Palabra

Cuando una palabra no se cumple y llega el momento en que ya no se puede cumplir. Erótico y sensual; no esperéis más.

Palabra

1 – Compañeros

Era el primer año que iba a la facultad a estudiar Medicina. Sabía que como era muy tímido me iba a costar mucho trabajo ir conociendo a la gente, hacerme de un grupo de amigos y salir con ellos, pero estaba dispuesto a hacer todo lo que pudiera porque no se me notase demasiado que era muy callado. También sabía que iban a gastarme muchas bromas y me habían aconsejado que no hiciese ningún caso o que, incluso, no me enfadase por eso, sino que me uniese a las risas que iban a rodearme.

Al principio, sólo con el cambio en la forma de recibir las clases, me sentí mucho más asustado, pero mirando disimuladamente alrededor, descubrí que estábamos casi todos un poco frenados. El compañero que me tocó al lado (aunque nadie nos obligaba a sentarnos en un sitio concreto) era demasiado extrovertido para lo que yo podía soportar y, en cuanto pude, comencé a cambiar de sitio cada vez que entrábamos en el aula.

Las prácticas eran una cosa muy diferente. En ellas, la gente que tenía un comportamiento en clase lo cambiaba por otro. Una mañana, observé que un tío que debería creerse muy chulo, comenzó a golpear en la cabeza a uno de mis compañeros. Hubiese querido salir en su defensa, pero como siempre, seguía sintiéndome un cobarde.

En el aula, aquel chico tímido, como yo, se sentaba a veces bastante cerca y, cuando comenzamos a hablar entre todos algunas pocas cosas, me pareció que le llamaban Ari. No sabía qué nombre era ese, pero también el profesor se dirigía a él así. Cuando me vine a dar cuenta, estaba mirándolo totalmente embobado ¿Con qué palabras podía describir lo que estaba viendo y lo que estaba sintiendo por mi interior? Me miró tímida y momentáneamente a los ojos y los dejó caer al suelo sensualmente. Me pareció que me había quedado sordo y mudo, porque, desde luego, no estaba ciego.

Seguimos cambiando de lugar cada día aunque más o menos la gente se iba acostumbrando a un lugar en concreto. Yo entré tarde un día y pasé por el fondo hasta acercarme a las ventanas y sentarme. Creí que no había perdido muchas explicaciones, así que quise preguntar al compañero de la derecha si habían hablado demasiado, pero cuando volví la cara y abrí la boca para empezar a hablar, me encontré con el perfil de Ari apuntando cosas a toda velocidad. Se dio cuenta, levantó la cabeza y me miró. Miré al suelo y abrí mi bolsa. Puse bastantes papeles sobre la mesa y volví a mirarlo rápidamente con disimulo… pero me estaba mirando. Sus ojos y los míos no estuvieron muchos segundos mirándose unos a otros, pero su mirada llegó al fondo de mi cerebro.

Estuve nervioso toda la mañana. Lo tuve a mi lado en dos aulas distintas y siempre que volvía mi cabeza intentando observarlo, me encontraba con sus ojos ¡Estaba haciendo lo mismo que yo!

Intenté sentarme en algún lugar más al fondo del aula siempre que entrábamos. Pensé que así podría mirarlo con libertad cada vez que quisiera, pero, por arte de magia, siempre aparecía a mi derecha.

Éramos como compañeros inseparables, pero yo no lo buscaba a él; huía de él. Me daba pánico su mirada; me desarmaba. Sin embargo, nunca cruzábamos esas palabras normales que cualquiera cruza.

2 – Tímidos interlocutores

Un día, el profesor le preguntó algo quizá para ver si estaba atento a las clases. No se puso en pie, sino que le vi erguirse y mi mirada se hizo hielo al oírle. Su voz era atiplada y más suave que la de todos los compañeros. Algunos hablaban demasiado fuerte. Pero cuando empezó a hablar, oí un acento castellano perfecto y sus palabras parecían estar leídas de un libro. Lo miré de arriba a abajo y capté su pelo dorado, ondulado y algo largo que caía sobre una camiseta verde, casi despintada. Sus pechos se señalaban allí. Subí mi mirada y observé su rostro de perfil. ¡Perfecto! ¿Con qué palabras podría describir lo que estaba viendo, oyendo y sintiendo?

