Pandemia 02: crisis
El caos empieza a adueñarse de la ciudad. No hay un lugar seguro.
Me desperté temprano, como cada mañana. Peter se quedó en la cama. Le tocaba llevar a las niñas al instituto y madrugaba menos. Dediqué el tiempo del desayuno a reflexionar sobre los sucesos del día anterior. Cada vez era más evidente que lo que fuera que afectaba a Amelia estaba extendiéndose por la ciudad. Era, sin lugar a dudas, alguna clase de enfermedad infecciosa. El asunto no había tenido publicidad alguna, de manera que había que descartar la posibilidad de un episodio de histeria colectiva, y los episodios de Amelia, del hombre del metro… La que habíamos supuesto una violación sin más de los celadores a aquella mujer tenía un aspecto diferente si lo enfocábamos desde aquella perspectiva.
De repente, reparé en que yo misma podría estar infectada. La primera aproximación violenta de Amelia había sido, de eso no cabía duda, una agresión en toda regla, pero mi respuesta tampoco podía decirse que entrara dentro de los estándares. A diferencia de ella, yo recordaba perfectamente cada detalle. Había dejado que me follara el coño con la mano.. Incluso se lo había exigido gritando como una loca, y me había corrido como en mi vida. Todavía notaba el coño dolorido. Ni siquiera la idea de haber estado mirando a un desconocido que se la machacaba en el metro mirándome a los ojos podía interpretarse como un comportamiento normal. Si incluso me había excitado. Por no hablar de mamársela a otro en las escaleras del metro mientras era sodomizado…
Lo más sorprendente, si lo analizaba objetivamente, era el hecho mismo de que aquello no me causase la menor inquietud. Probablemente era la única persona que comprendía, aunque fuera tan someramente, lo que estaba sucediendo y, pese a ello, no me preocupaba. Me sentía extrañamente fría. Necesitaba hablar con Kate. Tenía que convencerla para que adelantara los análisis de las muestras de Amelia que le había enviado...
- Tranquilo, Ned, no te pongas así. Está enferma, no es ella misma.
Ned, mi vecino, lloraba junto al portal suplicando a su mujer que parase. El pobrecito parecía no atreverse a obligarla a dejar de mamarle la polla al desconocido a quien, me imaginé, había abordado en plena calle. A pesar de ir vestida tan solo con un camisón y una bata abierta, no parecía tener frío. En algunas ventanas se veía a los curiosos contemplar la escena, que se producía en las escaleras del portal, a la vista de cualquiera que pasara.
- No te pongas así, hombre, no es ella.
Parecía presa de un extraordinario furor, muy similar al que ya había podido observar en mi paciente. No tardó en estar a cuatro patas, con el camisón y la bata arrebujados en la cintura, y dejándose romper el culo por el hombre. Ned me dio pena. Todo el barrio veía a su mujer clavarse la polla de aquel cabrón en aquel culazo, que parecía blanco inmaculado a la luz de las farolas. Le gritaba que más, que le diera más fuerte, y sus tetazas de matrona se balanceaban bajo su pecho.
- Anda, déjame a mí, no te preocupes. Yo te ayudo.
Ned tenía la polla dura. No me extrañó. Yo misma había mojado mis bragas. Mildred, la señora Perkins, era una mujer guapa para sus cincuenta y tantos y, aunque estaba más bien gorda, tenía un cierto encanto carnal. Cuando el tipo la embestía, su carne temblaba como un flan, y chillaba como una cerda degollada.
- Yo te ayudo…
Comencé a meneársela y pareció apaciguarse, más que extrañarse por mi actitud. Pensé que él también debía estar afectado. Aquello empezaba a intuirse que tenía unas dimensiones preocupantes. Su polla no era pequeña tampoco. Pese a su edad, se mantenía en forma. La palpaba dura y nervuda. No tardó en correrse. Me las ingenié para que lo hiciera sobre su cara. La muy puta se incorporaba y se relamía mientras se estrujaba las tetazas con ambas manos.
