Padre e hija

Eric es viudo y tiene una hija adolescente muy contestona con la que no tiene un momento de paz. En su nuevo trabajo, conocerá a Dalia, con quien trabará amistad, pero su hija también hará nuevas amistades...

-¡Andrea!

-¡Papá….! – El dr. Eric opinaba que el tiempo, no podía detenerse. Pero vaya si podía dilatarse, eso sí. Sólo así se entendía que tres segundos, pudiesen durar dos horas.

Tres semanas atrás.

El ambiente en el coche era ligeramente tenso. La joven mascaba chicle haciendo excesivo ruido, porque sabía que eso le molestaba, y él fingía no escucharlo y tarareaba la música clásica que sonaba, porque sabía que eso le molestaba a ella. El truco era aguantar lo más que podías, a fin de que el otro se quejase antes, y entonces poder protestar tú. Andrea sabía que su padre era paciente para muchas cosas, pero podía ser un verdadero maniático para otras, entre ellas el ruido, los modales o el desorden, de modo que bostezó exageradamente sin taparse la boca. El dr. Eric resopló y frunció el ceño. Se le estaba agotando el aguante, pero luchaba por contenerse. La chica pulsó su ordenador de pulsera y empezó a reproducir música moderna a todo volumen.

-¡Ya está bien, Andrea! ¡Deja de comportarte como una cría! – estalló su padre.

-¿Qué? – se hizo ella la inocente – Sólo he puesto música, ¡estoy harta de ese ruido para viejales que te empeñas en poner!

-Este “ruido para viejales”, es ARTE, ¡creí haberte dicho que no quería volverte a ver oyendo esa basura!

-¡Esta “basura” me gusta, tiene ritmo, es divertida, y habla de cosas que me interesan a mí! ¡No como otros, que sólo saben hablar y hacer lo que es mejor para ellos, sin escuchar a los demás!

Eric se sintió imbécil. Otra vez se había dejado arrastrar al terreno de una niña de dieciséis años. Se sintió tentado a gritar, a regañarla, a decirle por enésima vez lo hartísimo que estaba de su rebeldía, de su disconformidad constante, de sus ataques de rabia y de su inmadurez, ¿era incapaz de darse cuenta de que lo hacía todo por ella, por darle algo un poco mejor, por…? Aparcó e intentó calmarse.

-Andrea… Hija, sé que estás disgustada, pero…

-¿”Sabes”? – interrumpió ella - ¿Tú “sabes” algo de cómo me siento yo?

-Sí, lo sé, pero…

-¡No, papá, no lo sabes! ¡Eso es lo peor! ¡Presumes que sabes algo de cómo soy yo, o cómo me siento, o cómo pienso… y no sabes nada! ¡Sigues pensando que soy una niña, que tengo diez años, y soy prácticamente una mujer! ¡Tengo mis propias ideas, y tú no me conoces! ¡Deja de pensar que sabes cómo me siento!

-Andrea, te estás pasando. – Eric levantó un dedo amonestador, pero la chica no se arredró.

-¡Oh, perdón, me estoy pasando! ¡Me estoy pasando, yo! Papá, no he sido yo la que se ha empeñado en mudarse de golpe a otra ciudad, cambiar de instituto, de casa, y dejar atrás a todos mis amigos, familia y la casa donde vivimos con mamá, ¡sólo por un poco más de maldito dinero! ¡Has sido tú quien ha hecho todo eso, así que piensa quién es aquí el que se está pasando!

-¡Por favor, hija, hablas como si nos hubiéramos ido al otro lado del mundo! ¡Estás a menos de cincuenta kilómetros de tu antiguo barrio; en autobús es poco más de media hora!

La chica suspiró.

-No hay nada que hacer, papá. Sólo ves tu razón. – El dr. Eric intentó hablarle de nuevo, pero la joven abrió la puerta del coche – No quiero llegar tarde el primer día, hasta luego.

-¡No des un port…! – BLOM. Andrea le metió tal meneo a la puerta, que la pegatina de “Piensa en mí, papá” que llevaba en la guantera, se desprendió. Eric la recogió y miró la foto. Era de Andrea, de cuando tenía dos añitos, poco después de que Carla… Al doctor ya no le dolía –mucho – pensar en su mujer, pero en los últimos años, sobre todo en el último mes, no dejaba de torturarse pensando que ella, sin duda hubiera sido de capaz de manejar mucho mejor esta situación.

Colocó de nuevo la pegatina en su sitio y acarició la foto. Todo era más sencillo cuando Andrea era así, pequeñita. Entonces él era su héroe. Su papá lo sabía todo, sabía de números, sabía por qué las nubes flotan y son blancas, sabía por qué el aceite flota en el agua y no se mezcla con ella, sabía hacer cristales de sal en el agua y música en las copas… lo sabía todo. ¿Cuándo había pasado de ser su héroe, a ser el enemigo público número uno? Eric no lo sabía, pero a partir de los once o doce años, su niña perfecta se había vuelto contestona, malcarada, infeliz… todo le parecía poco o mal; se negaba a decir dónde iba cuando salía de casa y cada vez que él le preguntaba, ella se ponía a la defensiva. No obstante, todo había sido más o menos controlable hasta el pasado verano.

Eric, profesor de Matemáticas, Física y Química, daba clase en un instituto bastante lejos de su pequeño piso. Para los dos, no estaba mal, pero él estaba harto de comerse atascos ida y vuelta día tras día, y mientras Andrea estuvo en básica, no le importó demasiado, porque ella estaba en un colegio cercano, se esperaban mutuamente y volvían charlando en el coche, pero hacía cosa de un par de años, cuando cambió de instituto para estar con sus amigos del bloque, su rendimiento académico bajó desastrosamente; el año pasado estuvo a punto de repetir curso, sólo a base darle clases él mismo y hacerla estudiar muy duro había logrado que salvase el año, pero Eric estaba harto de las amistades de su hija que tanto tiempo la hacían perder y de quiénes sólo aprendía a fumar, volver tarde, protestar y decir tacos, y tomó cartas en el asunto. En un instituto de las afueras, ya en zona de montaña, se quedó vacante un puesto de profesor, y Eric lo solicitó enseguida. ¿No le venía mal, tan lejos de su casa…? No, no le venía mal, porque se pensaba mudar.

Andrea, ocupada en estudiar para las recuperaciones, quejarse y protestar, no fue informada de nada, pero empezó a sospechar cuando su padre pareció tomar por costumbre salir todas las mañanas un par de horas y llevarse el coche, pero para cuando se le ocurrió revisar el historial de internet y descubrió páginas y páginas de búsqueda de vivienda, ya era demasiado tarde: su padre había apalabrado una. Se trataba de una bonita y coqueta casita de dos plantas con jardín y sitio para hacer una piscina pequeña, situada a cosa de cinco minutos en coche del instituto donde ahora daría clases, y donde también la había matriculado a ella. Cuando la chica se enteró de todo, montó en cólera, pero su padre tomó la decisión de no alterarse por nada, y durante varios días, lo logró y todo… pero finalmente, se le acabó la paciencia y las peleas fueron moneda corriente durante los días previos a la mudanza, durante la misma y en los apenas dos días que llevaban en la casa nueva. El doctor intentaba hacer comprender a su hija que ahora viviría más cerca del instituto, que le pagaban más aquí, que la zona era más limpia y bonita, el nivel académico más alto… pero Andrea le acusaba de haberle robado a sus amigos, su barrio, su vida y de tratarla como a una niña pequeña. No conseguía entenderla. Ojalá hubiera un modo de descifrarla, de llegar a ella…


El dr. Eric recorría el instituto, sabía que tenía que ver al jefe de estudios, d. Renato Homobono, pero no lograba encontrar su despacho, ¡se suponía que estaba en el tercer piso…! Desorientado, bajó de nuevo a recepción y miró por tercera vez el plano. Ya hacía rato que había sonado la campana, y todo parecía desierto, pero entonces, entró un joven con largo cabello rizado y una perilla cuadrada ligeramente larga. Vestía vaqueros y camiseta de algún infernal grupo de rock, y el doctor le abordó.

