Pablo, un joven casi perfecto

Ocho años después de un singular romance, ha llegado el momento de poner las cosas en su sitio para quizá, de nuevo, hacer el amor en el balcón.

PABLO, UN JOVEN CASI PERFECTO

"La belleza contiene siempre una brizna de imperfección".

Charles Baudelaire.

Hace calor, hace calor, yo estaba esperando que cantes mi canción, y que abras esa botella, y brindemos por ella y hagamos el amor en el balcón. Mi corazón, mi corazón es un músculo sano pero necesita acción. Dame paz y dame guerra, y un dulce colocón y yo te entregaré lo mejor.

Cantabas con la seguridad que da el saberse guapo, tendido sobre las maletas que llenaban el pasillo del autocar de dos pisos. Afinabas bastante bien, algo no muy habitual entre los chicos que cambian la voz, recién estrenados tus quince años. Pero voz y edad no era lo único que estrenabas: una amplia sonrisa ponía al descubierto unos dientes bien colocados, después de más de dos años de molesta ortodoncia. Yo te miraba boquiabierto porque rebosabas belleza. Tus vaqueros Levi’s ajustados, tus camisetas de lycra con los brazos al descubierto, tu rostro hermosísimo tan varonil, esa barbilla algo puntiaguda y ese hoyuelo característico que te parte, a veces, el mentón en dos.

Notaste que te miraba y tu sonrisa se tornó aún más amplia. Te acomodaste mejor y comenzaste de nuevo la canción. Tu paquete atraía mi atención, con la tela desgastada cerca de la bragueta.

Mi imaginación regresó cinco años atrás, cuando me tocó arbitrar unos partidos de la competición entre distintos centros escolares de la provincia. Nada más salir al campo me fijé en ti. Esbelto, tan masculino, con tus pantalones cortos algo ajustados que anunciaban un trasero espléndido. Los muslos poderosos, la actitud conquistadora. Me costó concentrarme en el partido. En todas las jugadas se me aparecía tu cuerpo apetitoso presidido por ese culazo perfecto. En el descanso rellené la documentación y busqué tu ficha. Pablo, 10 años. Tomé nota de tu dirección, muy cercana a la mía. Pensé que no sería difícil coincidir alguna vez en alguna tienda o supermercado. Estaba decidido a comprobar si, con el tiempo, ese niño tan atractivo se convertía en un bello adolescente. No me fue difícil, porque un año y pico más tarde te presentaste a cursar la Eso en mi colegio. Desde entonces te vi casi diariamente y pude tender puentes de comunicación hasta que, por fin, ese año coincidiste en mis clases. Tu actitud responsable y a la vez juguetona me cautivó en seguida. Tus comentarios ingeniosos, tu facilidad para el chiste, tus inmensas ganas de pasarlo bien y un cierto matiz de mordacidad se me hicieron indispensables. Me consta, y te lo agradezco, que tú fuiste uno de les que me propuso como profesor acompañante al viaje de fin de curso.

El día había estado lleno de revelaciones. Como siempre, habías concentrado gran parte de mi atención, Había observado de cerca tu actitud en dos ocasiones que marcaron el desarrollo de la jornada. Primero, en Piazza Michelangelo. Nos sorprendió que había algunas roulottes aparcadas y barreras que impedían el acceso a la barandilla que se asoma sobre la ciudad. Estaban rodando un spot publicitario. Los gritos de las chicas delataron que los modelos eran unos chicos jóvenes –ninguno pasaba de 20 años- y musculados. Se estaban preparando para la filmación. Tú estabas en primera fila, justo detrás de la barrera, junto a algunas de las chicas de nuestro grupo. De pronto, los modelos se despojaron de las camisetas y mostraron sus tórax esbeltos, sus pectorales señalando horas de gimnasio. Algunas chicas grababan con la videocámara. Otras usaban el teléfono móvil para inmortalizar el momento. Pasados unos minutos de exhibición, un megáfono anunció el siguiente paso, y los modelos –creo recordar que eran seis- se quitaron los pantalones y ofrecieron un espectáculo de paquetes discretos y culos bien esculpidos mientras se contorneaban y se rozaban amistosamente con la inigualable vista sobre la ciudad de Florencia como fondo.

Mi mirada alternaba los bellos cuerpos de los modelos con la vista de tu trasero, situado a menos de dos metros frente a mí. Te reías pero no te perdías detalle. Yo ya había elegido: me quedaba con tu culo.

Más tarde, después de una hora de cola, entramos en la Galleria dell’Academia. Pasos urgentes para contemplar el David de Miguel Ángel. Te busqué para ver cómo reaccionabas ante tal belleza. Estabas dando la vuelta a la estatua, acompañado de tu amigo Elías. Os seguí, y me situé como casi siempre, detrás del tu culo monumental. Dos culos monumentales en el horizonte.

-¡Es imponente! –comentaba Elías.

-¡A que sí! A mí me sale la oportunidad de enrollarme con un tipo como este y me lo follo con ganas.

-¡Yo hablaba de la estatua, no del tío!

-Un culazo casi tan importante como el tuyo –comenté acercándome.

-Joder, profe, me recuerdas a Teresa –me respondiste.

-¿Teresa? –inquirió Elías.

-Sí, la profe de inglés. ¿No te acuerdas? La que me sacaba a la pizarra para mirarme el culo.

Por la noche estuvimos en la discoteca. Buscabas la compañía de Estrella, una chica de tu clase tan guapa como estúpida. Ella te hacía algo de caso, pero cambiaba a menudo de ambiente, como si esperara a alguien. A las tres y media regresamos andando al hotel. Por el camino coincidimos algún momento. En el vestíbulo os conté. Faltaba uno. Pronto nos dimos cuenta de que era Estrella, precisamente, la que faltaba. Te quedaste con cara de circunstancias. A pesar de mis advertencias, la muchacha se había montado en el coche de unos italianos para continuar la fiesta en otra parte. Antes de que las dos profesoras que me acompañaban comenzaran a dramatizar las envié a la cama y les dije que tomaría un taxi para ir a buscarla, que imaginaba dónde podía estar. No era cierto, pero me permitía abordar con serenidad el problema. Los chicos más amables os ofrecisteis para efectuar una batida. Al cabo de una hora regresasteis sin novedad. Os mandé a acostaros y me dispuse a esperar en el vestíbulo. No habían pasado diez minutos y te presentaste ante mí, descalzo, con unos pantalones cortos de algodón sin nada debajo y una camiseta. Ese era tu pijama: sugerente, excitante, turbador.

