Palabras Mágicas 11
John y Ginger son dos trabajores dedicados en pos de asegurar la seguridad económica de su familia. En este capítulo veremos en qué punto están sus puestos de trabajo en el presente.
Ginger había tomado un trabajo a media jornada. El puesto de John les proporcionaba un buen sostén económico. Pero Jimmy tenía caprichos, y Ginger sentía el deseo visceral de concedérselos todos. Su pequeño amo era lo más importante y la principal razón por la que tenía ese trabajo a media jornada.
Como cada mañana, la familia completa se había subido al coche y, con John al volante, habían encaminado el vehículo hacia el colegio, que era lo que estaba más cerca, mientras los dos “peques” se mantenían en el asiento de atrás metiéndose mano.
Lo hacían con la ropa puesta, pero el caso es que aunque estaban recién duchados, les gustaba conservar el olor de su hermano en los labios y sentir su sudor sobre la piel. Ginger encontraba adorable que sus hijos se tuvieran tantísimo cariño.
La siguiente en bajarse era ella, junto a la tienda de ultramarinos en la que trabajaba. Como cada mañana, se detenía después de fichar frente al espejo, para asegurarse de que su maquillaje estaba bien, de que tenía bien la flamante placa en la que lucía su nuevo nombre y que no se le notaba la polla bajo la falda. El viaje en coche le sentaba bien, porque cada mañana, mientras desayunaba, se tomaba las hormonas que le suministraba Jimmy y la dejaban como una moto. El paseo la despejaba.
Puso su mejor sonrisa y, como cada mañana, se preparó para atender a los clientes con su mejor sonrisa. Había comprobado que a medida que se feminizaba, sus clientes la trataban mejor. Cuando se veía que claramente había nacido hombre, la insultaban a menudo y más de una vez le habían arrojado huevos.
Ahora varios clientes incluso le habían dado su número. Ella siempre mantenía la sonrisa, siempre era amable, pero no iba a quedar con ninguno de ellos. A fin de cuentas, ella era una mujer casada y amaba a John. Ella no se acostaría con cualquiera sin una buena razón.
Con todo, esos pequeños cambios habían hecho que amara su trabajo. Atender a los clientes, en especial a los habituales… memorizar lo que algunos querían. En especial se había aprendido el pedido habitual de la señora Thomas. Una mujer de edad ya muy avanzada que tenía problemas de memoria.
Ginger, de mil amores, cada día le apartaba sus dos panes, su botella de agua y sus pastillas. Sólo había una cosa que no le gustaba de su trabajo. Tenía nombre y apellidos y acababa de entrar por la puerta, con un uniforme muy similar al suyo.
Reggie Jenkins era un chaval de dieciocho años, no mucho mayor que su hijo Jimmy. Aún estaba afectado por un caso grave de acné juvenil y tenía dientes prominentes. Ginger estaba segura de que no se había comido un rosco en el instituto. Pero que Reggie hubiese sido virgen hasta hacía muy poco no era el problema de Ginger.
El problema de Ginger es que aquel bueno para nada era su puñetero jefe. Era el hijo del primo de un pez gordo de una naviera que al parecer había absorbido la empresa madre de la cadena de ultramarinos. Y Reggie estaba lo bastante cerca de aquel hombre para que lo enchufaran, pero no tanto como para que le dieran un puesto verdaderamente importante.
Ginger estaba convencida de que, cuando aún era Fred, le había gritado a ese chico alguna vez por no llenarle bien el tanque cuando se lo había pedido. Quizá era una forma oscura de karma que se vengase así de ella, aunque Reggie no tuviera ni puñetera idea de quién había sido.
Así que, cuando le echó la bronca, ella ni se inmutó. Sabía que su excusa de haber ordenado los champús mal, además de ser mentira, sólo era una excusa para rematar la perorata sin sentido con una sonrisa maligna y la frase “Discutiremos tu continuidad en la empresa cuando termine el turno”.
Ginger suspiró cuando se fue. Se pasó taciturna el resto del día hasta que finalmente fue a la sala en la que su jefe esperaba. Estaba asqueada de aquel extraño ritual. Sabía exactamente lo que Reggie quería y, honestamente, preferiría que se lo pidiera directamente en lugar de alimentar aquel extraño fetiche. Así que preparó su mejor cara de desesperación y se lanzó directamente sobre el escritorio, asegurándose de que sus tetas botaran al hacerlo. Ginger era una gran actriz, incluso sabía llorar en escena.
_ Reggie, por favor, necesito este trabajo. _ Sollozó, con lágrimas en los ojos. _ Por favor, haré lo que sea para conservarlo.
