¿Pagarás mi renta?

Fué lo que me preguntó antes de mamarme la verga.

¿Pagarás mi renta?

Como todas las noches desde que su esposa falleciera al arrojarse a las vías del tren no soportando un día más a su lado, Alejandro entró a esa cantina ubicada a dos cuadras de su casa en la que a cambio de unas cuantas copas que a fin de cuentas no le restaban ni un gramo de pena dejaba siempre las pocas monedas que boleando zapatos en la plaza conseguía. Como todas las noches y mientras el escaso dinero en sus zurcidos bolsillos se hacía nada, pidió un trago tras otro y se los tomó todos de un sorbo quejándose en bajito de su mala suerte, de lo mal que la vida lo trataba.

Cuando iba ya por el cuarto y la cabeza comenzaba a darle vueltas, el desdichado individuo echó un vistazo a su alrededor. Se encontró con los mismos borrachos de otras noches: con aquel tendero de la esquina tirado al alcohol por la infidelidad de su concubina, aquel anciano abandonado por esos hijos que con fervor buscaba en una botella de ron y aquel muchachito de figura endeble que luego de toda una tarde tragando fuego en el crucero se empinaba ahora un tequila. Era lo patético de aquellos seres por lo que realmente frecuentaba aquel lugar. No era por el vino sino por saber que había personas que se sentían peor que él que le agradaba la cantina visitar. Si la melancolía lo invadía, si de su mente no se iba el pensamiento de que era un imbécil, siempre estaban ellos para consolarlo en su desgracia.

Pero algo tenía aquella noche que ni siquiera mirando aquel trío de fracasados Alejandro se sintió mejor. Algo tenía aquella noche que le invadieron unas inmensas ganas de llorar a moco suelto y escupir todo el vacío que la muerte de su esposa y la falta de su hijo le causaban aún él tratando de negarlo. El alcohol se lo pasaba como agua sin que disminuyera la tristeza y sólo consiguiendo gastarse el dinero que supuestamente sería para cubrir el retraso de la renta. ¡Qué infortunado se sentía! ¡Qué deplorable se sabía!, y más se supo cuando la necesidad de una mujer le picó en la entrepierna. Cuando el anhelo por un lindo par de pechos le comenzó a ensanchar el pantalón.

Consideró el salir antes de que la plata se agotara y con las sobras contratar los servicios de una dama, pero la simple idea le causó risa. Era su aspecto tan deplorable, su cara tan arrugada, su barriga tan abultada y su ropa tan llena de grasa que ni la más corriente y fea de las putas se atrevería a follar con él. En definitiva el sexo ya no es para mí , caviló. A un tipejo como yo no le queda más que conformarse con Manuela , reflexionó antes de pedirle al cantinero otra copa. Antes de implorarle al cielo que con la siguiente sí perdiera el sentido de las cosas. Antes de seguir pensando en su miseria y su zozobra.

– A mí también me da una igual, por favor – pidió la voz de una mujer.

Al escuchar aquel sonido melodioso, aquel timbre tan suave y dulce sólo comparado con el trinar de un ave, Alejandro interrumpió su constante lamentar para admirar a la dueña de aquel canto. No supo si fueron los tragos que finalmente a la cabeza le subieron o que en realidad un aura luminosa rodeaba a la muchacha, pero ante sus ojos la sorpresiva y poco común visita se presentó como un ángel. Como una criatura divina que, al igual que en las películas, acudía en su ayuda justo cuando él más lo requería.

Dejando de lado el impacto que en el desaliñado hombre aquella fémina presencia provocó, es justo decir que su belleza era en verdad impresionante, casi imposible e impensable. Cabellera larga de un negro sedoso y deslumbrante. Cara perfecta de ojos grandes y pestañas largas, nariz respingada y boca coloreada de carmín. Figura esbelta, estilizada, de curvas definidas y cintura breve, de senos generosos y glúteos no menos. Piel tan tersa y blanca que le dieron ganas de corredse sobre ella y embetunarla con su semen. Todo en ella era precioso, angelical. Todo en ella era tan bello que seguro era para él inalcanzable, inimaginable. Así lo creyó. Así lo supuso hasta que el cantinero las bebidas entregó y la chica a él se dirigió, con cortesía, amabilidad e incluso respeto, como hacía mucho ya nadie le hablaba.