-Buenos días, hijo, perdona, ¿no sabrás dónde está el despacho del jefe de estudios? – El joven sonrió.

-Sí, tengo alguna idea, ¿quiere que le acompañe? – Eric devolvió la sonrisa con infinito alivio y asintió, ¡qué suerte! Lo mismo aquél chico era algún gamberro y por eso conocía bien el despacho, pero fuera como fuese, a él le había venido de perlas. El joven le guio por los pasillos hasta el tercer piso, pero por otras escaleras distintas a las que él había usado, y llegaron frente al despacho. Le abrió la puerta. – Después de usted.

-Gracias, ¿no sabes cuándo vendrá él, verdad?

-Más bien sí. – sonrió de nuevo, y ante el asombro del matemático, se quitó la cazadora vaquera y se colocó una bata blanca. – Justo ahora. Bienvenido, doctor Salcedo.

Eric tuvo que acordarse de cerrar la boca. Ya le habían advertido que el jefe de estudios era un hombre joven, pero… pero… ¡Si no parecía mayor que los chicos!

-Haré veintiún años en octubre. – dijo el maestro, anticipándose a la pregunta de Eric. – Me llamo Renato, pero aquí todos me llaman Nato . Lo de “sr. Homobono”, no va mucho conmigo. Soy doctor en Matemáticas y Ciencias exactas, en Medicina, en Humanidades y en Química. Hablo un par de idiomas, y ahora también estudio Música. Nací con ventaja, eso es todo. Espero que se encuentre muy a gusto entre nosotros.

Eric sonrió y pasó a presentarse él. Doctor también en Matemáticas, licenciado en Física y Química, autor de varios libros, de textos escolares… Nato le dio la bienvenida formalmente y le entregó su horario de clases y un mapa del centro para que no se extraviase.

-Ya verá que en dos días, lo conoce todo. Le recuerdo que la Universidad y sus instalaciones, forman parte del complejo y están a su disposición: biblioteca, cafeterías… gimnasio incluso. – Eric asintió. Sólo esperaba que Andrea se acostumbrase, ¡era todo precioso, tan bien equipado, tan moderno…! – Una cosa debo advertirle.

-Diga.

-Parte del Instituto será puesto en obras dentro de pocas semanas, y he considerado mejor repartir los despachos y seminarios a principio de curso y no cuando la fecha se nos eche encima – Eric asintió, sí, era lo más juicioso – A algunos profesores, he tenido que mezclarlos. Quiero decir que, durante el primer trimestre al menos, su despacho será compartido. Confío en que no le moleste.

-¡Desde luego que no! ¿Con quién…?

-Con la señorita Dalia. Es profesora de Lengua y Literatura.

-…Ah. – Eric intentó seguir sonriendo, pero Nato se dio cuenta.

-Creo que mi decisión, no acaba de ser su agrado. Lo lamento, el resto de profesores de ciencias hicieron sus grupos antes de que usted llegara, y…

-No es nada, no se preocupe, no tiene importancia. Es sólo que las letras puras, nunca han sido un ramo de mi simpatía… ¡pero no importa! – Eric se despidió del Jefe de estudios, dispuesto a dirigirse a su primera clase, pero ya en la puerta, se volvió. – Nato… ¿querrá, por favor, no decir por ahí… acerca de mi error con usted? ¿Perdona que le llamase “hijo”?

Nato soltó la sonrisa.

-Créame: llevando esta melena y con mi modo de vestir, no es ni mucho menos lo peor que me han llamado.


-Durante ésta primera evaluación, descubriremos la métrica y nos ocuparemos de los aspectos técnicos de los diferentes géneros literarios, lo que significa que no sólo nos dedicaremos a contar sílabas, sino que escribiremos nuestros propios poemas, cuentos… ¡No pongáis esas caras, vais a ver que es muy divertido! Tened en cuenta que la literatura, es un arte, y como tal, en ella no hay respuestas equivocadas. Tendréis que respetar algunas normas de métrica, de ortografía y gramática, sí, pero de ahí para fuera, podréis escribir de lo que queráis. Sí, también de lo que estáis pensando. Y os prevengo que lo leeréis aquí, frente a vuestros compañeros… Espero que eso, no os coarte para escribir de lo que gustéis. – La señorita Irina perdió de golpe la sonrisa – David, si lo que digo no te interesa, al menos hazme el favor de estarte calladito y quieto, ¿crees que podrás?

-¡Claro, profe! ¡Cuando más calladito y quieto me estoy, es después de pajearme! ¿Me deja que me pajee, profe? – soltó el que se llamaba a sí mismo “Dave” y la clase estalló en carcajadas. Ni siquiera Andrea pudo evitar reírse ante la burrada. La joven pensaba que dña. Irina le echaría fuera de clase, pero fingió reírse también y le contestó:

-David, si dependiera de mí, me daría igual, pero no quiero que seas el hazmerreír de tus compañeras cuando vean la ridiculez que calzas. – todos los chicos estallaron en carcajadas sonoras - Aparte de que te moverías mucho hasta que lograses encontrártela. – Muchas de las chicas estaban completamente rojas, y se reían tapándose la boca – Por no mencionar que dudo mucho que te haya llegado la edad de tener erecciones, tu mamá nos dijo que aún usabas calzoncillos correctivos por si te escapaba el pipí. – La clase era un carcajeo general, muchos chicos lloraban de risa y se agarraban la tripa. Mientras las risas cesaban, la srta. Irina se acercó al pupitre de David y le habló en voz muy baja, sin dejar de sonreír – Hijo, tú vas mientras yo ya vengo de vuelta. Las burradas, te las guardas para los días de fiesta. Otra “gracia” similar, y no te voy a poner en ridículo hablando, te vas a llevar una nota de expulsión pegada a la cara del bofetón que te daré. Y para empezar, tienes un punto menos en el próximo examen que hagamos. Te lo dije el año pasado: Para chulina, la señorita Irina.

David agachó la cabeza, fastidiado, mientras sus condiscípulos paraban de reír. La intención de la maestra había sido que sólo le oyera él, pero Andrea, sentada justo detrás del chico, lo había oído todo. Por un lado, sabía que le estaba muy bien empleado, pero por otro… “A papá no le gustaban mis amigos del barrio… ¿y si aquí me echara a otros peores?”


-¡Bienvenido! ¿El sr. Eric Salcedo? – preguntó una voz juvenil, y Eric la miró. Era una mujer joven, de cabello corto y moreno y ojos muy verdes.

-Sí, buenos días. ¿La señorita Dalia?

-Sí. Bueno, Dalia a secas. – la joven le ofrecio la mano y el doctor se la apretó, y, para su sorpresa, la mujer devolvió el apretón con fuerza. – Parece que compartiremos despacho unos meses.

Eric asintió, elevando las cejas y sonriendo, y se sentó en su mesa. Era la hora posterior al recreo, tenía una hora libre, y falta le hacía, tenía que hacerse un buen esquema. La primera hora lectiva no había estado mal, los chicos se habían mostrado un tanto sorprendidos de que empezase a dar clase de inmediato, nada más saludarles, sin darles un pequeño resumen de lo que sería el curso ni nada así… mal, mal, mal, sin duda estaban acostumbrados a “el primer día no se hace nada”, y eso con él, no iba. Luego, llegaba Junio, el tiempo se echaba encima, y quedaba casi un tema y medio sin ver, no, no. Veamos… la siguiente hora, sería de Cuarto. Tendría que ver cómo iban los chicos y a partir de ahí, empezar con los logaritmos. Quizá sería mejor hacerles un pequeño examen de grado, sin importancia, para ver qué nivel llevaban. Si Andrea no le hubiera distraído tanto en los últimos días, podía haberlo llevado preparado. Bueno, aún tenía una hora, tiempo más que suficiente para hacer exámenes de Cuarto y Quinto, que serían sus clases siguientes. Dicho y hecho, se puso de inmediato a teclear preguntas en el ordenador y a resolver ejercicios a toda velocidad. En cuanto los tuvo, sonrió y pulsó la petición de imprimir.

