Pacto Diabólico (3)

El dolor debía ser terrible, a juzgar por los movimientos y los jadeos entrecortados que terminaban en ronquidos guturales. Juan regresa.

PACTO DIABÓLICO. TERCERA

De nueva cuenta el mes estaba por cumplirse. El calendario continuaba su loca marcha, arrastrando los días que se convertían pronto en semanas. Y Juan solo sabía que debía cumplir con el compromiso. Con el terrible compromiso que poco a poco se iba convirtiendo en fuente de placer.

La segunda victima lo llevó al éxtasis. Se masturbó de tal manera sobre el mismo cuerpo de la muerta, todavía tibio, que tardó un buen rato en reponerse.

Pero esta vez debía ser más cuidadoso. En su frenética orgía de sangre y muerte había olvidado las precauciones encontrándose después con que tenía la ropa completamente manchada de sangre y desechos corporales. Este descuido le había ocasionado un gran disgusto. Tuvo que abandonar su camisa, e incluso sus pantalones entre la basura, junto con la ropa de la victima. Y se vio obligado a volver a su cuarto en camiseta y bóxer, con el temor de ser detenido a la vuelta de cada esquina.

Por suerte su juventud entre delincuentes le enseñó a ocultarse en los zaguanes, baldíos, y demás rincones.  Le bastó con evitar las calles transitadas, y a pesar del rodeo utilizó los callejones, saltó algunas bardas de viejos edificios abandonados, y finalmente, con el alma en un hilo, y aterido por el frío de la madrugada, llegó a su domicilio. Cuando por fin entró se sintió seguro. Varias patrullas, y rondines a pie habían pasado casi rozándolo, pero solo los grupitos de vagos y alcohólicos de medianoche lo vieron.

El cuerpo de la mujer no fue problema. Como siempre. La ropa tampoco. Al igual que la vez anterior se dio tiempo para limpiar el lugar. Pero ese descuido no se lo perdonaba. No podía permitírselo de nuevo.

Sobre todo por el terrible resfriado con el que amaneció al día siguiente. Y es que la noche era fría, muy fría. Tuvo que presentarse a trabajar en pésimas condiciones, pero para su alegría había otros empleados en las mismas, y nadie le prestó importancia.

El fin de semana cobraba tributo, y entre toses y temblores cumplió sus jornadas durante algunos días, compadecido y apoyado por los otros enfermos.

Solo su fortaleza física le ayudó a dejar atrás la enfermedad, ante la envidia de los que seguían en las mismas. Pero se prometió que aquello no le volvería a ocurrir. Y empezó a buscar una solución práctica.

De un modo u otro el plazo se estaba cumpliendo. Era necesario volver a mirar alrededor en busca de victima propicia. Había tenido mucha suerte, y era conciente de ello. Pero también sabía que la suerte no lo es todo en esta vida. Así que  decidió cambiar un poco de estilo, y sencillamente contratar los servicios de alguna prostituta de las que abundaban en ciertos barrios de la ciudad. Además ya faltaba poco, y entre enfermedad y otras cosas no había tenido tiempo de dar sus vueltas de costumbre. No había mucho donde elegir.

Lo más sencillo era eso. Una vez dentro del coche estaría a su merced. Además en el pacto no se especificaba nada con respecto a la moralidad de las victimas. Solo debían ser jóvenes, y morir sufriendo. Sobre todo lo último.

Claro que había chicas jóvenes entre tantas mariposillas. Y guapas de verdad. Y era difícil que se armara un escándalo por la desaparición de una de ellas. Incluso más difícil que en los casos anteriores. No había ya que pensar.

Dudó un poco pero pronto comprendió que era lo mejor. A fin de cuentas eran tan mujeres unas como las otras. Todas sentían lo mismo. Y todas sufrirían igual cuando estuvieran en sus manos. En un caso de esos el que una fuera “virgen” y a la otra la penetraran incontables veces un día cualquiera era simplemente un detalle insignificante. Con los genitales despedazados y el sufrimiento tatuado en el semblante todas las diferencias acababan. Y solo quedaba el dolor como rey absoluto de aquel calvario. El dolor y la muerte.