– ¿Con qué distinguido caballero tengo el gusto de compartir esta copa? – le preguntó la dama ofreciéndole la mano.

– Con… ¡Con Alejandro! – contestó él estrechándosela emocionado.

– ¡Pues mucho gusto, Alejandro! – exclamó ella dándole un trago a su vaso –. Yo me llamo Luisa.

– ¡Mucho gusto, Luisa! – dijo él imitando el movimiento.

– Y, dime: ¿qué hace un hombre como tú en un sitio como este? – inquirió la chica con una seriedad que Alejandro casi se la creé.

– Se está burlando de mí, ¿verdad? – comentó él no sintiéndose agredido, consciente de que participar en aquella plática así fuera como el bufón era un privilegio que estaba seguro de no merecer.

– ¡Claro que no! – se quejó ella –. ¿Por qué piensas eso? ¿Por qué estando tan guapo y… tan bien dotado? – cuestionó al tiempo que le acariciaba con la vista la bragueta.

La aparición de aquella mujer despampanante había causado en él tal impresión, que Alejandro se había olvidado de la erección que debajo de sus pantalones, por la falta de un buen revolcón, hacía un rato le empezó a crecer. Por ese mismo deslumbrarse ante aquella mágica presencia, tampoco notó que su miembro hinchado le formaba ya una carpa, y cuando Luisa hizo alusión al tema no pudo más que sonrojarse, como si fuera un adolescente al que de repente su maestra favorita y amor platónico le dedica un piropo. Y avergonzado, cruzó la pierna y se giró un poco tratando de ocultar su excitación.

– ¿Por qué te da pena? – lo interrogó la mujer al verlo ruborizarse –. ¿Por qué, si más bien deberías sentir orgullo? Ya me imagino a la de hembras que has de haber hecho gozar con ese buen pedazo, ¿eh? ¿Por qué no me cuentas una de esas tantas experiencias? ¿Por qué no me amenizas la velada con un cuento caliente de cómo una señorita dejó de serlo arriba de tu cama? Ándale, ¿sí? – lo animó –. ¡Cuéntame! – le rogó.

– Es que… No hay nada que contar – soltó él con cierta pena y agachando la cabeza.

– ¡No! ¡No te me pongas triste, por favor! – le pidió Luisa tomándolo de la barbilla y rozándole suave y provocativamente la mejilla –. Si es verdad que no hay historias que contar – se puso de pie y se le acercó –, te propongo una solución – le pegó los pechos al torso en una inmejorable técnica de seducción –: escribe una – le susurró al oído al tiempo que con la yema del índice le dibujaba círculos en la punta de su cautivo miembro –, haciéndome aquí mismo el amor.

La propuesta no podía ser más clara o más directa. A pesar de su apariencia deplorable, aquella hermosísima jovenzuela le ofrecía abrirle las piernas como si de ofrecerle un vaso de agua se tratara. Todo era perfecto, casi como un sueño. Y fue esa perfección lo que hizo que Alejandro dijera que no. Era imposible que alguien como él, alguien con tantas penas, culpas y complejos pudiera parecerle atractivo a un ser tan bello. Era absurdo pensar que aquello podría ser más que una broma, que un frívolo divertimento. Era evidente que todo aquello era una burla, y así se lo comunicó.

– Ya deje de jugar conmigo, por favor – le exigió quitándosela de encima –. Hacerle aquí mismo el amor. ¡Por Dios! Soy pobre, feo y desdichado, ¡no estúpido! Y perdóneme que me marche, pero aunque no lo crea, debajo de estas garras aún me queda algo de dignidad. ¡Con su permiso, señorita! – se despidió dejando sobre la barra la paga por sus tragos para de inmediato, olvidando sus utensilios de trabajo, la cantina abandonar.

Con prisa y algo de rabia por saber que nunca podría tener a esa mujer que en realidad tanto lo había abrumado, Alejandro caminó sin detenerse hasta su casa. Y una vez ahí, una vez a punto de girar la llave para abrir la puerta, fue que se percató de la ausencia de su herramienta, no de esa entre sus piernas sino con la que día a día le boleaba a los transeúntes los zapatos. Se molestó consigo mismo por la falta de memoria y se dispuso a regresar, pero antes de que siquiera dar un paso, aquella dulce y melodiosa voz le volvió a hablar.

