Otros días

Continuación de Días y días...

Este relato es una continuación de "Días y días", recomiendo completamente leerlo para comprender la trama: https://www.todorelatos.com/relato/148237/

Los días pasaron hechos polvo, kleenex y miradas. Contra lo que se pudiera pensar, la relación había entrado en equilibrio. No habían ocurrido más avances por parte de ninguno. Aunque me había arriesgado a extender las mismas prácticas físicas con L. (nalgadas y besos en el cuello de vez en vez), la parte exhibicionista no era tan sencilla. Con ella no existía la intimidad previa que con mi madre sí. Entré a su cuarto en varias ocasiones mientras se cambiaba o desvestía, pero siempre me recibía cubriéndose con lo que tuviera al alcance. Por otro lado, he de decir que respondió mucho mejor a las insinuaciones.

Al principio, me bastaba con propinarle una nalgada suave cada que coincidíamos en la cocina o la sala o cualquier otra área común de la casa. Sin embargo, después comencé a expandir los horizontes: un día la vi inclinada sobre un sillón, buscando algo, y me atreví a pegar mi entrepierna a su culo en pompa (qué bello pleonasmo) sin excusa alguna. Simplemente me arrimé a sus posaderas y:

-¿qué se te cayó?

-ay- contestó, pero sin recomponerse- un billete acá atrás de los sillones

-¿te ayudo?

-Ya lo alcancé- respondió al tiempo que se levantaba.

Me miró fugazmente a la entrepierna (digamos que me conoció mejor por el tacto) y se marchó del cuarto sin mayor drama. Así pues, ese breve incidente dejó una alta gama de posibilidades para el futuro. Cada que la veía inclinada, o cuando en la cocina se estiraba y paraba de puntillas para alcanzar algo de los anaqueles últimos de la alacena, yo llegaba y me colocaba detrás de ella para sentir sus posaderas contra mí. Nunca protestaba e, incluso, alguna vez juro que meneó suavemente su trasero. En eso devino nuestra relación sobrino-tía: en un jovenzuelo que cínicamente le restregaba el miembro (muchas veces, completamente erecto) en las nalgas.

Fuera de eso, las relaciones con las dos mujeres de mi casa (y confieso, de mi vida) era normal.

Pero todo cambió cuando la nación del fuego atacó. Cierto día escuchamos el estruendo de las patrullas y ambulancias que corren desesperadas por la urbe. Pero no le dimos mayor importancia. Podía deberse a cualquier cosa. A las cuantas horas el ajetreo en mi zona habitacional era escandaloso. Mis vecinas y vecinos corrían de un lado a otro de la calle, el coro de sirenas incorporaba nuevos miembros peligrosamente, etcétera. Caía la tarde (serían cerca de las 6) cuando, fastidiado por el escándalo, me decidí a salir a e investigar qué ocurría. Resulta que una tienda tipo almacén (cuyo nombre no revelaré por respeto al copyright) se había quemado. La palabra "incendio" le quedaba inmensamente grande: hubo un corto circuito en su bodega, lo cual provocó un fuego de dimensiones risibles. El problema llegó cuando los administrativos del lugar creyeron posible mitigarlo ellos solos (armados de un par de extintores de la época en que la tierra era plana). Así que el pobre fuego se extendió al departamento de cosméticos que, por razones estratégicas de peso capital, se encontraba junto a la sección de ropa. ¿el resultado? una fogata, que si bien no lastimó a nadie, provocó tal humareda que las autoridades (que se enteraron de todo DOS HORAS después de que el incidente comenzó) creyeron que todas las casas de la zona estaban ardiendo hasta los cimientos con sus respectivas familias dentro. Se decretó zona de emergencia y llegaron cuanto carro de bomberos, de policía y ambulancias encontraron en 5 kilómetros a la redonda. ¿cómo me afecto eso a mí y a mi familia? Pues procedo a contarlo con calma:

Mi familia es amplia (como buena latinoamericana). S. además de L. tiene 2 hermanos y 3 hermanas, quienes no viven nosotros y de quienes no hablaré porque su relevancia en esta historia es mínima. Sólo he de decir que, debido al absurdo suceso anterior, la policia decidió que el área era inhabitable y nos desalojaron. Terminamos en casa de una tía quien se encuentra unos 19 peldaños más arriba que nosotros en la escala económica y tiene una casa lo bastante grande como para alojarnos a nosotros cuatro (mi abuelo, S., L. y yo) sin mayor problema. La disposcición de su casa es la siguiente: tiene una planta baja muuuy amplia, en donde ella duerme y posee todos los servicios (baño completo, comedor, cocina, sala que puede albergar a 10 invitados a la vez, pantalla de última generación...), un primer piso donde hay 4 habitaciones, un baño y un estudio de tamaño oficina y un segundo piso, donde sólo hay una habitación, un estudio pequeño y su respectivo baño, además de una bonita terraza. Mi madre y yo (ambos de un carácter encantador) nos negamos en principio al desalojo. Discutimos con cuanta autoridad pudimos y, en algún momento, hasta (muy inspirados en Hollywood) apelamos a la segunda enmienda. El resultado fue que ante la mudanza urgente e ineludible, fuimos los últimos en arribar a nuestro nuevo y temporal hogar, así que, por causas que nadie nos pudo explicar elocuentemente, nos tocaba compartir el tercer piso de la casa. Con esto, teníamos que compartir cuarto y cama.

A regañadientes nos vimos obligados a aceptar. Mi tía y mi abuelo dormirían cada uno en un cuarto del primer piso y mi otra tía (la dueña) se vería limitada a la inmensa y tristísima planta baja (pobrecita) y todos los lujos que eso conllevaba. Para alegrarnos (y evitar que destruyéramos su preciada casa, al parecer) nos explicó que el último piso era casi totalmente independiente al resto de la casa. Podíamos subir por una escalera que daba a su patio (de aproximadamente 300 metros cuadrados, por cierto), así no tendríamos que "molestar" a nadie del resto. Además, la habitación contaba con una cocina integral (minúscula) pues a veces la dueña quería estar en terraza y no le apetecía bajar hasta la cocina a saciar sus necesidades. Lo único para lo que tendríamos que usar un "área común" sería para lavar la ropa. De ahí en fuera, estaríamos "en nuestra propia casa".

La verdad, mamá y yo estábamos lo que le sigue de enojados. Pero pues al mal paso darle prisa. Acomodamos resignadamente toda la ropa que nos fue posible traer y, como ya estaba bien entrada la noche, nos decidimos a acostarnos y dormir. Nos desvestimos el uno frente al otro, sin el mayor pudor pero sin muestra alguna de interés erótico (la neurosis inhibe todo). Sin embargo, la ropa de dormir de mamá era un short muy corto (apenas unos centímetros debajo de las nalgas) y una blusa de tirantes bastante holgada que no dejaba nada a la imaginación. Yo por mi parte, algo friki reconozco, tenía un short mediano (con un halcón milenario por adorno jeje) y una playera sin gracia alguna. Nos acostamos luego de darnos las buenas noches con el beso "inocente" en los labios que acostumbrábamos y esperamos que el sueño nos venciera.

Desconozco cuál fue su situación, pero a mí, en cuanto puse la cabeza en la almohada, mi cuerpo descubrió que estaba compartiendo lecho con una mujer sumamente atractiva con quien me la había pasado en un interminable juego de cachondeo. Luego de veinte minutos sin conciliar el sueño, decidí ponerle emoción a la noche. Estábamos espalda con espalda, así que me giré, pasé mi pierna por encima de las suyas y la rodeé con mi brazo libre. No me restregué mucho, para no despertarla en caso de que ya estuviera dormida, pero si no era el caso, mi intención era que notara la situación. Y sí, por situación me refiero a lo obvio: que mi verga pedía a gritos libertad. Solo la cabeza rozaba sus nalgas. Después de 10 minutos en esta posición, a S. pareció darle calor, y la verdad, era lógico, estabamos en pleno verano. Así que se sacudió un poco, se quitó las cobijas y movió las piernas, obligándome a retirar la mía, pero del brazo y de "lo otro" no hubo respuesta alguna. Creí que la cosa terminaría ahí (lo cual no estaba mal). Pero en cierto momento comenzó a retorcerse en el colchón y luego exclamó:

-Oye, ¿esa mujer no tenía una cama más fea que ofrecernos?

-Creo que sí, pero lo dio flojera ir por ella y se conformó con hacernos sufrir lo imprescindible en ésta.

