Pabellón de suboficiales (revisado)

Las piernas abiertas dejaban ver un escroto completamente relajado donde uno de los testículos sobresalía cubierto por la fina piel.

PABELLÓN DE SUBOFICIALES.

La primera vez que le vi fue al volver de mi permiso de Navidad, me impresionó su físico, era todo músculo, el anodino uniforme del Aire apenas podía disimular tanta humanidad, un tiarrón de unos 25 o 30 años, barba cerrada, mentón pronunciado, ojos verde grisaceos, corte de pelo muy apurado, más de lo que exigían las ordenanzas. A esa hora de la tarde su barba podría haber producido más de una erosión, de cerrada y dura que parecía. Allí estaba; fumando al final de la barra con la mirada perdida en nó sé dónde. No es que me inspirara ningún sentimiento de ternura, ni nada por el estilo, pero me atraía y de qué forma. Me acerqué hacía él con el pretexto de recoger algunos botellines y vasos que mi compañero del turno anterior no había retirado. Afanosamente, pero con más lentitud de lo que para mí era habítual, despejé la barra mientras de reojo le seguía observando. Era un tío casi brutal, tan viril y fornido, se podía decir exhalaba testosterona por cada uno de los poros de su piel. Seguía mirando al vacío mientras las volutas de humo le envolvían la cara. Se me cayó un vaso y eso le sacó de su ensimismamiento, me lanzó una mirada entre molesto e indiferente, pensé que iba a decirme algo y rápido me disculpe.

-Perdone, mi sargento -le dije sonriéndole. No me contestó, giró la cabeza y, tirando el cigarrillo al suelo de la cantina, se fue andando como si nada. Su andar cansino no disimulaba la fuerza con que pisaba, las piernas ligeramente arqueadas se adivinaban fornidas y pesadas. Era como un toro, corto, robusto y macizo.

Seguí con mi turno hasta bien entradas las 11 de la noche, la cantina del pabellón de suboficiales se cerraba a esa hora oficialmente, pero siempre teníamos que esperar a que los borrachos de turno, vivieran o no en la base, se fueran a dormir. Como cada noche, empecé a barrer la porquería del suelo, abrí las ventanas para que el aire fresco aliviara la cargada atmósfera del bar, del hedor, mezcla de alcohol, tabaco, sudor y grasa a partes iguales. La rutina me llevo media hora y a medianoche terminé de arreglar más o menos la sala. Con las mujeres de la limpieza y mis compañeros de la mañana haríamos la limpieza más a fondo. Como no estaba cansado, salí a sentarme al muelle de descarga del pabellón en la parte trasera. Allí no me importunaría ningún capullo con que si una sábana o una toalla o vaya usted a saber,... qué tocasen hasta dejarse los dedos.

Había vuelto de Madrid sobre las 5 de la tarde, el viaje desde Gijón no había sido pesado, me quedaban 8 meses de mili aún y las vacaciones junto a Miguel no habían sido tan reparadoras ni amables como esperaba. Casi habíamos roto; yo no soportaba que tuviera dudas y que estuviese todo el tiempo pensando si volver o no con su mujer, me sacaba de quicio tanta indecisión. Casi me hacía sentir culpable de su situación, así que aprovechando este largo paréntesis, le dejé que recapacitase y que decidiera de una puta vez qué es lo que quería. Pasé de esto a pensar en el puto sargento, no se me iba el tío de la cabeza, ese cuello duro y fuerte como un tronco, la cabeza fornida como clavada en unos hombros duros y musculados. El torso no tuve ocasión de observarlo, pero seguro que, acorde con el resto, estaría firme y fibroso, con esa solidez que sólo los cuerpos pequeños, no debía de medir más de 1,70, alcanzan cuando se les somete al aburrimiento de las pesas. Eso fue también lo que me atrajo de Miguel; el trabajo en el astillero le había curtido y su musculatura era su mayor activo. Pero dejemos a Miguel con sus dudas, el sargentito estaba para comérselo y dejarte los dientes mordiéndole cada centímetro de piel. Me estaba excitando y no tenía ganas de pajearme allí, pensándolo bien no me apetecía pringarme ni volverme a duchar pese a que ya sentía un cosquilleo en la polla. No me di opción a empalmarme. Mañana sería un día de mucho trabajo: los viernes teníamos que recoger toda la ropa de cama de las habitaciones y hacer limpieza. Con este pensamiento mi erección se había ido al carajo, así decidí irme a la cama no sin antes liarme un porro para que el sueño viniera con más facilidad.