– Perdón que te haya seguido, pero olvidaste esto – señaló Luisa sosteniendo en una mano la cajita de utensilios de Alejandro.

– Muchas… Muchas gracias – dijo el apenado individuo tomando lo que en la cantina había dejado –, no se hubiera molestado.

– No es molestia, de verdad que no – aseveró sin soltarle a él la mano –. Más bien es una excusa, diría yo.

– ¿Una excusa? – preguntó el sujeto algo confundido.

– Sí, una excusa. Para que ahora sí me hagas el amor – le explicó atrayéndolo hacia ella y besándolo en los labios.

La forma tan repentina en que la lengua de la chica le llenó la boca, le impidió a Alejandro reaccionar. Cuando menos lo pensó, ambos se encontraban recargados en la puerta intercambiando saliva, y la caja con las herramientas de trabajo tirada a media acera. Luisa le desabotonaba la camisa y le aflojaba el pantalón y él se limitaba a permitirle actuar incapaz de intervenir, paralizado ante la visión de aquel ángel comiéndole los labios y pellizcándole las lonjas. Pronto lo tuvo descamisado y con el pantalón y los calzones reposando en los tobillos. Entonces pegó más un cuerpo al otro atrapando entre ambos vientres, uno liso y por el vestido aún cubierto y el otro prominente y mostrando airoso al aire su flacidez, aquel grueso y tibio trozo de carne que entre las piernas orgulloso se le erguía, y empezó a moverse para masturbarlo con cariño.

– ¿Quieres que te la chupe, amor? – inquirió Luisa descendiendo sin detenerse a esperar por la respuesta que el permiso le otorgara.

– No, aquí no – sugirió él cuando la lengua de ella le iba ya por el ombligo –. Alguien podría vernos, alguien… ¡AHHHHHHHH! – gimió al sentir su erecta verga alojarse entre aquellos labios coloreados de carmín, al sentir aquella experta lengua envolverle ya la punta y producirle un placentero cosquilleo.

– ¿Te gusta? – lo interrogó la joven deteniendo un poco su mamar.

– ¡Ah, sí! – balbuceó él –. ¡Claro que me gusta! ¡Tienes una boquita rica, preciosura! – exclamó animándola a regresar a su tarea.

Ya sin reparar en cuestionamientos tontos que las expresiones de gozo que de la garganta de Alejandro se escapaban respondían por sí solas, Luisa se aplicó en su trabajo. Utilizando lengua, labios, dientes y garganta, chupó, besó, lamió y mamó hasta que la polla de su amante se puso dura como piedra y roja como jitomate en clara señal de que el clímax se venía. Fue en ese punto, cuando las venas del tronco se ensancharon como si fueran a reventar, cuando los peludos testículos se le pegaron al cuerpo y antes de que ella así lo hiciera, que el viejo se apartó y la atrajo de nuevo hasta sus labios para besarla con pasión al tiempo que luchaba con subirle el vestido, buscando ese otro orificio que su falo rogaba atravesar.

– ¡No, por ahí no! – solicitó ella dándole la espalda –. ¡Métemela por aquí, papito! – demandó mostrándole su generoso, redondo y firme culo.

Alejandro lo dudó por un momento, pero estaba tan caliente y tan urgido que sin chistar obedeció lo que ella le pedía. Con la ternura de una máquina y la delicadeza de una bestia, le separó los glúteos, le hizo a un lado el hilo de las bragas y se la retacó de una para sin esperar siquiera un segundo comenzar a cabalgarla con fiereza y desesperación, llenando el silencio en el ambiente con el sonar del mete y saca, con el chocar de sus huevos contra aquellas deliciosas nalgas.

– ¡Oh, Dios! – suspiró la chica –. ¡Cuánto tiempo esperé por esto!

– ¿Nunca te lo habían hecho por detrás, chiquita? – preguntó él al escuchar el comentario.

– Calla, amor – pidió la mujer, extasiada por aquel gordísimo instrumento rasgándola por dentro –. Calla y no hagas más preguntas – sugirió –. ¿Que no te basta con follarme? ¿Que no te gusta mi culo?