Los dejé allí, con esa especie de sorpresa de después, recomponiéndose la ropa y metiéndose en casa mientras el desconocido desaparecía calle abajo.
Todavía no había mucha gente en el metro. Seguía dando vueltas al asunto en mi cabeza ¿Por qué yo no lo olvidaba? Cuando alguno de aquellos sucesos ocurría cerca de mi, me excitaba, eso está claro, hasta el extremo de estar dispuesta a participar en ello, pero me sentía menos alterada que el resto de la gente a quien veía, y mantenía conciencia de cada momento, sin experimentar ese vacío que parecía quedar a los demás.
- ¡Hijo… de… puta…! ¡Déja… méeeee!
A un par de metros, a mi derecha, un grupo de cuatro hombres vestidos con los monos azules de una compañía de cable molestaban a una muchacha negra, delgada y guapa. Ella no parecía víctima de la enfermedad. Tras insultarles y tratar de defenderse infructuosamente, se limitó a llorar mientras la manoseaban. En el asiento frente al mío, una muchacha rubia que había estado leyendo, los miraba fijamente sin perder detalle. El muchacho que se sentaba a su lado dio un respingo cuando le puso la mano en la bragueta, pero se dejó hacer. La muchacha llorosa tenía subido el jersey y la camiseta. No llevaba sostén, ni parecía que le hiciera falta. Aquellos hombretones la sobaban a conciencia, y ella sollozaba y nos miraba a todos como pidiéndonos ayuda. Nadie hizo nada. Pronto tuvo una mano metida bajo el pantalón desabrochado. Los operarios se las habían sacado. La pobrecita, sin dejar de gimotear, se las agarraba cuando le llevaban las manos hacia ellas. Parecía bloqueada, y obedecía sin ofrecer resistencia mientras lloraba. Sentí quemse excitaba, y me pareció natural. Varios pasajeros se masturbaban contemplando la escena. Me levanté un poco la falda y comencé a imitarles.
Le habían bajado los vaqueros a medio muslo y gritaba tratando de evitar al que tenía detrás. Volvía a llorar a moco tendido. Los demás la sujetaban inmovilizándola. Cuando chilló, comprendí que se la había metido en el culo. No dejaban de manosearla. Le quitaron los pantalones. Era una muchacha preciosa, alta, muy delgada, de bellísima piel muy oscura. Mis dedos chapoteaban en mi coño empapado. Sabía que aquello estaba mal, pero no me importaba. Estaba caliente, y verlo. Quería correrme viéndolo.
- ¡De… jame… por… favor…!
Alguien puso su polla delante de mi cara y comencé a comérsela. Le empujé a un lado, colocándole de manera que pudiera seguir mirando la violación de aquella pobre muchacha. El vecino de enfrente se había corrido, y le comía el coño a la muchacha a cuatro patas. Ella también tenía un rabo en la boca.
- ¡Glllll…!
A la muchacha negra le habían hecho bajar la cabeza y uno de aquellos tipos le follaba la boca como un animal. Babeaba y tenía los ojos en blanco. La zarandeaban como a un pelele. Otro de ellos le sobaba las tetillas. El contraste de su manaza blanca sobre la piel negra me ponía muy cachonda. El abandono con que, rendida, se dejaba hacer, era el espectáculo mas brutalmente sexual que recordara haber visto.
En la primera estación donde paramos, varios viajeros evitaron subirse al vagón. Otros sí lo hicieron. El hombre a quien se la mamaba había cambiado de idea. Había bajado los pantalones al muchacho y le follaba el culo. No parecía molestarle. Seguía comiéndole el coño a la rubita, que se manoseba las tetas y mamaba la que me pareció que era la segunda polla que se comía. Tenía chorretones de leche en la cara y jadeaba como una perra.