Después de poner el desayuno y recoger el servicio, mi compañero y yo fuimos iniciando la ronda por las habitaciones de los suboficiales. Las de la limpieza empezaban una hora más tarde, sobre las 9,30, para entonces nosotros ya habríamos recogido las sábanas de algunas habitaciones. Mi compañero empezaba por el segundo piso y yo con el primero o como se terciara. Esta era una de las tareas que menos me desagradaba de la mili. Entrar en la habitación de alguien, adivinar qué tipo de persona es por el olor, el orden o desorden, el tipo de libros -cuando los hay- que leen, la decoración, las fotos, la colonia, incluso las papeleras son una fuente inagotable de especulaciones para una persona como yo tan dada a fantasear. Así transcurría la mañana, hasta que entré en la habitación 113, no tuve que usar la llave maestra porque al girar el picaporte el pestillo cedió, no estaba cerrada. No se me ocurrió llamar, no lo solemos hacer pues a esas horas los suboficiales ya llevan una hora fuera danzando en la base. El caso es que allí estaba mi sargento, plácidamente roncando como un tronco.

-Perdone, mi sargento, ¿da usted su permiso? -dije de inmediato, para aplacar la posible bronca, pero no se movió. Me acerqué un poco más y volví a repetir lo mismo sin resultado alguno. No sabía qué hacer; irme hubiera sido lo más adecuado, pero verle allí espanzurrado con las piernas abiertas, paquetón enfundado en calzoncillos blancos donde se atisbaba una polla morcillona con erección matinal, era todo un espectáculo que no deseaba perderme. Continué escrutándole y tal como me había imaginado, comprobé que su pecho era ancho y fornido, su estómago potente y musculado. Todo él era solidez, macizo sí, eso era lo que lo identificaba; una potente sensación de robustez, como si careciese de entrañas u oquedades, como si todo él fuera de bronce o plomo. Con que gusto le hubiese quitado los calzoncillos y levantado a toque de mamada. La contemplación de su cuerpo tan relajado y a la vez tan abiertamente ofrecido me estaba excitando. Prácticamente ya estaba empalmándome cuando le oí chamuscar algunas palabras que no llegué a entender, nervioso repetí mi petición con idéntico resultado. Él siguía durmiendo y yo pasmado observando cada pliegue de su piel, las venas de sus musculados miembros, el volumen de sus pectorales, el claro vello que le cubría el torso que, aun siendo abundante, no ocultaba la marcada musculatura. De pronto, se llevó la mano derecha a la entrepierna para arrascarse, yo no perdía detalle deseoso de ver algo más de lo que se percibía oculto por el blanco algodón. Siguió tocándose pero más por placer que molesto por picor alguno, y cual no sería mi suerte, cuando al poco se recogió la pernera derecha del calzoncillo descubriendo una polla gorda, casi tiesa, descapullada y rosácea. Aquello era más de lo que podía pedir, pero no quise hacerme ilusiones por evidente que pareciera ese gesto.

-Mi sargento, repetí, esta vez con más voz, dispuesto a poner fin a la situación. Él permaneció allí tumbado con la polla descubierta como quién exhibe un trofeo, invitándome a comérsela o a que le hiciera una buena paja. Su juego me estaba cabreando, maldije al hijo puta del sargento y el rollo que se traía conmigo; no quería correr ningún riesgo, que me metiesen en el calabozo toda la mili, así que de mala gana di media vuelta y me largué de la habitación directamente a un baño. La contemplación del cabronazo y su polla me habían puesto a tope y me corrí casi de inmediato. Salí y proseguí con mi ronda dejando atrás la puta habitación 113 con aquel tío, que de seguro se había estado cachondeando un buen rato poniéndome a prueba. Me sentía contento por la ración de tío que había tenido, pero también frustrado; de no haber estado en esta situación, a ese cabrón le habría levantado comíendole la polla o haciéndole que se corriese en mi boca.

