Pacto Diabólico (1)

Muerte de una mujer por empalamiento.Solo para amantes de la sangre y de la muerte.

PACTO DIABÓLICO. PRIMERA

Hay quienes no creen en potestades infernales, en demonios y en avernos. Pero existen, y para estar en el infierno no hace falta morir. Basta tan solo estar en un mal momento en un mal lugar. Y las fuerzas de la maldad se desatan. Hay quienes no creen en esto. Pero todavía hay quienes creen, y en su fanatismo, en su desequilibrada seguridad en un mundo demoníaco y todopoderoso, se convierten en el peor de los demonios.

Juan (Llamémoslo así. Hay nombres que ni siquiera deben pronunciarse) es uno de ellos. Fue pobre, muy pobre. Su niñez transcurrió entre basura y sufrimiento, trabajo, y llanto y hambre. Como tantas otras infancias.

Creció, como crecen muchos. Hurgando aquí y allá, en todos los resquicios de los más asquerosos muladares, rescatando cualquier migaja que calme las ansias de un cuerpo que languidece por la falta de alimento. Se hizo hombre entre la basura y el odio. Y conoció lo más bajo del mundo desde sus mas tiernos años. El dolor de una vida que casi todos desconocemos, porque transcurre en lugares que ni siquiera imaginamos, en las callejas más oscuras, y en los tugurios más pestilentes. Y entre tanta desventura hubo una persona que terminó marcando su existencia. Un viejo, un viejo que sobrevivía solo por sus creencias, loco quizá desde hace mucho, pero convencido de que el mismo demonio vendría algún día a verlo, y ese día terminarían todas sus penas. Y hablaba de eso siempre, siempre… Los niños le tenían miedo, pero Juan lo escuchaba, y soñaba, y creía

Creció, pero en sus febriles noches, resonaba la voz del viejo… Y se hizo la promesa de que si algún día el tuviera aquella oportunidad, una sola, cumpliría cualquier pacto, solo por disfrutar de todo aquello que la vida le había negado.

Y un día sucedió… Tal vez fue tan solo un sueño. La sicología dice que si una idea llega a convertirse en obsesión, los sueños se confunden con la realidad. Y si a eso sumamos una mente atormentada por todos los vicios y todos los sufrimientos, cualquier cosa puede creerse. Sueño o no, no interesa. Los demonios son de carne y hueso, y acechan en cada esquina.

Pero el recibió la visita… Vio de frente el rostro que aquel viejo tanto esperara, y le habló, le contó de sus penas, y de sus ansias. Hablar es fácil, pero si se recibe una respuesta todo cambia.

Y Juan recibió esa respuesta. Todas las riquezas del mundo en sus manos, el poder absoluto para hacer lo que sus deseos le dijeran… con una condición: Tendría que matar a sesenta y seis mujeres, en sesenta y seis meses. Y cuando esto se cumpliera, el Juan pobre terminaría y en su lugar llegaría el todopoderoso, dueño de todo y de todos. Pero las condiciones todavía seguían. Debían ser mujeres que no pasaran de los treinta, y debían morir de la forma más dolorosa posible. Sobre todo, eso.

El sueño terminó, pero para Juan no fue un sueño. Fue la respuesta que tanto ansiaba, y en su locura prometió cumplir con aquel pacto al pie de la letra. Tal vez no existan los demonios de alas de murciélago, con cuernos y olor de azufre, pero ese día un verdadero demonio nacía en un cuartucho cualquiera de cualquier ciudad, y su infierno se ensañaría cada mes con una desventurada victima, hasta que sumaran sesenta y seis.

Amanecía, y era momento de preparar todo, para dar comienzo a la tarea

Primera

Cuesta trabajo preparar todo para un "trabajo" así. Son demasiados detalles a tomar en cuenta, cuyo descuido arruinaría la única oportunidad existente de ser el Amo. Y Juan se esmero.