“Haré lo que sea”. Aquellas eran esas palabras mágicas que Reggie estaba esperando para torcer su expresión en una sonrisa macabra que le hacía parecer todavía más feo de lo que ya era.
_ Ginger, ya sabes exactamente lo que quiero. _ Echó la silla hacia atrás. _ Demuéstrame de qué pasta estás echa.
Ginger contuvo un suspiro resignado. Efectivamente, ella no se acostaba con nadie ajeno a su círculo familiar sin una buena razón. Conservar su trabajo era una buena razón. Y por ello se metió bajo el escritorio y empezó a manipular el cierre del pantalón de Reggie. Aquel chaval tenía una polla patética. La de la propia Ginger medía más del doble.
Sin embargo, Ginger casi que lo prefería. Así chuparla le requería un nulo esfuerzo. Acostumbrada a la tranca de su hijo o a la “polla” de su marido, pues incluso esa había llegado a un punto de ser más grande que la de Reggie, no le suponía ningún trauma.
Ginger no podía evitar emplearse a fondo. Jimmy la había programado demasiado bien. Así que, aunque detestaba a Reggie, no podía evitar saborearla con gusto. Aunque se sentía culpable, amaba aquella polla como amaría cualquier polla que se metiese en su boca y, en cuanto terminó de tragarla, le dio todo su amor, olvidándose del cabrón al que estaba pegado y se la chupó con mimo, mientras la suya propia se endurecía y levantaba la falda de forma casi cómica.
Reggie se corrió bastante rápido y ella se lo tragó todo, como hacía cada vez que aquello ocurría. Ginger no era una adicta, como Sarah, pero había aprendido a amar el sabor del semen.
_ Sigues siendo una fuera de serie. _ Suspiró Reggie. Ginger no se lo tomaba como un halago, porque dudaba que hubiera nadie con quién comparar. _ Ahora ponte sobre el escritorio, dame ese culo.
_ Sí, Reggie. _ Respondió, sumisa y servicial, como sabía que a él le gustaba.
Se bajó el calzón hasta los tobillos, colocó su polla con cuidado sobre la mesa y puso el culo en pompa, marcando bien sus jugosas nalgas. Tomó ambas manos y separó los cachetes de su culo, mostrando el ya más que bien dilatado agujero. Reggie le escupió y jugó un poco con los dedos antes de meter su ensalivada polla en el agujerito.
La lubricación era escasa, pero acostumbrada como estaba a pollas más grandes, entró sin demasiados problemas. Ginger empezó a gemir en seguida, forzada por el condicionamiento de su hijo. El tacto de sus pezones contra la ropa y el de su polla contra la mesa era casi tan placentero como la polla que la invadía.
Como le había pasado con la mamada, olvidó quién la estaba enculando rápidamente y se entregó al placer, el rostro deformado por la lujuria mientras que el que probablemente fuese el peor amante que había tenido la hacía gruñir y gritar de placer como una perra. Cuando Reggie se corrió en su culo, su polla dio un gracioso bote, se inflamó y empezó a llenar la mesa de su leche. Reggie la sujetó y la hizo a un lado.
_ Limpia todo, puta.
_ Si Reggie.
Para Ginger resultaba mucho más humillante que se la follase Reggie que comerse su propia lefa de su escritorio, algo que hizo con gusto antes de limpiarle la polla con la lengua.
_ Muy bien, Ginger. Sigues una semana más con nosotros. Vete a casa.
_ Gracias, Reggie. _ Le dijo, con una gran sonrisa, que se esfumó en cuanto salió del despacho.
Mientras se limpiaba el culo en el lavabo de personal, no podía evitar sentir asco por aquel despojo humano que se la acababa de follar. Racionalizaba que necesitaba el trabajo, pero no dejaba de resultarle desagradable. Tras limpiar bien su culo y su polla se volvió a subir el calzón, repasó su maquillaje, pues comerle la polla a Reggie le había corrido el pintalabios, y se encaminó fuera a esperar a que su marido volviese con el coche. Parecía estar retrasando. Era extraño en John. Esperaba que estuviera bien.
Aquella mañana John había dejado a su mujer en el trabajo después de desayunar y tomarse una dosis doble de las hormonas que le había dado Jimmy. Estaba cansado de su feminidad. Tenía un sueño recurrente en el que su clítoris finalmente se convertía en una polla y le salían dos huevos enormes y su pecho terminaba de asimilar sus tetas. Cada vez que soñaba aquello se levantaba con su calzón empapado.