Conseguir auto ya se le estaba volviendo pasatiempo, de tan sencillo que le resultaba. Un coche de modelo anticuado era muy fácil de conseguir. Sobre todo en una ciudad tan grande. Y al oscurecer una vez más, ya transitaba lentamente por las calles en busca de las zonas de tolerancia.

El invierno había quedado atrás. Ahora la primavera se anunciaba con tardes largas, y brisas tibias que acariciaban una ciudad que apenas empezaba a sacudirse los recuerdos del cierzo helado. Eran tardes y noches hechas para el placer desenfrenado, y sabiendo esto las mujeres fáciles se arremolinaban en las esquinas buscando cliente.

Conocedor de las costumbres salió en busca de victima pasadas las nueve.  A esa hora la afluencia de mujeres era mayor. Y entre tanto bullicio, regateos y carcajadas nadie le prestaría atención a un cliente más. No era la primera ocasión que recurría a esos servicios. Allá en su juventud solía ir con algunos amigos a buscar compañía rápida. Y aunque de eso ya tenia su tiempo, conocía lo suficiente esos barrios como para saber a donde dirigirse.

De antemano había planeado la sesión, y había realizado las compras necesarias. Compras que ya se encontraban en su sala particular. Ahora solo faltaba encontrar a quién, porque el cómo ya estaba decidido. Y no sería difícil porque tan pronto entró a la zona roja de aquella colonia las mujeres empezaron a mostrarse.

Eran decenas. En grupitos de cinco o seis, en parejas, o solas a la sombra de un portón, ofrecían su cuerpo a cambio de unos billetes. De todo, pero la mayoría jóvenes y atractivas, rivalizaban por mostrarse más sensuales y accesibles que las otras, sobre todo cuando se acercaba algún cliente potencial.

Pronto el desvencijado coche se vio rodeado por una nube de mujeres de todos tamaños y colores que trataban de llamarle la atención. La mayoría pasaba de los veinticinco, por lo que no eran lo que el quería. Todas maquilladas de una manera por demás llamativa, vestían pantalones o cortos hasta la exageración, o exageradamente entallados, o bien minifaldas tan pequeñas que apenas y dejaban algo a la imaginación.

A ritmo muy lento empezó a recorrer aquellas calles, escasamente iluminadas, entre el resplandor de las luces de neón de los muchos centros nocturnos, y la escandalosa música que escapaba de los bares que empezaban su frenética actividad.

Y de pronto, en uno de aquellos grupos, encontró algo que apenas y era lo que buscaba. Tendría veinte años, cuando mucho, y su escasa vestimenta resaltaba su cuerpo bastante bien formado. No era alta, tenía el pelo corto, no era blanca sino esa mezcla que dan en llamar apiñonada, y pareció adivinar que llamaba la atención del chofer del auto que se acercaba porque volteó a verlo con una sonrisa que era todo un mundo de sensuales promesas.

Una discreta seña bastó para que se acercara, ante la envidia de sus compañeras, y tras unas cuantas palabras abordó el auto.  Auto que la llevaría a su muerte.

Su penetrante perfume pronto invadió el espacio interior del pequeño cochecito. Estaba feliz, pues había encontrado cliente temprano,  lo que la salvaba de esperar en las largas horas de la madrugada. Y habían hablado de una noche completa, lo que representaba una muy buena ganancia.

Poco a poco el coche fue avanzando por las poco transitadas callejas de las periferias de la ciudad. Algo extrañada por el rumbo que tomaban pareció dudar un poco, pero fue calmada por la explicación de que iban a un hotelito de paso, en las afueras. Y más tranquila se recostó en el asiento y cerró los ojos.

Cuando el auto paró, iba tan despacio que apenas y se dio cuenta. Y cuando quiso reaccionar el hombre le presionaba nariz y boca con un trapo empapado en un líquido de olor penetrante. Quiso debatirse, protestar, pero el hombre estaba sobre ella, y su peso le dificultaba defenderse. A los pocos minutos sus movimientos fueron haciéndose más débiles, y al poco quedó inconciente. El cloroformo es efectivo en verdad, y son tantas farmacias las que lo venden para las tareas de química y biología.