El tipo que follaba el culo a la muchacha negra se había corrido. Permaneció un momento sola, agarrada a la barra, como titubeando. Le chorreaba leche entre los muslos. No tardó en plantársele delante otro de los tipos y clavársela en el coño. Ni siquiera se quejó. El tipo la cogió por debajo de los muslos y la hacía botar sobre su polla. La manejaba como si fuera una muñeca, como si no pesara, y ella se dejaba zarandear sin resistencia. Me pareció que incluso gemía. No tardó en tener a otro a la espalda. Me corrí por primera vez aquella mañana viéndola ensartada por aquellos dos rabos, rebotando entre los hombretones. Una mujer de más o menos mi edad, quizás algo mayor, se había subido la falda y le ofrecía el culo a los otos dos operarios, que empezaron a follarla. Chillaba como una zorra pidiendo más. No tardó en estar cabalgando a uno de ellos tumbado en el suelo mientras el otro la sodomizaba. El muchacho chupador se corría con la polla todavía botándole entre las nalgas, y su nueva amiga se tragaba todo lo que le ponían por delante. Parecía haberse puesto de moda correrse sobre su cara y estaba hecha un asco, la pobre, pero culeaba y se corría sin parar. Yo misma se la meneé a otro chico que estaba de pie, muy cerca de ella, y le hice salpicarle las tetas.
Me bajé en mi parada felicitándome por haber salido indemne de aquella locura. La muchacha negra estaba caída en el suelo, desnuda, como desmayada. Un tipo vestido con un traje caro, arrodillado a su espalda, le follaba el culo. Ella no parecía darse cuenta. A la rubia de enfrente ya se la estaba follando un ejército de tíos. La mujer madura, desnuda también, se dejaba dar por el culo mientras masturbaba a otra más o menos de su edad que permanecía en pie frente a ella, dándole la espalda. Su cuerpo desprendía un cierto erotismo decadente. Pensé que, en otra ocasión, me hubiera gustado follarla con mi puño.
Pero, en aquel momento, lo que importaba era otra cosa. Tenía que hablar con Nina urgentemente. Independientemente del placer que me causara aquello, estaba claro que iba en camino de convertirse en un gravísimo problema de salud pública, y no conocíamos los efectos a medio y largo plazo. Además, me preocupaba la idea de que aquello pudiera acabar conmigo muerta.
No tengo ni idea.
¿Cómo?
Te explico: he hecho un espectrograma, y la cantidad de cosas que no deberían estar en un fluido humano es incomprensible. Hay elementos que ni tengo conciencia de que existan. Es orgánico, y al microscopio, aunque el que tenemos no es muy bueno, da la sensación de que se mueve con autonomía, y no se inyecta en las células, si no que las cubre.
Pero eso…
Eso es lo nunca… visto…
¿Y qué hacemos?
He dado… parte… Ellos… ellos tienen más… equipos…
Pues a mí no me hicieron ni caso.
Pero es que… ahoora… todo ha… cambiado… Necesitamos… muestras de tejido...
¡Oye! ¿Qué te pasa?
Estoy… como una… perraaaaaa…
¿Te estás...?
¡Tocandoooooooo...!
Estuve tentada de masturbarme con ella. La recordaba de la Facultad. Entonces, era una empollona guapa, con aquellas gafas negras de pasta y el pelo largo ondulado. Observé que, desde el día anterior, las mujeres me parecían cada vez más deseables. En el hospital, las escenas no diferían gran cosa de las que había encontrado hasta entonces. Pasé por el almacén para coger un carrito y lo llené de tarros para muestras. Al salir del ascensor, la enfermera jefa de planta, abierta de piernas sobre la mesa de recepción se dejaba follar por un paciente bajo la atenta mirada de un celador que se la meneaba. Era una mujer voluminosa, y el hombre la amasara como si quisiera darle forma. Jadeaba y gemía con su voz aflautada. Sus carnes se derramaban sobre el tablero y temblaban, y tenía el rostro contraído. Con su nariz de loro y sus labios tan pintados parecía una zorra vieja y gorda.