El gemido de la impresora le llegó de lejos, y apartó la cara del monitor. La impresora estaba en el otro extremo del despacho, donde estaba la mesa de la otra profesora. Vaya… tendría que hablar con ella por fuerza.

-Perdone – intentó sonreír – He mandado una cosita a la impresora, ¿sería tan amable de acercármela?

La mujer, que estaba leyendo un grueso volumen mientras comía pan y chocolate, asintió, tomó las hojas y se las acercó mientras las miraba.

-Esto… es un examen.

-Gran capacidad de observación. – dijo Eric.

-¿Ya está planeando los exámenes?

-No. Es un examen para comprobar la capacidad de mis alumnos.

-¿Piensa ponerles un examen el primer día? ¿Nada más volver de vacaciones?

-Sí. – sonrió – Así podré ver qué nivel tienen los chicos. – Eric intentó tomar las hojas, pero ella separó la mano para leerlas.

-Después de vacaciones, ninguno – sonrió ella – Hasta un alumno de sobresaliente sacará una nota pobre. ¿Para qué curso es?

-Ese, para Cuarto – contestó Eric tendiendo la mano hacia los papeles, pero ella no se los daba, seguía mirándolos mientras con la otra mano se llevaba a la boca el panecillo. - ¿Podría…?

-¿Cuarto? ¡Pero si ha puesto un ejercicio de cálculo de límites! ¡Se supone que eso, lo aprenden éste año!

-¡Es bueno que me dejen ver qué capacidad de resolución tienen sobre problemas que no han visto antes!

-¡Pero esto no es un problema, es una abstracción! ¿Cómo van a resolverlo si no lo han visto en su vida?

-¡Pues… pensando! – contestó el doctor, como si fuera la cosa más normal de la Tierra. Y para él, la era. - ¿Me permite?

-Cómo no, tenga. – le dio las hojas. – Si saca más copias, dígalo. – Eric asintió, pero pensó que sería mejor sacar el resto de copias cuando ella no estuviera. Y tuvo suerte, poco después, la mujer recogió sus cosas, le saludó y se marchó. El doctor sonrió, ¡ahora podría imprimir tranquilo! Dio la orden y oyó el ruido de la impresora. Miró el reloj. Aún le quedaba cerca de media hora, bien podía tomarse un cafetito, de modo que fue a la máquina, se sacó un café solo y volvió. La impresora estaba silenciosa, ¡qué bien, ya había terminado!

Tomó un sorbo del café, lo dejó en su mesa y fue a la impresora, pero allí había sólo cuatro o cinco folios impresos. “¿Qué sabotaje pretende hacerme ésta maquinucha?” pensó el doctor. Se llevó los folios a su escritorio, y allí vio el mensaje del monitor: “La impresión se ha cancelado. Problema con la impresora”. Eric aceptó el mensaje, y apareció otro: “Recargue papel”. ¡Así que era eso! Bueno, no importaba, tenía allí mismo un paquete de folios. Lo abrió, y se dirigió con él a la impresora. Era un modelo distinto a la suya. Soltó los folios y buscó la apertura. Qué raro, parecía hecha de una sola pieza… pero no podía ser, ¿cómo iba a ser de una sola pieza? Veamos, ¿por dónde se alimentaba de papel?

Eric buscó y rebuscó por todo los lados del aparato, pero éste sólo parecía tener la bandeja de salida del papel, ninguna de entrada. Probó a poner el papel en la bandeja de salida, pero no lo reconocía. Tanteó con los dedos, la meneó, buscó palancas, volvió a su ordenador, regresó a la impresora, buscó ranuras, pulsó botones, la empujó, volvió al ordenador, consultó en google por el modelo de impresora, llegó a la conclusión de que no tenían bien los drivers, los buscó y descargó, los instaló, reinició la impresora, reinició el sistema, probó... y ante la repetición del error, perdió la paciencia.

-¡Estúpido montón de chatarra cabezota, ¿quieres imprimir de una vez?! – le gritó a la impresora y le dio un manotazo en un lado, pero ni aún así hizo aparición la bandeja de papel. Resopló y al levantar la vista deseo que se le tragara la tierra. La señorita Dalia, apoyada en el vano de la puerta, le miraba y sonreía.

-¿Me permite?

-¡Adelante, a ver si usted tiene más suerte! ¡Esta impresora tiene que estar defectuosa, no sé a qué cabeza de bolo se le ocurre hacer una impresora sin entrada de papel, ¿es que esperan que uno se compre una impresora nueva cada…?! – y entonces, la señorita Dalia giró un lateral de la máquina, y éste se abrió, revelando un cajón vacío. La mujer lo cargó de papel, lo cerró, y la memoria del aparato hizo que recuperara la impresión - …Funciona.  – Eric la hubiera besado.

-Todo tiene su truco. – sonrió ella. – El matemático se la quedó mirando mientras la impresora terminaba las copias, y él se bajaba de nuevo las mangas de la camisa que se había arremangado durante su altercado con la tecnología reprográfica. Ya las tenía todas y se disponía a marcharse a su clase, cuando la mujer le llamó – Doctor. – él se volvió, y notó que la mujer casi parecía luchar consigo misma, pero habló - ¿Ha visto… se ha dado cuenta de lo terriblemente frustrante que puede ser enfrentarse sin ayuda a un problema del que no sabes NADA?

Eric asintió y miró las copias que llevaba.

-Sí. Creo que tacharé ese ejercicio. Y… creo también que no lo haré como un examen. Lo haremos como ejercicio de clase, en común. Les ayudaré. – la sonrisa de la profesora de Literatura, hubiera podido iluminar una avenida – Gracias otra vez.


-…Es una insulsa ama de casa, que lo único que ha hecho en su vida ha sido estudiar y casarse con una rata de biblioteca, y criar. Eso es todo lo que ha hecho. Bueno, y enchufar a sus hijitos, claro está. – dijo David, mordiendo su bocadillo del recreo.

-¿De veras? – Preguntó Andrea.

-Claro que sí. Aún estaban aquí el año pasado. Kostia el matón y Román el perfectísimo. Siempre sacando las mejores notas, qué casualidad. La que queda ahora es su hermana, Olivia la princesita relamida… ya está en último curso, menos mal. Ya verás la hostia que va a pegarse en la Universidad, allí donde no tendrá a su mamaíta para que le apruebe los exámenes, ni a su primísimo para que la promocione los cursos. Entonces seré yo el que se ría.

-Ay, ya te gustaría… - interrumpió otro chico la conversación. Era mayor que ambos, aunque no mucho más alto, llenito, moreno, de nariz algo grande y cara traviesa. Llevaba un bocadillo mayor que el de David y ella juntos, y se sentó junto a Andrea sin esperar que nadie le invitara.

-Lárgate, Octavio. Vete con la Dulce, que es la única que te aguanta.

-Pues ya me aguanta uno más que a ti, ¡envidioso! Te escueza o no te escueza, las notas que saca Olivia son de ella, ¿te jode que saque sobresalientes? ¡Estudia y sácalos tú! – David fue a contestar, pero el chico cambió el foco para dirigirse a Andrea – Me llamo Viteto . Y los hijos de la señorita Irina son… como mis primos. Me he criado con ellos. Nunca les han regalado un punto, a ninguno.

-Ya. Eso es lo que dicen siempre de los hijos de los profes. – rebatió Andrea. – Mi padre es profesor y es la primera vez que estudio donde él da clases, porque nunca ha querido que nadie me favorezca.

-¿Eso quiere decir que va a empezar a favorecerte ahora? – preguntó Viteto.

-¡No! ¡Ja, ojalá! ¡Pues no es rígido mi viejo ni nada…!

  • ¿Y si no te lo hacen a ti, porqué te crees que sí se lo hacen a los demás?

-Bueno… es muy sospechoso pasar toda la educación sin suspender nunca nada, y que seas hijo de una maestra y del bibliotecario.

-¡Claro que sí, es mucha casualidad! – apoyó David  - Seguro que su madre ha hecho que aprueben más de una vez con sus otros profes amiguitos. Debe tener callos en la lengua de tan… - David no llegó a acabar la frase. Viteto se incorporó y le metió tal bofetón que le hizo escupir el trozo de bocadillo que tenía en la boca. Andrea se asustó, David intentó defenderse, pero Viteto le metió un empujón con desprecio. Lo bastante fuerte como para hacerle saber que no debía intentar devolver el golpe si no quería seguir cobrando, pero lo bastante desdeñoso para que supiera que no le iba a sacudir más. A no ser que se lo buscase.