Ginger había aceptado su sino. Y, de hecho, se notaba que le gustaba ser su mujercita y ponerle el culo siempre que se lo pedía. Pero para ella era fácil, porque se había convertido en una mujer preciosa. John no estaba igual de satisfecho.
Su clítoris aún no tenía un tamaño que lo satisficiera. Era más grande que las pollas de algunos, pero no dejaba de sentirse como un pichacorta. Se la metía continuamente y veía progresos, pero sentía que era demasiado lento. Deseaba poner compararse con Jimmy y con Ginger. Le daba muchísimo asco que su mujer tuviera más polla que él. En parte era normal, Fred siempre había tenido una gran polla, de esas que se marcaban en el pantalón si se descuidaba, pero John no lo veía así.
John tenía muchas dudas sobre su hombría y eso lo ponía de mal humor continuamente. Aparcó el coche en el garaje de la compañía y se subió a la recepción. Allí se tropezó con una mujer asiática que parecía estarla esperando.
_ Eres John, ¿Verdad? _ Extendió la mano, para estrechársela.
John devolvió el gesto, notando que aquella mujer hacía el gesto con fuerza y convicción.
_ Sí, ¿Quién es usted?
_ Soy Sora Yagami. _ John se puso tenso. _ Hablamos por teléfono, para un negocio.
_ Sí, me acuerdo. _ John miró en todas direcciones, como queriendo asegurarse de que no les escuchasen.
_ Verá, el caso es que yo no me dedico a lo que hablamos desde hace un tiempo. Pero no se preocupe, he encontrado una empresa que me consta que es de su confianza y su petición está servida.
_ ¿Disculpe? _ John alzó una ceja, bastante molesto. _ ¿De qué empresa habla?
_ De industrias Jameson. Luis Jameson es un viejo conocido mío.
_ ¿Jameson? ¿La farmacéutica?
_ Sí, esa misma.
John asintió lentamente. No por nada era la empresa que fabricaba las hormonas que se tomaba cada mañana sin el menor ápice de dudas.
_ Sí, es de mi confianza. _ Suspiró John. _ Pero no debería haberse tomado esas libertades.
_ Por eso mismo he venido en persona. No quería que se llevara una sorpresa cuando llegue al despacho, o que vaya acompañada y se tropiece con su paquete.
_ ¿Está en mi despacho? _ John abrió mucho los ojos con una mezcla de miedo y lujuria. _ ¿Así sin más?
_ Jameson es una empresa muy eficiente. Además… saben de buena tinta que no querías tu pedido en casa.
_ ¿Disculpa? _ John alzó una ceja. _ ¿Cómo sabéis eso?
_ Bueno, estás casado, ¿No? Puedo ver el anillo de tu dedo. _ Sonrió Sora. _ En fin, John, disfruta de tu compra… diviértete.
Hubo algo en la sonrisa de aquella mujer que asustó a John. Pero la emoción le pudo. Se dirigió de inmediato al ascensor de personal y subió directamente a la planta más alta, en la que se encontraba su despacho. Pasó al lado del puesto de secretaria que estaba vacío desde hacía unos días y entró en el amplio despacho.
Irónicamente, el despacho de John había cambiado en un esfuerzo por parecer más masculino que con la decoración que tenía Fred. Un gran escritorio de madera, una botella de cristal que contenía whisky, puros cubanos… John parecía haber emulado los despachos de grandes directivos de películas que había visto.
Pero todo ello quedaba en segundo plano cuando observaba la gran caja de madera que habían depositado en medio. Se pasó la mano por el paquete, notando cómo su clítoris ya empezaba a inflamarse de excitación.
Abrió la caja y dejó caer la tapa en una lateral. Se relamió cuando la vio.
_ Hola Jessica. _ Dijo, con un ronroneo.
Jessica era una ex compañera de Helena. De hecho, en su adolescencia había tenido un conato de lesbianismo con ella. Helena era muy fan de expediente X y Jessica se parecía mucho a Gillian Anderson… aunque por lo que veía tenía las tetas bastante más grandes. No era difícil verlo porque la muchacha estaba desnuda en aquella prisión de gomaespuma. Era irónico porque sobre ella se encontraba un traje de ejecutiva, un sujetador y unas bragas. Todo un uniforme de secretaria rematado con unos zapatos de charol rojo. Dejó la ropa sobre la mesa y observó a la mujer desnuda a inconsciente que, ataviada con el respirador y dos consoladores en sus agujeros.
John la miró por unos segundos y se frotó una vez más el paquete… Estaba dudando. No sabía si despertar a aquella beldad directamente… o follársela tal cual estaba una primera vez.