Pagando El Alquiler

Vicente pagará el alquiler con sus huevos. (Ballbusting)

Saludos, mis queridos lictores. Este relato estaba casi terminado (9 páginas) cuando el portátil pasó a mejor vida. Lo mejor de todo, es que… bueno, no hay nada bueno en si, pero lo importante es que será publicado. Después de este relato, retomaré (mejor dicho escribiré de nuevo) una historia en tiempos de Coronapocalipsis que dicho sea de paso, solo tendrá presente las mascarillas en un par de líneas.

Los tiempos siempre han sido muy duros, pero ahora es más complicado. Electricidad, agua, comida, ropa, cerveza, alquiler, impuestos (reverencia atemorizada, por favor); para muchos es un reto llegar a fin de mes o que el mes termine. Sin embargo, para Vicente era mucho peor pues esa mañana había sido despedido.

El “chaval” de 24 años no era ejemplo de excelencia en su trabajo. Siempre llegaba tarde y se marchaba antes que los demás, algo incompetente y en lo que se refería a sus relaciones personales; eran muy desequilibradas ya que no era de voluntad firme y las chicas y sus amigos imponían sus maneras sobre él, logrando que hiciese lo que ellos querían.

De regreso al piso que alquilaba, se detuvo frente a la puerta mientras pensaba que podría hacer. De pronto, la puerta contigua se abrió y una mujer salió. Se llamaba Patricia y era su casera. 42 años, cabello castaño largo claro, ojos café y una figura envidiable y mejor que muchas mujeres de menos edad. Vestía un pantalón apretado que realzaban sus largas y torneadas piernas y una camisa rosa, encima llevaba un delantal de cocina. Era una mujer de poco hablar y vivía sola en su piso.

“Hola Vicente, todo bien?” preguntó ella.

“Hola doña Patricia…” respondió Vicente algo cabizbajo.

“Solo dime Patricia. Me haces sentir muy mayor,” dijo Patricia.

“Vale.”

Cerrando la puerta tras de ella, Patricia se acercó un poco.

“Y como has estado?”

“Bueno… me acaban de despedir,” confesó Vicente sin rodeos.

“Oh que pena. Lamento escuchar eso,” dijo Patricia.

Conversando un poco, la mujer le dio ánimos y le aseguró que pronto encontraría algo. También le dijo que no se preocupase por el alquiler de ese mes, que podría pagarlo en cuanto su situación se normalizase.

“Se lo agradezco mucho. Solo serán unos días y ya encontraré algo,” prometió Vicente, optimista.

“Descuida, son cosas que pasan pero ya todo se arreglará,” comentó la casera y despidiéndose, regresó adentro, en tanto él abría la puerta.

Los siguientes días estuvo buscando empleo pero sin suerte. A cada tanto se repetía a sí mismo que sería el próximo, más poco a poco se iba frustrando. Además, en aquellos en dónde tenía mayores posibilidades de conseguir empleo; los rechazaba por no ser de su agrado (trabajo pesado y molesto para él). El viernes siguiente, Vicente se arregló para salir una vez más a por empleo, vestido de forma casual; abrió la puerta cuando se dio cuenta que alguien esperaba afuera.

Era su amigo Fernando. De tez clara, el joven era de su misma edad y vestía un pantalón y camisa algo grandes, una mochila a la espalda y usaba lentes de sol. Vicente pudo detectar un olorcillo que no era precisamente perfume barato.

“Venga hombre, si no vengo te olvidas de los colegas,” dijo Fernando.

“He estado ocupado,” respondió Vicente.

“Si entramos, te puedes colocar también,” musitó Fernando, sacando un porro de su bolsillo, la razón de su peculiar aroma.

“Lo siento, no puedo. Que voy a buscar trabajo!”

Mientras discutían en voz baja, la puerta de al lado se abrió con mucho cuidado y Patricia les espiaba. La insistencia de Fernando tuvo recompensa pues su amigo cedió, como siempre hacía.