Cuando terminó de hablar, oí al profesor en voz alta:

  • ¡Muy bien, Ari!, aunque has eludido algunas palabras complejas.

Lo miré sonriente y volvió su cabeza hacia mí sin expresión ninguna y acabó, como siempre, bajando su vista y volviendo a mirar sus papeles.

Me di cuenta de que su bolsa estaba en el suelo apoyada en su silla y leí escritas en ella las siglas CAAG. Levanté mi vista y volví a encontrarlo mirándome.

  • Ammm…, perdona Ari – le dije -; eso que has explicado lo has explicado muy bien, pero me parece que yo me he perdido algunos datos.

  • Sí, Fernando – contestó -, no has perdido mucho, pero te lo daré mañana cuando lo pase a limpio. No entenderías mi letra.

  • ¡Gracias! – no me esperaba aquella respuesta y no supe seguir hablando -.

Pasaron las clases muy rápidamente y siempre lo encontraba muy callado sentado a mi derecha. Cuando recogimos las cosas para bajar, me acerqué un poco a él procurando eliminar mi timidez.

  • ¡Oye, Ari! – le dije - ¿Te apetece una cerveza?

  • ¡No, gracias! – volvió a mirarme momentáneamente -; no bebo.

No sabía qué hacer. Yo no era muy hablador, pero más difícil me resultaba hablar con alguien que no hablaba casi nada. Bajamos las escaleras y me pareció que andaba de una forma un poco rara. En la entrada estaba el profesor reunido con varios alumnos y vi cómo se acercaba Ari a oírle. Me hice un poco el interesado y me acerqué a su lado (a su izquierda, para variar). No sé de qué estaban hablando, pero Ari volvió a mirarme con una leve sonrisa y apretando los labios. Luego, se disolvió el grupo, se volvió hacia mí y me dijo «¡Adiós!». Me quedé mirando cómo caminaba despacio hacia la entrada y mi bolsa se fue resbalando de mi mano hasta caer al suelo. ¡Ari! La gente seguía transitando por aquella enorme entrada mientras él se retiraba despacio, bajaba los cuatro o cinco escalones de la salida y se iba perdiendo en la lejanía. ¡Ari!

3 – Otro día más

Cuando me senté en el aula, dejé a propósito la mesa de mi derecha vacía. Al poco tiempo, vi cómo una bolsa volaba y se colocaba en el suelo junto a mí.

  • ¡Hola!

  • ¡Hola, Ari! – no pude evitar sonreírle - ¿Cómo va la cosa?

  • ¡Toma!

Extendió la mano y me dio unos apuntes con letra muy clara. Lo miré sorprendido. Realmente no pensaba que iba a acordarse de pasarme a limpio todo lo del día anterior. No volvió a decir nada. Sacó muchos papeles y un libro de su bolsa, CAAG, y se puso a ordenarlos. Supongo que se dio cuenta de que lo estaba mirando embobado y me miró con una leve sonrisa. Luego, mientras llegaba el profesor, puso sus manos cruzadas sobre aquel rimero de papeles y dejó caer allí su barbilla hasta que inclinó la cabeza para mirarme y me sonrió. Me estaba derritiendo por dentro. De pronto, se incorporó y comenzó a meterse las manos en los ajustados bolsillos de sus pantalones buscando algo hasta que sacó unas monedas.

  • ¡Mira! – dijo mostrándomelas -.

¡Eran monedas! ¡Unas cuantas monedas que traía sueltas en el bolsillo!

  • ¿Habrá bastante con esto? – me dijo a media voz -; quiero invitarte yo a la cerveza.

  • ¿Qué dices? – no supe cómo reaccionar - ¡Claro! ¡Claro que hay bastante!, pero me dijiste ayer que no bebías.

  • Tomaré un refresco.

No podía contestar a aquello. ¡Me mostraba el dinero que traía para invitarme a una cerveza!

  • ¡Vale, tío! – me corté -; te la acepto.

  • Al terminar.

  • Sí, sí, ¡claro! – le dije -; iremos ahí enfrente. Está cerca.

Me dijo que sí con un movimiento rápido de su cabeza, volvió la cara hacia mí y me sonrió algo más de tiempo de lo normal en él. Me remató.

Casi no hablamos nada en toda la mañana, pero me acerqué a él y le hablé con discreción.