No le costó absolutamente nada conseguirlo, y guardarlo en el bolsillo del pantalón, junto con el trapo. Bastó destapar el frasco, todavía dentro del bolsillo, y empaparlo. Sencillo de verdad, y ya la tenia completamente desmayada.

Aceleró, pues no sabía que tiempo permanecería inconciente. Ya estaba cerca de sus dominios, y pronto la introducía en la sala del tormento. Continuaba desmayada, pero no quería sorpresas.

Paró lo más cerca posible del basurero, entrando un poco dentro de la zona más próxima a la vieja fábrica.  Zona en la que alguna vez fue la entrada al estacionamiento de la misma. Ya pasaba de las diez, y todo estaba desierto. O dormían, o aun era temprano para llegar a descansar de las borracheras y rondas de asaltos y fechorías.

Pesaba algo así como cincuenta y tantos, pero la excitación que empezaba a sentir cosquilleándole el cuerpo le daba aun más fuerza, y como si fuera una muñeca la llevó en brazos a su lugar secreto. Su carne era tibia, y su perfume barato pronto disimuló la atmósfera enrarecida del lugar. Unos cuantos pasos, y la dejó tendida en el piso. Seguía completamente privada del sentido, pero quien sabe cuanto más duraría.

Le agradó la postura de su primera victima, y por lo tanto había vuelto a arrastrar su mueble al centro de la sala. Pero esta ves si le arrancó toda la ropa antes de subirla. Escasa ropa por cierto. Una falda de mezclilla hasta medio muslo, medias oscuras, y una blusa que apenas y tapaba el prominente busto. Nada difícil, y unos cuantos tirones, y otros cortes estratégicos hechos con su inseparable cortaplumas la dejaron en ropa interior. Una tanga blanca y un brasier de encaje que no dio el menor trabajo. Dos cortes en la parte de la espalda (no tenia tirantes), y otros tantos a los lados de la prenda inferior, y la mujer apareció en toda su desnudez.

Previamente había colocado como siempre la mordaza acostumbrada.

Era guapa. Aunque un poco barrigoncita. Había empezado a engordar, como podía verse ahora, sobre todo en los muslos y en la zona del vientre. Pero era muy atractiva. También se notaba que el color apiñonado solo aparecía en las zonas al descubierto, ya que los senos y la zona de la entrepierna eran blancos, con esa blancura propia de las mujeres sanas.

Preparó las sogas, que aseguró en ambos tobillos. Y la colocó boca abajo sobre su mueble separándole las piernas como con su primera víctima. Solo que ahora ya tenía más practica, y tardó menos. La mujer empezaba a recuperar la conciencia.

Si tendida en el piso se veía bien, al colocarla en aquella forzada postura, resaltaron sus partes más escondidas. Sus nalgas firmes y entre ellas, antes oculto, y en ese momento perfectamente visible el agujero del culo. Y más abajo una vulva entreabierta y perfectamente depilada, de un hermoso color rosado.

Los muslos gruesos quedaron terriblemente separados, y el dolor en las caderas y el vientre terminaron de despertarla. Y se encontró amarrada y enseñando todo como nunca lo había hecho, pese a sus oscuros antecedentes.

Una vez la tuvo asegurada, dedicó su atención al auto. Así que, tranquilo de que ella esperaría el tiempo que fuera necesario, salió de la fábrica, y vio que esta ves si se encontraba en donde lo había dejado.

No le quedó más remedio que alejarlo un poco del basurero para evitar en lo posible suspicacias siempre peligrosas. Y regresó a pie, a paso rápido, con esa premura de aquel que debe llegar a tiempo para cumplir una tarea de gran importancia.

De nuevo nadie lo molestó. Agitado descansó unos minutos en los pasillos de la entrada, y ya un tanto repuesto entró a la sala.

Todo estaba igual. Lo único diferente era el aspecto de los tobillos y muñecas de la mujer, ya ensangrentados por los esfuerzos hechos para soltarse en lo que el estaba ausente. Y debían haber sido muchos porque respiraba jadeante, y su cuerpo recorrido por temblores constantes, estaba completamente bañado en sudor.