-Delante de mí, a la señorita Irina la tienes respeto. – masculló el joven – Yo seré tan cateado y repetidor como tú, ¡más que tú! Pero yo no me escudo en el “me tienen maníiiiiiiiiia, la seño tiene favoriiiiiiiitos”.

-Eres un idiota y un abusón de mierda – se le encaró Andrea - ¡Vete! – Viteto retrocedió.

-Me largo. Éste imbécil no se merece que me haga daño en la mano… pero tú no demuestras mucha inteligencia quedándote cerca de él, ¿quieres que te eche en cara cada examen que tú apruebes y el catee?

-Yo me quedo con quien quiero. Y no pienso quedarme con alguien que saca la mano tan alegremente.

-No, tú prefieres a los que insultan alegremente, ¡pues que te aproveche, niñata! – Viteto se largó sin mirar atrás, y, viéndole lejos, David se engalló.

-¡Sí, lárgate! ¡No hace ninguna falta que vengas aquí a hacer el artículo de lo buenecitos que son tus amiguitos profes…! – Miró a Andrea – Porque estabas tú delante y no quería dar el espectáculo, que si no, le piso el cuello… a ése lerdo un día voy a ajustarle las cuentas. Y a la Irina también. La próxima vez que se le ocurra reírse de mí, me voy a levantar y le voy a dar tal bofetada a esa zorra…

-Claro que sí, no tiene ningún derecho a hablarte así, ¿quién se ha creído que es? ¡Me revienta que los profesores se piensen que no tenemos derechos! ¡Mi padre hace igual!

-¡Cómo te comprendo, Andrea! ¿Sabes que tenemos mucho en común…?


Los días pasaron lentamente, y Eric se dio cuenta de que la señorita Dalia no era ninguna poetisa medio chiflada como él había temido, sino una mujer muy simpática. Ella y la señorita Irina eran las profesoras de Lengua y Literatura más cabales que jamás había conocido, y Dalia por su parte, le hizo saber que él era el profesor de Matemáticas más humano que había visto, “la mayor parte de profesores de mates parecen pensar que su asignatura, es la única que vale para algo de todo el temario, y que ellos son perfectos y no cometen errores jamás”. Eric se rio cuando le dijo aquello, ¡pues sí que estaba él para hablar de infalibilidad en algo…! “Si algo sé, es que estaré aprendiendo hasta el día que me muera. Ya lo único que aspiro a entender, es a mi hija”. Dalia se mostró interesada por eso, ella tenía intención de tener niños algún día, y Eric le explicó que desde que su hija ponía dos cifras en su edad, era más y más difícil entenderla; no parecía estar interesada en estudiar, ni en formarse, ni ser nada cuando fuese mayor…

-Un día, tienes en tu casa a tu hija. – dijo Eric aquél jueves lluvioso de otoño, los dos en el despacho, tomando juntos el café del recreo y compartiendo a medias el bollito de pan y el chocolate que había traído ella, y el sándwich de queso y mortadela que había traído él. – Y tu hija, oh, tu hija es una niña preciosa. Una niña estudiosa que a veces cecea un poco por que los dientes no le han salido todavía del todo. Una niña amable, dulce, que cuando te ve de lejos, deja todo y sale corriendo a tu encuentro, así es tu hija un día. Y al siguiente, esa niña ha desaparecido. Se ha ido para siempre, y de golpe, encuentras que en tu casa hay un ser extraño que ya no es tu niña, pero que tampoco es una mujer. Y se obstina en que la trates como una mujer, pero a veces exige ser tratada como una niña. Y hagas lo que hagas con ella, siempre te equivocas, porque la tratas como niña cuando ella quiere ser adulta, y cuando le hablas como a un adulto, resulta que quiere ser una niña…

-¿Sabes? Creo que le das demasiadas vueltas a las cosas. – Eric la miró sin comprender. – Verás… tu hija te tiene cogido el pan debajo del brazo, y lo sabe. Tú no sabes quién es ella, pero ella sí sabe quién eres tú: su papá. No su padre, sino “papá”. Siempre la vas a ayudar en todo, siempre vas a asumir tu culpa en todo lo que hace ELLA. No la dejas asumir consecuencias.

-Claro que no. – contestó con sencillez – Soy su padre, estoy precisamente para eso, para que no tenga que sufrirlas.

-¡Ahí te equivocas! No sería sufrirlas, sería “asumirlas”. No presumas que si no estás tú para velar por todo, ella va a sufrir. El verano pasado, cuando suspendió, ¿no te dijo ella que prefería repetir curso, en lugar de pasarse el verano estudiando? – Eric asintió, con la boca llena de pan y mortadela -  ¿Por qué no la dejaste?

-Pofque… - tragó - ¡Porque hubiera perdido un año de estudios!

-Eric... En primera, ¿eso te parece realmente tan grave? Y en segundo lugar, ¿crees que eso, no lo habría visto ella misma? ¿Crees que le hubiese gustado, siendo una adolescente como es, encontrarse de pronto en una clase llena de “niños”? ¿De “bebés”? – El matemático negó con la cabeza. – Claro que no. Lo hubiera detestado. Y puede que al principio te hubiera culpado a ti de eso, “debiste haberme obligado a estudiar, padre irresponsable, negligente”… pero entonces le hubieras dicho que eso era exactamente lo que ella quería hacer, y ahora sabía que sus actos, tenían consecuencias, y ella debía asumirlas.

El profesor se quedó pensativo. Con frecuencia se lo habían dicho, y lo había pensado él: “mimas demasiado a esa niña… es hija única, tú eres viudo y te vuelcas demasiado en ella… no le falta cariño, le sobra protección…”. Es posible que tuviesen razón, él siempre había asumido que, al criarse sin su madre, le faltaba la mitad del amor que a los demás niños, y por eso siempre había intentado serlo todo para ella, estar con ella todo el tiempo y protegerla de todo. Él conocía a madres solteras que a veces salían solas, y no por ello desatendían a sus hijos. Él nunca se lo había permitido a sí mismo, ni había permitido a Andrea que cometiese prácticamente ningún error que él pudiera evitarle.

-Mañana es viernes – dijo Dalia – Sé que los viernes por la tarde, le repasas a tu hija los deberes de la semana, le tomas las lecciones y le revisas la agenda. Y eso estaba muy bien cuando ella tenía ocho años, pero no cuando tiene dieciséis. ¿Te gustaría salir conmigo mañana por la tarde, y decirle a tu hija que confías en ella para que lleve sus estudios al día?

Hacía catorce años que Eric no salía sin su hija, no digamos ya con una mujer. Miró a Dalia y casi por primera vez, fue consciente de lo mucho que le brillaba el pelo negro, de los grandes que tenía los ojos verdes y de lo vivo del color rojo con que se pintaba los labios. Sonreía, le miraba ladeando la cabeza y enrollándose el dedo índice en un mechón oscuro de su melena. El estómago le tembló, un temblor agradable, y asintió.


-Papá, en lugar de peinarte, ¿has considerado la opción de sacarte brillo? – comentó, con cierto veneno, Andrea cuando le vio peinarse el cabello gris. Es cierto que casi la mitad de la su cabeza estaba limpia de pelo, pero el que quedaba –como de la coronilla hacia atrás-  era aún abundante, y aunque fuera gris, era bonito.

