Otro domingo más

Una mujer casada es violada por un joven en su propia casa.

OTRO DOMINGO MAS

Salí de la visita que domingo a domingo les hacía a mis papás, desgastada, como casi siempre. Ya había ido a misa y hablado por teléfono con los hijos, no me quedaba más que hacer que regresarme a casa y aburrirme otro domingo más… a medio ver televisión, ordenar mis papeles de la maestría o ponerme al día con el trabajo que tendría que presentar el próximo sábado…o cualquier cosa…sólo para matar el tiempo.

Como no había comido aán y el desayuno ya lo había digerido hace buen rato, hice una escala en El Buen Taco, el que está por mi colonia, y pedí una orden de tacos de bistec para llevar, y una orden de papas.

Pagué, me subí al carro, lo encendí y…oh sorpresa. ¡No arrancó! Volví a encenderlo y nada. Muerto. Me arrepentí de haberme traído el carro de Antonio mi marido, que había decidido usar este domingo para quitarle lo enmohecido, pues desde que él se había ido a trabajar ya hace más de tres meses a la ciudad de México, no lo había movido para nada.

Bueno, ahí estaba yo, parada ante el cofre abierto sin saber que hacer; con un vientecillo frío que empezaba a calar y con la comida enfriándoseme también en el asiento del copiloto, cuando, ¡bendito Dios!, se acercó muy amablemente un muchacho que también estaba esperando por su orden de tacos.

Me preguntó si me podía ayudar en algo, y yo, por supuesto que me hice a un lado y lo dejé que analizara el desperfecto con la esperanza de que echara a andar el carro.

Después de revisarlo detenidamente, me pidió que me metiera y que lo encendiera cuando así me lo dijera. Lo hice y nada, seguía muerto. Fue por una caja de herramientas a su camioneta que estaba estacionada frente al carro, y me dije muy contenta: este sí parece que sabe de mecánica, que bueno que caí en manos expertas.

Ya me podía imaginar en un ratito más, cobijada por el calorcito de la casa y degustando los tacos que olorosos en el asiento de al lado me abrían más el apetito.

Cuando estaba sacando la caja de herramientas de la parte de atrás de su camioneta, me di gusto observándolo más detenidamente, pues con toda sinceridad, tengo que aceptar que estaba de muy buen ver.

Era alto, de facciones regulares, bien parecido, con bigote y como de unos 38 a 40 años. Se veía esbelto, pero fuerte, y francamente, tenía unas pompas muy bonitas y tan paraditas, que su apretado pantalón de mezclilla acentuaban a la perfección; pero sobretodo, al frente, en su entrepierna, se notaba un bulto bastante destacado, como aquellos que hacen famosos a los toreros, pero más grande, más voluminoso.

Estaba embebida recorriéndolo detenidamente, cuando me tropecé con sus ojos negros, que fijos me miraban como pareciendo adivinar mis lujuriosos pensamientos. Me sonrojé y me volteé de inmediato hacia la bolsa de los tacos.

Se acercó de nuevo al motor del carro y empezó a desarmar no sé qué cosas. Yo ya no aguanté más y mientras, le di una mordidas a un taco para calmar el apetito.

Al cabo de unos momentos, me pidió otra vez que encendiera el carro; pero este viejo vehículo seguía sin arrancar.

Me bajé para observar de cerca sus arreglos, y me dijo que la veía muy difícil, que la verdad lo sentía pero que ya no podía hacerle nada más.

Al ver mi cara apesadumbrada, me preguntó si traía celular para que le hablara a alguien que viniera por mi. Le contesté diciéndole que sí, que sí traía, pero que no tenía a quién hablarle, pues mi marido Antonio, trabajaba fuera de la ciudad, y yo estaba sola en casa. Entonces me dijo que si quería me podía dar un aventón. Yo le respondí que gracias, pero no me animaba a dejar el carro parado en esta calle. Me daba miedo que se lo fueran a robar.

Entonces me preguntó que qué tan lejos vivía y al decirle que aquí cerquita, a unas cuantas cuadras, se ofreció a empujarme y llevarme con el carro hasta la casa.

Yo, aunque apenada, lo veía como la ánica tablita salvadora y acepté.

