Pacto Diabólico (2)
Qué mejor manera de hacer sufrir a una mujer que arrancándole en vida la matriz. Juan vuelve al ataque.
PACTO DIABÓLICO. SEGUNDA
Hacía ya poco para un mes desde el primer sacrificio. Y nada de importancia había sucedido. Nadie preguntó por la mujer. La radio, la televisión y hasta los periódicos permanecieron mudos ante el crimen que se confundió con tantos que a diario suceden.
Había tenido buen ojo para elegir victima. Pero ya llegaba la nueva fecha. Todo seguía igual. En la fábrica abandonada los mismos pandilleros durmiendo en los pasillos, y en su sala particular ni el menor rastro del calvario que allí una chica había sufrido. La ropa se había mezclado con los montones de basura y trapos viejos en donde escalaban diariamente los pepenadores. Los zapatos habían seguido el mismo camino, y posiblemente a la fecha ya lucían en los pies de alguna de aquellas mujeres que se arrastraban en el basurero entre desperdicios y suciedad. Y del cuerpo el ácido no había respetado ni los huesos. Los tanques continuaban igual.
Además se había tomado el tiempo de limpiar el piso y su mueble de todos los desechos que habían escapado del cuerpo de ella durante su agonía. Aunque esto le robó otra hora quedó bastante limpio. Y en un mes las ratas y demás alimañas eran el mejor de los equipos de limpieza. Así que cuando se dio otra vuelta, como a los quince días, ya no quedaba ningún rastro.
En su trabajo no habían notado nada. Para todos continuaba siendo el mismo hombre tímido y callado. Cumplía con su trabajo, y eso era lo que importaba. Al otro día se había presentado como de costumbre, y los que lo vieron medio adormilado por la desvelada pensaron que se debía a una trasnochada tan común como tomarse unas copas con los amigos. Tuvo algunos días de sufrimiento por el esfuerzo hecho al martillar, y que terminó envarándole el brazo. Pero con todo y eso trabajó como siempre, y nadie pareció descubrir nada extraño. Aunque es verdad que pasó los primeros días bastante inquieto. No era poquita cosa lo hecho. Pero tampoco nada del otro mundo. Y pronto se tranquilizó.
Ahora era momento de salir nuevamente de cacería. Ya había paseado de vez en cuando por las colonias populares. Mezclándose con la gente de fin de semana, o dando algunas vueltas por la tarde como cualquier otro había descubierto nuevos lugares propicios. Y esta vez tuvo suerte. Una ola de asaltos y violaciones había sacudido un área del sur de la ciudad los últimos días. Y qué mejor que confundir su ataque con esos otros.
Así que se dedicó a buscar por aquella zona. Colonia popular también. Pero un poco más adinerada. Las casa eran tantito más agradables, y las calles no se veían tan abandonadas como tantas otras. Y en una de ellas descubrió lo que buscaba.
Era una escuela popular que trabajaba de tarde y de noche. Escuela secundaria y preparatoria para personas que trabajaban en el día, y solo tenían libre aquella hora. Había de todo. Pero entre ellos no faltaban jovencitas. Chamacas que laboraban como empleadas o trabajadoras domésticas, y que en esa escuela buscaban la manera de superarse.
La entrada era a las cinco, y a las ocho era el cambio de turno. Unos salían y otros entraban. Y entonces era el momento de actuar.
Curioseó algunos días, y descubrió todo eso. Y con ello le bastaba. La entrada al tren subterráneo quedaba algunas cuadras al norte, y aunque muchas formaban grupitos no faltaba la solitaria que corría por las aceras para alcanzar su vagón.
El transporte una vez más no fue problema. Con tanto coche estacionado era sumamente sencillo hacerse de uno. Y de nueva cuenta abordó un coche de modelo atrasado. Había descubierto que robar un auto de modelo reciente era peligroso, pero si el coche no pasaba de los quince mil el peligro se reducía de manera drástica. Eran apenas las siete de la noche y ya rondaba por los alrededores.