Por suerte ya no era el chamaco aquel de los basureros. A fuerza de humillaciones, y golpes, y vejaciones de toda índole, fue saliendo de aquel infierno, ayudando a unos y a otros. Aprendió a leer, y los fundamentos de aritmética a cambio de favores sexuales a cualquier depravado, y hoy, cuando el sueño, a sus ya casi 36 años, tiene por lo menos un trabajo estable en un almacén, encargado de la intendencia, es cierto, pero trabajo honrado y suficiente para sus gastos. Además tiene contactos en los bajos mundos, y es proveedor minoritario de droga para un pequeño grupo de adictos, lo que le da un poco más de solidez a su economía. No es rico, pero tiene un pequeño capitalito, modesto, si, pero suficiente para sus primeros movimientos. Y además conoce su basurero. El basurero que fue padre y madre para él en su amarga infancia. Y en cada basurero de ciudad grande hay lugares que pocos conocen y rondan. Lugares que bastan y sobran para esconder todo, para ocultar todo. Y allá dirigió sus miradas.

Una fábrica abandonada cuando el terremoto del 85, y nunca vuelta a rehabilitar se levantaba hoy en una de las orillas más apartadas de aquel mundo aislado. Era todavía joven cuando las bandas se refugiaban en sus corredores para compartir drogas y violaciones. El sabe que es inmensa. Que tiene recovecos y pasadizos, inmensos depósitos ya carcomidos por la herrumbre, subterráneos, y lo mejor de todo: Una serie de tres tanques todavía llenos de acido utilizado en las labores de manufactura, y en donde los niños se divertían arrojando gatos y palomas para ver como se deshacían en vida.

Ese sería su refugio. Como quien sabe a donde se dirige, y ante la mirada ausente de los hombres y mujeres que se arrastraban entre desperdicios un día más, cruzo entre los montones de basura, y entro a aquel lugar. Los yerbajos habían entrado ya a los corredores, y corrían entre los barrotes de las escalerillas. Todo olía a óxido y a humedad, pero el sabia lo que hacia. Sin dudar entró entre retorcidas maquinarias, ya apenas reconocibles, por pasillos oscuros, y así llegó a lo que buscaba. Casi en el centro del complejo, una escalera penetraba en el subsuelo, y bajando, una amplia sala que en su momento funcionara como bodega auxiliar. A pesar del abandono reinante, aquel lugar aun permanecía medianamente aceptable. Estando tan escondido nunca habían llegado los pandilleros hasta el, por lo que no había basura. Solo algunos escombros desprendidos del techo, pero nada más. Los ductos de ventilación permitían una atmósfera más o menos libre de impurezas, y unas cuantas lucernas, en el techo, daban paso a una luz bastante para moverse con toda seguridad, de día por la luz del sol, y de noche por el reflejo de los reflectores de una gigantesca planta de tratamiento de aguas residuales que se alzaba al lado opuesto del basurero, y de cuyos tanques escapaba siempre un repulsivo olor que contribuía a que el lugar fuera todavía más solitario.

Nada más necesitaba. Qué mejor lugar que aquella sala subterránea, lejos de todas las miradas, sepultada en el corazón de un mísero basurero. Él sabía por propia experiencia que las pandillas solo se atrevían en los primeros corredores, y nunca pasaban más allá. Además allí todos los días ocurrían crímenes y violaciones. Y a unos cuantos pasos los tanques de ácido, que así como deshacían gatos podían deshacer mujeres. Un lugar único para una tarea única. Allí, lejos de todas las miradas, podría hacer lo que el demonio le había ordenado. Solo, y abandonado, nadie podría llegar a prestar ayuda a la desdichada en turno. En unos cuantos días todo estaba preparado.