-Oye, me sabe mal que la esperes tú solo.

-Tranquilo, es mi responsabilidad.

-Si quieres, mi habitación da a la plaza. Nos sentamos en la terraza y así la veremos regresar.

¿Cómo rechazar una oferta como aquella? Estar contigo a solas, ante tu presencia cautivadora y además con esa indumentaria? Mi habitación tenía vistas a un patio interior, así que quedaba alejada de cualquier novedad. Acepté.

Tu recámara estaba en la primera planta. Compartías con otros tres compañeros una estancia no demasiado grande, pero el balcón, en cambio, disponía de dos sillas y un banco mecedora. Cuando entramos todos dormían ya. Tú ibas hablando a voces y te mandé callar, para no despertarlos.

-¿Despertarlos? ¡Si no se enteran de nada! Mira a Raúl.

Encendiste la luz. Raúl estaba tendido sobre la cama en ropa interior. Dormía apaciblemente boca arriba y lucía una temible erección. Te acercaste a él y le agarraste el tronco de la polla con dos dedos. Te reías. Yo no sabía cómo reaccionar, así que salí al balcón y me senté en el banco columpio. No tardaste en estar a mi lado. El calor sedante de junio había dejado paso a una ligera brisa nocturna.

-¿Ves? -dijiste-. Desde aquí se divisa toda la plaza-. Y te sentaste a mi lado, con las piernas cruzadas.

Nos quedamos un rato callados. Creí notar en tu estado de ánimo algo de excitación, pero no me atreví a dar el paso. Tú comenzaste la conversación.

-Vaya putada, Estrella...

-¿Putada? -inquirí, observando muy de cerca la fortaleza de tu cuello y el hoyuelo que se formaba, fascinante.

-Joder. Eso de largarse con desconocidos... Mira que has especificado claramente las normas...

-La verdad es que no me he dado cuenta si ha salido de la disco con nosotros o ya se había ido.

-Ha salido antes. Pero pensé que se quedaría en la calle. Hacía calor... Espero que no le suceda nada malo.

-Yo también. Ha demostrado no ser muy inteligente.

-Hombre, su inteligencia no es lo que yo más destacaría- afirmaste con un brillo burlón en los ojos y sugiriendo formas redondas con las manos.

-¿Ah, no? Ya observé que estabas muy pendiente de ella en la disco. ¿Te gusta, verdad?

-¿Tanto se me nota? Sí, me gusta, pero no sé si aguantaría salir con ella.

-¿Por qué?

-Porque es un poco estúpida y creída.

-Pues yo opino que haríais buena pareja.

Me miraste sorprendido.

-¿Yo también soy estúpido y creído?

-¿Tu? ¡No me hagas reír!

-¿Entonces?

-Lo digo porque los dos sois guapos, resultones, atractivos...

-Gracias. ¿Lo dices por lo de esta tarde?

Me reí recordando la anécdota. Una vez instalados en el hotel, procedía tomar una ducha refrescante. Me estaba preparando cuando llamaron a la puerta. Era Raúl, tu compañero de habitación. Llevaba cara de gravedad.

-Profe, la ducha no traga agua y se nos inunda la habitación.

-¡No será tanto! Habla con recepción.

-Venga, profe, que yo no sé italiano. Ven y verás: el baño parece Venecia.

Crucé el pasillo y me dirigí al baño. Cuatro o cinco chicos con poca ropa esperaban mi reacción. Abrí sin sospechar nada, y de repente... tú, duchándote tranquilamente de espaldas a la puerta. En dos segundos tuve tiempo suficiente para certificar la exuberante belleza de tu culo. Los demás reían como locos a mis espaldas. El tercer segundo lo invertí en estudiar tu actitud. Te estabas masturbando. Y al instante, seguramente por el alboroto de las risotadas, te volviste. No sé si me viste en seguida, pero no dejaste de manipular tu considerable miembro.

-¿Qué pasa, profe? ¿Te están tomando el pelo esos cabrones? No le dejan a uno ni un momento de intimidad...

Te volviste de nuevo y continuaste. Tus compañeros seguían carcajeándose.

-No lo decía por lo de esta tarde, pero...

-Pero ¿qué?

-No te has cortado un pelo.

-¿Por qué habría de cortarme? Seguro que has visto cientos de pollas.

-Claro, pero..

-Pero ¿qué? ¿La tengo pequeña?

-¿Pequeña? A mí me pareció muy grande.

-¿Tú crees? Gracias.

-Ya van dos veces que me das las gracias. Sólo digo lo que pienso. Lo que me extrañó es que no dejaras de pajearte.

-¿Para qué? A mí me caes de puta madre.

-Me alegro. Es un sentimiento recíproco.

-¿De veras? Dime por qué te caigo bien.

Todavía no podía decirte la verdad, pero la conversación se movía hacia la confidencia y, con una cierta ambigüedad, manifesté mi opinión:

-Tienes todos los ingredientes para caer bien, no a mí, sino a todo el mundo. Físicamente atractivo, simpático y ocurrente, conversación inteligente, sentido del humor, complicidad, cercanía...

Te quedaste pensativo. Por eso mismo añadí:

-Y un culazo impresionante.

-¿Otra vez? Eso se te ha pegado de Teresa.

-No, es mi opinión. Tienes suerte. Un culo bien formado es un ingrediente importante para tener éxito.

-¿De veras?

-Y además -añadí- aunque disimules eres totalmente consciente de tu atractivo personal.

-¿Yo?

-Sí, sabes que estás bueno y actúas como un tío bueno. Esta mañana...

-¿Esta mañana? ¡Qué he hecho esta mañana?