Reímos tenuemente. Me aventuré a más. Deslicé mi otro brazo por debajo de ella y concreté el abrazo. Se movió, no sé si rechazándome o acomodándose a la nueva posición. Pero yo no retrocedí. Aproveche el desconcierto corporal para acercarme más. Sin calcularlo mucho, terminé restregando mi miembro ya descaradamente entre sus nalgas. El tamaño de su short ayudaba mucho, pues también se internó en sus muslos y dejó paso libre a mi pene. Maldije el momento en que decidí dejarme el bóxer para dormir, es más, maldije haberme puesto ropa ese día. En fin, en el cuarto sólo quedaron nuestros cuerpos, separados por la fina tela de nuestras pijamas, y nuestras respiraciones que intentaban serenarse. Con las manos no intentaba nada, me parecía demasiado aún. Pero entonces, inconscientemente, (un calambre o un espasmo muscular involuntario o el propio Dios interviniendo de pronto) ¡Oh! aventé la cadera para enfrente, no muy pronunciado el movimiento, pero sí firme.

-¡oh!- fue su respuesta

Me congelé, eso no fue adrede pero la sensación resultó gloriosa. Conté hasta diez y repetí. Hasta diez y repetí. Diez y otro arrimón. Diez y mis manos se cansaron de su pasividad. Con la mano que quedaba sobre ella comencé suave, pero firmemente a acariciar sus piernas. Esas piernas que parecían esculpidas por un artista renacentista fueron una carretera y mis dedos cinco automóviles enloquecidos que las recorrían. Llegaba hasta donde el short me lo permitía y luego bajaba hasta casi la rodilla. Entonces subía de nuevo, esta vez un poco más adentro, hasta que la ropa me marcaba el límite. Sólo una vez me atreví a recorrer, por fuera, claro, el sitio prohibido: palpé humedad. S. estaba tan mojada que incluso su ropa se era testigo. Me congelé. Detuve los embistes con mi pelvis. No estaba listo. Me separé un poco. Pero en el debate interno que estaba viviendo tuve un arranque de valor y besé su cuello. Una de sus manos apretó mi brazo (el que estaba debajo de ella). Pero yo, luego de ello, me incorporé boca arriba, ya sin cucharearla. coloqué mis manos a mis costados e intenté recobrar la calma y la cordura. Ella me imitó en posición e intención. No obstante, una de sus manos tomó una de las mías y la apretó firmemente. No podía más, estaba enloqueciendo. Hasta ese punto, yo había perseguido algo que sabía (o creía)  imposible, pero las reglas estaban cambiando y yo no tenía la madurez para afrontarlo. O eso pensé. De pronto, sin saber de dónde me llegaba el coraje, guié su mano que me sujetaba hasta mi entrepierna en ebullición. Ella reaccionó lentamente pero sin titubear, primero palpó la urgencia de mi miembro sobre la ropa, luego, con habilidad y timidez, internó su mano entre mis ropas y extrajo mi pene de ellas. Pareció estar en una batalla interna tan dura como la mía, así que su mano se aferró a mi verga, pero se quedó estática. Casi con ternura, la tomé de la muñeca y le indiqué (por si lo había olvidado) cuál era el procedimiento a seguir. Bastaron un par de indicaciones mías, porque de inmediato ella tomó la iniciativa y me masturbó lentamente. Su mano (sólo una mano me había ganado yo) recorría mi pene de arriba abajo. Embriagado de placer decidí devolverle el favor, pero su otra mano me detuvo cuando intentaba traspasar la frontera de la ropa. Tomó la mano intrépida y se la llevó a los labios, empezó a besarme la palma y de la nada me clavó los dientes. No fue brusca, pero era lo que necesitaba para llevarme al límite, la acumulación de emociones me venció y terminé teniendo un orgasmo de proporciones catrastróficas. Ella, hábilmente, evitó un desastre espermatozoico conteniendo en su mano mi venida.

Suspiré. La luna entraba tímidamente por la ventana y me dejó apreciar unos muy excitados pezones por su parte. Me costó relajar mi respiración, porque mi miembro se relajó por sí solo. Estuvimos un breve momento en silencio y luego de ello, soltó mi miembro, se giró suavemente y me besó con ternura. Después, regresó a la posición inicial, en la cual quedaba dándome la espalda. Yo, por mi parte, me guardé el pene de nuevo en el pantalón y procedí a cucharearla de nuevo con una inmensa sonrisa en los labios. Sobra señalar que ya no le apuñalaba las posaderas, pero aún así nos acostamos como dos  amantes después del coito.

  • buenas noches, mi amor

-Buenas noches, mamá.