El día continuó como cualquier otro, pero no era capaz de quitarme de la mente la verga del sargento, su pecho y estómago volvían a mis pensamientos incesantemente. Seguro que el culo lo tendría tan prieto y duro como el resto del cuerpo. Con estas imágenes tuve que desahogarme dos veces más a lo largo del día. Cada vez que salía de la cocina del bar a la barra lo buscaba pero no apareció ni en el turno de comida ni en el de la cena. Me fui a la cama pensando en él, en qué demonios había pretendido, preguntándome si me había comportado como un cretino por no haber aprovechado la ocasión. Con tales pensamientos me quedé dormido, no sin antes procurarme el sueño meneándomela una vez más. No me masturbaba tanto desde que tenía 14 años, aunque también es cierto que estar en el ejército no te motiva para mucho más.

Nada ocurrió durante los siguientes días, no lo vi, parecía que se lo hubiese tragado la tierra, la habitación no volvió a ocuparla, al menos no lo vi en ella. Desgraciadamente, tampoco pude hacerme una idea de cómo era, qué le gustaba además de exhibir la verga, pues, como supe después, no era de los que vivían en la base. Probablemente había tenido guardia y se quedó dormido ese día o no tuvo servicio.

El sargento pasó a formar parte de mi imaginario masturbatorio hasta que semanas después, también por la noche, le volví a ver en el bar. De inmediato reviví la visión de su cuerpo, su polla, sus piernas... y eso me puso en un estado de tensión que apenas me permitió dormir por la noche. A la mañana siguiente, pregunté a mi compañero qué habitaciones había dado para los de guardia, que resultaron ser casi todas. Esta contrariedad, lejos de arredrarme, me estimuló más aún. Acordé con mi compañero hacer las habitaciones de la planta segunda, tenía que elegir y no sé por qué algo me decía que esta vez habría pernoctado en esa planta. Aunque normalmente somos nosotros los que asignamos las habitaciones, no quise levantar las sospechas de mi compañero preguntándole por el fornido militar, cuanto menos sospechase ese imbécil mejor.

Empecé la ronda como quien va abriendo los sobrecillos de una rifa: llamando y abriendo las puertas al mismo tiempo, recogiendo la ropa de cama a toda velocidad para abrir la habitación siguiente. A medida que abría y comprobaba que estaban vacías mi decepción iba en aumento, maldecía mi suerte hasta que en el penúltimo cuarto ¡Sorpresa! Allí estaba él, en mitad de la cama profunda y relajadamente dormido. Antes de llamar su atención, me entretuve observándole. Llacía boca abajo, con los calzoncillos medio quitados a la altura de tobillo y rodilla, como si así le hubiesen dejado después de haberle noqueado y violado. Evidentemente no había señales de violencia, pero la posición era de lo más artificial. Las piernas abiertas dejaban ver un escroto completamente relajado donde uno de los testículos sobresalía cubierto por la fina piel. El pliegue dorsal de la bolsa escrotal ascendía hacia el ano con el que se fundía, protegido éste por unos glúteos prominentes y musculados. La postura no podía ser más sugerente e invitadora: "ábreme y entra" parecía decir, al menos eso deseaba yo.

Me aproximé un poco más, lo suficiente para percibir, además de su olor a tabaco y sudor, que no respiraba ni profunda ni regularmente; estaba despierto sin duda, esperando mi reacción. De nuevo, presa del temor, repetí mi petición, pero sin resultado. No contestaba y yo me sentía demasiado atraído por esa ración de carne como para dejar escapar la ocasión nuevamente. Aproximándome le toqué el antebrazo, pero siguió inmóvil. Resueltamente le zarandeé y de un salto se levantó poniéndose de rodillas en la cama.

-¡¿Qué cojones es esto?! -vociferó al tiempo que me miraba furibundo-¿Qué haces aquí? Contesta, gilipollas, y cuádrate, soldado de mierda -profirió asesinándome con la mirada.

-Mi sargento, es que...-acerté a decir, pero de inmediato gritó que me cuadrara. Aquello resultaba ridículo; un soldado con uniforme de faena, en un dormitorio, sin gorra, con unos guantes de latex colgando de la cintura, poniéndose firme y un tío como su madre lo trajo al mundo sobre la cama con la polla tiesa. No se podía pedir más, me sobrepuse como pude para no echarme a reir.

-Mi sar...gento, balbucé, estoy recogiendo la ropa de las camas, trabajo en el pabellón, he intentado despertarle varias veces, pero...usted... dormía profundamente y...

-De manera que me estabas despertanto, ¿y desde cuándo estás tú para despertarme?,añadió suavizando el gesto de la cara, ¿Qué hora es? Serán las 10,30 como poco, ¿no? Descanse.