“Vale, vale. Pero no aquí,” claudicó.

“Ese es mi colega. Conseguiré tias cachondas y bebidas, yo invito…” dijo Fernando muy complacido.

Cerrando la puerta tras de sí, Vicente se fue con su colega en tanto Patricia le seguía con la mirada y un gesto de preocupación.

Un día más tarde.

Cerca de las 6 a.m., Vicente caminaba algo tambaleante y despedía un aroma a cerveza y cigarrillos. Palpando sus bolsillos, sacó la llave de su piso y con cierta dificultad trataba de introducirla en la cerradura. Tras varios intentos, no podía abrirla y golpeándose la frente con la puerta varias veces, se desplomó con cuidado en el suelo.

En ese instante, otra puerta se abrió y Patricia se asomó, vistiendo pijama y chanclas. Cruzándose de brazos, la mujer le contempló con cierto pesar.

“Todo bien?” preguntó ella, aunque la respuesta era evidente.

“Eh… si, si, todo bien…” contestó rápidamente Vicente y torpemente se puso de pie.

“Supongo. Y como fue todo? Ya encontraste trabajo?” inquirió Patricia pero esa respuesta también era muy obvia para ella.

“Ya casi… pronto me llamarán de un par de lugares,” mintió Vicente a toda prisa.

“Vale, solo quería saber. Entonces… feliz día,” murmuró Patricia y dando media vuelta, regresó adentro.

Con un suspiro de alivio, Vicente volvió a intentar y abrió la puerta para darse una buena ducha y dormir un poco.

3 meses después.

El tiempo transcurrió con inusitada velocidad y Vicente, de voluntad frágil; se dejó llevar por su amigo Fernando y se olvidó de buscar trabajo. Bebiendo y fumando a diario, a veces pasaba días sin regresar a su piso. Lo que parecía ser un tiempo de gracia en tanto encontraba empleo ya eran 4 meses en paro y por ende, 4 meses sin pagar alquiler y demás. Patricia soportó cuánto pudo su inmadurez e irresponsabilidad pero ya estaba harta de él. Ya llevaba varias semanas evitándola, y; sopesando lo que debía hacer, tuvo que convencerse a sí misma que no había más opción que el desahucio.

Luego de pasar tres días con sus “amigos”, Vicente llegó hecho un lío y muy aturdido. Tambaleándose y apoyando la mano en la pared, llegó hasta su puerta y vió un aviso de desahucio que le paralizó el corazón.

Cagado de miedo, el joven buscó sus llaves en el bolsillo del pantalón con desesperación, solo para darse cuenta que habían cambiado la cerradura. Pálido y mareado ya no por la resaca, se desplomó en el suelo con ambas manos sobre la cabeza.

“Mierda… esto no puede estar pasando…” se lamentó en voz baja.

No pasó mucho hasta que oyó una puerta que se abría, Patricia salió y lo encontró desolado. La casera vestía pantalón negro y una camisa blanca, bien ceñidas a su escultural y curvilínea figura. Se acercó a Vicente y éste levantó la mirada.

“Por favor… no tengo a donde ir,” suplicó Vicente.

“Lo siento mucho Vicente, pero ya he tenido mucha paciencia contigo,” dijo Patricia.

“Solo un par de días… y tendré la pasta, por favor se lo ruego!” suplicó una vez más a la desesperada.

“Shhhh… no tan fuerte, que vais a armar un escándalo,” contestó ella en voz baja.

“Os lo suplico, haré lo que sea necesario,” siguió rogando Vicente.

“Lo lamento, pero ya no hay nada más que hacer,” replicó la mujer.