Cuando el entró parecía ya resignada. Sus brazos estaban colgando, y su cuerpo solo se estremecía con cada respiración. Posiblemente pensaba en una posible violación, y ya lo había aceptado, ante la inutilidad de sus forcejeos. Que lejos estaba de imaginar lo que le esperaba allí, lejos de cualquier posible ayuda. Ahí, donde no le quedaba más que esperar que su muerte fuera pronta. Donde estaba a punto de conocer el dolor en su máxima expresión.

Se regocijó mirándola. Disfrutando de sus genitales al aire, de su rostro enrojecido y desfigurado por el miedo, de su par de senos que colgaban al aire. La estudió durante largos minutos. Sus dedos se deslizaron por la espalda, por la separación de las nalgas, y se detuvieron en el agujero del culo, disfrutando del espasmo que la recorrió al sentir ese contacto. Bajaron, y exploraron la vulva hurgando en todos los rincones, pero sin introducir los dedos.

Ella, una vez pasado el sobresalto, permanecía rígida, en espera. Era como si solo deseara que aquello terminará lo más pronto posible. Las manos de él se demoraron en la exploración de aquel cuerpo. Terminó con una mano en los genitales y otra en el culo, rozándola, y después introduciendo un dedo en cada agujero. Ante esto ella volvió a revolverse, sobre todo por el culo que se resistía al paso del dedo en seco. La vagina estaba húmeda, levemente húmeda.

Los dos dedos se movieron en el interior. Disfrutaba del calor del interior de aquel cuerpo. Y después los sacó de golpe.

Ella esperaba la penetración por cualquiera de los lados. Pero nada. Pasaron los minutos, y la embestida no llegaba. Solo escuchaba que el se movía removiendo dentro de algunos paquetes colocados en un rincón. Se escuchaban ruidos metálicos, y objetos que eran colocados en el suelo.

Poco a poco volvió a calmarse, y fue cuando el volvió a acercarse. Le dio la vuelta, y de cuclillas en el piso le agarró uno de los senos. Eran grandes, y por la misma gravedad colgaban pesadamente, casi rozando el piso. La orilla del mueble le quedaba un poco arriba del ombligo. Con una tranquilidad que crispaba los nervios lo sopesó, y lo acarició levantándolo y estirándole el pezón.

El cuerpo de ella se estremeció de nuevo ante los estirones que poco a poco empezaron a ser más violentos. Con dos dedos pinzaba el indefenso pezón y jalaba hacia uno de los lados. Jalaba y jalaba. La punta se estiraba con cada uno de los tirones. Pronto la mujer empezó a sollozar.

Y entonces empezó la verdadera tortura. En una soga delgada hizo un lazo corredizo. Después lo colocó alrededor de uno de los pechos, lo más pegado al cuerpo posible. Y apretó.

Desde que vio la soga ella pareció recuperar fuerzas, y cuando sintió su contacto se empezó a mover de una manera frenética. Sus brazos se sacudían, y se tensaban intentando soltar sus ligaduras. Los tendones de las corvas aparecían tirantes por el esfuerzo. Los lazos volvieron a lastimar la piel ya resentida, y la sangre empezó a brotar nuevamente.

El no le prestó la menor importancia. Ni siquiera los roncos gemidos que gritaban la desesperación de su victima lo distrajeron. Y continuó apretando. Jalando de la punta de la soga, de tal manera que el lazo corredizo se cerrara alrededor del seno. Jaló hasta que la soga se enterró en la piel, y el seno se estranguló apareciendo la piel tirante y tremendamente enrojecida. La punta se puso dura, y saltó hacia fuera. Solo hasta que el lazo ya no corrió por más esfuerzos que hizo fue que ató el extremo de la soga a uno de los mismos pilares que detenían las piernas.

El dolor debía ser tremendo, a juzgar por los movimientos y los jadeos entrecortados que terminaban en ronquidos guturales.

Y no conforme con eso repitió la operación del lado opuesto. Otra ves ató el lazo corredizo, y jaló con todas sus fuerzas hasta ver el seno a punto de reventar. La soga, enterrada en la piel, cerraba el paso de la circulación sanguínea, y esto hacia que los senos se enrojecieran, y después empezaran a ponerse violáceos. Las puntas se pusieron de un color morado oscuro, rígidas por la presión.

