Pajeándome en la universidad III
Tercera y última parte de mi relato. Tras seguir pajeándome en los baños de mi universidad, finalmente pasa lo que tenía que pasar tarde o temprano.
Este relato continúa a poco tiempo de finalizar el anterior, dos semanas más tarde. Era la tercera semana de julio y la universidad estaba cada vez más vacía. Ya era raro ver alumnos estudiando en la biblioteca, sólo quedábamos doctorandos y personal docente. El verano estaba siendo muy caluroso, aún más en la universidad, y mucho más las primeras horas de la tarde. Eran las cuatro y mis compañeros y yo estábamos sacando adelante nuestras tesis haciendo un gran esfuerzo, ya que el calor propiciaba la modorra, pero estábamos obligados a cumplir con los plazos. Especialmente Ignacio, que no se había permitido ni bajar a la cafetería a comer. Se encontraba comiendo de una tartera frente al ordenador. En el primer relato os hablé de mis compañeros: Tomás y Alfonso empezaron su tesis un año antes que yo, e Ignacio, que me sacaba unos ocho años, estaba finalizando su tesis.
Yo estaba atascado en la lectura de un artículo especialmente complicado. La lectura no avanzaba y en mi mente se colaban pensamientos intrusivos. Recordaba la mezcla de emociones intensas que me llenaban cuando me casqué ese pajote en el pasillo. Reprimí un resoplido y apoyé mi mano cerca de mi entrepierna. Discretamente me acaricié el capullo con un pequeño movimiento de dedos y sentí una suave oleada de placer. Fue sólo un instante, ya que Alfonso se encontraba a mi derecha, a apenas metro y medio, enfrascado en su trabajo. Me permití un par de caricias más, discretamente. Notaba que mi pulso aceleraba y que, aunque mi polla aún no estaba dura, me estaba poniendo muy cachondo. Pensé que me vendría bien un descanso. Me levanté y me dirigí al baño. Como era costumbre esas últimas semanas, el pasillo estaba desierto.
Llegué al baño, dejé la puerta entreabierta y me dirigí a los lavabos para mirarme en el espejo mientras me acariciaba el paquete por encima del pantalón con la mano derecha. Mi mano izquierda recorría mi pecho bajo la camiseta, deteniéndose sobre los pezones. Vi cómo se me ponía dura. No soy amigo de la ropa muy ajustada, pero ese día llevaba unos pantalones que, por algún motivo, se me habían quedado algo pequeños. Eran de color beige, así que podía verme en el espejo la silueta de mi polla erecta perfectamente definida. 15 centímetros de rabo marcados en el pantalón. Lentamente me desabroché el cinturón, desabroché el botón del pantalón, la cremallera de la bragueta y, finalmente, me bajé la goma del calzoncillo, dejando salir mi pene como un resorte. Me subí la camiseta con una mano, dejando mi pecho al aire, mientras humedecía la otra con saliva y la pasaba lentamente sobre mis pezones. Me puse de frente a la puerta entreabierta, quedando de perfil al espejo, y observé cómo mi erección desafiaba la gravedad. Activé la musculatura de mi pene para moverlo arriba y abajo un par de veces. Estaba burrísimo y mi glande brillaba cubierto de precum, al menos en la parte que asomaba del prepucio.