  • ¡Perdona, Ari! – le dije -, no quiero ser impertinente, pero me tiene intrigado eso que pone en tu bolsa: CAAG.

Me sonrió y se arrascó la nariz. Se inclinó hacia mí y habló muy flojito.

  • Son mis siglas – dijo -; es que me llamo C. Ari… de A. G. [siento poner su nombre así; es el real]

  • ¡Ah, joder! – exclamé -; no podía ni imaginarme de dónde salía ese «Ari».

No contestó. Me sonrió y siguió a lo suyo. Cuando acabó la última clase, recogimos todo, nos colgamos las bolsas y salimos despacio. Volvió a ponerse a mi derecha y comenzamos a bajar las escaleras lentamente. Me pareció que llevaba unas botas un poco raras. Quizá, así lo pensé, podrían ser botas ortopédicas.

Atravesamos hasta la salida y me miró varias veces desparramando sonrisas muy cortas. Me planteé entonces mi propia timidez. ¡No soy tímido!, me dije, ¡Él es tímido!

  • Tú me dices a dónde vamos.

  • ¡Ah, sí! – me acerqué un poco a él -; hay dos bares allí enfrente, pero creo que es mejor el pequeño. En el otro la gente habla muy fuerte.

  • ¡Sí, a ese! – sonrió entusiasmado -.

Seguimos andando y, por primera vez, tomó la iniciativa para hablar.

  • ¿Crees que aprobarás?

  • Eso espero, Ari – respondí mirando al suelo -; no voy a dejar de estudiar.

  • Yo tampoco – dijo – y además me ayuda mi padre.

  • ¿Tu padre? – exclamé - ¿Te ayuda a estudiar?

  • Sí. Es médico.

  • ¡Ah, claro! – soplé - ¡Así, cualquiera!

  • Es psicoterapeuta.

  • ¿Psicólogo? – lo miré entusiasmado -.

  • ¡No! – contestó -, psicología es una carrera de tres años. Mi padre es médico especialista en psicoterapia. No es igual.

  • ¡Ah, comprendo! – respondí -. Entonces debe ser un buen médico.

Me contestó que sí moviendo la cabeza, me miró y me sonrió largamente. Me estaba destrozando. ¡Tenía que hacer algo!

Cruzamos la calle y entramos en el bar. Empujé la puerta de cristales y, por primera vez, puse mi mano en su cintura y le hice pasar antes. Se volvió a mirarme y nos acercamos a la barra.

  • ¡Toma! – me dijo - ¡Pide tú!

Me dio las monedas y lo miré extrañado.

  • ¡Espera! – le dije -; primero pedimos y al final pagamos, ¿no?

  • Sí – contestó -, es que nosotros no entramos nunca en bares.

No le contesté porque se acercó rápidamente el camarero a preguntarnos. Él me dijo que tomaría un refresco de limón y que me pidiese la cerveza más grande y que más me gustase.

  • ¡Vale, tío! – le dije - ¡Yo me encargo!

  • ¡Gracias!

Bebimos muy contentos y mirándonos tan fijamente que me quedé mudo casi para todo el día. No hablaba nada. Lo decía todo con su mirada y sus gestos, pero cuando salimos del bar, me agarró del codo y me frenó en seco.

  • ¿A dónde vas ahora?

  • ¡A casa! – le dije -; supongo que tú también irás a comer.

  • Pero ¿vas al metro?

  • ¡No! – le dije -, tomo el autobús allí; un poco más abajo.

  • Te acompañaré al autobús.

  • ¿Qué dices? – me extrañé - ¿Y tú luego adónde vas?

  • Al metro.

  • ¿Me estas diciendo – lo miré de cerca – que vas a acompañarme al autobús y luego te irás hacia arriba solo a coger el metro?

  • Sí – dijo como extrañado de que yo le preguntase aquello -.

  • ¡Vamos, chico! – tiré de él -; me parece que eres más tímido que yo.

Me acompañó al autobús, esperó a que llegase y me montase y siguió esperando allí en la acera para decirme adiós con la mano. Me mató.

4 – El día de la resurrección

Llegué a mi casa con un hondo sentimiento que no podía explicar. Aquel ser que había estado conmigo, casi callado, mirándome de vez en cuando, hablándome con su sonrisa, me estaba matando. No quise comer y me encerré en mi habitación, me eché en la cama y lloré sin entender lo que me sucedía hasta que me quedé dormido vestido y sobre la colcha.