-Estabas cantando y tu dentadura recién estrenada lucía magnificencia y esplendor.

-¿Te has dado cuenta de que me he quitado la ortodoncia? Pues eres el único. Ni un a sola chica de la clase se ha dado cuenta.

-Porque sólo te miran el culo. ¿Ni siquiera Estrella?

-No. Un par de colegas y tú.

-Esa niña es tonta. No sabe lo que se pierde.

Unos pasos sonaron en la calle. Dos chicos cruzaron riendo la plaza. Te moviste nervioso mientras te acercabas peligrosamente.

-Me está cogiendo frío. ¿De qué hablábamos?

-Acércate, vamos a acurrucarnos contra el respaldo. Si tienes frío te abrazo...

Pasé mi brazo por encima de tus hombros.

-¡Eres una ganga! ¡Me dices las palabras más agradables y encima me abrazas!

Y al cabo de unos segundos:

-¿Por qué decías que Estrella no sabe lo que se pierde?

-Joder, está muy claro, ¿no? Lo he dicho antes: guapo, simpático, amable... y ahora con una sonrisa de anuncio de pasta de dientes... Y me olvidaba del hoyuelo...

-Ni mi madre me trata tan bien. Así que tengo una sonrisa irresistible...

-Y Estrella ni siquiera la ha probado.

-Es verdad. Dos años sin pegarme un morreo como dios manda y tú eres el único que se da cuenta de que mis dientes ahora son...

-¿Perfectos?, ¿Simétricos?, ¿Excitantes...?

Te acurrucaste un poco más y volviste tu rostro hacia mí, como si dudaras de la seriedad de mis afirmaciones. Té miré con dulzor. Tenerte abrazado ya era para mí un gran festejo. Nuevamente el nerviosismo aparecía: un tic te sacudía las piernas. Tu rostro reflejaba seriedad, pero poco a poco tus labios se fueron abriendo y se iluminó de pronto la noche florentina. Entre tus dientes luminosos apareció la punta de la lengua, húmeda y seductora. Y tus labios esponjosos se acercaron hasta que encontraron la receptividad de los míos. Antes de cerrar los ojos para concentrarme en el espléndido morreo pude observar relámpagos de agudeza en tus negros ojos.

El besuqueo se prolongó por unos minutos, durante los cuales tu mano derecha exploró mi entrepierna. Cortaste brevemente el intercambio de vapores ardientes para afirmar, con un cierto sarcasmo:

-¡Pues es verdad que te pongo!

Tu incursión me autorizó a la aventura. Inicié la exploración bajo tus shorts y recibí un rastro de humedad en la punta de los dedos. Agarré el mango con apego agradecido hacia su tamaño. Mientras saboreaba el manjar de tu boca revivía la contemplación apasionada de tu masturbación pública.

-Y ahora, ¿qué pasará? -dijiste tímidamente una vez liberada tu garganta de la condena voluntaria-. Yo no sé si...

No te dejé terminar. Los gemidos sustituyeron a los fonemas. Tu capullazo impresionante se sumergió en mi garganta para mezclar sus fluidos con mi saliva. Como si fuera un sueño, abracé esa polla deliciosa con la boca mientras recorría la base de los huevos con la mano y me abrazaba a tu muslo escultural.

-Ah, ¡qué pasada! Esto es un gustazo... ¡Te la tragas entera!

No era verdad. Aún no era verdad. Tan sólo contenía la mitad de tu miembro, pero tu sensibilidad, supuestamente poco entrenada, tendía a la hipérbole. Tenía que cumplir los designios del oráculo, así que me la tragué toda. Yo estaba viviendo uno de esos éxtasis que turban tanto el entendimiento que parecen más un sueño que la realidad. Lo que estaba viviendo era tan apasionadamente increíble que mi mano izquierda, que rodeaba tu muslo, inició el camino hacia el templo sagrado de tu culo para certificarlo. Abracé una nalga, me sorprendí por la solidez y densidad y el índice tomó la responsabilidad de dar sentido a su nombre. La melosidad y tersura que captó mi dedo bastaba para asegurar la exaltación incondicional. Tu anillo se abrió mágicamente, y la ternura de tus carnes se puso de manifiesto cuando envolvieron mimosamente a mis dedos, uno, dos, tres caballeros exploradores tremendamente satisfechos por sus hazañas en el campo del honor.

Te extrañarás, amigo Pablo, que en el título de esta carta te cualifique de "joven casi perfecto". En el estado de entusiasmo en que escribo estas lineas podría olvidar que un defecto empañaba tu belleza seductora. Lo descubrí el verano que cumplías trece años, cuando nos cruzamos por la calle: ¡eres tremendamente peludo! Acostumbrado a valorar la belleza por su carga de juventud, sentí una gran decepción cuando vi tus piernas futbolísticamente contorneadas oscurecidas por un bello espeso. Afortunadamente tu rostro no se veía invadido por la incómoda barba, pero sí tus axilas y el centro de tu pecho. Como es lógico, esta mancha se puede borrar fácilmente, y me alegró inmensamente que pocos días antes hubieras decidido depilarte: ningún obstáculo se interponía a la valoración suprema de tu suavidad. Debo confesarte que ya sabía que pensabas rasurarte días antes del viaje: lo escuché durante mi guardia de patio cuando deambulaba inocentemente cerca de ti y de tus amigos. Formabais un trío especial, tú, Elias y Ferry. Hubiera pagado una fortuna a por asistir a la operación que dejó vuestras pieles lisas como las de un bebé. Me hubiera cambiado por Elías, que fue, según tú me dijiste, el encargado de afeitar tu nobilísimo trasero hasta el mismísimo epicentro.

Inconcebible desperdiciar ese manjar exquisito. Te obligué a abrir las piernas y me lancé al disfrute. No parecías inexperto cuando procurabas abrirte al máximo para captar las delicias ocultas de tu bello cuerpo.

-Joder, ¡vaya locura! ¡Me voy a desmayar de gusto!