Me sobrepuse al deseo de quedarme y continué hasta la habitación de Amelia. Tenía sobre la cama a una muchacha nueva, un alumna que hacía sus prácticas con nosotros desde hacía menos de una semana. Me hizo gracia: era una muchachita de pueblo, regordeta y con las mejillas sonrosadas, que parecía no haber salido de casa más que para ir a misa, y allí estaba, acuclillada sobre la cara de la señora Swetheart, que le comía el coño con mucho entusiasmo mientras movía su culazo como una loca al compás con que la chiquilla le frotaba el coño.
Me contuve. Busqué las tijeras y el bisturí, abrí un buen montón de los vasos, y comencé a tomar muestras de pelo, de piel, de uñas. Me resultaba difícil no hacerles daño. No se estaban quietas ni un momento. Cuando hube terminado, y cada muestra estaba convenientemente etiquetada, me detuve a mirarlas un momento. La muchacha se había dejado caer hacia atrás y Amelia con la cara sumergida entre sus nalgas imponentes, lamía el agujero de su culito, arrancándole unos quejidos tan exagerados que sólo podían explicarse por la novedad que se intuía que el sexo suponía para ella. Los colores de sus pómulos aparecían exageradísimos también, y culeaba sobre la cara de aquella mujer, que debía más que doblarle la edad, como si no hubiera un mañana. Era joven, muy joven. “Como mis hijas”, pensé. Tenía la piel como de melocotón.
No me pude contener. Observé que la cama tenía colocadas las correas de inmovilización. Supuse que debían haber tenido una noche animada con ella. La simple idea me causó una excitación incontenible. Sujeté, en primer lugar, sus tobillos, acortando las correas hasta conseguir que sus piernas quedaran tan abiertas como aquello daba de sí. A continuación, hice lo propio con sus muñecas.
La simple idea de verla así, inmovilizada a mi merced, bastó para que me invadiera un furor desconocido. Por si aquello fuera poco, la mujer pareció salir de aquella crisis de manera súbita.
- ¿Qué me están haciendo? ¡¡¡Por dios,!!! ¿Qué me hacen?
La muchacha paletita estaba fuera de sí. Nada parecía importarle. Siguió cabalgando la cara de la pobre Amelia, que se debatía inútilmente, presa de la desesperación. Parecía que se ahogara, y chillaba pidiendo socorro, aunque sus gritos resultaban ininteligibles y sonaban ahogados por la presión que ejercía frotándole el coño en la cara. La pobre pataleaba y culeaba como si le fuera la vida en ello. Quizás la estuviera ahogando.
Aparté a la chiquilla para que no le hiciera daño. También quería ver la cara de desesperación de la señora Swetheart. Tenía los ojos desorbitados y, aunque pareció tranquilizarse al verme, como si pensara que iba a salvarla. Cuando planté mi mano en su coño y comencé a masturbarla, pareció que se le venía el mundo encima. La muy zorra estaba empapada todavía, tras el violento encuentro que no recordaba, y su clítoris, de buen tamaño, permanecía duro y brillante, muy visible entre los labios.
¿Te acuerdas ahora, puta? ¿Te acuerdas?
Yo… no… Por dios… ¡¡¡Ahhhhhhhh…!
Lo tomé entre los dedos y comencé a masturbarlo con tres de ellos cómo si fuera una pequeña polla. Chillaba presa de la desesperación, quizás de ese calambrazo que provoca el contacto directo, que yo no eludía. Los ojos parecían ir a salírsele de las órbitas. La muchacha, sin quitarme ojo de encima, le magreaba las tetas y mordía sus pezones.
Pronto, Amelia fue viéndose superada por mi caricias. Comenzó gimoteando y, poco a poco, sus hipidos se entremezclaban con un jadeo cadencioso que acompañaba con un movimiento rítmico de caderas. Aparté a la chiquilla para disfrutarlo más. La pobre mujer, seguía repitiendo su letanía a pesar de que resultaba evidente que el placer se adueñaba de ella.