Movió su camioneta atrás del carro y se bajó para ver si topaban bien, defensa con defensa. Cuando estábamos observando las alturas de los vehículos, me incliné un poco y accidentalmente mis nalgas se encontraron con su enorme bulto. Por un momento muy breve sentí cierta presión, pero él se hizo para atrás de inmediato, como un caballero, como si no hubiera pasado nada.

Cuando me senté en el carro, me explicó cómo debía ponerlo en neutral y que no frenara sin avisarle. Se atravesó entre el volante y mi humanidad, para mover la palanca de los cambios, y al hacerlo, —accidentalmente quiero creer— su brazo derecho presionó mis senos muy suavemente, y como rayo, un calambre eléctrico recorrió mi cuerpo de los pezones a la punta de los pies, al grado de que hasta el apetito se me fue. Olía bien, a loción cara.

Ahí íbamos los dos, cruzando las calles con mucha precaución. Lo bueno era que en domingo había pocos carros. Así entonces, a empujones y tanteos llegamos como pudimos.

Con el áltimo empujón, me mal estacioné en la casa y él se aparcó frente a la de los vecinos.

Nos bajamos, y más por cortesía que por nada, lo invité a que pasara a lavarse las manos. El aceptó y entramos juntos. La casa estaba un poco fría y encendí la calefacción mientras él se metía al baño. De momento me cayó el veinte y no supe que hacer. Bruta de mí, ya él sabía que estaba sola, y aunque bonito y amable, no sabía ni quién era, y me acordé cómo Antonio siempre me decía que no fuera tan confiada. Me había arrepentido de haberlo dejado entrar, pero bueno, ya ni que hacerle. Esperemos que se lave las manos y se vaya, pensé.

Salió del baño con una sonrisa desarmante, que la verdad, lo hacía ver todavía más atractivo. Y no se si fue mi imaginación o qué, pero vi el bulto de su entrepierna, como un poco más grande, más llenito.

Con esa misma sonrisa me pidió por favor que le diera una calentadita a sus tacos, pues iba de viaje y se los iba a ir comiendo en su camioneta.

¿Va de viaje?, le dije.

Chín, me daba mucha pena el tiempo que le había quitado. Me remordía la conciencia, ¿cómo me podía negar después de todo lo que había hecho para ayudarme? Lo menos que podía hacer para retribuirle el favor, era invitarlo a que se comiera sus tacos bien calientitos.

Y entonces le pregunté si no le gustaría comérselos aquí, en la casa, para que no batalle comiéndoselos mientras maneja. Si quiere, añadí, le puedo ofrecer una cerveza, un refresco o un café y aprovechamos y nos comemos juntos los burritos, para que ya después pueda viajar con toda tranquilidad.

Aceptó de buena gana y salió por su comida. Yo me quedé pensando que no me caería nada mal comer acompañada de esta guapura. Total, le doy gusto al paladar y de paso, a la pupila.

Me fui a la cocina a preparar las cosas y al ratito llegó y me entregó la bolsa. Le pedí que me esperara en la sala en tanto yo preparaba todo.

Puse la comida en el micro, y mientras se estaba percolando el café, saqué una charola y coloqué dos platos en ella. …l me comentó en voz alta desde la sala que tenía una casa muy bonita. Gracias, le contesté, mientras sacaba la tazas de café de la alacena.

Lo vi de reojo caminar hacia las puertas del jardín y luego regresar a la sala.

Esperando a que terminaran de calentarse los tacos, volví a ponerme un poco nerviosa por tener a un completo desconocido dentro de casa. Aunque bonitillo, quién sabe que mañas pudiera tener. El silencio pesaba y encendí el radio para que la másica relajara un poco el ambiente.

Desde la cocina, no lo podía ver, ni oír, y no alcanzaba a darme cuenta por donde estaba.

Finalmente cargando la charola me dirigí a la sala, y grande fue mi asombro al verlo sentado en el sillón grande, totalmente desnudo, como Adán, como si nada!!.

Me quedé paralizada. No supe que hacer: si gritar, si tirar la charola y correr, o qué?!!

Con una mirada arrogante me mostraba toda su desnudez, como muy orgulloso de lo que traía entre las piernas.