-Las 10, 10, mi sargento, contesté más tranquilo, bajando los ojos hacia su polla que todavía se mantenía tiesa. En esa posición pude apreciar que la verga no era tan grande como en un principio me había parecido, quizá fuese debido al volumen del estómago, a la rotunda musculatura del abdomen que se combaba desde el ombligo, marcando claramante la zona inguinal desde las caderas hasta rematar en el nacimiento del pene poblado de rizado y abundante pelo.

-Bueno, creo que será mejor que me levante, ¿no?, comentó mientras se tumbaba plácidamente y me miraba, pero es que hoy no tengo servicio y de buena gana me quedaría todo el día aquí, pero tú tendrás que asear la habitación... claro.

-No es necesario que la desocupe ahora, hasta el almuerzo tengo tiempo de arreglarla -contesté amablemente sin dejar de mirarle.

-¿Llevas mucho tiempo mirándome? -preguntó de repente- No mientas, sé que has estado un buen rato antes de despertarme. Y deja de mirarme de esa manera, joder, es que no has visto a un tío desnudo antes.

-Mi sargento, le ruego que me disculpe si le he molestado -contesté azorado.

-Pásame el tabaco que está en el escritorio, el encendedor está en uno de los bolsillos del pantalón -me ordenó al tiempo que se recostaba.

Busqué en el pantalón, y al sacar el mechero se cayeron un par de condones que de inmediato volví a guardar en el bolsillo.

-Déjalos por ahí, nunca se sabe cuando se puede utilizar -comentó burlón. El hijo puta se me estaba insinuando a las claras, pero yo no estaba por dar el primer paso, que se jodiese y pusiera las cartas sobre la mesa.

-¿Tienes novia, chaval?, preguntó mientras encendía un pestilente cigarrillo negro y se colocaba los cojones fuera de la entrepierna.

-No, rompimos al venir a la mili -mentí-, creímos que era lo mejor.

-O sea, que estás solito y matándote a pajas -comentó burlón- . Eso no es bueno, hay que mantener el arma en condiciones perfectas de uso -continuó diciendo al tiempo que se cimbreaba la polla y me dirigía una bocanada de humo -, lo dicen las ordenanzas. Aquel gesto era tan obsceno como evidente en intenciones. Me estaba poniendo atacado, no sabía qué demonios pretendía el tipo, parecía un calientapollas, tan pronto me tiraba los tejos como se demoraba en tomar la iniciativa.

-Mi sargento, me tengo que ir, si le parece me avisa cuando deje la habitación, estaré... en la cantina, coménté.

-Bueno, hombrecito, no te pongas tan serio conmigo. Acaso te crees que no he visto como me mirabas hoy y el otro día, confiesa que te gusto. No, no te vayas, gilipollas -dijo agarrándome y haciéndome sentar junto a él.

No opuse resistencia, pero ensayé una buena mueca de fastidio y falsa obediencia.

-Anda, tócamela, lo estás deseando -añadió abriéndose de piernas por completo.

-Voy a hacer algo mejor por usted, mi sargento -dije resuelto, ya sin temores al tiempo que inclinaba la cabeza hacía su bajo vientre buscando su miembro. Él no contestó, se limitó a ronronear como presintiendo el placer que se le avecinaba.

-Espera un momento -ordenó- cierra la puerta y desnúdate, vamos a hacer las cosas bien, soldado..

No me lo pensé dos veces, rápidamente cerré la puerta de la habitación y me desnudé esparciendo la ropa por el suelo, me tiré hacia el sargento que me recibió con su robusta humanidad. Tan pronto como le tuve abrazado, pude comprobar la tibieza de su piel. La solidez de su cuerpo era tal y como la había imaginado. Me apretaba contra él queriéndome sentir cubierto, como supultado por su humanidad, notando al mismo tiempo la dureza de su verga contra mi vientre. Tal reacción pareció extrañarle, intentó apartarme pero no le dejé; quería prolongar ese primer contacto que tanto había imaginado.