Era momento de buscar víctima. No era tan idiota como para empezar en su lugar de trabajo. Sesenta y seis son muchas, y hay que andarse con precauciones. Sabía que lo mejor era buscar perfectas desconocidas, con las que no hubiera ninguna manera de relacionarlo. El transporte era sencillo. No era la primera vez que robaba un auto para una parranda. Siempre coches baratos, fáciles de puentear, y le constaba que una vez localizados, a nadie le preocupaba quien se lo había llevado ni para que. Prefirió buscar por las orillas de la ciudad. Pronto encontró auto. Un cochecito, modelo atrasado, entre otros muchos que se alineaban a las puertas de un edificio de apartamentos, que se alzaba cual gigantesca colmena en un barrio popular. Manipular unos segundos con la cerradura, otros cuantos segundos agazapado bajo el tablero efectuando las conexiones pertinentes, y en menos de dos minutos, conducía feliz de la vida por las calles en aquella tarde de principios de invierno. Para buscar victimas lo mejor son las colonias populares. Las de clase media baja donde se amontonan las recamareras, las sirvientas y las empleadas. Las anónimas mujeres, la mayoría llegadas de provincia, sin reconocimiento ni nombre en aquella gran ciudad. Las bandas de violadores con las que compartió su juventud habían sido buenos maestros.

Y allá se dirigió. Oscurecía. Un viento frío empezaba a soplar, como preludiando que aquella noche las potencias infernales andaban sueltas. Y no en los cielos ni en los avernos, sino en la desquiciada mente de Juan.

Pronto la descubrió. Caminaba de prisa. Se notaba que estaba apenas saliendo del trabajo, porque la ruta que llevaba la dirigía a uno de aquellos barrios desde la parada del metro más cercana. Era joven. Tal vez veinticuatro. Es decir perfecta. Morena como tantas otras. Ni alta ni baja. Más bien rellenita. De vez en cuando volteaba, y veía los lados, como si algo presintiera, y apretaba el paso. Sobre todo cuando notó que el auto aquel aceleraba al doblar la esquina. Quiso apretar el paso, pero la maniobra había sido vista por su verdugo desde hacia mucho, y no era la primera vez a que la realizaba. Un mal lugar, y un mal momento.

El auto aquel le cortó el paso antes de que consiguiera llegar a la otra acera. La portezuela ya estaba abierta. El viejo truco de la media llena de arena no existe solo en las películas. Funciona, y bien. Quiso cubrirse el rostro con las manos cuando vio venir el golpe pero no se dirigía a él sino a la parte posterior de la cabeza. Fue un golpe seco, en la región occipital. Ni siquiera pudo gritar, y ni siquiera cayó al suelo. Apenas se le doblaban las rodillas los fuertes brazos de Juan la sostuvieron y en vilo la arrojaron al asiento de junto. Cuando cerró la portezuela el auto ya corría rumbo a su escondite. Era una noche de invierno, perfecta para dar comienzo.

Pronto estaba ya a las orillas del basurero. Silencio casi completo. A lo lejos las voces aguardentosas de algunos que ni siquiera tenían donde dormir, y que se calentaban ante un montón de cartones viejos encendidos. Mas cerca los gruñidos de algunos perros callejeros disputándose un hueso añejo. Todo como lo esperaba.

Ningún problema fue bajarla del auto. Seguía desmayada por el golpe, y el era lo suficientemente fuerte como para llevarla en vilo con toda comodidad. La sostuvo en los brazos, y a paso rápido, sin siquiera cerrar el auto, se dirigió a su refugio. Pronto estaba ya en los pasillos de la fábrica abandonada, en donde corrían algunas ratas gigantescas, únicas habitantes de aquel lugar. Sin dudar siquiera sorteó los montones de escombros, y de basura dejados allí por los que habitualmente pernoctaban en los primeros corredores, y se perdió en el laberíntico interior del lugar. Unos cuantos minutos, y se encontraba en su sala particular. De noche el sitio aquel aparecía más tétrico y solitario. La luz azulosa que se filtraba por las lucernas del techo, iluminaba bastante bien el interior, y solo permanecían ocultos los rincones más lejanos.

Ya se había preparado, y lo primero, una ves depositarla en el piso, fue atarle los pies y las manos con cuerdas previamente llevadas. Después le amarró la boca con un pañuelo, para evitar que gritara cuando volviera en si. No debía tardar mucho, pues su respiración se hacia más agitada. Así que se dio prisa por terminar pronto.