Volví a girarme hacia el espejo, me acerqué a la encimera y di tres sonoros golpes con la polla. Me la descapullé y dejé caer un chorro de saliva sobre ella. Abrí la palma de mi mano y comencé a hacer círculos sobre el glande, sintiendo un intenso placer. Empecé a resoplar. No podía con la calentura que tenía encima, necesitaba sentirme más cerdo. Entonces se me ocurrió aumentar el riesgo: si me desnudaba completamente, quitándome incluso la ropa interior y descalzándome, lo tendría muy difícil para esconderme si venía alguien y quedaría vendido. Solamente de pensarlo me sentía al borde del orgasmo. Sabía que sería muy difícil que viniera alguien, así que me lancé. Me bajé los pantalones y los calzoncillos por los tobillos, y me dispuse a descalzarme. En ese momento oí unos pasos lejanos y me detuve a escuchar. No había ninguna duda, los pasos se acercaban. Me subí el pantalón lo más rápido que pude y fui al urinario, maldiciéndome por lo que había estado a punto de hacer. Si se me hubiera ocurrido un minuto antes, el escándalo habría sido épico. Escuché que alguien entraba al baño, pero no podía ver quién era, ya que no había línea de visión directa entre los urinarios y la puerta. No escuché la puerta de ningún cubículo, así que giré la cabeza para mirar. Reflejado en el espejo, vi que era Ignacio. La razón de que no hubiera entrado en ningún cubículo era que venía a lavarse los dientes. Mierda, no había contado con ello.
Ahora tenía a Ignacio en los lavabos, que podía verme reflejado de espaldas en el espejo, y yo estaba empalmado como un caballo. Me sujeté la polla, fingiendo que estaba meando deseando que se me bajara la erección para salir de allí. ¿Por qué no se me habría ocurrido meterme en un cubículo? Oía a Ignacio frotando sus dientes mientras el tiempo pasaba. El baño era pequeño y no era difícil verme reflejado en el espejo; obviamente ya habría advertido que estaba allí. El tiempo que había transcurrido empezaba a ser muy largo para alguien que estuviera orinando. Tenía que salir de allí cuanto antes, pero mi erección se negaba a bajar. Me la guardé en el calzoncillo como pude, me abroché el pantalón y tiré de la cisterna. Cuando fui a lavarme las manos, el se estaba enjuagando la boca. Le saludé sin mirarle a la cara. Oí que soltaba una risita.
—¿Qué, aliviandote?—preguntó en tono jocoso.
Me puse aún más nervioso y mi cerebro se cortocircuitó. Tenía que pensar rápidamente en una estrategia. Hacerme el loco parecía la única salida.
—¿Eh? ¿Qué? ¿Por qué?—respondí hábilmente.
—Salta a la vista, cariño.
Me miré en el espejo y vi, al igual que lo había visto antes, mi rabo duro bien marcado en el pantalón. Por si no fuera suficiente, me había puesto rojo como un tomate. Me habían pillado, tenía que asumirlo.
—Ah, bueno...—no sabía qué decir. Por suerte, soltó una carcajada.
—Tranquilo, no se lo voy a decir a nadie—respiré un poco más tranquilo.—No te habré cortado, ¿verdad? Tú sigue tranquilo—Ignacio volvió a reír.
—Bueno, da igual...—yo seguía cortadísimo.
—Que sí, tú sigue a lo tuyo—siguieron unos instantes de incómodo silencio.—Mira, si me dejas te acompaño. Necesito quitarme el estrés, ¿qué me dices?
Le miré a la cara. El corazón me iba a mil, y seguía sin terminar de asimilar lo que estaba pasando.
—Vale, de acuerdo—respondí por fin.
Volví a la zona del urinario, y él me siguió. Estábamos allí, frente a frente. Él me observaba, a la espera de que yo hiciera algo. Tenía el paquete a reventar. Me desabroché el pantalón y vi que se me había empapado el calzoncillo de precum. Me bajé un poco el pantalón y, seguido el calzoncillo, liberando mi polla.
Como os conté en el primer relato, yo sospechaba de la orientación sexual de Ignacio. Era un tío grandote, tirando a corpulento, con barba corta pero poblada. Tenía un cierto deje amanerado en la forma de hablar y en las expresiones que usaba. Sin embargo, siempre lo había visto como un compañero más, nunca me había planteado tener nada con él. Quizá por eso esta situación me parecía más morbosa todavía. Y allí estaba Ignacio delante de mí, mirándome el rabo.