Y vaya!… con razón del bulto en sus pantalones. Su pene, aunque flácido, mostraba grandes proporciones y no estaba circuncidado, lo que le daba una curiosa apariencia; pero lo más impresionante eran los testículos que le colgaban pesadamente dentro de su bolsa. Parecían huevos como de toro. Nunca había visto algo así, en vivo, en un hombre, tan de cerca y tan de repente.

Se levantó del sillón, y se me acercó con rapidez. Yo me quedé como hipnotizada, con la mirada clavada en su sólida y potente masculinidad que se balanceaba pesadamente entre sus huevos. Asustada, me recargué a la pared con todo y charola. No había duda de que este hombre me iba a querer violar.

Me quitó la charola para dejarla a un lado sobre la mesita de la cocina. Apresó mi cara con sus dos manos con la intención de plantarme un beso, y amenazadoramente pegó sus cosas entre mis piernas. Yo me hice a un lado volteando la cara pero él alcanzó a besarme en el cuello. Empecé a temblar, descontrolada.

No se asuste, señora, me dijo con voz baja. No le voy a hacer nada que la lastime si me obedece en todo lo que le diga. Le va a gustar… Si bien que pude ver cómo me estaba comiendo con sus lindos ojos allá en la taquería ¿verdad? Pues ahora ya me puede ver sin nada que obstruya su vista, o ¿no?

Y además, puede tocar.

Diciendo esto, me tomó una mano entre las suyas y la pegó a su miembro. ¡Agárrelo!, —me espetó con voz autoritaria—, agárrelo y gócelo.

Me cayó como hígado. Se creía el rey de la creación, el muy.

Por sangrón y engreído me dio coraje y de momento se me ocurrió apretársela, darle un tirón con fuerza y salir corriendo, pero también me dio mucho miedo y mejor preferí obedecerlo. Además, mi mano como que percibió el calor de su piel y sentí de repente como si las rodillas ya no me pudieran sostener.

Seguía temblando cuando él empezó a desabotonarme mi blusa.

Como en mágico y repetido misterio de la naturaleza, su falo creció más y más, estirando su piel suave, cálida y aterciopelada; su solidez empezaba a desbordar mi mano. Sus huevos se endurecían. La punta de su cabeza ya sobresalía de su prepucio.

La respuesta de mis sentidos me tenía confundida, en un dilema: Por un lado me daba miedo y coraje esta situación, y al mismo tiempo estaba empezando a sentir ganas. Era imposible no tenerlas. Mi mente me decía que no, que rechazara estos avances, pero mi piel se estaba empezando a agitar, actuando de manera muy independiente a mi voluntad.

Además, no veía cómo pudiera resistirme. …l podía hacerme lo que quisiera. Estaba por completo a su merced.

Trató de besarme nuevamente y de nuevo quise evitar que sus labios contactaran con los míos, pero esta vez, me asestó una sonora cachetada que me aturdió un poco y me dijo con voz perentoria: Mire mujercita, ya no trate de evitarme, es inátil y lo sabe. No haga las cosas más difíciles, okey?

Me sostuvo fuertemente la barbilla con su mano izquierda y enderezándome la cabeza me plantó un beso. Ya no pude hacerme a un lado y no me quedó más remedio que recibir sus labios hámedos sobre los míos. Su otra mano ya había terminado de desabrochar mi blusa y se empezó a introducir por abajo del brassier para tomar posesión de mis indefensos senos. Mi mano estaba llena de su pulsante miembro semierecto. Su cuerpo se apretaba obscenamente contra el mío.

Eran máltiples las sensaciones. El temblor temeroso de mi cuerpo, dejaba paso a un trémulo y sobresaltado, placentero y sensual hormigueo.

Su lengua se esforzaba entre mis labios obligándome a abrir la boca, y como dardo sigiloso se prendió de la mía penetrando fuerte y poderosa como en prólogo de lo que estaba por venir.

Me bajó el ziper y desabrochó mi pantalón deslizándomelo hasta el suelo. Al arrodillarse, su cara quedó a la altura de mi pubis y me dio un beso por encima de mi blanca pantaleta. El caliente vaho de su aliento, envolvió por completo ese íntimo y casto espacio que estaba a punto de ser quebrantado por un entero desconocido.