A pesar de esa intransigencia, Vicente siguió rogando y pidiendo la oportunidad de hacer lo que fuese necesario, no obstante Patricia solo le dijo que volviese el lunes a por sus cosas. Pronto el joven se aferró a sus rodillas, en una imagen lamentable; sin dejar de rogar y balbucear. Al principio, Patricia no tenía dudas en su decisión; sin embargo, de improviso comprendió que en verdad Vicente estaba dispuesto a hacer lo necesario llevado por la desesperación y que no le dejaba pensar con mucha claridad, no obstante, Patricia fingiría firmeza.

“Por favor… se lo pido…”

“No. Y ya no sigáis,” respondió Patricia cortante.

“Se lo juro, haré cualquier cosa…” insistió el muchacho.

Sabiéndose con la sartén por el mango, Patricia no iba a desaprovechar la oportunidad.

“Vale, está bien,” dijo ella.

“De verdad? Muchísimas gracias, Patricia, le prometo que pronto conseguiré la pasta.”

“No tan rápido, ven conmigo para detallar un par de cosas,” sugirió Patricia, instándole a levantarse y seguirla.

Ya adentro, Patricia le indicó que esperase en el sofá y ella se encerró en la habitación. Varios minutos después, la voz de la mujer le llamaba y Vicente se puso de pie y entró.

Cuando entró, no pudo creer lo que veía. Patricia vestía solo una bata de seda blanca casi transparente y debajo solo sujetador y bragas a juego con la bata. El joven sentía que no resistiría más de cinco minutos sin ocultar una erección así que trató de no mirarla por mucho tiempo.

Notando como había dejado embobado y nervioso a Vicente, Patricia carraspeó un poco para atraer su atención nuevamente.

“Vale, ya estamos aquí. Es hora de dejar en claro lo que harás. Desnúdate…” ordenó la mujer y Vicente obedeció sin perder un segundo.

Lo excitante de la situación y la hermosa madura frente a él fueron suficientes para provocarle una buena erección, aunque Patricia no parecía muy impresionada. La mujer se acercó y arrodillándose frente a Vicente, admiró sus colgantes joyas embelesada, como si no hubiese visto un par de huevos en mucho tiempo.

“Tienes unos huevos muy lindos, no te lo han dicho?” dijo Patricia.

“Si, si, tal vez…” balbuceó el joven rápidamente, esperando una mamada.

Patricia pajeó lentamente su polla con una mano y con la otra acariciaba sus huevos. La mujer no dejaba de apretarlos suavemente y tirar de ellos un poco.

“Vicente, como bien sabéis, me debes cuatro meses de alquiler y solo hay una manera con la que puedes pagarme, sabes cuál?” comentó la casera.

“Si, creo que sí…” murmuró él.

“Entenderé si no deseas hacerlo, no muchos pueden soportar el dolor,” indicó ella.

Vicente se quedó perplejo al escuchar esas palabras.

“No comprendo a que se refiere.”

“Solo aceptaré tus huevos como pago,” dijo Patricia.

La mirada de Vicente mostraba desconcierto y un poco de nervios.

“Que significa eso? Mis… huevos?”

“Si, tus huevos…” murmuró Patricia y sin ninguna advertencia apretó la base de su escroto.

El muchacho gimió al sentir el fuerte agarre de la mujer en su zona noble. Patricia miraba hacia arriba y sonreía al ver la expresión de angustia en Vicente. Mantuvo su agarre durante varios segundos en tanto el joven ponía los ojos en blanco.

“Parad… mis huevos…” gimió Vicente con un hilo de voz.

“Solo un poco más,” dijo Patricia en voz baja.

Finalmente, tras un fuerte y rápido apretón, Patricia liberó sus testículos; Vicente se llevó las manos a su entrepierna, tratando de recuperar la sensibilidad.

“Considera esto tanto como un pago al igual que una lección,” aclaró la casera. Poniéndose de pie, buscó unas esposas y se las puso, el joven trató de oponerse pero aún se sentía un poco mareado y con un ligero temblor en las piernas.