Agotado de momento por el esfuerzo necesario para apretar lo más posible los lazos, retrocedió y descansó un rato sobre un montón de escombros. Mientras tanto contempló el principio de su obra. Ella se movía de manera desesperada. Su rostro era el retrato mismo del sufrimiento. Por fin había comprendido.

Él volvió a la carga. Sus manos presionaron los senos amoratados, haciendo que ella rugiera de dolor, gimiera hasta reventarse los labios por la presión de la mordaza. Estaban duros, muy duros. Parecían globos a punto de estallar. Sus dedos se hundieron en ellos, y el dolor fue tan intenso que se le aflojaron los esfínteres, y un chorro de orina salpicó sobre el piso. Tomó las puntas, y las apretó y retorció con saña gozando cada gemido y cada espasmo.

Entonces tomó una de ellas, la estiró lo más posible, y conforme con el resultado satisfactorio, a juzgar por la violenta reacción de la victima que hasta terminó jadeando por el esfuerzo que hizo al querer soltarse una vez más, tomó un par de pinzas de carpintería. De las usadas para arrancar clavos.

Y con ella tomó la punta del seno, y apretó. Apretó sin lástima, mientras ella casi se desmayaba, y gemía entre un violento acceso de hipo. Apretó hasta que la sangre salpicó como cuando se revienta una uva, y jaló retorciendo, dando vuelta, y solo descansó cuando el pezón cedió, y quedó entre las mandíbulas férreas de la pinza.

La sangre, oscura, brotó como a presión, y la mujer estremeciéndose volvió a orinarse, y perdió la respiración unos instantes. Mientras él estaba ya del otro lado, y hacia lo mismo con el otro pezón. Con saña demencial hizo lo mismo. Sin preocuparse por el dolor enloquecedor que la mujer experimentaba lo arrancó también.

Dos chorros de sangre eran ya los que caían sobre el piso con ruido seco, pero por la presión de la soga, una ves vaciados los senos, dejaron de caer, y solo quedó un goteo rítmico. El estaba ya del otro lado, disponiéndose a iniciar su labor destructiva con los genitales y el culo.

Esta ves si hundió tres dedos en la vagina. Los empujó hasta meterlos por completo, enterró las uñas, rasguñó, y revolvió el interior hasta sentir que la sangre tibia los bañaba. Los sacó y los metió de nueva cuenta, una y otra ves. Y fueron cuatro los dedos que desgarraron las paredes vaginales entrando y saliendo con un bombeo incesante. Enganchaba los dedos, y jalaba hacia atrás con toda su fuerza, en dirección al culo. Y lo repetía sin preocuparse por la orina que volvió a escapar, y escurrió hasta el piso. Porque esta ves tenia puesta ropa vieja, que había llevado anteriormente a su refugio, y con la que se había vestido al volver de abandonar el auto.

Aburrido sacó los dedos bañados de rojo. Y tomó el encogido clítoris. Como pudo lo agarró con dos dedos, y empezó a jalar de el, a pesar de que se le resbalaba por la orina que había escurrido, y por la sangre que goteaba ya de la vagina. Varias veces intentó jalarlo, y otras tantas se le escapó de los dedos. Hasta que volvió a echar mano de las pinzas. Y con ellas lo agarró de lo más pegado al cuerpo, y jaló con todas sus fuerzas. El dolor llegó a tal grado que la mujer perdió el control de  los intestinos dejando escapar su contenido. Cuando esto sucede es que el sufrimiento está llegando a su máximo. Él, que no podía separar la mirada del ojete, lo notó de inmediato, y   ahogando una maldición soltó las pinzas para no ensuciarse, y con la misma ropa de la mujer, y agua de un balde que había llenado en los mismos depósitos de la fábrica la limpió en unos cuántos minutos.