Atarantada, no alcanzaba a bien asimilar lo que estaba sucediendo. Hace unos momentos sólo me disponía a comer y a aburrirme con los papeles de mi maestría como todos los domingos, y por el pinche carro viejo de Antonio, ahora estaba siendo violentada en mi propia casa.

Allí estaba yo, un domingo en la tarde, recargada en la pared de mi sala, con la blusa abierta de par en par, con los pantalones en los tobillos y un hombre desconocido, –aunque bastante agraciado–, arrodillado y desnudo a mis pies.

Travesuras del destino

Sus atrevidas manos intentaban hacer a un lado mi pantaleta, para iniciar con sus dedos, un impádico jugueteo entre mis labios vaginales.

A estas alturas, con esos toqueteos y esos atractivos visuales a la mano, ya mis defensas estaban casi por completo eliminadas. El deseo finalmente se imponía al temor, lo ánico que todavía permanecía firme, era mi orgullo.

Cerré las piernas para que pudiera bajarme bien las pantaletas, pero el muy perverso me las arrancó de un tirón tan fuerte, que me desequilibró y me hizo caer de rodillas sobre la alfombra, haciéndonos quedar frente a frente. Ahí terminó de quitarme la blusa y desabrocharme el brassier.

Su estaca ya completamente erecta me hacía presión en el abdomen, me separé un poco de él y mirandole su herramienta tan de cerca, me quedé totalmente desarmada.

Era imposible describir la sensación erótica que este formidable instrumento despertaba en mi interior. Mis ojos contemplaban sin pudor su largo y grueso mástil blanco, oscilando rígidamente hacia arriba, como invitándome a acariciarlo.

Irónicamente del radio salían las notas machistas de la canción de José Alfredo Jiménez, “El Rey”. Interpretada, creo que por él mismo. “…yo hago sieeempre looo que quieeero, y mi palaaabra es la leeeeeey….”

Me recostó sobre la alfombra y me ayudó apresurado a quitarme el resto de los pantalones que todavía estaban arremangados en mis tobillos, dejándome, como él, completamente desnuda.

Me di cuenta entonces, de que ya nada lo detendría, ya nada quedaba de recato, de pudor, nada que defender. Todo estaba a la vista. Todo a la mano. Todo a su disposición.

Se repegó a mi lado y empezó a besarme con lujuria mis labios, el cuello y las orejas. Bajó a los senos y con la lengua circulaba mis pezones succionándolos eternamente. Yo notaba sobre el muslo derecho el calor y peso avasallante de sus enormes huevos y pulsante verga.

Siguió descendiendo por mi vientre con una lentitud desesperante y en el ombligo hizo una pausa que aprovechó para besarlo por todo su alrededor, metiendo repetidas veces su virtuosa lengua en el hoyito.

Yo estaba rígida y todavía a estas alturas trataba de parecer indiferente, pero sabía que él estaba leyendo mis inequívocas y traicioneras señales corporales: mis pezones contraídos, la respiración entrecortada, la piel chinita, mi vagina candente, abultada y empapada, los temblores intermitentes.

En su descenso se saltó el pubis y siguió por mis piernas, lamiendo y acariciando los muslos que apretaba y masajeaba. Me besó en las rodillas y su lengua relamía mis corvas despertando mil sensaciones olvidadas. Bajó hasta los pies y ahí se detuvo minuciosamente, chupando y ensalivando dedo por dedo.

Conocía mis debilidades como si hubiera sido mi amante de siempre.

Yo ya estaba en el paraíso, deseando que esa lengua reptante, aventurera y descarada subiera finalmente a mi entrepierna que esperaba glotona y atenta la conclusión de sus avances.

Como si me hubiera escuchado, se dirigió directamente a mi hinchado triángulo de Venus. Parecía que sí, efectivamente, se lo había reservado cual apetitoso y dulce postre para el final.

Me separó los muslos con delicadeza y soplando en mis vellos acercó su lengua al clítoris, apenas si tocándolo con la punta. Yo me estremecí colmada de placer y él metió sus manos bajo mis nalgas para levantarme las caderas. Su lengua revoloteaba alrededor del clítoris, la introducía hacia dentro, y la desplazaba por todo lo largo de mis labios vaginales, besando, chupando, soplando, apretando y llevándome al éxtasis obligado.