-Muy graciosa. – contestó él y cerró la puerta del baño antes de que su hija preguntase más. Se miró al espejo y estuvo tentado de echarse hacia delante parte del cabello, o peinarse parte de lado para tapar algo más,… pero desechó la idea. Dalia estaba acostumbrada a verle tal como estaba, no había razón para fingir lo que no estaba. Se había puesto el traje marrón, la camisa blanca y la corbata de color rojo oscuro, y se trataba de un traje casi nuevo, sólo se lo había puesto tres veces desde que lo compró, hacía dos años… y además, era el único cuya chaqueta no tenía coderas cosidas. Se puso la colonia cara, esa que le dio dinero a Andrea para que se la regalara a él mismo. Al echarse la colonia y recordar aquélla Navidad tan feliz con su hija, sintió un poco de culpabilidad, pero enseguida la reprimió. Sabía que aquello les vendría bien a ambos, Andrea tenía que crecer para todo, y él tenía derecho también a vivir como persona, además de como padre. Salió del baño y bajó al salón, donde Andrea decía que estudiaba, pero tenía puesto en la tele un programa musical.

-¿Qué tal estoy? – preguntó.

-¿A dónde vas? – dijo ella por respuesta.

-Te lo dije anoche, he quedado con algunos compañeros. – sonrió – Iremos a tomar un café, y quizá cenemos, aunque no creo.

-¿Por qué tú sí puedes salir, y yo tengo que quedarme estudiando? ¿No vas a ayudarme a repasar los ejercicios hoy? ¡Luego dirás que es culpa mía si los tengo mal!

-Andrea, acerca de eso, he estado pensando últimamente. – dijo Eric. – Y creo que tienes razón en parte. A veces, soy demasiado protector contigo; lo de usar la tarde del viernes para fiscalizar todo lo que haces durante la semana… ya eres demasiado mayor para eso, ¿no crees? – Andrea asintió, no del todo convencida – Por eso, he pensado, que voy a darte mayor libertad. Vas a llevar tú tus estudios del modo que tú creas más correcto. Si esta tarde prefieres salir, puedes hacerlo.

-¡Genial, papá! – Andrea saltó del sofá y abrazó a su padre.

-¡…Siempre y cuando lleves todos los deberes hechos el lunes, eso sí!

-¡No tendrás queja, papá! – prometió la chica y corrió por la escalera a arreglarse. Ni diez minutos después, bajó. La verdad que aquélla falda, a Eric no le gustaba nada, pero al menos llevaba un jersey, amplio, pero jersey. - ¿Qué tal estoy?

-¿¡A dónde vas?! – preguntó ahora el matemático.

-Mis amigos han quedado, y voy con ellos. – Eric le preguntó si ahora pensaba irse hasta su antiguo barrio, pero Andrea negó con una sonrisa – Mis amigos de aquí. He hecho amigos aquí.

-¡Cielo, cuánto me alegro…! Me gustaría conocerlos, eso sí, porque…

-Papá… - amonestó la chica.

-Tienes razón, Andrea, “más libertad”, eso es lo que hemos quedado. Bueno… Yo no creo que vuelva muy tarde, seguramente a eso de las nueve estaré aquí, me gustaría que volvieras a eso de las diez… ¿y media? – extendió la hora un poquito. Andrea dijo a todo que sí, y salió como un rayo, camino hacia el centro del pueblo. Eric cogió el coche y se dirigió a recorrer a Dalia, con el corazón dividido. Por un lado, sentía que lo que hacía estaba bien y que tanto él como su hija tenían derecho a crecer en todos los aspectos. Por otro, le parecía estar traicionando a su hija, a su fallecida esposa, a los padres de ésta, y hasta a sí mismo. Pero cuando la señorita Dalia salió de su casa con una falda casi tan corta como la que llevaba su hija, con una blusa negra de escote picudo que dejaba ver el canalillo, y cuando se metió en el coche y el delicioso olor de su perfume le inundó la nariz, ya no lo pudo seguir pensando.


El Café Royal era un lugarcito encantador. Eric no lo conocía, pero la señorita Dalia sí, y le aseguró que además de bonito, hacían unos cafés riquísimos en él. Se sentaron en una de las mesas de esquina, en un rincón recogido y discreto. El local estaba apenas iluminado, la mayor parte de la luz procedía de pequeñas lamparitas que había en cada mesa y que daban una luz indirecta, suave y atenuada. Suave jazz sonaba de fondo y Eric intentaba leer la carta, pero dos lamparitas verdes atraían constantemente su atención. Dalia no dejaba de mirarle, sentada junto a él, en la parte de sillón que daba al pasillo.

-¿Quieres pedir por mí? – preguntó el matemático, y la mujer tomó la carta y la estudió. Ella la conocía, pero se preguntó qué podría gustarle más a Eric. Cuando eligió, en lugar de esperar al camarero, ella misma se levantó a pedir, y Eric no pudo evitar fijarse en que la faldita se le había subido un poco por las piernas y en cómo se la estiró al levantarse; su cadera se movía de un modo sinuoso, como una serpiente. Cuando caminó, sus piernas, caderas y nalgas se combinaron en un movimiento perfecto. Confusamente pensó que le gustaría encontrar una función, una tabla de valores que describiese tan espectaculares curvaturas… pero no lo logró.

La señorita Dalia volvió y se dio cuenta de cómo la miraba el profesor, y se le escapó una sonrisita apurada. A propósito o no, Eric había apoyado el antebrazo sobre el cabecero del sillón, de modo que cuando ella retomó asiento a su lado, podría parecer que estaban a punto de abrazarse. Segundo después, apareció un camarero que dejó sendas copas frente a ellos y una bandeja con seis pastitas de mantequilla.

-¿Qué es esto, helado? – preguntó Eric apenas se marchó el camarero.

-No, es lo que aquí llaman café suizo. Café, leche condensada, chocolate, nata, virutas de chocolate, y un toquecito de licor.

Eric sorbió de la pajita. Hasta ese momento, su mundo se había compuesto, metafóricamente hablando, de líneas rectas dispuestas ordenadamente en una pulcra cuadrícula, pero apenas el aroma del café le llegó a la nariz, notó que esas líneas rectas empezaban a ondularse, y enseguida a disponerse en círculos, espirales y curvas sin fin que se cruzaban en una extraña armonía de divertido desorden. De repente, fueron los aromas y las sensaciones las que tomaron el mando; el olor amargo y denso del café le bajó por la garganta y le quemó el pecho, dándole un calor delicioso mientras el amargor se quedaba en su boca y lo notaba en su paladar. Un “Hmmmmmmmmmmmm” largo, se le escapó, ¡qué cosa tan rica!

-Mézclalo – le aconsejó Dalia – Mézclalo todo, y sabrá aún mejor.

Eric la miró con desconcierto, ¿¿¿aún mejor??? Obedeció, tomó la cucharilla larga y la introdujo en la copa… pero primero, probó un poquito de la nata con virutas de chocolate, ¡qué delicia! ¡Qué dulce estaba! Lo mezcló todo con cuidado de que no se cayera nada y probó de nuevo. Hubiera podido llorar de gusto. Saboreó el café con los ojos cerrados, notando el delicioso cambio de sabores, el amargo del café, el dulce de la leche condensada, la intensidad del chocolate, la suavidad de la nata, el picorcito del licor… Para un hombre acostumbrado a los cafés de máquina y a la comida casera sin variaciones, aquello era el Paraíso. Mientras saboreaba, miró a Dalia. Ella también tenía los ojos cerrados en una expresión de placer, y Eric se dio cuenta de que no sólo era bonita, sino que le gustaba. Le gustaba cómo bebía café, le gustaban los bocaditos minúsculos con los que comía pan y chocolate, le gustaba el sonido de su voz, su olor, el modo en que pasaba cinco minutos colocando todo perfectamente alineado antes de ponerse a hacer nada, y le gustaba cómo ella encontraba palabras siempre para todo. Antes de poderse dar cuenta, se había arrimado más a ella, de nuevo el brazo en el reposacabezas del sillón, y su otra mano reptaba por la mesa, buscando las de ella.

Dalia se dio cuenta, y su estómago giró. Ella también lo quería, pero no esperaba que el honesto y rígido profesor de matemáticas se lanzase de forma tan decidida. Se volvió hacia él, y en sus ojos de color verde grisáceo, vio una sed de cariño muy elevada. Dejó su copa en la mesa, y al hacerlo, rozó con los dedos la mano de Eric; por reflejo estuvo a punto de retirarse, pero el matemático la tomó con la suya. El corazón de Eric había doblado su velocidad habitual, y sentía que era su deber decir algo.