– ¡Por supuesto que me gusta! – chilló Alejandro sin dejar de penetrarla con violencia –. Es más, ¡me encanta! ¡Cómo está de apretadito! ¡Cómo lo meneas, mi putita! ¡Síguete moviendo! ¡Síguete moviendo que me la exprimes bien rico!

– ¿Así, papi? ¿Así te gusta? – inquirió Luisa una y otra vez entre jadeos.

– ¡Sí, así! – afirmó él tomándola de la cintura para ayudar a que sus embestidas le llegaran más adentro –. ¡Ah, cómo me aprietas! ¡Cómo me pones, mi putita! – bramaba ya sin culpas ni complejos –. ¡Sí! ¡Sí!

– ¡Dámela más duro, papi! – exigía ella apoyándose de la puerta para acelerara el ritmo del vaivén –. ¡Dámela más duro y lléname el culo con tu leche! – exigía haciendo un esfuerzo por cerrar en torno a aquella verga tan monstruosa su exigido esfínter.

– Con que quieres mi leche, ¿eh? Con que quieres que te la eche dentro, ¿no? ¡Ah, pues ya casi te la doy! – aseguró el sujeto embistiéndola con más velocidad, como si quisiera partirle el culo en dos –. ¡Ya casi me vengo, sí! ¡Sí! ¡Sólo un poco más! ¡Sólo un… ¡AHHHHHHH! – gimió luego de una última estocada en la que derramó todo el placer acumulado.

La próstata de Luisa, esa cuya existencia Alejandro ni siquiera imaginaba, recibió un disparo tras otro y terminó por ella también eyacular, por ella también expulsar chorros de semen que quedaron atrapados dentro del mismo suspensorio que su pene a la vista de los otros ocultaba.

– ¡Pero qué rico estuvo eso! – exclamó la chica en cuanto ambos se recuperaron del mareo del orgasmo.

– ¡Riquísimo! – acordó él al tiempo que recogía del suelo sus prendas y sus herramientas, no esa que entre sus piernas poco a poco iba perdiendo la firmeza sino esas guardadas en la caja que por descuido o por fortuna, según se viera, olvidara en la cantina.

– Bueno, ya que te gustó tanto… Supongo que me invitarás a pasar, ¿verdad? – cuestionó la mujer en tono de exigencia.

– Por supuesto que sí – le dijo él sacando de su bolsillo el llavero –. Pasa, por favor – la invitó después de abrir la puerta.

– ¡Vaya! Se encuentra justo como la recuerdo – comentó ella una vez estando adentro.

– ¿A qué te refieres? – le preguntó Alejandro un tanto extrañado –. ¿Ya habías estado antes aquí? ¿Acaso eras amiga de mi esposa? No lo creo. Ella era muy vieja para tener amigas como tú. Además, yo no te recuerdo. Y créeme que una mujer con tus… atributos sería imposible de olvidar – apuntó soltando una ligera carcajada.

– No me extraña que no me recuerdes – soltó Luisa divertida, como a punto de revelar un gran secreto –. ¡Digo!, después de todo, antes yo no era mujer – confesó muy quitada de la pena, como si lo que acababa de exponer fuera algo de lo más común.

– ¡¿Qué dijiste?! – la interrogó el confundido individuo un tanto exaltado, un tanto molesto ante la idea de haber follado con un… tipo.

– ¡Vamos! No me vas a decir que haberlo hecho con otro "hombre" te causa algún conflicto, ¿o sí? Porque antes no pensabas igual. Antes hasta te quedabas con las ganas de partirme el culo luego de que yo te la mamaba, ¿no te acuerdas? – inquirió el recién destapado transexual con malicia y arrogancia, como gozando por la cara de angustia que en Alejandro sus palabras provocaban –. ¿De veras no te acuerdas, padre?

El viejo no supo que contestar. Con las manos temblorosas y el rostro pálido, caminó hacia uno de los sillones y tomó asiento para balbucear frases ininteligibles que sólo fueron muestra de lo perturbado que aquella revelación lo había dejado. No puede ser , se repetía para sí una y otra vez. No podía ser, pero todo encajaba: el que siendo tan bella entrara en aquel lugar de mala muerte y se fijara justo en él, el que le pidiera la penetrara por detrás y una vez él habiéndolo hecho ella dijera que lo había esperado ya por mucho tiempo. Todo estaba claro, era su hijo, su José, aquel niño delicado al que como mamila le ofreciera el pene y que él mismo corriera de la casa al enterarse su esposa de los hechos quién ahora estaba frente a él vestido de mujer. El mundo acabó de derrumbársele.