—Vaya, vaya, lo que escondía Pablito. No está nada mal.
Seguido hizo como yo y se sacó la polla. Ya la tenía dura. Era unos centímetros más corta que la mía, pero muy gruesa. La rodeó con su puño y empezó a mover la mano lentamente. La piel acompañaba el movimiento de su mano, cubriendo y descubriendo un capullo bien gordo. Yo le imité con la mía que, aunque medía unos tres centímetros más de largo, parecía más delgada que nunca al lado de la suya. Ambos nos observábamos las pollas mutuamente, como hipnotizados. Alargó una mano hacía mi polla, y yo respondí soltándola, dejándole vía libre. Sentí su mano cálida empezando a pajearme al mismo ritmo que se pajeaba él mismo con su otra mano, y resoplé.
—Estás muy cerdo, la tienes empapada.—me dijo. Separó un poco la mano, estirando un denso hilo de precum—Yo casi no lubrico, ¿me das un poco?
Se acercó a mí, hasta que las punta de nuestros rabos se rozaron. Empezó a moverlos de forma que nuestros capullos se acariciaban el uno al otro, circularmente. Ahora podía apreciar mejor lo gorda que la tenía, al ver el largo recorrido que hacía mi capullo deslizándose alrededor del suyo. Tras unos momentos lo tenía cubierto por mi fluido. Comenzó a frotar nuestros frenillos, y sentí un placer inmenso que hizo que se me escapara un gemido.
—Te gusta, ¿eh? Nada como un pajote entre compañeros para aliviar el estrés.
Entonces dejó nuestras pollas frente a frente, deslizó su prepucio hacia delante y cubrió su capullo y el mío sin ningún problema. Nunca había sido capaz de hacer eso con nadie. Manteniendo esta posición, comenzó a mover el puño ligeramente sobre nuestras pollas unidas. Sentía calidez, un suave movimiento, una fricción lubricada que me envolvía la polla. Levanté la vista y miré la cara de mi compañero, quien nunca habría imaginado que me tocaría de aquella forma. Escupí en mi mano, la coloqué en sus huevos y los acaricié con cuidado. Estaban en proporción con la polla: eran enormes, no colgaban mucho. Ignacio dejó escapar un gemido. Me miró a los ojos y yo le mantuve la mirada durante unos segundos. Se mordía ligeramente el labio inferior. Yo también gemí.
Entonces separó nuestras pollas y se arrodilló ante mí. Me acarició los huevos mientras contemplaba mi polla, que apuntaba directamente a su cara. Sacó la lengua y rozó mi glande húmedo. Se separó y, como había pasado antes con su dedo, arrastró un hilo de líquido preseminal. Lentamente volvió a lamer mi capullo. Veía cómo se llevaba todo el precum. Tras unas cuantas vueltas tragó saliva, saboreando, y sus labios quedaron humedecidos por esa sustancia densa pero cristalina. Rozó con sus labios mi capullo, y los abrió para introducirlo en la boca, sólo la punta. Dentro de su boca esperaba su lengua, con la que me dió un buen repaso. Después fue acercándose lentamente mientras se tragaba hasta el último centímetro de rabo, hasta que su nariz quedó pegada a mi cuerpo. Notaba su respiración sobre mi piel. Sin duda, Ignacio tenía gran experiencia tragando rabos, y se veía que disfrutaba con ello. Dejó la cabeza quieta, y yo saqué lentamente mi polla fuera de su garganta, y luego la volví a empujar dentro. Lentamente fui acelerando hasta que le estaba follando la boca suavemente. Era increíble la facilidad con la que podía hacerlo, y eso era gracias a su gran habilidad. Seguí disfrutando de su boca cálida y húmeda hasta que empezó a hacer unos ruidos que sonaban como arcadas. Había llegado a su límite. Saqué mi polla de su boca y me aventuré a darle unos pollazos en la cara, sobre la barba, sin saber si le gustaría. El sonrió con cara de vicioso. Me dió un par de chupadas más y se puso de pie. Acercó su mano a mi cara y me acarició los labios con el pulgar.