Creo que mi madre ni siquiera se asomó a ver si me pasaba algo. Desperté muy temprano y crucé con sigilo hacia el baño. Mi cara estaba descompuesta. Me eché agua fría y me quedé allí respirando profundamente y tratando de entender lo que me estaba pasando. Aquel chico no hacía nada en especial. Me atraía, pero ni siquiera lo deseaba. Sólo sentía la necesidad de estar con él; a su lado.

Llegué tarde a clase y, al abrir la puerta del aula, vi al fondo que Ari levantaba su brazo con el bolígrafo para llamarme. Pasé por la parte de atrás y no quise ni siquiera mirarlo.

  • ¡Hola!

  • ¡Hola, Ari!

  • ¿Te pasa algo? ¿Por qué has estado llorando y has llegado tarde?

  • ¿Llorando? – exclamé sin mirarlo -. Ammm… ¡Es que no he dormido muy bien!

  • Esos ojos son de llorar. Me lo ha enseñado mi padre.

  • Hmmm… ¡Verás, Ari! – le dije -; es una tontería, pero mi pajarito ha amanecido muerto.

  • ¡Jo! – puso su mano en mi brazo - ¡Lo siento! ¿Sabes qué dice mi padre? Que lo mejor que debe hacerse en estos casos es comprar otro. Aunque no se parezca. Le cogerás cariño enseguida ¡Ya lo verás!

  • ¡Sí, gracias! – seguía sin mirarlo -; eso haré.

  • Si quieres – bajó la voz -, podemos dar unos paseos por las tardes y charlar. No debes estar todo el tiempo encerrado estudiando.

  • ¿Pasear? – lo miré asustado - ¿Tú y yo?

  • ¡Lo siento! – dijo -; pensé que a lo mejor no te importaba estar conmigo.

Lo miré asombrado y asustado.

  • ¡No, no! ¡No digas eso! – sollocé - ¡Claro que quiero estar contigo!

  • ¡Pues salimos a dar una vuelta!

Me volvió a la vida. Tomé mi bolsa, me levanté y salí corriendo del aula. En el pasillo lloré sin saber el motivo y, para que nadie me viera, me dirigí a las escaleras para bajar, pero oí su voz tras de mí.

  • ¿Puedo acompañarte?

Lo miré sin hablar desde un escalón más bajo que él y no pude evitar coger su mano. Me sonrió levemente y comenzó a bajar tirando de mí.

  • Vamos a pasear un poco – dijo -; verás cómo te sientes mejor.

  • Sí – respondí ensimismado -; seguro que me siento mejor.

5 – Palabra de honor

Anduvimos bastante y algo más cerca de lo normal. No dejaba de mirarme de vez en cuando para ver mi estado de ánimo, así que decidí mirarlo aunque me viese los ojos. De todas formas, sabía que había estado llorando.

Hablamos de todo un poco, pero noté que eludía ciertos temas y hablaba más de nosotros. Decidí irme a casa y lo comprendió. Me sentí mal por haberle hecho perder la mañana de clases, pero me dijo que nos viéramos por la tarde un rato; no mucho, porque a sus padres no les gustaba que llegase tarde. Quedamos a las seis allí mismo. Cuando me acerqué a él no se movió, sino que me saludó con una sonrisa y le respondí con una sonrisa.

No me di cuenta, pero cuando oscurecía y nos dirigíamos a su casa, me tomó de la mano y seguimos así un buen rato. Casi no había palabras, sino miradas, hasta que me paré en seco. Él estaba a mi derecha, por supuesto, y detrás de él quedaba el muro de una corta calle sin ventanas ni puertas. Lo miré casi sin expresión y me acerqué a él. Dio unos pasos hacia atrás hasta quedar pegado a la pared y me miró extrañado.

  • ¡Ari! – musité -; no sé lo que me vas a decir, pero… siento una cosa extraña por ti.

  • Puedo consultarlo en algún libro.

  • ¡No, déjalo! – le dije - ¡Sólo quería saber lo que tú pensabas!

  • Ya sé a qué te refieres.