Se separó intempestivamente diciéndome que era una polvorita, que no me viniera todavía, que me esperara, pues todavía faltaba lo mejor, mientras presumía apuntándome al rostro con su erguido pene.

Pero no se había dado cuenta, pues lo traté de disimular lo mejor que pude, que yo, sin esperar a su permiso, ya me había supervenido; aunque por la intensidad de las emociones, mi ansia aán seguía y seguía en ascenso.

Se levantó de la alfombra y se recostó en el sillón ordenándome que me sentara sobre su miembro impádicamente expuesto, pues, –segán él–, me quería ver cabalgar como yegua en celo. ¡ndele…sé que le va a encantar, me decía.

Ya en otras ocasiones Antonio me había desvirgado con un falo de hule más o menos similar a ese tamaño y no me amedrentaba para nada, es más, estaba ansiosa y deseosa de que me lo introdujera, quería sentirlo dentro de mí, anticipando que al llenarme y llegar hasta el fondo, habría de tentalear lugares nunca antes auscultados.

Me levanté de la alfombra y antes de acatar su orden de cabalgarlo, fui a apagar la calefacción porque ya ni falta hacía. En ese momento pude haberme escapado corriendo, pero no estaba como para salir desnuda como loca, y además, debía aceptarlo, este desalmado me atraía tanto como el imán al hierro.

Caminé lentamente hacia él cual virginal vestal dispuesta al sacrificio. Me esperaba una santa empalada, de eso podía estar segura. De cualquier manera, ya estaba más que lista para entregarme a la más desenfrenada sensualidad.

l seguía sentado, impaciente, esperándome; sosteniendo con las dos manos su erecta verga, como un faro que me señalaba el camino a seguir.

Antes de entregarme al sacrificio e incapaz de resistir la tentación, me arrodillé entre sus piernas y vencida por la curiosidad tomé entre mis manos aquella rígida masa de másculo y carne, deslizando los pliegues de su piel para observar su gran cabeza.

De su agujero escurría un pequeño arroyo de líquido preseminal que lamí con imperiosa fascinación.

Seguía frotando su miembro entre mis manos mientras contemplaba como él se estremecía y cerraba los ojos en anticipación del gozo.

El radio soltaba su másica tranquilizante. Ya estaba anocheciendo… La hora perfecta para iniciar el ritual había comenzado.

Me puse de pie, le junté sus piernas y viéndolo de frente, me coloqué con mis piernas abiertas, exactamente sobre la cima de su pene. Tuve que pararme de puntas para que pudiera alcanzar la entrada de mi hendidura, y él, apuntó su ancha y tumefacta cabeza hacia mi vulva, mientras yo flexionaba las piernas para irla introduciendo en mis ávidas entrañas.

Sentía cómo se deslizaba poco a poco, cálida y maciza, penetrando y abriéndose camino entre mis pliegues. El placer era intenso.

Para cuando mis nalgas llegaron finalmente a reposar sobre sus piernas, yo ya me había venido por segunda vez de una manera sorda, seca, intensa y comprimida. Estaba divina y completamente perforada, partida en dos.

Las venas de su miembro palpitaban a lo largo de mis distendidas paredes vaginales. Y efectivamente, su bulboso extremo había alcanzado quién sabe que recónditas y virginales terminales nerviosas nunca antes profanadas.

Sin moverme, sentada en sus piernas, podía sentir sus testículos de semental latiendo imperativamente entre mis nalgas.

Era verdaderamente la locura.

Apoyada en sus hombros me empecé a levantar muy despacito, sintiendo como todas sus protuberancias resbalaban por mi pliegues internos, centímetro a centímetro.

No llegué a salirme por completo y cuando sentí haber llegado cerca de la punta, me dejé caer de golpe para llenar de nuevo el vacío que se había hecho en mis adentros.

Ya moldeada y completamente lubricada, empecé a cabalgarlo con ritmo acompasado, entraaaaaando y salieeeeeeeendo muy lentameeeeeeeente.

Todo mi cuerpo se sacudía en espasmódicas oleadas de placer. Fuimos acelerando la cadencia minuto tras minuto. Sus manos estrujaban mis senos en completo frenesí. Me tomó de la cintura para ayudarme a subir y bajar, intensificando el ritmo hasta llegar a alcanzar un estado de paroxismo tal, que la casa se hubiera podido caer sin importarme un comino.