Ya con las manos a la espalda, la mujer se deshizo de la bata y contempló a Vicente con mirada misteriosa. Parecía una mujer completamente distinta, mordía su labio inferior y respiraba lentamente, al mismo tiempo lucía muy sensual.

“Separa las piernas…” ordenó Patricia.

“Por favor… otra manera… lo que sea,” balbuceó Vicente en un intento de detenerla.

“No te lo repetiré. Me debes pasta, esto es lo único valioso que te queda, y la verdad deseo hacerlo, ahora sé hombre y separa las piernas,” contestó ella.

Con un gemido de angustia, Vicente obedeció y separó las piernas. Patricia sonrió complacida y se preparó para comenzar. Iba a dolerle, eso era seguro, pero ahora el joven lamentaba mucho su nefasta actitud en los últimos meses y solo esperaba que Patricia tuviese algo de compasión con sus huevos.

Al ver cómo la pierna de Patricia se movía, Vicente apretó los dientes y trató de mentalizarse para lo que estaba por suceder, pero nada de esas tonterías servía cuando se trataba de una patada en los bajos. Sintió como el empeine desnudo impactó de lleno sus testículos e inclusive la fuerza de la patada y el movimiento ascendente hizo que el muchacho saltase un poco y volviese a golpearse contra el hermoso pero letal pie entre sus piernas.

La mujer mantuvo su pie en el aire un par de segundos más, disfrutando como aplastaba esas pelotas entre su pie y el hueso púbico. Luego un lastimero quejido de dolor y Patricia bajó la pierna mientras Vicente se doblaba hacia delante, sin poder agarrar sus joyas y con el dolor subiendo por su vientre. Apenas podía respirar y a ella no parecía importarle lo mucho que estaba sufriendo.

“Venga, vamos otra vez,” dijo Patricia, ignorante al dolor del joven.

“Me duele… ya me los pateaste…” dijo casi sin voz Vicente.

“Son cuatro meses de alquiler, yo decido cuando será suficiente,” contestó ella inflexible.

Al ver que el muchacho no se podía mantener en pie, le obligó a arrodillarse con las piernas bien separadas. Sus huevos colgaban relajados en tanto las oleadas de dolor seguían en aumento. Patricia se arrodilló a su lado y su mano se cerró para finalmente clavarse sin ninguna compasión en los cojones de Vicente, que aulló presa del dolor mientras se preguntaba por qué él.

“Si no te pones de pie, te los arrancaré sin más. Así que si eres un macho para beber y colocarte, ahora debéis poneros de pie y aguantar como un machote,” musitó Patricia.

A duras penas Vicente se movió, ayudado por su casera que estaba impaciente y con un escozor en el pie, pues deseaba patearle los huevos con todas sus fuerzas. El joven temblaba pero mantuvo el tipo y respiró profundamente, esperando esa segunda patada.

Patricia sonrió y volvió a cargar contra su entrepierna, la patada fue igual de fuerte que la anterior, solo que esta vez, Vicente se desplomó en el suelo como una marioneta a la que le cortan los hilos. Los huevos le ardían a horrores y para su mala suerte no podía llevarse las manos y sujetarlos, que era lo que más deseaba hacer en ese momento.

“Ya pare… no puedo…” gimió Vicente.

“Si no haces lo que te digo, será peor…” amenazó la mujer.

Con la sensación de que le habían subido los huevos a la garganta, Vicente tosió un poco. Patricia decidió no esperar y separándole las piernas, comenzó a asestarle patadas a su punto débil, el joven no podía detenerla y sentía como el dolor le nublaba la visión. Pronto dejo de retorcerse y Patricia gozaba cada patada, como gemía Vicente en el suelo y lo placentero que resultaba aquello para ella.

El dolor le provocó náuseas y Vicente cerró los ojos. Cuando los abrió, le sorprendió encontrarse de pie pero sus brazos estaban estirados hacia arriba y las esposas aseguradas a una especie de gancho. Sus pies estaban separados y con una simple mirada, Patricia le indicó que no los cerrase.