– ¿Ya te acordaste, papi? Porque si no lo has hecho, yo puedo ayudarte – le propuso –. Veamos: ¿cuántos años tenía? ¿Eran ocho o nueve? La verdad es que no lo recuerdo, pero a quién le importan los detalles insignificantes. Mejor te cuento que te gustaba vestirme con la ropa de mamá, y ya ves, el hábito se me quedó. También te gustaba pintarme la carita y decirme que era tu niñita antes de bajarte los calzones y enseñarme tu garrote. Lo acercabas a mi boca y a mi se me movía todo. Lo veía tan grande y grueso. Hoy lo sigo viendo así, pero de niños las cosas como que impresionan más, ¿no crees? En fin que lo acercabas a mi boca y yo gustoso lo lamía de arriba abajo, regocijándome con el sabor del lubricante que desde la punta hasta la base le corría. ¡Qué rica verga tienes papá! En todos estos años nunca he visto una como la tuya. ¿No te sube eso el ego? O ¿prefieres que te confirme que en efecto has sido el primero que me la ha metido por el culo? ¿Por dónde más habría de ser si no? Sí, nunca le permití a ningún otro que me penetrara. Quise reservarme para ti, y valió la pena. ¡Follas como una bestia, papi chulo! Lástima que de niño no me la metiste. Tal vez me habría dolido demasiado, pero estoy seguro que habría sido más feliz. Porque sí, aunque no lo creas, aunque pienses lo contrario, fui feliz cada vez que tú te venías en mi boca y me hacías tragar tu semen. Cada vez que me la restregabas en las nalgas dejándome con ganas de ir más allá. Lo que jamás sucedió pues mi madre, como siempre inoportuna, un día nos descubrió en el acto. Un día nos descubrió a ti desnudo y sentado en el sofá y a mí hincado entre tus piernas mamándotela con la devoción que siempre te lo hacía. Y claro, puso el grito en el cielo, y yo creí que me defenderías, pero no fue así. En lugar de echarte a ti la culpa, en vez de aventar a la maldita vieja que tan insatisfecho te tenía, fue a mí que me arrojaste a la calle, lo recuerdo bien. ¡Vaya, que si lo recuerdo bien!

– ¡Basta! ¡Detente, por favor! – suplicó Alejandro cubriéndose los ojos con las manos y tirándose a llorar –. ¡Tú no eres mi hijo! ¡Tú no eres mi hijo! – gritó una y otra vez desconcertado por completo.

– ¿Ah, no? ¿Luego de todo lo que te he dicho todavía te atreves a negarlo? Pues bien, entonces te lo he de demostrar – señaló José quitándose la ropa, dejando al descubierto tanto un par de hermosos senos como un largo y prieto sexo.

Aquella escena entre lo grotesco y lo excitante fue lo que faltaba para que los nervios de Alejandro se hicieran pedazos. Incrementando la intensidad del llanto, hundiendo la cabeza entre sus piernas y sinceramente arrepentido de los errores del pasado, el viejo no atinó más que a implorar perdón.

– ¡No, papá! ¡De verdad no tienes que pedir perdón! – afirmó José –. Yo no te guardo el más mínimo rencor. Es más, te amo más que antes, tanto que ve cómo me pones – apuntó haciendo referencia a la erección que ya le comenzaba y dirigiéndose hacia él –. ¡Tanto que mi "amigo" clama tu atención! – expresó poniéndoselo cerca –. ¿Por qué no le das unos besitos, y ya verás como todo queda olvidado?

Alejandro levantó la mirada y se topó con la inflamada polla de su hijo a unos cuantos centímetros de su cara. La cogió por la base aún con lágrimas en los ojos, se la aproximó a la boca y antes de dudoso y todavía turbado alojarla entre sus labios, preguntó: pagarás mi renta, ¿verdad?

– ¡Ay, padre! Pagaré todo lo que quieras – aseveró José –. Tú nada más limítate a mamar – ordenó justo antes de llenar con su verga la garganta de papá.