Ya hecho a su olor, a su piel, a su calor, fui recorriéndole a besos el cuello mientras mis manos asían sus férreos flancos. Le acariciaba el estómago, el vientre, comprobaba cómo tensaba sus músculos a medida que mis manos le retorcían las tetillas. Tras las primeras caricias, su respiración se hizo más bronca, se tumbó dejándome espacio para que le siguiese acariciando y hacer lo que tanto había estado deseando. No quería ir rápido pese a que me moría por chupar aquella gorda y jugosa verga, por eso me demoré lamiéndolo el vientre y las ingles. Notaba el fuerte olor que tenía, una mezcla indescriptible que me excitaba en la misma medida que me irritaba los ojos, que lejos desagradarme me excitaba más aún. Tomé la piel del escroto con los labios y empecé a perseguir sus testículos con la punta de la lengua. No quería engullirlos, más bien hacer que se retrepasen, que se recogieran contra su polla en cuya punta asomaban unas gotas preseminales .

-Chúpamela, joder, que me estás matando -pidió el sargento.

No le contesté, seguí jugando con sus cojones ya completamente retraídos y pegados a la base del rabo. Eso me permitió palpar el canal que conducía al ano. Chupándome el índice lo aproximé al agujero y comencé a dar vueltas y a masajearle el orificio. Un gutural suspiro confirmó su aprobación. Poco a poco fui introduciendo el dedo, y cuando comprobé que estaba bastante relajado, también le introduje el medio. Con los dos en el recto, muy lentamente, fui buscando la dureza de la próstata. El sargento se removía presa de gusto al tiempo que su esfinter se relajaba y contraía. Bramaba cada vez que recorría las oquedades y palpaba su glándula. Con la otra mano, le agarré la polla por la base y comencé a lamer los laterales con mucha parsimonía. Tragué la secreción transparente que había fluido de la punta y fui aumentando la presión sobre la suave piel del pene de arriba a abajo. Le masturbaba haciendo recorrer mi lengua por cada pliegue de su capullo, la saliva iba lubricando todo el tronco de su verga, pero todavía no deseaba introducírmela en la boca, quería que lo me pidiese, que me rogase que se la comiera, que me la tragase entera como yo también deseaba y había soñando desde el primer día que le vi. Continué lamiendo y jugando con mis dedos en su culo, hasta que me suplicó que se la mamase. Obediente, cerré los ojos y abrí los labios, poco a poco fui dejando que me introdujera la verga. Me quedé quieto, frunciendo los labios una vez tuve dentro el capullo para que sintiese más placer, pero permitiéndo que fuese él quién imprimiera el ritmo a la felación. Puso una mano en mi cabeza y presionó hacía su húmedo pubis. Lentamente su polla fue desapareciendo en mi boca por completo.

-No te muevas -me pidió-, acostúmbrate a tenerla toda dentro y no sentirás náuseas. De sobra sabía yo lo que había que hacer, dejé que la gorda verga del sargento se acomodase a mi paladar y garganta. Al rato, levantó liberó mi cabeza como dándome la señal para que fuera yo quien acomodase el ritmo de la penetración. Levanté la cabeza y extraje su miembro todo reluciente para, acto seguido, volverlo a meter iniciando así una placentera follada. Fui aumentando la rapidez del mete y saca, tragando la abundante saliva que mi boca y su polla generaban mientras el sargento se retorcía de placer. Llegado el momento, sustituí los dedos por el pulgar y, mientras le mamaba la polla frenéticamente, presioné la prostata varias veces. El sargento gimoteaba de placer e imposible contenerse por más tiempo, con fuertes acometidas contra mi cara, empezó a correrse inundándome la boca, yo no paraba de chuparle capullo al tiempo que con la mano apuraba las últimas sacudidas de semen.

-Gracias, chaval, ha sido estupendo, ¡que bien la chupas! -suspiró aliviado, comprobando cómo resbalaban por las comisuras de mi boca hilillos de lefa y saliva-. Ahora será mejor que te vistas y me dejes descansar, llámame dentro de una hora -comentó mientras se limpiaba con las sábanas y se daba media vuelta.

No me sentí decepcionado, todo lo contrario: había conseguido comerme al bestia del sargento y eso me producía mucha satisfacción. Entré en el baño y empecé a masturbarme furiosamente corriéndome rápida y abundantemente. Me lavé y vestí sin perder tiempo, sin prestar atención al cuerpo que había dejado en la cama. A los pocos minutos ya estaba de vuelta al trabajo, cansado pero satisfecho; sabía que el muy cabrón tarde o temprano me buscaría y entonces sería yo quién repartiese las cartas.