- Por favor… No me haga… Esto… ¡Dios mío, Dios mío…! Por faaaaavoooor…
Me fascinaba. La tarde anterior, había sido en uno de sus episodios sicóticos, en aquel momento, sin embargo, era ella, ella dentro de sus límites morales, con sus prejuicios, sometida a aquella violación que chocaba radicalmente con sus principios sin que ello fuera suficiente para impedir que experimentara aquel placer que debía parecerle insano. Sin dejar de masturbarla, me incliné junto a su oído. La muchacha, al lado opuesto de la cama, se masturbaba frenéticamente.
¡Vaya con la beata! ¡Si estás hecha una zorra, puta!
No… yo… no… noooooo…
Mucha puritana y mucha ostia, y en cuanto te lo tocan bien te corres como una cerda.
Poooooorrr… favor… Yo… no…. ¡¡¡¡Ahhhhhh…!!!
Ya no frotaba su clítoris. Hacía resbalar mis dedos entre sus labios y lo presionaba suavemente con la palma de la mano. A veces, se los clavaba y presionaba a la vez con ellos y con la palma, como si quisiera juntarlos. Los movía deprisa, en recorridos cortos y apretando mucho. Comenzó a orinarse. Jadeaba y gemía como si fuera a ahogarse, y culeaba haciendo que sus tetazas blancas se movieran sobre su pecho como flanes. La muchacha se corría. Casi no se tenía en pie y tenía los ojos en blanco. Frotaba su pelambrera oscura como una histérica y temblaba. Seguía susurrando junto a su oído.
Ya te has corrido, puta ¿Y ahora? ¿Me vas a dejar así?
Por favor….
Jadeaba todavía, y parecía profundamente avergonzaba. Repetía su letanía interminable, como si rezara. Yo estaba como una perra. Me quité las bragas y me subí sobre la cama colocándome como antes estuviera la muchacha, a quien invité a acompañarme. Comencé a frotarme en su cara. Gimoteaba de nuevo y sus quejidos reverberaban en mi coño como si vibraran. La chiquilla se sentó sobre su tripa y se dejó caer de espaldas sobre mi pecho. Seguía fuera de control Comencé a masturbarla mientras le mordía el cuello y la boca. Ella acariciaba a Amelia como me había visto hacer a mí, y comencé a sentir sus gemidos en mi coño. Me corría interminablemente. Me cruzaba lo que parecía un orgasmo continuo que crecía y descendía a oleadas sin detenerse.. La muchacha tenía las tetas grandes, firmes como frutas maduras, y culeaba con una energía y un entusiasmo que me excitaban más, si pudiera ser.
Cuando salí de allí, era mediodía. La muchacha, que resultó llamarse Jenny, se pegó a mí como una lapa. Parecía haber salido de su crisis y sentirse confundida y asustada. Imaginé que una figura de autoridad le hacía sentirse más segura.
Oye, Jenny…
¿Sí, doctora?
¿Tú lo recuerdas?
¿Lo de antes…?
¡Claro, joder!
Sí…
Lo dijo mirando al suelo y le subió a las mejillas un rubor escandaloso. Me dio ternura verla así, y me alivió comprobar que yo no era la única. El hospital se había convertido en un desastre. Incluso los policías que habían llegado a controlar la situación en los primeros momentos del episodio, andaban por ahí jodiendo con el personal, con los pacientes, entre ellos… A mí aquello me causaba un estímulo permanente. Me costaba mantener la atención en lo que necesitaba atender.
¿Qué ha pasado?
Es Marcus, el de la 107.
¿Se ha caído por la escalera?
Sí…
¿El sólo?
Yo…
La enfermera pareció turbarse. Le hice un ademán para que no me lo contara. En aquel caos no hacía falta conocer la causa de cada suceso.