No cesaban tus comentarios de incredulidad, quizá con un poquito de burla. Aunque me sorprendió, me encantó que en medio de una relación sexual tan poco convencional tu reacción fuera jocosa. La piel de tus intimidadas era tan dulce como tu carácter.

Tu polla había descansado un poco, pero su cumbre aparecía húmeda. Dejé que el ano se relajara y me dirigí de nuevo hasta tu lanza. Al notarlo, empujaste intuitivamente y, ahora sí, la tragué hasta el fondo. Te había juzgado bien con anterioridad, así que abandoné no sin pesar el satisfactorio sabor de tu polla para retomar la dedicación apasionada a tus nalgas. Sin desmerecerla en absoluto, pollas como la tuya hay a montones; culos como el tuyo, sin embargo, se pueden contar con los dedos de una mano. Y tú ya sabes que no exagero.

-¡No, si al final me vas a follar y todo! -te reías cuando notabas la punta de mi lengua presionar a la entrada de tu mansión de placer.

Yo procuraba no perder la compostura en mi tarea responsable y necesaria. Tu esfínter se presentaba tan elástico ya que no podía tardar mucho en arremeter a fondo. Yo estaba abandonando un poco mi seriedad abusiva en lo que al sexo se refiere: se me estaba contagiando tu inefable buen humor.

-¡Que voooooy!

-En estos momentos, los aguerridos exploradores se encuentran en la puerta de la cueva -ibas relatando-. A ver, recapitulemos: ¿no nos olvidamos nada?

-¿Quieres que me ponga impermeable?

-Nada de eso: es que no me has pedido permiso para adentrarte en mis dominios.

-Usted disculpe. ¿Me da su excelencia el permiso necesario para cruzar el umbral de sus posesiones?

-Si no queda más remedio... ¡Pero cuidado con las brusquedades!

Arrojé tanta saliva como pude soltar. La crema se había quedado en mi habitación, y no era cuestión de dejar enfriar la situación. Entré con suavidad y atrevimiento. Tú seguías radiando el combate:

-Los primeros momentos son los más importantes, y puede decirse que la entrada no ha ofrecido muchas dificultades... ¡Aaaay! Bueno, algún rozamiento un poco grosero es normal... Ya se sabe: la espeleología es un arte.

Me encontraba ya casi tocando fondo. No sabía si tu actitud festiva duraría todo el rato, pero imaginaba que cuando el goce fuera verdadero y profundo cesaría tu charla divertida.

-Y bien, señores, ¡la expedición ha llegado con éxito al fondo de la cueva!

Han pasado nueve años y me cuesta creer, ahora, la naturalidad con que nos enrollamos. Fue tan espontáneo y natural, sin reproches, sin timideces, sin hipocresías, que parecía un acto marcado por la asiduidad. Debo añadir, además, que estábamos en pleno balcón, en un primer piso, envueltos por brotes de oscuridad que podían proteger suficientemente nuestras identidades de cualquier peatón que circulase por la plaza; no así el acto de hermanamiento que estábamos protagonizando. Pero, ¿quien podía pensar, en aquél momento, que alguien pudiera estar pendiente de lo que sucede bajo la visera del columpio de un balcón de hotel modesto a las cinco y media de la madrugada?

Sí, te callaste al cabo del rato. Tu espíritu revoltoso te empujaba a burlarte incluso del placer novedoso que sentías, pero la lógica fue venciendo. Te relajaste y disfrutaste el vaivén enloquecedor de mi pluma dejando constancia de la calidez de tus entrañas. Me dolían un poco las rodillas puesto que no había dispuesto ningún objeto blando sobre el suelo, pero es que la posición era antológica. Tus piernas alzadas y totalmente abiertas -posición también fatigosa- enmarcaban una follada original y divertida. Sobretodo cuando se nos ocurrió utilizar el invento que nos había acogido: el columpio. Me quedé quieto y comencé a mecerte imprimiendo una nuevo ritmo que prometía expresiones diversas. No tardaste en comentarlo:

-Y ahora, señores, comienza la navegación. Nos disponemos a realizar una travesía a través de un mar bastante tranquilo...

Pero cuando aumenté el ritmo y con ello tu sensibilidad se disparó...

-Pues no, el mar se ha agitado y estamos viviendo una auténtica tempestad que sólo puede acabar de una manera...

Mis huevos rebotaban contra tu perineo. Tus brazos no se estaban quietos. Me agarrabas del cuello, del bíceps. Me metiste un dedo en la boca, y chupé como si se tratara de una golosina. Callaste de nuevo, porque el placer era abrumador. Veía tu rostro sonriente y ensimismado alejarse y retornar feliz, víctima de un movimiento que, por artificial, quizá era más penetrante. Y me apetecía ya soltarme, más que nada por el dolor de rodillas, pero me contuve y alagué tanto como me fue posible el rozamiento, porque los dos lo merecíamos, estábamos disfrutando la locura de una relación divertida y afectuosa y no había ninguna prisa... Tu polla se alzaba atrevida. Hubiera querido lamerla sin perder el oficio, pero era imposible. Comencé un masaje despreocupado que agradeciste con un gemido. Tus huevos chocaban a cada empuje con mi estómago. Los agarré y uniformé. ¡Eran tan suaves, tan tiernos! Se preparaban ya para la gran ceremonia definitiva, y yo no podía aguantar mucho más, sólo esperaba que tu agitación me comunicase que estabas listo. Con espontánea simplicidad nos pusimos de acuerdo. Tan pronto noté que los movimientos masturbatorios de mi mano derecha te acercaban al destino, aflojé mis carnes y trabajé para coincidir contigo. Casi lo conseguimos. Tu chorro efusivo salió disparado mediante ocho o diez surtidores que impregnaron mi pecho e incluso llegaron a mi cara. Lamí la densidad de tu semen mientras descargaba dentro de ti un cúmulo de chorros que recibiste entre jadeos. Y te quedaste mudo, extrañamente mudo. Tanto, que temía por tu reacción.

-No ha estado mal -dijiste al cabo del rato, cuando abriste los ojos.