Se quedó quieto y levanté mi mano horrorizado hasta acariciar sus cabellos. No se movió ni dijo nada. Mi mano entonces bajó despacio por su hombro y luego por su brazo hasta agarrar su cintura, pero cuando intenté moverla un poco más abajo, me pareció que se asustaba.

  • Si quieres – dijo -, le pregunto a mi padre.

  • ¡No, no! – le dije desilusionado - ¡Déjalo! Estoy equivocado.

  • No sé – encogió los hombros -; déjame pensarlo.

  • ¿De verdad lo vas a pensar? – lo miré extrañado -.

  • Te lo prometo. Voy a pensarlo.

Me separé de él y solté su mano antes de salir de aquella callejuela.

  • ¡Me he equivocado, Ari! – le dije - ¡Lo siento!, pero te juro que ha habido un momento en que he pensado que te amaba ¡Palabra!

  • Yo tengo que pensar eso – dijo apurado -; no lo entiendo ahora, pero te daré una respuesta ¡Te doy mi palabra!

  • ¡Sube a casa! ¡Es tarde!

6 – Los días siguientes

Los días de clase siguientes fueron normales (o al menos eso intenté yo hacer). Comenzamos a hablar un poco más y solíamos estar en grupo por las mañanas, pero cada vez lo notaba más cerca de mí por las tardes. Comenzó a ir a casa y mi madre empezó a tratarlo como a un hijo más. Nos ponía la merienda y nos observaba mientras estudiábamos o jugábamos, pero él nunca me invitaba a su casa. Yo notaba que sus padres deberían ser bastante raros, pero él resultó ser más simpático de lo que yo hubiese imaginado al principio. Envidiaba a mi madre cuando le acariciaba la cara y el cabello y lo besaba ¡Ari!

Me enteré de que, efectivamente, usaba unas botas ortopédicas que no debería llevar durante mucho más tiempo y su voz atiplada era la consecuencia de una operación de una fístula del conducto tiroidal. Un día me mostró la cicatriz en su cuello levantando la cabeza, tomó mi mano y pasó el dorso de mis dedos por allí. Estuve a punto de pellizcarle la barbilla.

Sin embargo, yo seguía esperando aquella palabra prometida y, si era feliz cuando estaba con él, me moría de tristeza cuando se iba. Se acercaban la Navidad y las vacaciones y no llegaba la respuesta. Necesitaba un «no» para eliminar ilusiones o un «sí» que imaginaba que me iba a volver loco. Necesitaba salir de aquella incertidumbre, pero llegó la Navidad y desapareció sin darme una respuesta.

Caí en una profunda depresión. Mi madre sabía algo; estaba seguro. Me llevó a varios médicos y dijeron que sería mejor ir al psiquiatra, pero aquel hombre se limitó a preguntarme que por qué estaba así. ¡Pues joder! ¡Si supiera por qué coño estaba así lo hubiese solucionado yo mismo! Me hartó de pastillas.

Dejé de comer y casi no podía dormir. Aquel año ni siquiera me hicieron ilusión los regalos de los Reyes y, antes de volver al curso, viendo que ni siquiera me llamaba, decidí no seguir estudiando Medicina. Fui empeorando durante el invierno y la primavera. En verano me llevaron a una casa en la sierra y mi madre me sacaba a una terraza con una vista muy bonita. Allí pasaron muchos días; muchos. Y, antes de volver a casa, decidí matricularme en Bellas Artes. Me gustaba mucho y estaba bastante lejos de la facultad de Medicina.

El teléfono seguía sin sonar. Ari había desaparecido del mapa y estuve a punto de ir a escondidas a su facultad para verlo, pero tenía que olvidarlo.

Intenté estudiar como pude y no fue la cosa demasiado bien. Ni siquiera me apetecía conocer a gente nueva. Me fui encerrando en casa y la convertí en una prisión.

Después de aquella época tan mala (que duró años), comencé a frecuentar el taller de mi padre y a hacer algunas cosas de carpintería. Me distraía, pero no estaba encauzando mi vida. Comencé a salir por las noches los fines de semana a los sitios de ambiente gay y conocí a muchos tíos que me cayeron muy bien. Nunca olvidaré a Luís o a Manolo o a Gerardo, pero no hacíamos nada más que pasar el tiempo y follar cada fin de semana. No podía enamorarme de ninguno de ellos; y no lo entendían. Quizá yo tampoco.