Se sentía emocionado. Lo que había comenzado como un compromiso nacido de su locura empezaba a convertirse en algo agradable. Con la primera había descubierto el placer de causar dolor. Y notó que sentía una gran excitación al verla sufrir hasta la muerte. Sobre todo al disfrutar de sus últimos estertores, con toda la varilla enterrada en el cuerpo. Por eso esta vez ya no lo hacia solo por la promesa hecha, sino también por placer propio. Y fue por eso mismo que esta vez pensaba escoger mejor a su victima.
Hace un mes había tomado a la primera que descubrió, pero esta vez ya tenía una idea más clara. E incluso tenía vista a una inocente chica que todas las noches se alejaba por el lado contrario a la parada del metro, por calles solitarias, quizá por que vivía cerca.
Y por ese rumbo se dispuso a esperar. Ya había caído la noche. Todavía era invierno, y el frió empezaba a recorrer las aceras barriendo con todo. Poca gente transitaba por allí, y conforme la noche caía, las calles aparecían más desiertas.
Matar. Matar de dolor. Los minutos se le hacían eternos. Ardía de deseos por tener ya a la víctima indefensa, sufriendo hasta morir. Esta vez lo disfrutaría más. La primera estaba nervioso y apresurado, y había hecho todo lo más rápido posible. Ahora pensaba alargar todavía más el sufrimiento de la chica. Porque hoy eso le divertía.
Ya no pensaba recurrir al mismo método. Ahora tenía otros planes. Iba a morir, pero destrozada, mutilada, con los genitales hechos tiras y con el culo reventado. Solo entonces la mataría. Cuando se aburriera de maltratarla, de romperle lo más delicado de su cuerpo.
Oscurecía. En el cercano colegio las clases terminaron dando paso al nuevo grupo, y los que abandonaban el lugar se dispersaron como flores de diente de león al soplo del viento. Aquí unos grupitos de tres o de cuatro caminan por la acera rumbo al tren subterráneo. Otros preferían formar parejitas que del brazo se perdían un poco alejados de los grupos. Y algunos caminaban solos, de prisa.
Y entre tantos la vio venir. Todo salía a la perfección. No en balde había estudiado el movimiento de la zona. Por esa calle no transitaba nadie, hasta el momento, cuando la vio doblar la esquina. Apresurada, con la cabeza gacha para evitar el cortante viento helado que desde hacia un buen rato soplaba. Una modesta mochila colgaba de su hombro izquierdo. De pantalones vaqueros, y una chamarra un tanto descolorida, era una figurita pintoresca en aquel oscurecer.
Pronto pasaría cerca de él, así que se preparó.
Y de nueva cuenta no hubo el menor problema. El movimiento rápido, el golpe seco, y los brazos listos para recibir el cuerpo, y arrancar con toda tranquilidad. Como quien no piensa desatar un infierno. Era demasiada suerte que todo fuera tan fácil, y que hasta el momento nada le hubiera complicado las cosas. Como si el mal lo auxiliara.
Ya era de noche cuando llegó a su basurero. Esta vez arriesgó más y prefirió dejar el auto un poco mas alejado y hacer el resto del camino a pie, con ella en peso. Envuelta en un tapete raído y doblada sobre el hombro se veía sospechosa, pero en esas calles olvidadas nadie se mete con nadie si no es para asaltarlo. Conocía bien el rumbo. Y no quería perder tiempo en alejar el auto. Así que doblando aquí y allá, entre callejones y terrenos baldíos, encontrando grupitos de drogadictos o vagabundos, borrachos y toda clase de miseria humana, pronto llegó.
Unos minutos más, y ya estaba dentro de su sala particular, que no había cambiado en nada. Nadie le estorbó lo más mínimo. Es más, ni siquiera le prestaron atención. Todos los que aun pernoctaban entre la basura debían estar demasiado preocupados como para estar prestando atención a esas pequeñeces.