- Busca a un par de celadores que estén despabilados. Que lo metan en una bolsa, lo suban a una ambulancia y lo lleven junto con estas muestras al laboratorio del Centro de Control.
Garabateé la dirección en una receta y dejé el asunto en manos de la mujer, que parecía haberse recuperado bien y podría asumir el encargo.
– Bueno, aquí no hay nada que hacer. Yo me voy a casa. Necesito pensar.
Ya…
¿Y tú ¿Donde te quedas?
Hasta que encuentre piso estoy en una pensión…
Mmmmm…
Me imaginé a aquella pobre paletita suelta en medio de aquel marasmo y me preocupé. Además, me había gustado la muchacha. No estaba segura de cual de ambas razones predominaba.
¿Por qué no te vienes a casa? Así nos hacemos compañía por el camino y lo mismo estás más segura.
Si no le importa…
Se le iluminó la mirada. Parecía asustada.
Oye, Jenny…
¿Sí?
¿Y te ha gustado?
Sí…
¿Tú antes…? ¿Nunca…?
No…
En el metro no había casi nadie. En nuestro vagón, apenas un par de hombres. El caos era la calle. Observé que nos miraban. Estaban empalmados. Parecían mostrar el cuadro de uno de aquellos episodios en su fase inicial. Volví a sentirme así y me puse de pie mirándolos. No tardé en tenerlos encima, sobándome. Jenny, sentada en un asiento, permanecía agarrada a mi mano. Mientras me desabrochaban y me subían la falda, yo misma busqué sus pollas, las saqué de sus pantalones y comencé a meneársela a uno de ellos mientras el otro iba tomando posición a mi espalda. La cara de Jenny estaba apenas a un palmo de la polla. No me soltaba la mano. Gemí cuando me inclinó un poco y me la metió. Estaba empapada.
¿Nunca has… chupado… una…?
Nó…
Contestó con un hilillo de voz. Le daba vergüenza. Tiré de la polla acercándosela más, poniéndola a su alcance.
- ¿Y no te... apetece?
Abrió la boca y se metió el capullo en la boca. Noté que me apretaba la mano muy fuerte. El que me follaba era un vendaval. La metía y la sacaba a toda velocidad, como un perro, y me estaba volvieńdo loca. Me llevé la mano de la muchacha a la boca y comencé a chupar sus dedos. Tenía la otra dentro del pantalón y se tocaba. Gimoteaba y se tragaba aquello cada vez más adentro. Tampoco era muy grande.
- No… no te… apartes…
Le sujetaba la cabeza con las manos y vi que cerraba los ojos y se le crispaba la cara. Jenny obedeció. Creí que me iba a romper la mano cuando el hombre comenzó a correrse. Ella misma gemía ahogadamente, y se tragaba su leche como si se conocieran de toda la vida. Sentí el calor de la del que me follaba llenándome el coño y me corrí apretando los dientes sobre mi labio.
Al terminar, los tipos se vistieron consternados. Tampoco ellos recordaban nada. No comprendían por qué estaban semidesnudos. Se bajaron en la siguiente estación.
Luego, si quieres, te follas a Peter.
¿¿¿???
Mi marido… Total, ya…
Al entrar en casa, Peter follaba con Nancy sobre la mesa de la cocina. Hacía tiempo que no me fijaba. Estaba guapa mi niña… Delgadita y alta, con unas tetitas preciosas… Me las arreglé para que Peter se apañara con Jenny. Quería comérmela entera. Cuando empecé a lamer su coñito sonrosado, gimió como una putita.
- ¡Mamaaaaaaa…!
Peter cogía a la paletita gordita a cuatro patas, y ella chillaba como una cerda. Se oía el plaf-plaf que hacía al golpear su culazo cuando se la clavaba. La llamaba puta y la follaba. Nunca me lo había hecho así a mí. Me chorreaba el coño.
- Cómemelo también tú a mí, cariño...