-¿No ha estado mal? -respondí ofendido, mientras trataba de alzarme y me frotaba las rodillas doloridas-. Mira, hay un síntoma que no falla: te has quedado callado durante un rato.

-Tienes razón, eso no falla.

Y me pegaste un cachete amistoso. Me senté a tu lado y te abracé. El semen que me había salpicado se iba licuando. Me lo llevé a la boca y busqué un beso.

-¡Serás caníbal! ¿Quieres que me coma mi propia leche?

Me separé. Te miré desconcertado, ignorando si el comentario era serio. No lo era. Me pegaste otro cachete y me encontré con la carnosidad de sus labios acercándose amenazadoramente. El morreo fue largo e intenso, y contó con el apoyo de mi mano, que buscaba la suavidad de tu testuz. Después notamos algo de frío.

-Estoy hecho polvo, profe. Y esa zorra que no viene.

Mentarla fue la única inconveniencia de una noche maravillosa. Pero tampoco tenía tanta importancia. Precisamente a ella le debía la oportunidad que tan bien habíamos aprovechado. Eran las siete, y una aurora pálida delataba nuestros cuerpos desnudos sobre el columpio. A las ocho teníamos que desayunar.

-¿Vamos a tu habitación?

Otra alegría que no esperaba. Nos metimos en mi cama, abrazados, y te quedaste dormido inmediatamente. Yo, como siempre, no pude pegar ojo y disfruté del contacto con tu cuerpo mientras notaba sobre mi pecho el peso de tu tórax esbelto y, en mi mejilla, la armonía de tu respiración.

Durante el día siguiente tu actitud fue absolutamente normal. Te acercabas de vez en cuando, soltabas tu comentario ingenioso y te alejabas, casi siempre junto a Elías, tu mejor amigo. La zorra se presentó discretamente en la cola del desayuno, y creyó inocentemente que no la habíamos descubierto. Me costó detener la estúpida venganza que las profesoras habían preparado. La mía sería más sutil, pero más ligera. Cuando ascendimos a la cúpula del duomo noté y agradecí tu proximidad. Llegados al mirador, me abrazaste un momento para preguntarme:

-A ver, profe, ¿por dónde cae nuestro hotel? ¿No será ese de ahí, en esa plaza, ese que tiene una mecedora en el balcón?

Y te alejaste cantando:

Hace calor...

...y hagamos el amor en el balcón.

Aquél era el último día del viaje de estudios. Salimos a las cuatro de Florencia y teníamos que pasar la noche en ruta: autostrada italiana, autoroute du midi y entrar en España por Irún. Casi 24 horas de bus. Nos resignamos, pero llegados a la última área de servicio italiana, quemando las últimas liras, me percaté que negociabas con algunos amigos. No entendí muy bien qué, pero regresando al autocar me informaste:

-Profe, teniendo en cuenta que por culpa de alguien tú no has dormido esta noche, hemos decidido dejarte todos los asientos de atrás para que te puedas echar. ¿Te parece bien?

-¡Me parece fantástico! Incluso puedo compartirlo con alguien.

Nuestra segunda noche fue más especial que la primera. El cansancio acumulado por una semana de viaje intenso y noches cortas motivó que hacia las doce el autocar se sumiera en un sueño profundo. El conductor bajó la luz y nos sumergimos en la penumbra. En los asientos traseros no se veía nada más que la luz frontal del vehículo surcar la noche francesa. Me eché aprovechando los cinco asientos, esperando tu iniciativa. Dormí un rato hasta que un contacto me despertó. Habías aprovechado el espacio que yo dejaba libre para acostarte a mi lado. Notaba tu olor varonil, y cuando viste que estaba despierto noté tu beso en la mejilla.

-¿Cómo estás? -susurraste.

-De puta madre. Eres cojonudo. Lo de confiscar estos asientos ha sido genial.

Sonreíste y buscaste mi boca con la tuya, y mi paquete con tu mano. Evidentemente estaba preparado para la acción. No es que tuviera un presentimiento, simplemente me había quedado sin calzoncillos limpios y me había puesto los pantalones sin ropa interior. Bajaste la cremallera y mi polla asomó excitada.

-¿Quieres repetir? -pregunté excitado.

-¿Se puede?

-El escenario es genial. Casi tanto como el de ayer.

-Sí, pero para este no sé ninguna canción...

-¡La compondremos nosotros!

Me comiste la boca de nuevo y luego, soprendentemente, te agachaste y te zampaste mi sexo. Me volvió loco tu mamada, inocente y encendida. Un buen rato te dedicaste a lamer y chupar, jugando con la verga como si fuera un biberón. Yo me había incorporado para observar el estado de los chavales que nos rodeaban. Todos dormían apaciblemente, incluso alguno roncaba. Los respaldos configuraban una barrera a miradas indiscretas. Incluso el rugido monótono del motor camuflaba nuestros comentarios.

-Eres delicioso- te dije cuando abandonaste la mamada.

-¿Lo hago bien?

-Muy bien.

-Pues esta noche quiero hacer más cosas.

-¿Como las de ayer?

-Esas y algunas nuevas.

Te despojaste de tus vaqueros descoloridos y los echaste alegremente al suelo. Calzoncillos blancos, de los que compran las madres. Me reí.

-No te gustan, ¿verdad? Pues ya me los quito.

Y te quedaste desnudo de cintura para abajo. Mi polla estaba a punto de reventar, pero la tuya no se quedaba atrás. Sin compartir tu atrevimiento, me lancé sobre tu sexo y lo envolví con mi garganta para proporcionarte la mejor mamada. Esa noche no te mostrabas tan elocuente, quizá más concentrado en el disfrute que en la perorata cómica. Momentos más tarde alzaste las piernas para dejar al descubierto tu hoyo sabrosísimo. Alabé su presencia durante largo rato, con lengüetazos intensamente alimentarios. Te contorneabas ávidamente, imposible relajarse ante la invasión húmeda de una lengua hambrienta en lugar tan sensible. Y gemías.

-Vale ya- soltaste. Y te pusiste a cuatro patas apoyando tu estómago en el asiento, un poco de perfil-. ¿Va bien así?

