Pajeándome en la universidad II

Segunda parte de mi relato. Una vez superado el hito de masturbarme en los baños públicos continúo explorando otras posibilidades más morbosas.

Continuando con mi relato anterior, hoy os contaré cómo fui un paso más allá en la aventura de masturbarme en los baños de mi universidad. Después de aquella primera vez vinieron unas cuantas más. Caía una casi todas las semanas. Recuerdo una especialmente morbosa en hora punta: me metí en el cubículo a pajearme mientras había mucha actividad en el baño. Eran las doce de la mañana, una hora en la que muchas clases terminan, y había un vaivén constante de tíos entrando y saliendo del baño y usando los cubículos adyacentes. Después de varios días ya había aprendido a no meter ruido, pero me permití que mi mano hiciera algo de ruido durante la paja y no disimulé la posición de mis piernas. Total, había entrado antes de que los chavales salieran de clase y cuando terminase ya habrían ido a la siguiente. La única forma de que supieran que era yo quien se estaba masturbando era que a alguno se le ocurriera mirar por encima del cubículo. No creo que nadie se atreviera a cotillear entre tanta gente, pero correr el riesgo me daba mucho morbo. Cuando me corrí se habían ido casi todos, pero aún quedaban un par de chavales, uno lavándose las manos y el otro terminando de mear en el urinario. Dejé que mi respiración fuera ruidosa durante el orgasmo. Por supuesto, solté corrida por todos lados. Para cuando terminé de limpiarla, hacía tiempo que ya se habían ido todos del baño.

Pero el siguiente salto llegó en verano. Eran principios de julio y en la universidad sólo estábamos los doctorandos, los profesores y algunos pocos alumnos que estaban en la biblioteca estudiando para los últimos exámenes de recuperación. Eran ya las cinco de la tarde, hacía un día estupendo y el calor que hacía dentro del edificio aplanaba, así que pobres pringados los que estábamos allí. Mi trabajo avanzaba muy lento por la modorra que tenía, así que me levanté para ir al baño a desfogarme. De camino al baño no se oía ni un alma, tal vez las voces lejanas que provenían de la biblioteca, dos pisos más abajo, así que se me ocurrió que podía hacer la experiencia más interesante.

Cuando entré al baño, en lugar de dirigirme al cubículo como siempre, fui al urinario. El corazón me palpitaba como el día que conté en el relato anterior. Me saqué la polla y oriné. Cuando terminé ya estaba algo morcillona. Empecé a menearla con la mano, y las gotas de orina que quedaban salpicaron. En poco tiempo ya la tenía durísima. Me acerqué al urinario y pensé en todas las pollas que habrían pasado por allí los últimos días. Cerré el puño y comencé a deslizarlo a lo largo de mi rabo. No había nadie, así que no me corté nada. El sonido de mi mano resonaba por el baño, y escuchaba mi respiración ruidosa. Estaba muy cachondo, y tenía el capullo muy mojado de precum.

Decidí aumentar el riesgo: me alejé del urinario y me dirigí hacia los lavabos. Estos quedaban en la pared derecha, según se entra por la puerta, así que si alguien entraba al baño me vería de pleno. La puerta estaba entreabierta. Me giré y me miré en el espejo, me subí la camiseta y me contemplé, cascándome un pajote en mitad de un baño público. Estaba de perfil a la puerta, deseaba que algún tío irrumpiera y viera mi rabo en toda su plenitud. Me aproximé a los lavabos y golpeé con mi pene duro la encimera, imaginando quién la habría tocado antes y quién la tocaría después. Estaba tan mojado que dejé una huella húmeda. Estaba a tope, fuera de mí.

Sin poder contenerme, eché un vistazo por la puerta entreabierta y salí al pasillo. Las escaleras estaban al final del corto pasillo, y junto a las escaleras había un ascensor. Todo estaba silencioso, excepto por una voz masculina que sonaba lejana, que estimé que venía de unos dos pisos más abajo. Confiaba en ser capaz de escuchar los pasos si venía alguien, y en oír el ruido del ascensor si se ponía en marcha. Confiaba en mi capacidad de detectar si alguien se aproximaba. Aún así, tenía la sensación de estar corriendo un gran riesgo: en el pasillo de la universidad, con el rabo duro a la vista de cualquiera que pudiera aparecer, machacándomelo. Me apoyé contra la pared, me descubrí el capullo y comencé a acariciarlo con mis dedos. Con mi otra mano me subía la camiseta, dejando al descubierto mi abdomen y parte de mi pecho, cubiertos de vello, oscuro pero leve. Sentía oleadas de placer, nunca había estado tan caliente. Al mismo tiempo, mis piernas temblaban y parecía que en cualquier momento dejarían de sostenerme.

Dejé escapar algunos gemidos de placer, no muy altos. Ese fue el desencadenante de lo inevitable: estaba alcanzando el orgasmo. Caminé rápidamente hacia el lavabo, dejando la puerta del baño abierta de par en par. Cuando llegué a los lavabos la corrida era inminente: me retiré la piel hacia atrás y, con un golpe, puse la polla sobre la encimera. Sentía los huevos hinchadísimos. El primer chorro de semen se extendió por la encimera y sobre el lavabo, manchando parte del grifo. Me acerqué un poco más y mi rabo quedó en una posición más elevada: el siguiente trallazo salió con más potencia aún, disparado hacia arriba, y manchó parte del espejo. Me imaginé cómo se vería la escena desde el pasillo, algún incauto que subiera las escaleras en aquel momento. Disparé tres chorros más sobre la encimera, bien cargados de lefa.

Cuando terminé, se me bajó el calentón y adquirí una conciencia más realista de la situación: estaba totalmente expuesto a cualquiera que apareciera en aquel momento. Notaba mi cara enrojecida por la excitación y por la vergüenza. Me guardé la polla rápidamente (me di cuenta de que fue un error, ya no me la había limpiado y mis calzoncillos se empaparon en corrida) y me apresuré a cerrar la puerta del baño. Rezaba por que no viniese nadie, ya que no podría ocultar que el espejo y los lavabos estaban pringados de una sustancia que se identificaba claramente. Por suerte había mucho papel higiénico, así que en unos minutos pude dejar todo limpio. Después traté de arreglar el desastre en mis calzoncillos. Ojalá el olor a corrida no me acompañase toda la tarde. Dejé un trozo de papel higiénico dentro para que absorbiera la humedad, me lavé las manos y salí del baño. Me quedé un rato en el pasillo, esperando a tranquilizarme antes de volver con mis compañeros.

Y hasta aquí la segunda parte de mi relato sobre cómo empecé a descubrir el morbo de masturbarme en sitios públicos. En aquellos momentos en los que me carcomía el sentimiento de culpabilidad, pensaba que ya había llegado a la cima del morbo y de la perversión, que ya había traspasado la línea entre ser un aventurero y ser un salido, pero no sospechaba que en poco tiempo llegarían más experiencias.