-Dalia… yo… me gustaría decirle… expresarle que… Estar con usted, me es en extremo agradable…

-¿Intentas decirme que te gusto?

-…Esa concisión, tiene la belleza y a la vez la exactitud de una operación simplificada. – sonrió Eric.

-¡Tú a mí también! – las manos de ambos se apretaron y acariciaron mientras el matemático la atraía hacia sí. Eric sentía su estómago girando, se moría de ganas de besarla, pero le daba timidez intentarlo; Dalia le acercó más la cara, mirando la sonrisa del doctor, y él, viendo que ella estaba completamente de acuerdo, la miró a los ojos y  aún se hizo esperar unos segundos para saborear la impaciencia, pero al fin cubrió la última distancia y sus labios se apretaron contra los de ella. Fue breve como una chispa e igual de intenso. Los dos sonrieron y se frotaron por un momento mutuamente la nariz. Y entonces Dalia le tomó de la nuca y le atrajo con rapidez, como si temiera que Eric fuese a escaparse, y le plantó un beso largo en el que su lengua pidió paso con urgencia. El matemático puso los ojos en blanco y la abrazó por la cintura, devolviendo el beso con pasión. Su boca se dejó penetrar por la lengua de Dalia y su lengua le dio la bienvenida con suaves caricias húmedas. Su beso sabía a café y a pastas, y era tan dulce, tan intenso… La mano con que la mujer le abrazaba bajó descaradamente, le tomó la pierna y le hizo ponerla sobre las suyas para estar aún más juntos, y empezó a acariciarle por el interior de los muslos.

-¡Por favor, señorita Dalia, ¿pero qué hace?! – susurró Eric, aprovechando para tomar aire. La maestra retiró la mano.

-¿Voy muy deprisa…?

-¡No, digo que qué haces parándote ahí, mujer, sube…! – Eric le llevó la mano de nuevo a su muslo y la invitó a acariciar más arriba. Dalia sonrió con los labios entreabiertos y le miró a los ojos mientras su mano tocaba el bulto candente que Eric tenía bajo el casto pantalón de pana sujeto con tirantes. Frotó y el matemático luchó por no cerrar los ojos de gusto, ¡qué placer! La abrazó contra su pecho y suplicó en su oído que siguiera, que por favor no retirase la mano… “Voy a volver a casa con los calzoncillos empapados, pero me da igual, ¡me encanta!”, pensó. Disfrutó de la dulce corriente que le recorría la espalda cada vez que ella apretaba su virilidad, ¡qué bueno! ¡Hacía años que no sentía ese maravilloso cosquilleo picante! Mmmmh, sabía hacerlo, Dalia sabía hacerlo muuuuy bien, frotaba con cariño y apretaba ¡ah! Apretaba en la punta, y le daba mucho calor… La mujer le sonrió y le metió una pastita en la boca. Eric supo para qué - ¡Mmmmmmmmmmmmmmmmh… está deliciosa! ¡Más!

“Qué guapísimo está así, ¡está para comérselo!” pensó Dalia y le dio otro pastel. Mientras Eric ponía los ojos en blanco, ella le abrió la cremallera y le sacó el miembro de los pantalones. El matemático tosió y la miró casi con pavor. Dalia asintió y una enorme sonrisa coronó el rostro del doctor. Se hizo un poco hacia abajo en el asiento para estar más cómodo. Sabía que nadie podía verles, el manejo lo llevaban bajo la mesa y el local estaba oscuro; el resto de parejas estaban a lo suyo, y era probable que alguna otra persona del local lo estuviera pasando tan bien como él, pero aun así, hacer algo semejante en un lugar público le excitaba muchísimo. Dalia empezó a frotarle la polla con una mano mientras se recostaba en su pecho. Eric la abrazó y se dejó llevar por las sensaciones, dulcísimas sensaciones que le embriagaban. Sabía que no aguantaría mucho, el cosquilleo celestial era demasiado fuerte, él llevaba demasiado tiempo sin sentirlo y Dalia le gustaba mucho, pero estaba dispuesto a disfrutar de esos minutos como si fueran los últimos.

Dalia quería hacerle gozar y no le daba tregua, le frotaba deprisa, con ansia, y poniéndole esa sonrisa traviesa en su cara de muñeca. Le apretó por la punta y Eric pegó un brinco, ¡qué gusto! “Ahí, por favor… por favor, ése es el puntoo…” susurró el matemático en el oído de Dalia y ella le besó la cara entre gemidos y obedeció. Frotó en el glande, notando las gotitas de humedad que se escapaban del miembro de Eric y que le hacían resbalar los dedos, y aumentó la velocidad. Eric la apretó con fuerza contra sí, y aunque intentó no cerrar los ojos, estos se le cerraron de placer. Un picor travieso le mordía el glande y cuando ella lo acariciaba, hacía que las cosquillas aumentaran más y más. Su cuerpo se encogía, acalambrado de gusto, y notaba su bajo vientre arder de deseo. El picorcito simpático crecía y crecía, parecía hacer círculos en su glande y sus testículos, expandirse por su vientre y todo su cuerpo. Llegaba al final, podía notarlo, podía sentir que el picor quería reventar. Con esfuerzo, logró abrir los ojos para mirar a Dalia e intentó abrir la boca para susurrar que le llegaba, pero sólo pudo boquear. Dalia le entendió y le besó, para impedir que gimiera, y Eric se tensó, ¡se corría! Un placer increíble se expandió en su miembro y le bañó el cuerpo, recorrió su columna y le hizo temblar las piernas mientras el alma se escapaba entre ellas y sus manos se crispaban en los hombros de su compañera.

Dalia le besó la cara, la nariz… la sonrisa extasiada que Eric no podía abandonar. Qué gusto… qué placer… ¡qué bienestar! Era deliciooooooso… Le pareció que su brazo pesaba toneladas, pero aun así logró coger un par de servilletas de papel del servilletero y se limpió. Le daba vergüenza pensar que la mayor parte de su descarga habría caído al suelo que para rematar la fiesta, era de moqueta, pero el placer había sido tan dulce, que… si se lo hubieran dicho segundos antes, no habría sido capaz de renunciar a él. La maestra no dejaba de hacerle mimos y Eric la besó, un beso largo lleno por igual de cariño, que de gratitud.

-¿Te apetece ir a mi casa? – preguntó en un susurro. Dalia asintió.


-¡Déjame respirar un poco…! – rio Andrea, colorada como un tomate, entre los brazos de David, que no dejaba de besarla.

-No puedo, ¡no puedo! Cuando te tengo así… - el chico era todo manos y boca. Andrea sabía por dónde paraba los viernes por la tarde, y no había tenido más que ir a buscarle. David, que sabía que los viernes ella estaba “prisionera de su padre y los deberes”, se alegró mucho de verla, y cuando se enteró que su padre había salido, más aún. Desde entonces, no había dejado de insistir que fueran a su casa. – Venga… vamos a tu casa, estaremos más cómodos allí.

-No… no es buena idea. Mi padre seguro que llega pronto, ¿qué diremos si estás allí?

-Que estamos charlando y ya. Me portaré bien, ¡venga! – David la besó de nuevo y Andrea siguió poniendo excusas, pero al mismo tiempo, mientras paseaban, tomaron el camino de su casa.


La casa de Eric era cálida y acogedora. Pese a tener dos plantas y el trastero del ático, en realidad no era muy grande, sólo tenía dos habitaciones; la principal era la de Eric, que tenía baño propio y que el profesor aprovechaba también como despacho. Por la fuerza de la costumbre, el profesor tenía cama de dos plazas en ella, pese a los años que hacía que dormía solo, y apenas Dalia vio la cama, se descalzó y, como quien no quiere la cosa, se sentó en ella.

-¿En qué lado duermes? – preguntó, riendo. El matemático tampoco podía dejar de sonreír y le dijo que dormía en el lado de la ventana. Dalia se tumbó sobre ese y olió la almohada – mmmmh… sí, aquí huele a ti.