7 – El trauma

La noche anterior al día de mi 33 cumpleaños, bebí brutalmente y follé hasta el hastío. No sé cómo pude volver a casa, pero ya era de día. Me eché en la cama boca abajo y me quedé dormido.

Desperté antes de las doce del medio día, bajé a la cocina y me preparé un café. Tenía muy mal cuerpo, así que decidí tomarme un sobre de Frenadol mientras se hacía el café. Me lo bebí de un sorbo. Necesitaba eliminar aquel malestar, pero sonó el teléfono. Corrí al salón pensando en que iba a tener que estar todo el día dando las gracias por las felicitaciones de cumpleaños, pero cuando descolgué no contestaba nadie. Me senté en el brazo del sofá y esperé preguntando una y otra vez «¿Quién es?». Mi madre se había asomado al salón y vio que colgué y mi cuerpo se desplomó al suelo. Estaba sudando a chorros y un dolor insoportable subía desde mi vientre hasta el pecho y seguía hacia la cabeza. Notaba las pulsaciones muy aceleradas del corazón y, como pude, le dije a mi madre lo que me pasaba.

Me llevó tal como estaba a urgencias y me tumbaron en una camilla y me pusieron una pastilla bajo la lengua. Recorrí muchos pasillos hasta llegar a una habitación llena de luces. Me desnudaron y comenzaron a ponerme cosas y a inyectarme, pero aquello no remitía. De pronto, vi acercarse a un médico con las palas del desfibrilador en la mano. Me temí lo peor. Puso las palas en mi pecho y me vi saltar por los aires durante unos instantes, pero las pulsaciones volvieron a ser normales.

Me llevaron otra vez a una sala con varios enfermos moribundos y allí estuve más de tres días. Sólo sabía que pasaba el tiempo por las comidas. No había ventanas ni luz natural, pero nadie me decía la hora: «Ya es tarde, duérmete un poco». Empecé a ponerme demasiado nervioso y se acercaron varias personas y me inyectaron un sedante muy fuerte.

No sé el tiempo que pasó, pero entre las cortinas vi entrar a un médico cuya cara me era familiar. Casi no podía hablar. Se acercó a mí y me sonrió leve y cortamente.

  • ¡Hola! ¿Sabes quién soy?

  • ¡Sí! – contesté como pude -; eres C. Ari… de A. G.

  • ¡Tienes buena memoria! – dijo -. Voy a llevarte a mi planta. En Cardiología no quedan camas libres.

Se volvió y salió de allí.

Me subieron a Medicina Interna y mi madre no creyó lo que yo le contaba de Ari, así que salió a buscarlo. Mi padre se quedó conmigo hasta que la vimos entrar muy seria por la puerta. Se acercó a mi cama y se quedó unos momentos con la mirada perdida.

  • ¡Es él! – sollozó -. Le he dado las gracias por sacarte de ahí abajo, pero luego ha desaparecido.

Al día siguiente me bajaron a Cardiología y me dijeron que tenían que hacerme unas pruebas electro-fisiológicas o un cateterismo, pero habría que esperar tres días. Él no aparecía. Mi madre lo buscó por todos lados como a un hijo perdido. Pero no volvió a aparecer.

8 – Epílogo

Las copias manuscritas de Fernando de este relato las he copiado omitiendo algunos detalles que no me han parecido oportunos.

Fernando murió el segundo día esperando aquellas pruebas y fue incinerado un día después. Su madre llevó con resignación las cenizas hasta la tumba familiar donde se iban a depositar. Los enterradores habían movido la lápida un poco hacia un lado para dejar caer despacio sus restos con una cuerda y, poco después, empujaron la lápida hasta taparla provisionalmente.

Aquella mujer, hundida, pidió que la dejasen sola unos minutos para orar. Estaba lloviendo con bastante fuerza y no llevaba paraguas. Sus cabellos largos se habían pegado a su cabeza y a su abrigo cuando un hombre, totalmente vestido de negro, se acercó a la lápida, cayó de rodillas y lloró amargamente. La mujer, sorprendida por lo que estaba viendo, se acercó al hombre, puso la mano en su hombro y le dijo entrecortadamente:

  • Ya no vas a poder cumplir tu palabra.