Sin responder corregí un poco la posición para disponer de más espacio para la culeada. Y te sorprendí con una nueva lamida de ano cuando tú esperabas ya la penetración. El regalo llegó pronto. Separaste tus suculentas nalgas con las dos manos, alzaste las posadera y recibiste mi carne con orgullo y ganas. Entraba y salía con más brío que la noche anterior, iluminado además por la morbosidad de follarte a escasos centímetros de tus compañeros de clase, aprovechando la nocturnidad para clavarte hasta el fondo, intuyendo en la noche tu atlética silueta. Con las manos seguía la evolución de tu rabo, que se ofrecía pegado a tu estómago. Luego pasé mis manos por debajo de la sudadera y disfruté de la suavidad de la piel de tu espalda, nada comparable con la de tu interior. Eras confortable y ameno, tierno y genial. Por ello te agradecí la entrega con una corrida sentida y abundante . Me estabas proporcionando unos placeres de locura. Y esperé a ver qué pasaba, qué novedades vendrían. ¿Me sorprenderías?

Me besaste. Mejor: me devoraste la boca. Habías resistido estoicamente las ganas de correrte... ¿para qué?

Naturalmente, querías probarme. Te preparé la máquina con mamadas intermitentes e intensas. Ya estabas a punto, pero te reservabas. Sentados uno al lado del otro, yo con los pantalones en los tobillos, tú desnudo parcialmente, debíamos ofrecer un lindo espectáculo. Te chupaste ostensivamente un dedo y buscaste mi nido. Lo obtuviste, pero no quería dejarte jugar demasiado tiempo. Me ofrecí en la misma posición que tú. Y no tardaste en sustituir ese dedo juguetón por una cabeza gruesa y dura que quería abrirse paso. Presionabas con ahínco pero con lentitud, como saboreando la invasión. Llegado al final del recorrido, te relajaste y esperaste. Tus manos abrazaban mis caderas, Tus huevos se manifestaban mediante intermitentes contactos contra los míos. Te acomodaste y comenzaste a erosionar el receptáculo. Trabajabas valerosamente, en un ritmo comprometido y abstraído. Lejos de buscar la brusquedad, te dosificabas elegantemente, variando el ritmo de forma tan progresiva como artística. Toda tu virilidad me empujaba al abismo del placer, pero un vacío que se me manifestó me empujó a solicitar un cambio. Te detuve suavemente con la mano y te separé. Saliste de mí algo inquieto. Me tendí sobre tres de los asientos con las piernas alzadas. Si entraba ocasionalmente algún rayo de luz del exterior la vista debía resultar cómica, unas piernas con calcetines negros levantadas hacia el techo. Pero no, todo el mundo dormía, y la posibilidad que el conductor viera algo a través del retrovisor interno era nula. Cuando entendiste mi oferta se te iluminó la cara. Y me clavaste de nuevo quizá con más ganas. A mí me envolvía la demencia y deseaba perpetuar el momento, pero tú, que trabajabas concienzudamente, comenzabas a dar síntomas de cansancio. Te agarré del pescuezo para acercar tu boca. Nos besamos de nuevo. Eso era lo que más deseaba, degustarte por el máximo de puntos de contacto. A ti te encantó la posición. Tenías las piernas rígidas y casi follabas flexionando los brazos. Notaba tu sudor y lamentaba profundamente que de vez en cuando abandonaras mi garganta para relajar la respiración. Ya te ibas, e intenté calmarte. Te paré y abracé tu pecho. Te besé en la mejilla para que el jadeo disminuyera. Estabas todo dentro, esperando alguna misteriosa instrucción. Me abracé a la belleza suprema de tu culo. La firmeza excitante de tus nalgas provocó la rebelión de mi polla aprisionada bajo tu estómago. Creo que incluso notaste el flujo de sangre que te alzó casi imperceptiblemente. Se sucedieron los morreos, ahora más distendidos. Y para que no hubiera duda de lo que pretendía, te lo susurré al oído:

-Por favor, córrete mientras me besas.

Me atacó de nuevo la fuerza avasalladora de tu polla, con un ritmo intenso pero más lento. Tus labios sondeaban el terreno, se acercaban , besaban de vez en cuando pero se alejaban de nuevo. Sin duda habías comprendido el mensaje, porque al cabo de unos minutos de refinada fricción te lanzaste arrebatadamente a devorarme la garganta mientras te sacudías dentro de mí para brindarme el resultado de tu pasión extrema. Desaparecieron los asientos, el autocar y los alumnos que viajaban con nosotros. Sólo estaba presente un gozo casi inhumano que nos envolvía ciegamente.

Como bien recuerdas, nuestra relación duró algo más de un año. Nuestros encuentros esporádicos se resolvían habitualmente en sesiones de sexo amistoso. Dadas todas tus virtudes, tenía motivos suficientes para enamorarme de ti, pero conseguí controlarme porque Estela seguía presente en tus fantasías y porque aunque contaba con tu compañía halagadora, esa manía tuya de no tomarse nada en serio abría fisuras en mi confianza. Si te seguía la corriente y me lo tomaba todo a broma el contacto era fantástico. Si intentaba sincerarme o te solicitaba opiniones sobre lo que nos unía te perdía entre océanos de ambigüedades o fantasías inverosímiles.

Todo se deterioró cuando la tragedia de tu hermano. Te cambió el carácter, abandonaste esa postura irresponsable de burlarse de todo para adoptar una actitud depresiva y nostálgica. Y dejamos de vernos y dejaste de hablarme. Lo comprendí y lo acepté, aunque creo que se hubiera podido evitar. Casi podía adivinar lo que pensabas, cuando nos encontrábamos casualmente por la calle. Yo no tuve nada que ver, pero creo que me hacías responsable en parte de la muerte de Charlie.