Era momento de pensar en el auto que lo había llevado. No es que fuera muy peligroso dejarlo donde estaba, pero mientras menos movimiento hubiera cerca de aquel lugar mucho mejor. Salió con la misma seguridad con que había entrado. No en balde había pasado muchos ratos allí dentro. Pero al salir al exterior descubrió que el coche ya no estaba. Algún grupo de chicos lo había visto al llegar, y había aprovechado para darse la vuelta. Fue lo mejor, se dijo. Así se evitaba la molestia de abandonarlo en otro lugar, y si por desgracia ya estaba reportado, lo encontrarían en otras manos.

Tranquilo volvió a la sala subterránea. Tenía mucho que hacer, y la noche avanzaba. Ya había vuelto en si cuando entró. Forcejeaba por soltarse las manos con el estupor pintado en el rostro. Pero al verlo entrar pareció como atarse, y se quedó quieta. Solo los ojos mostraban el pánico que sentía. No la había visto con calma. Era un poco más joven de lo que le pareció en un principio. Cuando mucho veintitrés. Morena clara, con algunas pecas repartidas por el rostro. Pelo negro, a media espalda, anudado con un lasito barato. Regordeta, tenía los senos grandes, y una pequeña pancita. Con el forcejeo se le había arremangado la falda, a la rodilla, y mostraba unos muslos rollizos, que se unían en una pantaleta de tianguis, de color azul claro.

Se hacia necesario empezar, y empezó a prepararse. Desde un principio se había hecho una idea, más o menos, de la manera como procedería. Las órdenes eran claras. Tenía que ser de la manera lo más dolorosa posible, y eso daba quehacer a la imaginación. Sin embargo, había tenido muy buena escuela. De chico le gustaba seguir a los pandilleros cuando llegaban con alguna victima. Y las escuchaba aullar de dolor cuando las penetraciones brutales les desgarraban el culo, o los dedos se hundían en la vagina revolviendo su interior. Las veía revolverse, de cuatro patas, entre llantos y gritos, forcejeando, mientras las violaban. Veía como les separaban a viva fuerza las piernas para penetrarlas, y ellas se orinaban de puro sufrimiento cuando los penes forzaban su trasero. Así que no tenía mucho que pensar. Sabía que era lo más delicado en el cuerpo de las mujeres, y a eso se dedicaría. Matarlas de dolor no debía ser muy difícil. Solo había que proceder con calma, y con dedicación. Si con la sola violación sufrían hasta orinarse, cuando el les diera con todo en aquellas partes sentirían lo peor. Y eso era lo que quería.

Esta vez no quiso complicarse. Tiempo habría de rebuscar los métodos más extravagantes para hacer sufrir hasta la muerte a una mujer. Lo que deseaba era empezar a la de ya. Todo parece más difícil cuando se piensa, y lo que deseaba era restar la primera de la cuenta. Y pensó que lo más sencillo era empalarla. Si un pene las hacia revolcarse, una varilla enterrada por el culo, sin lástima, debía ser doloroso, con toda seguridad. Y no fue una idea que maduró por mucho tiempo. Más bien se le ocurrió de improviso en una de sus revisiones del lugar, cuando tropezó con un trozo de varilla de más de metro y medio de largo, y un poco más gruesa que el dedo pulgar, que se había desprendido de su lugar, sosteniendo unos retenes. Y sin más la recogió, y la llevó a su sala, donde esperaba ya reclinada en un rincón.

Con lujo de violencia se acercó a ella, que hasta ese momento pareció reaccionar, y se debatió con desesperación. Era práctico, y para evitarse complicaciones optó por no desatarle las piernas, sino atarla de los tobillos por separado con otras sogas, sin soltar las que ya le ataban. De esta manera se evitó forcejear con las piernas a la hora de atarle. Todo había sido previsto. Por pura comodidad pensó que la mejor postura para conseguir su propósito era en cuatro patas, y para conseguirlo había arrastrado hasta el centro de la sala una especie de taburete pesado que en su momento, tal vez, había servido como mueblecito de servicio para los empleados que allí laboraban de sol a sol. No era muy grande, cuando mucho una superficie de unos sesenta centímetros, pero levantaba como un metro de altura. Y para lo que iba a servir parecía perfecto.

A los lados se levantaban dos pilares metálicos que sostenían alguna máquina pesada colocada en la parte superior, separados como tres metros del mueble arrastrado.

Ella ya era una masa de miedo puro. Si bien creía que tan solo la violaría, esa sola idea bastaba para aterrarla. Aunque había algo en la frialdad, en la mirada de aquel hombre que no mostraba el menor deseo sexual, que le causaba un pánico cerval. Forcejeaba por desatarse las manos hasta lastimarse las muñecas, y trataba de morder el pañuelo que le tapaba la boca, y le impedía exhalar más que ligeros quejidos. Y su miedo creció cuando se le acercó con una extraña chispa en la mirada.

Ningún trabajo le costó levantarla, a pesar de sus desesperados movimientos. Y sin ningún miramiento la dejó caer boca abajo sobre el mueble. Éste le quedó justo bajo el ombligo. Los bordes del mueble se le enterraron en la barriga haciéndola quejarse, sobre todo cuando su peso la venció haciendo que le colgara la cabeza de manera grotesca hasta casi tocar el suelo, al tener las manos atadas. Era un dolor insoportable en la barriga sobre la que recaía todo el peso de su cuerpo. Tanto que incluso dejó de patalear al tratar de buscar apoyo con los pies atados, y su respiración se le hizo entrecortada. Cada inspiración hacía que el dolor fuera peor. Y todo empeoró cuando él le desató los pies, solo para separarle las piernas con fuerza atándoselas de los pilares. Primero de un lado, y después del otro. La primera no fue tan fuerte, puesto que podía hacerla caer de lado al tirar demasiado, pero con la otra ya no hubo ese problema. La atadura del lado contrario la detenía, y por lo tanto jaló con todas sus fuerzas del tobillo atándole después fuertemente.

Ya sin el precario apoyo que le resultaban los pies, el mueble se le clavó todavía con más fuerza en el vientre, y la respiración se le hizo más difícil. Él retrocedió unos pasos, y contempló su obra. Con los jalones la falda se le había recogido más todavía, sobre todo por la forzada postura, y por la violenta separación de las piernas, y ya no cubría casi nada de la chica que enseñaba su redondo trasero cubierto por la humilde pantaleta.

De un tirón terminó de alzarle la falda que le llegó hasta la cintura, y después, con movimientos febriles, rasgó un costado de la pantaleta, ayudándose de un cortaplumas de bolsillo. Ella ya no se movió. El miedo la tenía quieta, casi desmayada, y el dolor le impedía hacer cualquier movimiento. Sus dedos tiraron del elástico, en la cintura y de un solo corte abrió hasta la pierna con lo que el calzón cayó inútil. Bastó con que jalara sobre la otra pierna hasta el tobillo, sin tener ya necesidad de romperlo.

Y la infeliz enseñó todo lo que ocultaba. Un par de prominentes nalgas de color moreno, y enmedio los genitales, apenas visibles por los enredados vellos de un color negro oscuro, pero ya entreabiertos por la postura. Nada estorbaba ya para que Juan procediera.

En cualquier otra circunstancia la habría violado de mil amores. La sola imagen de aquellos labios vaginales mostrando su rosado interior habría bastado para templarle con todo. Pero esta vez quería terminar pronto. Y sin más fue por la varilla.

Pesaba, hierro puro. Era ligeramente ovalada, y no tan lisa como parecía al principio. Si bien la capa inoxidable la había preservado del oxido, mostraba algunas protuberancias ocasionadas por herrumbre de otros objetos metálicos cercanos. Era igual por ambos extremos, aunque de un lado terminaba en una pequeña punta en diagonal, donde había sido cortada, y por el otro mostraba un pequeño doblez que indicaba que parte había estado enterrada. No había mucho donde escoger.

Lo que si había que escoger era el orificio de entrada. En un principio la idea era sumírsela por el culo, pero ya con la mujer enfrente no era tan sencillo. Además., por donde fuera haría lo mismo. La vagina parecía ser el camino fácil. Pero la tentación era mucha. Aunque fuera más difícil tenía que ser por atrás. Ver el ano apretado, escondido entre las carnosas nalgas, terminó de decidirlo. Tenía que enterrársela por ahí, y empujar hasta que le entrara toda, si era posible. Que le destrozara todo al abrirse camino, para que muriera. Que le saliera por la boca si se podía. Y con la varilla en las manos se acercó a la mujer que ya ni se movía siquiera.

Una idea de pronto le cruzó por la cabeza. La varilla no tenía una punta muy marcada, y meterla a pura fuerza podía resultar imposible. Así que la dejó en el suelo, y vagó la mirada por los alrededores, entre los montones de escombros y fierros viejos, hasta que reparó en un pedazo de maneral, como de 40 centímetros de longitud, y que mostraba una protuberancia aplanada en un extremo. El martillo perfecto. Como si fuera un clavo se la iba a enterrar.

Era la hora. Aunque la postura ayudaba, lo prominente de las nalgas no contribuía, y hacia que el orificio del ano permaneciera apretado. Era un hermoso culo. A leguas se notaba que la chica no había tragado nunca por ahí. Se acercó, y sin la menor lástima le hundió un dedo completo. Ella, que ya se había tensado al sentir que le agarraba las nalgas respingó al sentir que el dedo se abría paso en su ojete sin contemplaciones. Pero la postura era de lo más incomoda, y el peso la mantenía casi inmóvil. Él, con calma, revolvió el dedo en el tibio interior, y después, lo sacó hasta la última falange y lo volvió a hundir de golpe. Ella, desesperada, quiso apretarlo. Solo que el dedo ya estaba adentro, y el, divertido al sentir la presión del culo, repitió el mete y saca varias veces, haciéndola retorcerse porque le ardía de una manera espantosa.

Retiró el dedo, con algunos pingajos de mierda, pero lo limpió en los propios vellos púbicos que se enroscaban en toda la entrepierna. Estaban húmedos. Había dejado escapar algunas gotas de orina al forcejear por la dedeada. Y preparó su herramienta.

La punta de la varilla se apoyó sobre el orificio del culo. Ella sintió el contacto frío, y el miedo le atenazó los sentidos. Quiso sacudirse, gritar, soltarse, pero las ataduras eran fuertes, y solo consiguió lastimarse más las muñecas. Además el pañuelo le impedía gritar, y con trabajo exhaló un gemido gutural. Él, con delicadeza, colocó la punta entre los pliegues del ano. Y empujó.

Hierro contra carne. La varilla se abrió paso en el delicado recto de la infeliz. Esta vez el dolor fue enloquecedor. Se retorció como una poseída, y sus gemidos se hicieron más penetrantes. Pero poco más podía hacer. Estaba totalmente inmovilizada, indefensa por completo, presentando el trasero al ataque de aquella varilla que ya había hoyado su culo, y continuaba entrando. El empujó más. A dos manos, porque el cuerpo de la chica ofrecía resistencia. La sangre pronto brotó. Desde el primer empujón la varilla laceró el esfínter, y después las paredes del recto, y la sangre empezó a resumar por sus alrededores.

Y siguió empujando. Con fuerza, apoyándose con todo su peso. Sin importarle los desesperados e inútiles movimientos de ella, ni sus gemidos entrecortados. La varilla pronto atravesó el recto, y empezó a romper el útero. Pero ahí ya no fue tan fácil. Le faltaba punta, y por más esfuerzos que hizo, ya no avanzó más. Ya estaban como veinte centímetros dentro. Demasiado pocos, porque ella parecía más viva que nunca, a juzgar por sus sacudidas y quejidos. Así que tuvo que echar mano de su "martillo".

Sujetó con una mano la varilla, y con la otra levantó la improvisada herramienta, y descargó el primer golpe. Esta vez si ya nada podía salvar a la mujer. Con el impacto la varilla cargó con todo, atravesó el útero por completo, atacó a la masa intestinal y empezó a reventar tejidos. La chica pareció enloquecer de dolor. En el momento del golpe sintió que se moría. Se sacudió, y se quejó, y sintió que la respiración se le iba. Tanto fue que su respiración ya quedó siendo rápida y superficial. Y un sudor frío bañó todo su cuerpo. Y el siguió golpeando. Una y otra ves. Levantaba el martillo lo más alto que podía, y lo descargaba con toda su fuerza, aprovechando el doblez horizontal que presentaba la varilla.

Y el tormento continuó implacable. Con cada golpe el metal se hundía un poco más en el indefenso cuerpo de la mujer. Ya eran como cuarenta y cinco centímetros los que tenía clavados en el culo. Y en una de esas la orina escurrió por el mueble, cuando ella aflojó los músculos de la vejiga, obligada por el dolor lacerante que sentía que la mataba.

Morir atravesada por el ojete. Qué destino tan cruel. Porque solo la muerte podía salvarla de aquel sufrimiento. La varilla ya estaba por atravesar por completo el paquete intestinal, rompiendo todo.

Los golpes se repitieron más. Él ya estaba completamente bañado en sudor por el esfuerzo, pero quería terminar de una buena ves con aquello. Ya no podía tardar mucho, porque con los últimos golpes la respiración de la chica se convirtió en una suerte de jadeos roncos y temblorosos. Sentía adormecida ya la mitad inferior del cuerpo, y lo único que importaba eran los golpes que la estremecían con mortales estertores. El dolor, solo el dolor mas intenso era su realidad.

Levantar el brazo. Golpear. Esto se repetía, y con cada golpe el sufrimiento aumentaba. Ahora la sangre salpicaba a cada impacto, y de la vagina había empezado a escurrir una mezcla de sangre y materias fecales, señal de que los intestinos estaban destrozados por completo.

Sus movimientos se hicieron espasmódicos, y su respiración jadeos entrecortados. El final ya estaba cerca. La hemorragia interna ocasionada por las terribles heridas que la varilla causaba amenazaba con llevarla a shock. Los golpes continuaron. Ya era casi media hora de sufrimiento ininterrumpido. Ahora era ya la mitad de la varilla la que había desaparecido en las entrañas de la mujer que empezaba a entrar en agonía.

El metal estaba por llegar al estomago, después de atravesar todo el vientre. Era un espectáculo dantesco el ver a aquella infeliz a punto de morir, con los ojos casi fuera de sus órbitas, y sangrando ya por la nariz, y detrás suyo un hombre, golpeando una y otra vez el trozo de varilla que le sobresalía del culo. Varilla que con cada golpe entraba un poco más.

Y la muerte llegó. Llegó cuando la punta atravesó el diafragma y rompió los pulmones. Llegó cuando la sangre inundó las vías respiratorias asfixiándola. Cuando por su nariz escapaban verdaderos chorros de sangre y vómito.

El lo notó. Lo notó por el espantoso estertor que escapó de la garganta de ella, y que decayó en un extraño gorgoteo cuando la sangre inundó la tráquea. Por sus movimientos que se hicieron más espasmódicos, y que cesaron de repente, después de una terrible agitación que la hizo arquearse sobre el mueble, y tensar las cuerdas que la sujetaban.

Y golpeó con mayor fuerza. Con ansias asesinas. Golpeó hasta que ella quedó inmóvil. Hasta que cesó toda respiración, y solo se escuchó el gotear de la sangre que escurría de la nariz y vagina de la mujer, y su propia respiración agitada.

Y solo entonces descansó. La primera tarea de la lista estaba ya cumplida.