La colocó en el piso, y se dio prisa para acomodarla. Esta vez había tardado más, y ya estaba volviendo a la conciencia, aunque al soltarla en el piso su cabeza chocó violentamente con el pavimento, y volvió a quedar semidesmayada.
Primero lo esencial. Y como la vez pasada le introdujo en la boca un pañuelo hecho bola, empujándolo a riesgo de ahogarla. Ahora prestaba más atención a los detalles. Uno de los más importantes fue desnudarla del todo. .Ayudándose de su inseparable cortaplumas le quitó todas las prendas que llevaba encima. La chamarra no costó trabajo, pero la playera si requirió de un corte en los hombros para ensanchar el cuello y poder ser retirada con facilidad. Los pantalones parecían difíciles, solo que ya vistos de cerca contaban con cierres laterales, por lo que no costaron absolutamente nada. Unos cortes más al brasier y se dio el lujo de bajarle y sacarle la pantaleta sin romperla.
Todo era sencillo, propio de una chica de clase media baja. Nada que no pudiera haber sido comprado en un tianguis de cualquier esquina. De nueva cuenta había escogido bien.
Con la pantaleta todavía en la mano la miró con más calma. Yacía totalmente desnuda, boca arriba, con las piernas un tanto flexionadas por el mismo al sacar la última prenda. Era blanca, con esa tonalidad rosada propia de las pieles que rara vez reciben el sol. Un poco alta, y ni delgada ni gorda, más bien regular. El cabello castaño no desmentía el color de la piel, y en tanta blancura solo destacaba el manchón oscuro de la entrepierna. Sus pechos, un poco voluminosos para la edad que aparentaba, subían y bajaba con su apresurada respiración.
Pronto volvería. Era necesario colocarla ya. Con movimientos apresurados le amarró las manos a la espalda, y la arrastró de los hombros hasta colocarla en medio de los dos soportes que le sirvieran la vez anterior, pero ya no utilizó su mueble. Esta vez lo había llevado a un rincón a modo de dejar el área libre. La tendió boca arriba, aplastándose las manos, y con la misma prisa ató ambos tobillos. Tomó una de las piernas y la flexionó hacia arriba, y después tiró del tobillo levantándosela. Cuando ya la tenía a la altura de la cabeza ató la cuerda al soporte de ese lado. Y después hizo lo mismo del otro lado, solo que una vez levantada jaló hacia un lado con todas sus fuerzas. Y como el otro tobillo ya estaba atado del lado contrario las piernas se separaron de una manera tremenda. Jaló hasta que las caderas opusieron resistencia, y ató firmemente el tobillo faltante. La postura no podía ser mejor. Al levantar las piernas las nalgas se separaron del suelo y al separarlas de aquella manera todo quedó a la vista. Nada pudo esconderse ante la brutal separación de piernas. Los genitales aparecían entreabiertos, y más abajo el agujero del culo se apreciaba con toda claridad.
Pero lo mejor es que ella ya estaba conciente. El dolor en las caderas por los jalones que él le daba a las piernas la hizo volver en si más pronto. Qué sorpresa encontrarse de pronto ahí, tendida, completamente desnuda y en esa postura que la obligaba a enseñar todo. Solo sus ojos pudieron mostrar el terror que la embargó, porque de su garganta no salían mas que leves gemidos. Y el terror aumentó al ver a aquel hombre que, parado justo frente a ella, la contemplaba con mirada extraviada. El dolor en las caderas y en las corvas era insoportable. Todos los músculos y tendones de sus piernas protestaban por aquella postura. Además sentía que las manos le dolían al estar aplastadas por su mismo cuerpo, pero no había manera de liberarlas. Y ahí quedó, sufriendo la aterradora realidad de su indefensa desnudez.