Por entonces la directora del colegio me encargó que organizara unos campamentos para los alumnos del centro en un albergue de Cantabria. El año que murió tu hermano era la segunda edición, y la primera había resultado bastante exitosa. Sé que hablamos de ello. Le ofrecí una plaza a tu hermano, que era alumno nuevo en el centro, y pareció interesado. Acudían bastantes de sus compañeros. Pero cuando te lo comenté no pudiste esconder que no te parecía buena idea. Y aunque tu hermano había confirmado sus ganas de ir de campamentos finalmente pasó las vacaciones en el pueblo de tu madre, junto a unos tíos, y allí falleció de accidente de tráfico. Lo pasaste fatal, y aunque te ofrecí mi apoyo me vi repudiado. No así tu familia, que agradeció mis ofrecimientos. Aunque ellos también sabían la realidad. Entiendo que no desearas verme, incluso que mi presencia te resultara molesta. Es imposible dejar de pensar que si tu hermano me hubiera acompañado a los campamentos de Cantabria aún estaría vivo. ¡Qué tenía que haber hecho yo? ¿Insistir más¿ ¿Cuánto más? Fue la familia quien decidió que el chico veraneara con sus tíos. Yo no podía sentirme culpable, aunque entendiera que tú cargaras sobre mí algo de responsabilidad.

Hoy finalmente, ocho años después, nos hemos sentado y hemos hablado de todo ello con sinceridad y de forma desapasionada. La casualidad ha querido que nos encontráramos por la calle, que tú caminaras solo con tu aire compungido y que aceptaras charlar de los viejos tiempos compartiendo unas cervezas. Te casaste con Estela hace tres años, y no os va bien. Era previsible, pero eso es otro tema. Tu belleza espontánea no se ha desvanecido, sigues teniendo un cuerpo escultural y tu culo sigue siendo un homenaje a los grandes escultores. Tu hoyuelo se manifiesta aún, quizá menos que antes, porque ya no sonríes de manera fresca y juguetona. En definitiva, te has convertido en un hombre de veinticuatro años muy atractivo, aunque me pareció que tu espalda no está tan recta como antes. El diálogo ha sido sereno y lleno de complicidad, y tu sonrisa, aunque leve, ha aparecido, sincera, durante la conversación. En realidad, si ahora te escribo esta carta es porque yo no he sido absolutamente sincero. Pronto verás por qué.

Después de rememorar los mágicos momentos que vivimos en el viaje de estudios me has hablado de la importancia de tu relación conmigo. Evidentemente podía haberme imaginado cuán importante era yo para ti durante el año que compartimos experiencias, pero debes comprender que tú jamás lo manifestaste abiertamente, y esa actitud obstinadamente divertida que te hacía tan interesante por otro lado incomodaba cuando se trataba de sacar conclusiones. Antes te he dicho que podría haberme enamorado de ti; no lo hice porque me faltó esa seguridad que hoy me has manifestado. Ciertamente, si yo hubiera conocido que era para ti un punto de referencia tan importante no hubiera jugueteado con tu hermano. Y tú, el imposible burlón, el aparentemente insensible a nada que no sea una broma, sentiste el latigazo de los celos de tu propio hermano. Te he aclarado que cuando nos viste juntos por la calle fue algo casual: éramos casi vecinos y comprábamos en el mismo supermercado. Hacíamos juntos una parte del camino; yo para mi casa, tu hermano para la tuya. Te has sorprendido de saber que entre tu hermano y yo no había nada. Reconozco que Charlie era casi tan guapo como tú. Le faltaba el hoyuelo y casi nada más. Y tenía un culo tan sorprendentemente llamativo y perfecto como el tuyo. Lo conocí un día en el Eroski, antes de que viniera a cursar sus estudios a nuestro colegio. Reconocí en él la marca de fábrica y lo abordé directamente:

-¿Eres hermano de Pablo?

-Sí, ¿Por qué?

-Porque te pareces un montón. Eres fuerte y guapo, como él.

-Ya veo que mi hermano te cae bien.

-Me cae de puta madre. Como tú.

No sigo. Ya sabes cuál es mi estilo. Pronto descubrí que tu hermanito sentía veneración por ti. Ignoraba que tú le correspondieras, porque nunca me habías mencionado que tuvieras un hermano. Me lo fui encontrando esporádicamente y al poco tiempo comenzó la Eso en nuestro cole. Yo no le daba clases, pero lo veía a menudo y siempre fue amable y simpático. Por todo ello me decidí a invitarlo a los campamentos. Ya te he dicho que no intentaba nada, al menos conscientemente. ¡Y tú te imaginaste que yo me lo estaba trabajando!

Me ha enternecido mucho tu confesión. Has llorado amargamente cuando me lo contabas y las lágrimas son muy contagiosas. Y reparadoras. Tú fuiste quien deliberadamente se opuso a que Charlie participara en los campamentos que yo organizaba. Te has llamado estúpido, egoísta, incluso asesino. Egoísta porque pensaste que si perseguía a tu hermano podía dejar de ser tu amigo. Egoísta porque la amistad que nos unía, que resultó ser tan importante para ti, no querías compartirla con nadie, y menos con tu propio hermano. Estúpido porque él te había comentado cuánto le apetecía ir de campamentos con sus compañeros de clase, y trabajaste hasta conseguir arruinar ese deseo. Asesino porque tus artimañas desembocaron en una estancia no deseada que culminó con la muerte del ser más inocente de todos. Los dos llorábamos mientras me lo contabas, y te hubiera abrazado como antaño, pero me faltó de nuevo la confianza. ¿Cómo sé que hubieras reaccionado favorablemente frente a un abrazo y cariñoso sincero?

Te ha hecho bien confesarte. Creo que te has liberado de una losa que pesa sobre ti desde hace ocho años, una losa que te ha amargado los años mejores de la adolescencia y te ha empujado al despecho de casarte para olvidar. Pero lo tuyo es muy difícil de olvidar. Sí, me has pedido perdón por haberme marginado de tus momentos difíciles, y ya dije antes que entiendo que verme, sólo verme, ya significaba poner de manifiesto que la tragedia de tu hermano era evitable. Ya te lo he dicho: te comprendo, pero hay que dejar correr un tupido velo. Por eso al principio de esta carta he querido recordar los fascinantes momentos que compartimos y las circunstancias que nos acercaron. No llegamos más lejos en nuestra amistad por los acontecimientos acaecidos, pero nada impide que ahora seamos auténticos amigos.