Por espacio de unos minutos, no se oyó otra cosa que los jadeos y mutuas sacudidas que provocaban sus viriles estocadas; la másica del radio se perdió a lo lejos. Se podía oler el picante aroma que nuestros sexos despedían. Se multiplicaba el febril calor de nuestros cuerpos.

De repente, percibí cómo sus manos me apretaban más fuerte y levantaba sus caderas untándose y restregándose contra mí. Estaba a punto de eyacular, tenía los ojos cerrados y sus quijadas rígidas. No se detenga… me murmuró entre dientes.

En ese preciso momento empecé a sentir un temblor que inició desde abajo, haciendo vibrar mi clítoris y los labios vaginales. Era provocado por su semen en estado de erupción que desplazándose hacia arriba salió explotando en un poderoso chisguete de lava hirviendo hasta estrellarse contra el techo de mi tierna cavidad. Y luego otro, y otro…y otro y otro más. Abrí mis piernas todo lo que pude al sentir que su exuberante miembro se engrosaba y enardecía con cada sacudida.

Con apetito arrebatado, recibí hambrienta los chorros de su abundante esperma que se iba derramando hacia fuera, escurriéndose por entre mis muslos.

Me había inundado por completo con sus espesos y viscosos torrentes.

Chillando y mordiéndome los labios, me estaba viniendo por tercera y cuarta vez en un orgasmo cósmico, máltiple y sobrenatural que me llevó a lejanas dimensiones.

Que Dios me perdone, pero esto, seguramente, debe ser el cielo.

Agotada, me desprendí del poderoso arpón y me tiré en el sillón, acurrucada a su lado… exhausta, satisfecha… hecha mujer!!

Al cabo de unos minutos, se levantó al baño y yo me quedé adormilada, esperando a que se sosegara el ardor de mis adentros.

Lo sentí llegar a mi lado y de repente…!plaaaaff!, zámbale, que me planta una nalgada tan fuerte que me cimbró toda.

Levántese, óraleeee, ora si ya me dio mucha hambre, caliéntese los tacos y vamos a comer. ¡ndele, me dijo apresurado, dándome otra fuerte nalgada.

Yo me levanté con mis nalgas ardiendo del dolor y mi rostro de coraje.

En el camino, traté de tomar mi blusa para tapar mis desnudeces, pero el me gritó pidiéndome que dejara eso ahí, que quería verme encueradita, como Dios me trajo al mundo.

Molesta por su impertinencia, entré a la cocina y apagué el radio de un solo golpe.

Por el gozo que recién había tenido, se me quería olvidar que ese muchacho con quien acababa de tener un frenético acto sexual, en realidad me había forzado. Era un violador y yo su víctima, y esas fuertes nalgadas que me estaban ardiendo hasta el alma, así me lo recordaban.

Puse en el micro de mal modo los tacos y el café, a esperar a que se recalentaran.

Cuando todo estuvo listo, me senté a la mesa y le hablé de mal modo para que se acercara a comer. El entró por la cocina y como si fuera el dueño de la casa, abrió el refrigerador y sacó una cerveza. Se sentó en la cabecera y empezó a comer sin decir palabra. Yo me acabé el taco que tenía mordisqueado y me tomé el café viendo hacia el jardín.

Al terminar, me preguntó por la regadera, pues quería darse un buen baño. Sin voltearlo a ver, le dije que estaba en el piso de arriba.

Me dijo muy tranquilo que si yo ya había acabado de comer, me adelantara y le fuera a calentar el agua, que luego el me alcanzaba.

Recogí los platos, los dejé en el zinc y subí a mi baño para ponerle a punto el agua al angelito. No se me había pasado el coraje, así que ni me importaba andar en cueros con las lonjitas al descubierto.

Cuando estaba reclinada sobre la regadera regulando la temperatura, sentí que entró al baño y luego escuché un ruido de agua a mis espaldas. Volteo, y veo al descarado orinando en el excusado como si nada, como si yo no existiera.

Su chorro me llamó mucho la atención; era grueso y sostenido y me quedé viéndolo fijamente. De repente dirigió su miembro hacia mí y me empezó a salpicar con su pipí. