Pablo y yo
Pablo es un conocido...
- Soy Margarita.
- Pablo es un conocido que me cita en su casa para un encuentro, supongo que amoroso porque nos atraemos mutuamente.
- Pablo me hace pasar al salón y, mientras camino delante de él, noto que observa cómo muevo las caderas y nalgas. Sé que le excito.
- Estamos en el salón. Nos volvemos a besar en las mejillas, pero pronto comienza a besar mis párpados, mi frente, la nariz, los labios, la barbilla, el cuello... Aquí se entretiene más: con sus labios va recorriendo toda la superficie de mi garganta: yo estoy entregada a él. Sus manos, que hasta ahora me sujetaban por los brazos me levantan la falda por la parte de atrás y acarician mis nalgas, y la piel de los muslos, y noto que está disfrutando de lo lindo. Le noto muy excitado; yo desde luego lo estoy y comienzo a sudar ligeramente. Él me besa en la boca con dulzura, con ternura: yo le respondo de igual manera, aceptando sus labios y su lengua con deleite.
- Mientras estamos así, él aprieta el bulto que hay bajo su pantalón contra mí: está tremendamente duro y eso me excita más todavía. Él también parece más entusiasmado y sus manos avanzan buscando lo que yo puedo ofrecerle: su mano, subiendo por mi vientre, adivina ya el inicio de los senos dándose cuenta de que no llevo sujetador y esto hace que se recree en su tacto, no dejando ni un milímetro de piel sin acariciar, lo que hace que la mía se erice y los pezones se me pongan duros como canicas. La presión de su mano sobre mi pecho hace que vibre del placer que siento: Pablo sigue jugueteando con mis senos, regocijándose en ello. Estoy segura de que aprecia el que haya venido sin sujetador.
- El roce continúa. También el del bulto de su pantalón contra mi falda. Su otra mano se suma al juego y participa del mismo entusiasmo que la otra. Estamos así unos minutos en los que sus manos acarician por completo toda la superficie de esos dos trofeos que he puesto a su alcance; luego sigue el entretenimiento con su boca: a través de la blusa, acaricia los pezones con los labios, y luego los mordisquea ligeramente con los dientes: no puedo evitar un gemido de placer.
- Apoyando mis hombros hacia abajo hace que me ponga de rodillas, quedando mi boca a la altura del bulto que, ostensiblemente, brota del pantalón, apretándolo contra mi cara. Al principio no me apetece, pero acaba convenciéndome de que acepte.
- Él está muy excitado, y al bajarse los pantalones puedo ver el enorme falo que brota de entre sus piernas, descomunal como un coloso, húmedo y rojo de excitación; parece poseer vida propia porque avanza hacia mí atraído como los metales por el imán, y no me queda más recurso que abrir la boca y aceptar aquel desmesurado miembro que parece a punto de estallar.
Con el contacto, Pablo se estremece con un espasmo extraordinario. Adivino que es lo que él buscaba: una posición de dominio absoluto sobre mí, en una especie de humillación tácita, porque sabe que a mí esto no me gusta demasiado, pero si quiero gozar de él como a mí me gusta, debo complacerle; además no es la primera vez: al fin y al cabo no soy una novata.
Tras un rato en esta posición: él de pie, yo de rodillas con su pene en la boca, me tumba en el suelo. Ahora estoy boca arriba y él sobre mí con el miembro metido en mi boca. Me coge la cabeza con las manos y la agita con un movimiento de vaivén, consiguiendo un coito bucal o una paja con la boca. Para disfrutar más de su posición me pide que le mire, así parece sentirse dominador porque sus temblores se intensifican. Llega tan adentro que a veces noto su capullo rozándome la campanilla.
Está ante un orgasmo y me lo dice. Intento coger sus manos para que deje de apretarme la cabeza pero él las rechaza, e incluso me sujeta más fuerte. Debe estar próximo porque noto el sabor salado de las primeras gotitas, aunque no ha llegado todavía el momento final, pero noto que sus sacudidas se aceleran y que agita más fuerte mi cabeza en el momento cumbre en el que tiene lugar la eyaculación: un potente chorro de esperma que se inyecta en mi garganta, un caudal como no podía imaginar, tan copioso que me pilla desprevenida y al atragantarme intento retirarme logrando con ello que parte del torrente me caiga en la cara y el pelo.
Ha dejado de agitarme la cabeza para menear la pelvis contra la cara, en busca de la conquista final del orgasmo que ha tenido y al que yo no he sido ajena. Yo también me he corrido. Estamos como paralizados. El miembro de Pablo todavía está dentro de mi boca, chorreando y desmayado. Me dice que se lo lama bien, para limpiarlo. Luego me lavo la boca y la cara.
Puestos de pie otra vez, me coge por la cintura. Le comento que es una pena que no nos hayamos decidido antes a tener aquel encuentro. Sigue abrazándome, y pasando la mano bajo la falda me acaricia los muslos y la entrepierna. Mientras seguimos besándonos le acerco mis pechos, rozándole con ellos, lo que le excita porque vuelve a acariciar ese manjar con el que todos los hombres sueñan. Sus roces y pellizcos me excitan: noto los pezones erectos de nuevo y él sigue magreándolos mientras yo me dejo hacer.
De vez en cuando mete una mano por debajo de la falda, palpando e investigando; cuando me aprieta las nalgas avanzo la pelvis hacia él, como si estuviéramos haciendo el amor, que es lo que deseo en estos momentos: dejarme penetrar por esa maravilla que he tenido el privilegio de contemplar y saborear. Estos movimientos le excitan más aún y el falo tantea la entrada de mi nido de amor, incluso a través de la falda; un nido dispuesto a dar cabida al águila palpitante que quiero que sea el miembro de Pablo, que no descuida ningún aspecto pues sus manos no abandonan mis tetas y eso aumenta la agitación que siento.
Su técnica es sistemática: ahora me acaricia una pierna, subiendo, con la palma de la mano abierta, hacia el muslo y luego poniéndola sobre el sexo; a través de la braguita, puede notar la humedad que me invade. Sin poder aguantar más, subimos a la habitación.
Mientras subimos las escaleras de la casa él me acaricia los muslos, desde la rodilla hasta la entrepierna. Entramos en la habitación: él vuelve a acariciarme los pechos a través de la blusa mientras yo vuelvo a correrme. Al principio magrea mis tetas con delicadeza, con afecto; luego, con la excitación, aprieta con más fuerza.
Yo me desnudo y estrechamos nuestros cuerpos. Él mete un poco sus dedos en la vagina, lo que me hace estremecer de gusto poniéndome la carne de gallina: quiero que me tumbe en la cama y me posea.
Nos besamos con pasión, con ardor; yo me ofrezco a él para que me tome sin más dilación, y él responde con insultos, pero no me importa si con ello logro hacerle recuperar la erección y complacerme. Él responde metiendo más los dedos y yo avanzo más mi cuerpo para que los dedos entren más adentro todavía. Vuelve a insultarme, poseído por el deseo, pero sigue sin levantársele. Para mi fastidio hace que se la vuelva a chupar, para reanimar ese animal que ahora yace sin vida, pero todo sea por un buen polvo. Comienzo a lamer el capullo, pasando la lengua por toda su superficie, metiéndolo en la boca como si fuera una piruleta o un polo, hasta que el animal comienza a revivir como el ave que resurge de sus cenizas: más fuerte y potente que nunca. Confieso que para mí es un asco, pero no hay como una buena mamada para que un hombre desfallecido y cansado recobre el espíritu de lucha y el ánimo de volver a comenzar. Pablo está de nuevo tieso como un mástil, presto para la batalla, una batalla que espero que comience enseguida, porque estoy deseando sentir esa máquina de lujuria dentro de mí. Pero no quiere que lo deje y me obliga a seguir con el aparato en la boca. No quiero pensar que este hombre no la sabe meter y que se conforma con que se la chupen todo el rato. Eso o está jugando a humillarme, a sabiendas de que no es algo que me guste demasiado, aunque sigo lamiendo y chupando el falo, que ahora se muestra en toda su potencia; al fin y al cabo hay que sacar el máximo provecho de la situación.
Él la saca, empalmado como nunca, y me empuja a la cama. Yo me abro de piernas, esperando que tome posesión de mi cuerpo. Se inclina sobre mí y besa mi sexo, lamiendo los jugos vertidos, pero de repente me da la vuelta y me hace poner de rodillas; yo adivino sus intenciones y, aunque a regañadientes, acepto ponerme a gatas y que él se ponga detrás de mí.
Me soba el trasero y enseguida noto cómo la punta del pene quiere entrar dentro; yo me retuerzo un poco para facilitarle la tarea y noto que va penetrando. Yo me quejo, en parte porque no me gusta, pero también por seguirle el juego: le gusta sentir que es el que domina la situación. Pablo prosigue su avance, sujetándose a mis caderas, mientras yo voy meneando la grupa para facilitar su avance e impedir que me haga daño con su formidable miembro. Cuando ha pasado toda la punta puedo notar su vibración en todo mi cuerpo: la sensación de que el estómago se desplaza movido por la fuerza de un ciclón. Vuelve a coger mis pechos y comienza a agitarse dentro de mí, con un ímpetu considerable pese a que parece que es la primera vez que penetra a alguien por detrás porque su falta de pericia hace que me duela y que me queje. Pese a todo, no puedo dejar de apreciar su vara dentro de mí, que me produce tanto placer con su calor que al poco rato me corro como no hubiera creído que podría haberlo hecho.
Él, al notar que yo tiemblo por el goce que siento con el orgasmo, altera su ritmo y me hace daño por lo que mezclo las quejas de dolor con los gemidos de placer. Puedo sentir los jugos que me corren por los muslos. El me acaricia con su mano en el sexo, pero de un empujón, sin avisar, introduce algo más el miembro, haciéndome daño y convirtiendo mi delicia en suplicio. Él insiste en enterrar más su lanza, y a cada empujón me hace más daño, pero mezclo el dolor con los orgasmos, así que el resultado es un poco extraño: grito de dolor pero quiero que siga... Continúa acariciando todas las partes de mi cuerpo que alcanza: las tetas, la vagina, el trasero, la espalda, como si no quisiera perder nunca la memoria del momento.
Sólo me habían penetrado por detrás dos veces, y en esta misma postura, y no puedo decir que me gustara demasiado porque no tengo ninguna posibilidad de actuar: es una postura pasiva, y eso no me gusta. Por eso, de vez en cuando trato de adivinar si va a tardar mucho en acabar, o si trata de cambiar de postura y metérmela de una vez por todas, como debe ser, que, al fin y al cabo, es a lo que había ido a su casa. Como respuesta a mis esperanzas lo único que hace es hundir más su artefacto en mi culo, así que no me queda más alternativa que disfrutar todo lo que pueda de la situación; y lo hago: me dejo llevar por el frenesí de cada orgasmo, venciendo con ello el malestar de la impericia de Pablo, extasiándome en cada nueva oleada de placer que me sacude de arriba a abajo.
De repente se altera mucho; me sujeta fuerte por las caderas y sus empujones se hacen más firmes y feroces, señal de que va a correrse. Efectivamente, en pocos segundos su fabuloso falo parece crecer dentro de mí hasta alcanzar dimensiones colosales, tal es la fuerza y la energía que aquella potente máquina es capaz de desarrollar: puedo notar en mi interior cómo se hincha para dejar pasar el chorro de esperma, que emerge en mi interior, inundándome y haciendo que me corra otra vez. No puedo evitar una convulsión que cierra el esfínter del ano alrededor de Pablo, atrapándolo para no dejarlo escapar, pero con la eyaculación la fuerza se le va y el mástil erguido se convierte en vela sin viento.
Nos quedamos tumbados en la cama, agotados: él por el esfuerzo que ha hecho, yo por la serie increíble de orgasmos. Estoy feliz. Él, pese a todo, comienza de nuevo a tocarme los senos, parece fascinado por ellos.
Sentados en la cama, nos miramos. Yo quiero guerra de verdad: basta ya de tonterías, quiero que su cañón penetre hasta lo más profundo de mi ser, sentir ese miembro palpitante, aunque ahora decaído, pulsando dentro de mí y que me haga sentir en la gloria. Por toda respuesta me acaricia el sexo y me dice que me masturbe yo sola. Naturalmente le digo que no, que o lo hacemos como yo quiero o se acabó la diversión. Él insiste, y, después de pensarlo un poco, acepto: a lo mejor quiere que lo haga para excitarse y pasar a la acción verdadera.
Antes de comenzar me abro más de piernas, para mostrarle el cofre que le ofrezco, el tesoro que está al alcance de su mano (de su miembro, quiero yo). Tengo el sexo rojo de pasión y de deseo no colmado, abierto para que su lanza recorra el sendero del placer, pero resiste: quiere que me masturbe. Comienzo a acariciarme y a pensar que es él el que me está preparando para penetrarme y en pocos segundos estoy excitada hasta el punto de que siento como si de verdad me la estuviera metiendo. Él se pone de pie y me la mete en la boca: no me importa, pienso que es un tercero que participa en el juego. Chupo y lamo el fláccido miembro con tal eficacia que al poco rato lo noto crecer en la boca. Cuando está en el límite, lo saca y me lo pasa por toda la cara y luego con el capullo me frota las tetas, que, de puro deleite, están duras y firmes. Mi mano sigue trabajando en la vagina. Pone el capullo entre los dos pechos y, cogiéndolos, se lo frota con las dos tetas, y aunque no lo crea, el pene crece más, espoleado por mis pechos, hasta parecer que va a reventar, así de hinchadas tiene las venas que recorren su cilindro.
La visión de esa maravilla de la naturaleza hace que me corra al instante y en un acto reflejo le atrapo el miembro para hacerle una paja: late como si tuviera vida propia. Al contacto de mi mano con el tremendo falo, noto un escalofrío, un estremecimiento que me sacude y que provoca una nueva oleada de placer. Luego, agotada, me tumbo en la cama.
Él está de pie, sobre mí, quieto, como si estuviera pensando algo. Con los ojos cerrados tengo la fantasía de que salta sobre mí y de un golpe me traspasa con su sable, salvajemente. Se sienta sobre mi vientre y continúa con los pechos, colocando entre ellos el falo erguido y rojo por la presión de la sangre que late dentro de él. No sabe cómo hacerlo porque con dos manos no puede sujetar los dos pechos y el pito al mismo tiempo, por lo que se le escurre constantemente. Yo no le digo nada, y me niego a colaborar frotando yo los pechos o sujetándole el miembro para que se pueda hacer una paja con mis tetas, aunque este último método me atrae y estoy tentada de llevarlo a la práctica. Pero no, ya basta: quiero lo mío.
Al rato, al ver que no puede hacerlo solo, me coloca las piernas sobre sus hombros y -¡oh, maravilla!-, con la cara junto a mi cueva, comienza a lamer, primero el exterior, limpiando el zumo que se había derramado, luego, estirando la lengua, el interior, frotando toda la cavidad, proporcionándome un gran placer, provocando un orgasmo que no duda en absorber y lamer en su totalidad. Está a cien, porque con la mano le alcanzo el aparato y está tieso como nunca y húmedo de los efluvios que tampoco él puede contener.
Con suavidad me quita las piernas de sus hombros y, sujetándome por las nalgas, asoma la punta del pene en la puerta de mi sexo, jugueteando, como si quisiera hacerme sufrir con la demora; pero no puede aguantar más y de un fuerte empujón mete todo el aparato, con un ímpetu excepcional. ¡Por fin puedo sentir su mágico bastón dentro de mí! Valía la pena esperar este momento en el que, entregada ya a Eros y Dioniso, mi cuerpo acepta y acoge el obsequio que se le ofrece, sin poder evitar un gemido de sorpresa por el extraordinario don de aquel prodigio que ahora siento dentro de mí. Pablo comienza el vaivén adorable con tal brío y fogosidad que al poco me siento mareada por el intenso e inmenso deleite que sus movimientos me procuran. Son oleadas sucesivas de calor interno las que me recorren las entrañas; me falta el aliento, porque el alma se traslada y se eleva por encima de mi cuerpo, expulsada por esta máquina, este émbolo de movimiento continuo, eficaz y riguroso. El delirio se adueña de mí, la fiebre me recorre el cuerpo entero, el ardor que sentía en la entrepierna, lejos de desaparecer ha contagiado al resto del cuerpo, de tal manera que no sé si voy a desmayarme, tanta es la emoción que siento con las embestidas de Pablo. Delirando como estoy por el gozo de esta magia, la brasa que es mi sexo ardiendo, las oleadas de calentura no cesan, una tras otra, a cuál más intensa que la anterior. Estas sensaciones no han desaparecido desde el momento en que me penetró, por lo que deduzco que he estado en un estado de orgasmo permanente...
Pese al frenesí que siento no quiero que esto acabe, pero percibo que su vigor se multiplica, señal de que está próximo el fin, y cuando él, en una de las sacudidas, se detiene, noto cómo vierte dentro de mí, hasta lo más profundo, el chorro de esperma, poderoso y cálido: ha llegado al final, y ahora se limita a acabar de tener el orgasmo con una serie de sacudidas finales. Yo trato de aprovechar los últimos segundos de erección para procurarme más tiempo de ese placer inimaginable, anhelando que no acabe nunca, y aún consigo correrme una vez más, justo para que los dos acabemos simultáneamente.
Caemos sobre la cama, apurados uno del otro, consumidos por la fiebre, agotados pero felices, él todavía sobre mí, en medio del charco en el que estamos chapoteando, testigo de nuestra pasión y nuestra lujuria; Pablo sujeta una vez más mis pechos, sonriendo…