No solo eso, sus huevos colgaban precariamente y estaban hinchados. Algo enrojecidos también, Vicente no sabía que hacer para detenerla.

“Por favor, Patricia… no aguanto el dolor,” rogó el joven.

“Relájate. Te voy a proponer algo. Si me dejas hacerte lo que quiera, tal vez te la chupe cuando te sientas mejor, y cuando tengas que pagarme vuestro alquiler.. seré menos dura, que dices?”

Sin saber si era una oferta de buena fe o una trampa, Vicente solo la miraba con la angustia y el miedo reflejado en su cara.

“Solo será una noche por mes, te dejaré recuperarte por todo un mes, además podrás ahorrarte la pasta… solo tienes que decir que si…” insistió Patricia con voz baja y sensual.

El joven seguía sin decir nada y su casera le acarició la mejilla, su mano parecía hecha de seda pero luego recordó el fuerte puñetazo y ahora sabía que estaba ante una decisión que cambiaría el destino de sus pobres huevos.

“Va-vale… pero me duelen mucho…” dijo Vicente. Patricia se acercó a él y lamió su mejilla lentamente.

“Lo sé, debe doler un montón. Pero has hecho la decisión correcta,” murmuró ella.

Con un beso, Patricia volvió a apretar sus testículos con fuerza y Vicente soltó un ahogado gemido de dolor. La mujer rió por lo bajo e hizo mayor presión antes de soltar sus gónadas. Exhalando ruidosamente, Vicente ahora no solo sentía el incesante dolor en sus huevos, sus brazos también le comenzaban a molestar.

Patricia se paró frente a él y aferrándose a sus hombros, clavó su rodilla derecha en los magistrados testículos de Vicente. El muchacho dejó escapar otro gemido ahogado y apoyó la barbilla en el hombro de la mujer, que volvió a repetir el gesto. Así continuó Patricia aplastando sus gónadas contra el hueso pélvico, el joven apenas podía quejarse y sentía que el dolor invadía cada centímetro de su ser, las piernas le temblaban terriblemente y ya comenzaba a arrepentirse de su decisión.

Cuando la casera terminó de machacar sus huevos, suspiró algo satisfecha y besó al maltratado joven. Agachándose, Patricia admiró esos huevazos enrojecidos e hinchados, un poco más pequeños que pelotas de tenis. Sujetándolos, la mujer se los llevó a la boca y los mordió.

“Joder… duele…” bufó casi sin voz Vicente.

Ignorándole, Patricia adoptó una expresión jovial mientras mordía el testículo izquierdo de Vicente. Luego mordió el otro y el muchacho se retorció, tratando de alejarse pero de hacerlo, corría el riesgo de perderlo y con gesto del dedo índice, Patricia le pidió que se mantuviese inmóvil.

Un par de marcas de dientes se podían notar en la piel sensible y enrojecida del escroto, Patricia amasó una vez más sus huevos y empezó a darle palmadas, en tanto Vicente gemía de dolor ante los constantes golpes.

“Esto te enseñará responsabilidad y madurez. Buff, que bien se siente machacar un par de huevos,” dijo Patricia sonriendo.

“Aaaahhh…” gritó Vicente.

Después de innumerables palmadas, los apretaba en su mano y los exprimía con mucha fuerza, tirando de ellos después de eso, usándolos como una pera de boxeo, golpeándolos sin descanso. Vicente estaba seguro que su huevos no se recuperarían del todo, los veía terriblemente grandes y adquiriendo un tono morado claro que no era una buena señal. Su casera no paró y le pellizcaba la piel sensible, arrancándole más lamentos y súplicas.

Decidida a cerrar por todo lo alto, Patricia tiró de esas bolas hacia arriba y abajo, la voz de Vicente se hizo un poco más aguda y colocándose a su espalda, le dió una última patada que lo dejó flipando y viendo estrellas. Un pitido molestaba sus oídos y dudaba en poder sostenerse por su propio pie.