Juan la contempló con toda la parsimonia del mundo. No le corría la más leve prisa. Al contrario de la vez anterior estaba tranquilo, muy tranquilo. Sus ojos recorrieron el espectáculo que tenia enfrente. Por la violenta postura los ensortijados vellos púbicos no alcanzaban a esconder los genitales que se mostraban entreabiertos, presentando su enrojecido interior. Y el ano, siempre escondido, aparecía saltado por la misma separación de las nalgas, y sin nada que lo protegiera. Con lo más delicado al aire la infeliz ya estaba sentenciada.
Solo era cuestión de dar inicio. ¿Qué hacerle? Era una decisión difícil, pero había tenido muchas noches para meditarlo con calma. Horas enteras se le fueron repasando una y otra vez lo que le haría cuando la tuviera enfrente. Nada más faltaba dar comienzo.
Desde hacia unas semanas se había surtido de algunas herramientas que, pensó, podrían serle útiles. Entre ellas una rasuradora de pilas, de las llamadas "de viaje", que se dispuso a utilizar en aquella vulva sonrosada.
Con un leve temblor de manos los nervios lo traicionaban, a pesar de lo duro que aparentaba ser la sacó del bolsillo, y se aproximó a su victima. Y arrodillado entre sus piernas inició con aquello. Las afiladas cuchillas pronto dieron cuenta de los rizados vellos, levemente húmedos por el sudor del día, y la carga de las baterías alcanzó justo para dejarle totalmente afeitado.
Eran unos genitales tentadores. Sobre todo ahora, ya desnudos de la mata de vellos que trataban de ocultarlos. Unos labios prominentes y levemente mojados, y un interior color rosado encendido, que se mostraba por la separación de estos. Y despedían el aroma propio de una mujer que acostumbra ser limpia, pero que ha laborado todo el día, mezcla de orina, sudor y fluidos vaginales. Y él, una vez terminado el afeitado, con la misma mano barrió los pocos vellos que habían quedado atrapados entre los labios, y volvió a ponerse de pie.
El terror y la desesperación de ella rozaban los límites de la cordura. Se sabía totalmente indefensa, y a la vergüenza propia de estar ahí enseñando todo, se sumaba el miedo a lo que podía venir después. Y cuando él dio inicio al afeitado se estremeció, y quiso morirse de vergüenza y miedo. Le dolía ya todo el cuerpo: Las manos, las piernas, la espalda, el vientre
No pensaba violarla. Era extraño, pero la vista de aquellos genitales a su entera disposición no lo excitaba como había creído en un principio. Solo sentía un ansia asesina de destrozarlos, de hacerla sufrir hasta la muerte, y eso si lo ponía a cien. De solo pensar en tenerla agonizando a sus pies se le ponía duro. Con la otra lo habían traicionado los nervios, pero después, ya en su cama, se había masturbado incontables veces recordando sus últimos instantes.
De hecho su vida sexual no era muy normal. Había tenido muchos encuentros, pero casi siempre con copas encima, en parrandas y fiestas, con chicas alocadas o con prostitutas. Y con todo nunca había disfrutado como este ultimo mes, masturbándose y recordando la muerte de su primera victima.
Y dio comienzo al suplicio. Suplicio inmisericorde, sin una pizca de lástima. Como si aquel cuerpo estremecido por el dolor fuera un objeto inanimado, y no sintiera nada.
Entre las cosas que comprara se encontraba un enorme recipiente de aceite lubricante, que había encontrado en la ferretería después de ver el precio de la vaselina, que escapaba de su presupuesto. Irritaba las mucosas, pero que le importaba si los que iban a resentir eran los genitales y el culo de la chica.
Se lo aplicó abundantemente en los dedos y le echó un poco en el ano, arrodillándose de nuevo entre sus piernas. Ella se retorció al sentir el roce de los dedos y las cuerdas se tensaron enterrándose en sus tobillos. Un dedo, dos, tres dedos completos se hundieron en su culo, entrando y saliendo, hurgando en su interior. Aplicó más aceite, y luchó por clavar cuatro dedos en punta. El esfínter se resistía, pero era demasiada la fuerza del hombre, y los dedos entraron lacerando las paredes del recto. Le dolía, le ardía, sentía fuego en su trasero, y apenas estaba comenzando.