—Así que Pablito sabe usar la polla. A ver qué tal usa la boca.
Antes de que pudiera hacer nada, ya tenía sus manos presionando mis hombros hacia abajo. Me puse de rodillas y quedé mirando esa enorme polla, sobre un vello púbico negro, muy corto. No sabía cómo podría hacer caber eso en mi boca. Retrasé ese momento agarrando su polla con mi mano y pajeándola. En la mano se notaba aún más gruesa de lo que parecía. También caliente y dura como una piedra. Agaché la cabeza y le lamí los huevos. Los llevaba completamente afeitados. ¿Sería casualidad que los llevase afeitados ese día? ¿O estaba acostumbrado a buscar marcha por ahí? Acaricié su escroto con mi lengua mientras le masturbaba con la mano.
—Aaaah, diooos—gimió con un deje animal. Qué diferente resultaba de la pluma que se le solía notar.
Tenía que afrontar el reto de hacerle una mamada. Empecé lamiéndole el capullo, introduciéndolo parcialmente en mi boca, de forma que lo acariciaba con la lengua y con los labios. Le di unas pasadas hasta que lo tuve bien mojado en saliva. Entonces abrí la boca todo lo que pude, y entró muy justo. Repasé su pene con la lengua, haciendo movimientos hacia delante y hacia atrás, muy pequeños porque no podía más. Poco a poco, logré relajarme y metérmela un poco más adentro. Con una mano empezó a acariciarme el pelo, acompañando el movimiento de mi cabeza. La presión que ejercía fue creciendo poco a poco y, al ver que no me resistía, tomó el control. Colocó también la otra mano en mi cabeza, sujetándomela firmemente, y empezó a follarme la boca a golpes de pelvis. No podía entrar hasta el fondo, sólo hasta donde mi boca lo permitía. Me ardía la mandíbula y empezaba a sentir arcadas leves. El ritmo de la follada iba aumentando. Mientras, yo seguía masturbándome.
—Eso es, trágate mi rabo—gruñó Ignacio, en un papel en el que nunca me lo habría imaginado.
Su respiración se aceleró. Me sacó el rabo de la boca y lo rozó contra mi cara. Ignacio gemía, mientras yo sentía que varios chorros de un líquido cálido caían sobre mi cara. Alcé mi mirada hacia su cara. Con un dedo retiró parte de su corrida de mi cara, y entonces la vi: blanca y espesa. Mientras me miraba a los ojos se chupó el dedo y lo sacó limpio. La paladeó unos momentos, la tragó y se mordió el labio inferior. Había quedado una gota de su semen blanqueando su bigote. Yo estaba a cien y no podía evitar el orgasmo por más tiempo. Cerré los ojos y dejé que el placer me llevase. Estaba de rodillas frente a él, respirando el olor a semen de su polla. Traté de detener los chorrazos que estaba disparando, pero estaba demasiado caliente y la corrida era muy abundante. La lefa resbalaba por mis manos, los bajos de su pantalón y sus deportivas quedaron salpicados con gotas de mi semen, y se había formado un pequeño charco en el suelo.
—Cómo me has puesto la ropa. Pero no es nada comparado con tu cara.—dijo Ignacio riendo.
Fuimos a por papel higiénico para dejarlo todo limpio y me lavé la cara lo mejor que pude.
—Bueno, Pablo, pues ha sido un placer relajarme contigo.—me dijo Ignacio, en todo guasón y me guiñó un ojo.—Cuando quieras repetimos, que necesitaré liberar mucho estrés para terminar mi tesis.
Y hasta aquí llega la tercera parte de mi relato y, si no surge nada más, la última. Muchas gracias por haberme leído, y muchas gracias a todos los que habéis comentado en mis relatos. Me habéis animado a seguir escribiendo.