Bueno, sí hay algo que lo impide. Mi falta de sinceridad de esta tarde. Por eso, como te decía antes, te escribo esta carta.

Verás, considero que tus sospechas eran naturales. Tú sabías que yo mantenía relaciones con otros chicos y por lo tanto es lógico que imaginaras que pretendía a tu hermano el día que nos encontraste juntos. Conocí a tu hermano por casualidad, como te decía esta tarde, pero nos vimos con más asiduidad de lo que te comentaba. Yo sabía el horario en que tu madre lo mandaba a la tienda, y cuando se convirtió en alumno de nuestra escuela lo seguí más de cerca. Lo veía por lo menos una vez por semana. Nos encontrábamos en la tienda y yo lo acompañaba hasta tu casa. A veces nos sentábamos en el banco dela Calle Fleming y charlábamos un rato. Lo que más distinguía a Charlie es que te amaba con locura. Eras su ídolo, copiaba tus gestos, tus bromas, tu forma de vestir. Había una diferencia: su seriedad. Sus preguntas eran severas e interesadas, su actitud ante la vida era honesta y responsable. Y tenia una fijación. Quería saber claramente qué nos unía a nosotros. Había deducido que yo no era para ti un profesor más, incluso te había seguido hasta mi casa varias veces, y había apuntado en una libreta el tiempo que habías permanecido conmigo. Cuando le decía que tú y yo nos llevábamos muy bien se reía irónicamente.

-Ya. Por eso pasa tantos ratos en tu casa. Porque os lleváis bien.

Me iba cogiendo confianza, y un día se atrevió a plantear claramente sus sospechas:

-Yo creo que mi hermano y tu os lo montáis.

Y se quedó mirándome fijamente. Yo le respondí que nos unía una amistad intensa:

-Acaso es imposible una amistad verdadera y profunda entre un joven y un adulto?

-Venga, hombre, que pronto cumplo los catorce. No soy un crío. Sé de que van esas cosas.

-¿De qué van?

-Sois muy amigos porque compartís la cama. He visto cómo sale de tu casa, descansado. Ya sabes, como cuando estás muy caliente y te haces una paja, que te quedas descansado.

No lo pude negar. Simplemente le rogué que compartiera nuestro secreto. Mejor, que no te dijera nada a ti. Y lo cumplió. Pero el secreto nos unía más y más, y no tardó en preguntarme:

-¿Oye, mañana también vas a comprar?

Quedamos para el día siguiente. Él estaba en la puerta del Eroski. No tenía nada que comprar. Entramos solamente para adquirir unos donuts de merienda. Y me sorprendió:

-Ven, te invito a mi casa.

-¿No hay nadie?

-No.

-¿Y tu hermano?

-Está entrenando.

-Cierto.

Estuvimos en tu casa. Enseguida quiso mostrarme tu habitación. No la suya, sino la tuya. Descubrí algunos secretos sin importancia. Abrió un cajón y se rió amablemente de ti porque aún llevabas calzoncillos blancos... Y me preguntó abiertamente:

-Oye, tú y mi hermano, ¿qué hacéis? ¿Se la chupas? ¿Le das por el culo?

No pude reaccionar. Me quedé en el centro de la habitación esperando a ver qué pasaba. Para no mirarle a la cara miré hacia el cajón de tu ropa interior, clásica, blanca, anticuada.

-Yo uso calzoncillos de marca.

Me volví hacia Charlie. Estaba de pie, junto a la cama, y se había bajado los pantalones para mostrarme unos Unno de color naranja. Estaba algo de perfil, y se le dibujaban una nalgas apetitosas. Yo seguía sin reaccionar. Él comenzó a tocarse el paquete, que iba creciendo sucesivamente.

-¿Es que no me la vas a chupar?

-No.

-¿Por qué? ¿Acaso no somos amigos?

Te puedes imaginar lo que viene a continuación. Con tremenda inquietud por si regresaba inesperadamente algún miembro de la familia me tragué todo su ardor juvenil. Exquisito. No tardó en correrse y sacar sus conclusiones.

-Me ha gustado. ¿Nos vemos mañana?

Tuve que inventar excusas para no citarme con él. Durante unos días no salí de casa y compré por la mañana para no encontrarlo de cara, pero un día que tú te acababas de marchar se presentó en casa, no imaginé que fuera él y abrí. Hasta su voz comenzaba a parecerse a la tuya. Era imposible resistirse a su encanto, aunque estaba perdiendo el sentido del humor. Ya no le apetecía imitar tus bromas, iba al grano. Ese día me la comió con esmero y entusiasmo. Y pronto quiso descubrir placeres más profundos. En definitiva, Pablo. No sólo tus sospechas era fundadas, sino que la asistencia de tu hermano a los campamentos hubiera dado sus frutos, seguro. Los dos esperábamos pasarlo en grande. Y a la pregunta que te estás haciendo, debo responderte que sí, que me follé a tu hermano, que él lo deseaba y él me empujó. Fue un momento enormemente placentero, porque yo empezaba a querer de verdad a Charlie, su sinceridad un poco brusca me alentaba. Y debo añadir que la única vez que lo penetré, en plena excitación, soltó de repente:

-La próxima vez que venga mi hermano, me presento aquí.

-¿Para qué?

-Vamos a follar los tres.

No cabe decir con qué frenesí culminé mi trabajo ese día. La sola imaginación de esa posibilidad enardecía mi entendimiento.

Espero que sepas comprender que Charlie era un torbellino del que era difícil escapar. Algunas veces me habías hablado de él en esos términos. Decías que él mandaba en tu casa, que el muy listo siempre se salía con la suya... excepto una vez, cuando no pudo elegir dónde pasar sus vacaciones.

Interrumpo esta carta porque llaman a la puerta.

Pablo, eres tú. No esperaba que vinieras. Mientras subes las tres plantas creo que voy a destruir esta carta. Te lo diré a la cara, si tengo valor. O Quizá no...