Una ves estuvo limpia de nueva cuenta, volvió a lo suyo. Las pinzas se cerraron alrededor del clítoris, y esta ves no aflojaron a pesar de las convulsiones de la mujer que ya solo gemía roncamente. No aflojaron hasta que la carne cedió, y el clítoris se arrancó de raíz dando paso a una profusa hemorragia.

La mujer se debilitaba de manera alarmante. El dolor y la pérdida de sangre empezaban a minarla. Sus movimientos ya no eran tan pronunciados, y sus gemidos cada ves eran más escasos. Más bien eran sonidos ásperos y guturales que escapaban de su garganta entre estremecimientos que  recorrían su cuerpo por completo.

Y él no le dio tregua. Estaba decidido a llevarla al máximo sufrimiento, tanto que no lo resistiera y terminara muriendo. Introdujo la mano en una bolsa que había llevado de antemano y sacó puñados de sal viva que  frotó vigorosamente en los maltratados genitales. Una y otra ves la sal impregnó las heridas ocasionadas por la mutilación del clítoris,  y después rellenó materialmente la vagina también terriblemente lacerada. Esto ocasionó un nuevo acceso de convulsiones más violentas que las anteriores, entre roncos gemidos, sollozos ahogados y ataques de hipo.

Pero sabía que eso no bastaba aun para matarla. Necesitaba más todavía para llevar ese cuerpo indefenso al limite de su resistencia. Y se dispuso a darle por el culo. No pensaba empalarla, sino una variante más simple. Había llevado una especie de cincel largo empleado en trabajos de albañilería. Barreta chica le llaman los entendidos. Era una pieza de metal como de un metro de largo, siete u ocho centímetros de grueso, terminada en una punta plana (de cincel) de diez centímetros. Un arma mortal en manos de Juan. Y con eso pensaba escarbarle el culo.

La tomó a dos manos, porque pesaba casi ocho kilos. Se colocó justo enfrente del trasero de la mujer que continuaba sollozando levemente, y colocó la punta contra el agujero. El frío contacto la hizo respingar, pero la debilidad la venció y tras un acceso de convulsiones quedó quieta.

Y el hundió la punta en el cuerpo totalmente indefenso que tenía enfrente. Con toda su fuerza le enterró la punta completa reventándole el culo que empezó a sangrar de inmediato. Retiró la punta hasta dejar adentro uno o dos centímetros, y volvió a sumirla con toda su fuerza. Con esto el recto quedó completamente despedazado. La mujer se sacudió, y emitió una serie de sonidos que ya nada tenían de humanos.

Una y otra ves repitió los ataque contra el impotente culo. Una y otra ves sacó el metal bañado en sangre y mierda hasta dejar dentro solo la punta, y lo hundió con toda su fuerza, con todo su peso. La punta destrozó útero e intestinos desde los primeros embates. Brotó sangre mezclada con sal por la vagina. La barreta salía y volvía a entrar con un sonido seco, rompiendo más cada ves. Continuó hasta hundir más de medio metro a cada golpe, a cada uno de aquellos brutales bombeos que hacían que la mujer saltara y se retorciera entre gemidos, hipos y sollozos, temblores, espasmos y vómitos, que sin embargo cada ves eran más débiles.

Continuó con rabia frenética mientras la sangre que salpicaba con cada una de las arremetidas le manchaba por completo sin que le diera la menor importancia. Y solo se detuvo cuando los brazos se le agotaron por el esfuerzo. Entonces, hundiéndosela por última ves, se la sacó entera  dejándola caer a un lado. Detrás de la barreta salió un verdadero chorro de sangre mezclada con mierda que continuó escurriendo, al igual que de la vagina.

Agotado se lavó las manos, y descansó secándose el sudor que le bañaba el rostro. Tenía tiempo de sobra para cambiarse la ropa. La mujer ya estaba agonizando, entre los más atroces sufrimientos.

No tenia ninguna prisa. Se masturbó con calma, enfrente del rostro amoratado de su víctima, rostro que aparecía desfigurado por completo de dolor, y bañado en sudor frío. Se masturbó mientras ella se desangraba lentamente por senos, culo, vagina y nariz, entre jadeos que poco a poco se convertían en estertores anhelantes. Su agonía fue larga y penosa, pero a él le sobraba paciencia.