Mientras estaba de espaldas a él, Eric cerró la puerta de la alcoba y se dirigió a la cama. En los escasos pasos que separaban la puerta de la cama, se descalzó con los pies, se bajó los tirantes y se soltó la cremallera del pantalón. Dalia le sentía tras ella y no se movió, sólo sonrió por lo bajo. Eric, con la respiración acelerada y el pantalón flojo, se tumbó a su espalda y la abrazó. Dalia emitió un gemido adorable al notar el calor que emanaba del cuerpo de su compañero,  y le acarició el brazo que él tenía en su cintura. Eric no acababa de creerse lo sucedido en el café, y tampoco podía terminar de creer que tuviese a una mujer en su casa, tendida en su cama, y que estuviese a punto de hacer el amor con ella. No lo dijo, pero agradeció la idea de haberse mudado hasta el infinito; en primera, porque así la había conocido. En segunda, porque aquélla ya no era la cama que en su día compartió con su mujer; es poco probable que hubiera sido de capaz de tener sexo con Dalia en la cama matrimonial. La profesora se volvió hacia él y le acarició la cara con el dorso de los dedos mientras Eric perdía los suyos entre el cabello negro azulado de la mujer, y se besaron. La lengua del matemático fue la primera en atacar en ésta ocasión y lo hizo con decisión, lamiendo los labios de Dalia para introducirse entre ellos deslizándose y buscando a su compañera, que salió a su encuentro de inmediato, deseosa de jugar.

Eric notó las manos de Dalia, cálidas y acogedoras, introduciéndose bajo su pantalón suelto, sacándole de sitio la camisa, retirándole la camiseta interior y acariciando la sensible piel de la espalda y la cintura, y no pudo reprimir un escalofrío. Al doctor le hubiera gustado decirle que se sentía en la gloria con ella, que lo del Café había sido bestial y que se había sentido… frágil. Pequeñito y mimado. Por primera vez en muchos años, alguien se preocupaba de darle mimitos a él, de consentirle, hacerle feliz y tenerle como a un caprichitos, y le gustaba muchísimo más de lo que hubiera podido pensar nunca. De veras que quería decírselo. Pero sencillamente no podía, su boca estaba demasiado ocupada besando. Dalia le desabrochó la camisa y él mismo se apresuró a quitarse la horrible camiseta de tirantes que llevaba debajo, mientras interiormente agradecía haberse puesto al menos unos calzoncillos bóxer decentes, en lugar de los horrendos calzoncillos largos que apenas apretaba el frío le gustaba llevar porque eran muy calentitos. Dalia se deshizo de la falda mientras Eric le desabrochaba la blusa, y apenas vio sus pechos cubiertos por el sostén negro, metió su cara entre ellos y se extasió en el calor y el dulce olor cálido que desprendían.

Con esfuerzo, logró Eric abrir la cama, y aún con los pantalones en las rodillas, aun llevando Dalia las medias, se metieron bajo las mantas y se abrazaron. Dalia quería decirle lo deseable que era en su ternura, en su manera tan dulce de buscar cariño, pero pensó que la mejor manera de hacérselo saber, era dándole placer. Terminó de quitarse las medias y las bragas, y ambas prendas se perdieron por entre las sábanas, igual que la ropa interior de Eric; la maestra se deslizó bajo él, y notó el tremendo calor que nacía de entre las piernas de su compañero, a quien se le escapó una sonrisa extasiada al sentir la suavidad de la mujer bajo su cuerpo. El matemático se contoneó sobre ella, gozando de la sensación mientras se miraban a los ojos y se dedicaban mutuas sonrisas. Dalia le acarició las piernas con los pies, y el cuerpo de Eric se acomodó solo. Un nuevo movimiento de caderas, y sus puños crispados se cerraron sobre la almohada y se mordió el labio inferior. Estaba dentro de ella.

La piel rosada de Eric se bañó de sudor en un momento y Dalia pareció a punto de llorar de emoción al ver la cara de gusto del matemático. Le acarició los costados, invitándole a moverse, pero él no podía hacerlo. Se iría si lo intentaba. Trató de normalizar su respiración y de contener el intenso placer que le quemaba el miembro y le cosquilleaba el bajo vientre. Miró a Dalia y vio la enorme sonrisa que ella le dedicaba, y la besó, casi con furia. Notó que la excitación cedía ligeramente, se hacía algo más débil y podía controlarla, y entonces empezó a moverse.

Dalia emitió un gritito de placer, su interior húmedo y apretado era frotado por la pasión ardiente de Eric, llenándola de gozo. El doctor sabía que, pese a lo del Café, no sería capaz de resistir mucho, de modo que llevó su mano derecha a la boca de Dalia, invitándola a lamerle los dedos, lo que su compañera hizo con agrado; Eric le metió el pulgar en la boca, ¡Dios… su boca estaba tan caliente como su coño! Cuando lo tuvo bien mojado, metió la mano entre los cuerpos de ambos, y buscó…

-¡Haaaah….! – sí, ahí estaba. El clítoris, el pequeño y suave clítoris de Dalia. Empezó a frotarlo con el pulgar mientras seguía moviéndose dentro de ella, con toda la calma que podía. La mujer le acariciaba la espalda en cosquillas deliciosas, bajando casi hasta las nalgas, y –sin querer o queriendo, Eric no lo sabía- no dejaba de apretarle dentro de su cuerpo. Su coño le daba apretones, le soltaba, le volvía a apretar, ¡qué asombrosamente bueno era! Notaba que ella le abrazaba por dentro y por fuera, y cada abrazo le subía más la excitación, le llevaba a una sensación de frenesí desbocado que pronto no podría controlar… pero ahora, ya no tenía importancia, porque ella estaba en el mismo punto. – Aah… ahí… ahí… ¡ahí!

Dalia temblaba debajo de él, su feminidad complacida sin descanso por la polla de su compañero, su clítoris cosquilleado con picardía por el dedo de Eric… El placer la recorría en corrientes rápidas y dulces, muy dulces, y los puntos sensibles de su sexo estaban ardiendo de gozo. El gusto la llenaba, iba a colmarla, iba a correrse en el dedo pulgar de Eric, y le miró a los ojos para que se diera el gustazo de verlo. El doctor vio que Dalia abría desmesuradamente los ojos, que su cara se abría en una sonrisa… la mujer puso los ojos en blanco, gritó sonriendo y se estremeció a golpes debajo de él, tembló y sus brazos acalambrados le apretaron contra ella. La besó, anonadado de gozo y embistió con rapidez. Al tercer empujón, un gemido ronco le vació el pecho y un placer dulcísimo le hizo tiritar y sentirse en el cielo, derramarse tiernamente en medio de olas de gusto y alivio, de gemidos satisfechos y de maravillosa ternura. Sólo entonces se dio cuenta que no habían usado protección de ningún tipo y… Pero Dalia sollozó de gusto, estrechándole contra ella y haciéndole caricias, y ya no pensó. Sólo devolvió los abrazos.


-Está bien tu casa… ¿dónde duermes tú? – preguntó David, y Andrea le miró con desconfianza - ¡Sólo quiero ver tu cuarto!

-Está arriba. Puedo enseñártelo si quieres, pero luego bajaremos enseguida, ¿vale?

-Si es muy pronto… me dijiste que tu padre pensaba volver a eso de las nueve, y apenas son las ocho.

-Ya… pero no quiero que llegue a venir y nos pesque arriba.

-Bah, no seas tan cría, ¡tú ya eres mayor como para andar teniendo miedo de que papá se entere de que has crecido! Si viene, le diré que soy tu novio, y ya está. Tendrá que aceptarlo, tanto si le gusta como si no. A mí no me asusta decirle la verdad.

Andrea sonrió y empezó a subir por la escalera. Esperaba que su padre no apareciese, pero si desgraciadamente llegaba, todo saldría bien; David era un buen chico y la quería de verdad. Él subió tras ella, abrazándola por los escalones y jugando, casi cada escalón paraban para besarse, hasta que el chico acabó llevándola prácticamente en volandas.


-¿No te importa que sea mayor que tú? – susurró Eric, aún sobre Dalia, apoyado en los codos, mientras ella le acariciaba la cara y los hombros. Tenía el cabello casi de punta de puro revuelto, estaba sudado y podía sentir que parte de su descarga había manchado las sábanas, pero se sentía completamente feliz.

