje nos mandó detenernos. Iba fuertemente armado, como los dos que nos apuntaban con sus fusiles y los que lo hacían desde las garitas a ambos lados de la puerta, que era metálica, de aspecto sólido, y estaba protegida por una doble hilera de cadenas cuajadas de pinchos de aspecto amenazador.

  • ¡Identifíquense!

  • Buenas noches. Soy la doctora Patricia Larson. Me ha requerido Nina Brown.

El hombre comunicó mi nombre a uno de los de detrás, que se acercó a una de las garitas, donde pude ver cómo hablaban por teléfono con alguien. Los demás seguían apuntándonos con sus armas. Tenían las cabezas cubiertas por pasamontañas, chalecos antibalas y una gran impedimenta que no inspiraba confianza alguna.

  • Le ruego que me disculpe, doctora. Usted comprenderá…

  • Naturalmente, no se preocupe.

  • La doctora Brown le está esperando.

Nos hicieron bajar del coche y retiraron las cadenas. Uno de los miliares se subió en él y lo introdujo en el recinto. Otro más, este vestido con un uniforme menos aparatoso, salió a nuestro encuentro.

  • Sígame, doctora. No, disculpen, usted sola. Enseguida vendrán a buscar a los demás y les conducirán a sus habitaciones.

  • Pero…

  • Lo siento, doctora, son mis órdenes. Comprenda que tenemos que extremar las precauciones.

  • Ya… Jenny es mi ayudante.

No quería entrar sola en aquel lugar, que me pareció que tenía un aire tétrico. El oficial dudó un momento y asintió con la cabeza. Comprendí que los científicos teníamos una enorme consideración en el Centro.

  • Síganme, por favor.

Nina nos recibió en un enorme laboratorio donde trabajaban apenas media docena de personas. Al oficial que las condujo hasta allí no pareció extrañarle verla con la bata abierta y desnuda de cintura para abajo. Parecía frenética.

Hacía años que no nos veíamos, sólo hablábamos por teléfono. Seguía siendo preciosa, aunque ya no la muchachita delgada de entonces, si no más bien una mujer opulenta, de melena pelirroja clara, casi zanahoria, todavía largo y ensortijado, y pálida de piel. Las pecas, que nacían escasas a la altura de su escote, se iban haciendo más densas a medida que ascendían hasta convertirse en un notable adorno en su cara, que seguía siendo encantadora.

Sonrió al vernos y se embarcó en una sucesión acelerada de sus progresos al mismo tiempo que proyectaba en una gran pantalla de televisión las imágenes que capturaba desde el microscopio, donde cambiaba frenéticamente de preparaciones a medida que avanzaba en sus explicaciones.

  • Lo que sea, está vivo. Mira ¿ves cómo envuelve las células? Pues alucina:

Parecía eufórica. Efectivamente, lo que fuera aquello aparecía en la pantalla, donde podíamos observar las muestras a escala celular, como un tejido fibroso de color azul oscuro muy brillante, que envolvía las células y parecía interconectarlas a través de una densa red de filamentos que se iban desarrollando hasta formar una trama compleja y variable.

  • Esto es del cerebro de tu Marcus, nuestro primer cadáver ¿Lo ves?

  • Son…

  • ¡Sinapsis! ¡Crea sinapsis neuronales!

  • Pero… eso significa…

  • Significa que literalmente modifica el funcionamiento del cerebro, pero no te puedes imaginar a qué nivel.

Seguía colocando sobre la bandeja del potente microscopio electrónico rebanadas del cerebro de aquel pobre desgraciado, mostrándonos las diferentes partes y las particulares maneras en que aquello componía sus complejas estructuras en cada una de ellas.