Sus testículos estaban hinchados como un pomelo y amoratados. Colgaban dolorosamente y deseaba hielo para aliviarse después de semejante cobro de deuda. Ayudado por su casera, Vicente yacía en su cama y Patricia regresó minutos después con una bolsa de guisantes bien fría. El joven suspiró aliviado al sentir el frío de la bolsa, sujetada con sumo cuidado por la mujer.

“Mierda… me los reventaste…” se lamentó Vicente, consciente que el daño era serio.

“Lo dudo… no estarías despierto si te los hubiese reventado. Estarás bien…” aseguró Patricia y besó al joven, pasando su mano por su cabeza, confortándolo después de todo lo que había sucedido.

Un rato después, Vicente se sentía un poco mejor aunque el dolor era grande y la hinchazón aún persistía.

“Que hay de esa mamada?”

“Apenas y puedes cerrar las piernas, si te empalmas o te corres te dolerá mucho más,” especificó la mujer.

“Me la debes…” murmuró él.

“Vale, pero solo si me dejas reventarte uno de tus huevos,” respondió Patricia con mucha seriedad.

Vicente palideció al oír esas palabras.

“Por favor… me lo prometiste…” dijo casi con ganas de llorar, sopesando tener que perder uno de sus testículos por una mamada.

“Solo era una broma, no soportarías que te reventase uno de tus huevecillos...” rió Patricia.

Apartando la bolsa de guisantes, la mujer contempló el maltrecho e hinchado escroto de Vicente y comenzó a acariciar su pelvis y sus dedos comenzaron a jugar con su pequeño rabo. Al principio, el muchacho temió no poder empalmarse ya que los minutos pasaban y no sentía nada de nada, solo dolor.

“Toca un poco, te va a ayudar,” dijo Patricia.

Deslizando su mano bajo sus bragas, Vicente pudo sentir la calidez y humedad del coño de Patricia. Metiendo un par de dedos en su vagina, la mujer gimió y se mordió el labio, sin dejar de masajear el rabo flácido de Vicente, que comenzaba a desesperarse. Incluso Patricia comenzaba a sentir lastima por él, creyendo que se le había pasado la mano.

Pero de pronto, la polla sin vida de Vicente se movió espasmódicamente y no desaprovechó la oportunidad de comenzar a chuparla. El joven suspiró de alegría al sentir la boca de Patricia succionando su miembro, que comenzó a aumentar de tamaño. A pesar que el dolor no disminuía, el placer empezó a aumentar y Vicente no dejaba de gemir de dolor y placer a partes iguales.

“Si… sigue así…” murmuró Vicente, colocando la otra mano en la cabeza de Patricia.

Patricia no paraba de moverse de arriba a abajo, su barbilla se hundía un poco en el escroto de Vicente, que jadeaba de dolor al más mínimo roce en su maltratado punto débil. Tratando de no juntar sus muslos y no lastimar sus huevos, el joven mantenía las piernas separadas lo más que podía.

Los minutos transcurrieron y su polla estaba durísima. Los gemidos agitados de Vicente fueron una señal inequívoca para Patricia que se acercaba al orgasmo y dejó de chupar su rabo y comenzó a masturbarle. El contacto entre sus huevos y la mano de ella le hacía daño pero ya deseaba correrse, luego de un par de minutos, Vicente gemía de dolor y placer mientras se corría. Fueron tres trallazos de lefa, que terminó en su vientre y con grandes gestos de dolor, el muchacho se relajó un poco, aunque el dolor era latente.

“Joder… aún me duele…” se quejó.

“Te lo advertí. Pero los hombres sois capaces de todo con tal de disfrutar de una mamada,” sonrió Patricia, muy complacida. Ahora tendría un par de jóvenes testículos con los cuales divertirse.