Los cuatro dedos se revolvían en su interior, y de pronto salieron. Pero el alivio duró muy poco. Pronto sintió que otro chorro de aceite le inundaba el agujero ya distendido, y esta vez fue la mano entera la que trató de abrirse paso. En esa batalla no podía haber más que un vencedor, y la mano penetró reventando el antes apretado culo. Solo los entrecortados gemidos de la mujer, y sus espasmódicos movimientos, indicaron el dolor ocasionado por la violenta rotura del esfínter anal, y los dedos que buscaban el inicio de sus intestinos. La mano se revolvió sintiendo la tibieza de la sangre que brotaba de la entrada y de las paredes del recto, y la pastosa sensación de la mierda que llenaba su parte superior. Y siguió empujando, en un intento loco de llegar hasta las entrañas de la mujer que se retorcía entre llantos, hipos y gemidos.
Pero pronto fue detenido por el inicio del colon. Por más esfuerzos que hizo la mano no pasaba de la muñeca, y empezó a separar los dedos en el interior, enroscándolos y arañando las paredes intestinales. Y después inició un frenético mete y saca dejando adentro tan solo medio mano y enterrándola de golpe, una y otra vez, salpicando sangre y heces a cada embestida.
Los sollozos y los hipos se hicieron más pronunciados, y la orina brotó incontenible escurriendo hacia atrás y hacia el vientre. El bombeo de la mano siguió todavía varios minutos, hasta que sintió que se le cansaba el brazo, y la sacó de golpe seguida de una buena cantidad de mierda batida mezclada con sangre.
La misma playera de la mujer sirvió para que se limpiara la mano. Y descansó unos minutos. El sufrimiento de ella había sido máximo, y respiraba entre jadeos. Estaba enrojecida por el esfuerzo, y totalmente bañada en sudor. Las cuerdas, hundiéndose en sus tobillos, aparecían ya manchadas de rojo.
Decidió dejar en paz al culo por un rato y trabajar un poco lo demás. Ya con la mano limpia se montó sobre la barriga de la mujer, justo entre el ombligo y los pechos, para no ensuciarse con la mezcla de sangre y heces que se encharcaba ya bajo las nalgas. Tenia enfrente una vulva maravillosa.
El peso del hombre fue un martirio para la mujer. Este se acomodó sobre su barriga como si se tratara de un cojín, y el dolor provocado por la presión en los órganos abdominales se sumó al del reventado trasero.
Sus dedos pinzaron el clítoris, que apenas y se podía adivinar, encogido por el mismo sufrimiento. Y con esa saña que solo puede encontrarse en los individuos que disfrutan del sufrimiento ajeno, jaló con toda su fuerza hacia arriba. Jaló apretando y retorciendo, saboreando los gemidos que escapaban a través de la mordaza. Gemidos débiles, porque el mismo peso del hombre obstaculizaba su respiración, haciéndola agitada y superficial.
Cuando se cansó de estirar el clítoris que había empezado a sangrar, dirigió sus ataques a la indefensa vagina. Una vez más se lubricó la mano, aplicó un poco en la entrada vaginal, y forzó, luchó, forcejeó una y otra vez, entre los desgarradores sollozos de su victima, hasta introducir la mano completa. Con rabia demencial hacía presión con todo el peso de su cuerpo, mientras la otra mano jalaba los labios vaginales de ese lado.
La mujer se retorció. El dolor llegaba a sus límites. El sufrimiento de la violentada vagina amenazaba con desmayarla, a lo que contribuían los problemas para respirar. Los dedos de el hurgaron el interior del canal vaginal desgarrando las paredes mucosas, tratando de llegarle al fondo. La lucha continuó. Con toda su fuerza empujó la mano, sudando, maldiciendo la fortaleza del cuerpo de la mujer. Pero la chica era joven, y la vagina resistente. Solo que el hombre era muy fuerte. Y poco a poco los dedos avanzaron, hasta que sus puntas rozaron el cuello uterino. Y empujó todavía más, intentando agarrarlo.