-¿Te importa a ti que tenga estrías en los muslos, que use tinte para taparme un par de raíces blancas del pelo o que no tenga el vientre liso?

-No – contestó enseguida. – Eres mi hada morena, me gustan las arruguitas que se te hacen en los ojos cuando te ríes, tus muslos son el lugar más cómodo del mundo, me gusta tu barriguita y me enloquece que tu pezón izquierdo esté un poco más alto que el derecho. – Dalia se miró los pechos, ¿era verdad? Ella nunca… - Yo sí me he fijado. Apenas se nota, es cosa de unos dos milímetros… Si no te enfadas, te diré que me di cuenta en el despacho, un día que llevabas la blusa blanca y el sostén de encaje debajo.

-¿Se transparenta?

-Muy poquito, casi nada, te tiene que dar la luz de lado y fijarse mucho. – la maestra se rio. Vaya con el profesor formalito…

-Tú eres mi nubecita de algodón dulce. Eres rosado, blandito, suave… y todo dulzura. – Eric dejó escapar un suspiro y se inclinó para besarla una vez más. Creyó entonces oír algo en el pasillo, pero no le dio tiempo a darle importancia o no, porque entonces la puerta se abrió, y vio en el vano a su hija succionándose las amígdalas con un chico.

-¡Andrea!

-¡Papá….! – Dalia ahogó un grito. Andrea puso cara entre de asombro, terror y repulsión. Eric abrió y cerró la boca, incapaz de pronunciar palabra. Tres segundos. Aquello no duró más de tres segundos y Eric lo sabía, pero aquéllos tres segundos duraron dos horas larguísimas. De pronto, David echó a correr y rompió el hechizo - ¡David! – le llamó su hija.

-¡Andrea, estás castigada! – voceó Eric.

-¿¡Qué?! – se indignó la joven. – O sea, ¿Qué tú traes mujeres a casa, y la que está castigada soy yo? ¡No es justo!

-¡Hija, ¿quieres hacer el bendito favor de salir del cuarto?! ¡Espérame en el salón! – Andrea dio un portazo y Eric la oyó bajar las escaleras mientras él salía de la cama (“gracias a Dios que estábamos arropados hasta el cuello, gracias al menos por eso” se decía) y se ponía el pijama y la bata a toda velocidad. Mientras se vestía, oyó un sonido ahogado y se volvió hacia la cama. Dalia, sentada en la cama, se tapaba la boca con la almohada y hacía esfuerzos sobrehumanos para no soltar la risa. Eric intentó balbucir alguna excusa… pero los nervios pudieran más: estalló en carcajadas como si llevara un año sin reírse. “Dios bendito, si Andrea me está oyendo reír desde abajo, y probablemente lo está oyendo, se pensará que estamos… o que me estoy riendo de ella, y… ¡pero esto es demasiado ridículo, no lo puedo evitar!”


-Hablamos el lunes. – sonrió Dalia y salió discretamente de la casa, saliendo por la cocina en lugar de por el pasillo principal del salón, donde estaba Andrea. Eric tomó aire, tomó paciencia, y tomó coraje, y entró en el salón. Con restos de lágrimas en una cara de intenso enfado, abrazada a un cojín y viendo anuncios, su hija estaba sentada en el sofá del salón.

-Bueno, Andrea… Creo que me debes una explicación.

-Párate ahí, papá. ¿YO te debo una explicación? ¡No es a mí a quien han cogido encamado…!

-Andrea, ojo con esa lengua, ¿qué hacías con ese chico aquí, qué pretendíais hacer?

-¡No seas hipócrita, papá! ¡No, después de lo que… he tenido que ver! ¡No pretendas echarme en cara que yo fuese a hacer algo que tú sí que haces!

-¡No me levantes la voz! – gritó Eric a pleno pulmón.

-¡Pues no la levantes tú! – chilló la chica - ¡Si yo tengo que darte explicaciones de mi vida, tú tienes más motivos para dármelas!

Eric estuvo a punto de gritar de nuevo, pero exhaló el aire, intentando calmarse. Nunca en la vida le había levantado la mano a Andrea, pero ahora mismo le daba la sensación de que la chica pretendía explorar los límites de su tolerancia, o directamente le estaba retando a que le cruzara la cara, y él no quería que tal cosa sucediera.

-Andrea, no sé si te has dado cuenta de que yo, tengo 48 años.

-¡Yo tengo dieciséis, y ya no soy una niña! ¡Soy una mujer, y tú te empeñas en tratarme como si aún tuviera tres! ¡Soy adulta, tomo mis decisiones, y vivo mi vida!

-¿Adulta? Muy bien, ¿quién está gobernando ahora mismo, la derecha o la izquierda?

-¿Y eso que tiene que ver…?

-¿Cuándo fue la última vez que fuiste a la compra?

-¡E-eso es desviar la conversación, no tiene…!

-¡A partir del lunes, dejarás el instituto, y empezarás a trabajar! ¡Antes de una semana, quiero que aportes dinero en casa!

-¡Yo no… no puedo hacer tal cosa y tú lo sabes; hasta los dieciocho no puedo trabajar, pero…!

-¡Ajá! – cortó Eric – No sabes quién gobierna porque aún eres tan joven que piensas que eso, no te concierne todavía; no sabes llevar una economía ni una casa, no puedes trabajar, no puedes votar, no puedes viajar sola, ¡no puedes ni comprar una cerveza! ¡No tienes independencia en absolutamente ningún ámbito; ni social, ni comercial, ni laboral, ni político! Andrea, ¡NO-eres-una-adulta!

-Pero… - la chica estaba a punto de llorar.

-Hija, no eres una niña, eso nadie lo discute. Pero tampoco eres una mujer adulta aún. Y… créeme, no tengas tanta prisa por serlo. Ser adulto tiene sus ventajas, pero ahora mismo tú no sabes lo cómoda que estás, no sabes… no sabes lo bueno que es tener a alguien que cuide de ti. Ahora mismo, yo lo hago. Tú no tienes que preocuparte más que de estudiar, todo lo demás… soy yo quien lo hace.

-Pero, papá… ¡yo quiero mi libertad! – alegó Andrea.

-Andrea, eso que tú llamas “libertad”, no consiste en hacer constantemente lo que te dé la gana. ¿Quieres libertad completa? Pues para ello, tendrías que solicitar la independencia de mí. Y eso significaría, que serías tú misma quien se preocupara de mantenerse. Tendrías que buscar empleo, vivienda, y ocuparte tú de hacer la casa, la compra… todo. Y entonces, sí, podrías hacer lo que quisieras. En la hora libre que te quedaría después de salir de un trabajo agotador por el salario mínimo porque, ¿laboralmente, qué sabes hacer? – Andrea se encogió de hombros. La verdad es que nunca lo había pensado. – La otra opción, es que sigas viviendo conmigo hasta que termines tus estudios. Que escojas una carrera o un oficio a tu gusto, y vivas aquí hasta que te establezcas y puedas realmente vivir por tu cuenta. Como hace todo el mundo. Y de acuerdo que mientras vivas conmigo, siempre habrá alguna que otra norma básica, pero conforme crezcas, se irán haciendo menos. Me reitero en lo que dije esta tarde: voy a dejar de fiscalizar tus estudios por completo; si necesitas que te ayude, lo haré, pero dejaré que seas tú quien se planifique el tiempo como quieras, y si suspendes, tampoco me volveré atrás. Será tu responsabilidad, y tú serás quien la lleve, para bien y para mal.

Andrea intentó mirarle, pero entonces le tembló la barbilla, se echó a llorar sin consuelo y se abrazó a su pecho. Eric la apretó contra él, y estuvo a punto de preguntar por qué lloraba ahora, pero entonces se le encendió la bombilla.

-Y David es un gilipollas que no se merece ni la suela que ensuciarías en aplastarle como el gusano que es. – Omitió decirle a Andrea que ya hablaría con él, porque sabía que eso, la haría sentir como una niña. Pero en aquél momento, la chica sabía que lo haría. Y eso era exactamente lo que necesitaba.