El contacto de los dedos con el cérvix uterino le causó una oleada de dolor que se extendió hacia arriba por su columna vertebral haciéndola estremecerse. Y el dolor fue enloquecedor, cuando el hombre, revolviendo la mano en el interior de la destrozada vagina, consiguió sujetar con los dedos el cuello de la matriz, y empezó a jalar. Cada uno de esos jalones repercutía en dolorosos espasmos empezando en las caderas y extendiéndose pronto por todo el cuerpo.
Qué mejor manera de hacer sufrir a una mujer que arrancarle en vida la matriz. Haciendo fuerza, luchando hasta sentir que el brazo le dolía y el cuerpo se le bañaba de sudor, consiguió sujetar con firmeza el resbaladizo órgano y empezó a jalar de nueva cuenta. Jaló, jaló sin importarle los lamentos ahogados que escapaban de la garganta de la mujer. Ni sus toses y agónicos estertores. Ni sus movimientos desesperados. Sin hacer el menor caso del sufrimiento de ella, cuando la orina volvió a escapar a borbotones, y la mierda escurrió por el destrozado culo.
Para él solo importaba una cosa. Arrancar aquella matriz que tanto se le resistía. Y siguió forcejeando. Una y otra vez los dedos se le resbalaron y la mano salió del cuerpo de la infeliz, y una y otra vez volvió a enterrársela, sujetando de nuevo el cuello uterino y jalando con renovadas ansias. Jalar, solo jalar. Ya no se cuidaba, y la orina sanguinolenta de la mujer le empapaba los pantalones sin que hiciera el menor caso. Poseído por un frenesí asesino continuaba su lucha particular con las entrañas de la chica.
Pero la carne cruda es muy resistente, y cuesta trabajo desgarrarla. Además la sangre hacia que los dedos se le resbalaran, y continuaba esforzándose. Poco a poco los movimientos de la mujer fueron haciéndose más débiles. Sin darse cuenta, al forcejear con la matriz, fue apoyándose con mayor peso sobre su vientre, asfixiándola lentamente sin darse cuenta. El hombre pesaba sus ochenta kilos, y ese peso impidiendo a los pulmones llenarse de aire en su totalidad, empezaba a hacer estragos. Además le había ocasionado un violento acceso de vómito, que escapaba por su nariz como a presión, entre desesperados jadeos, lo que agravaba su ya precaria respiración. Y ese dolor, ese dolor insoportable que hacia que todo su cuerpo se estremeciera.
El hombre era muy fuerte. Su infancia y su juventud le habían dado músculos de hierro, y estos fueron venciendo la resistencia del cuerpo de la mujer. Aquello ya duraba mucho tiempo. El estaba completamente bañado en sudor, y respiraba de manera agitada, pero estaba a punto de conseguir su objetivo. Los ligamentos, músculos y demás estructuras anatómicas que detenían al útero en su lugar fueron cediendo poco a poco entre una aterradora hemorragia. La sangre bañaba completamente los genitales de la víctima y las manos de él, pero jalaba.
El indefenso cuerpo fue declarándose vencido. Ya tenía sujetada a la matriz con firmeza, y de esa manera podía jalar con todo. Y jaló a la desesperada, poniendo en juego toda su fuerza, ayudándose incluso con la otra mano que enlazó a su propia muñeca. Ya no se fijaba en que la mujer no se movía, y apenas respiraba entre estertores. Solo jalaba.
Finalmente se puso en pie. En su mano, goteando sangre, sostenía la matriz de aquella mujer, que para entonces ya estaba muerta desde hacia apenas unos cuantos minutos.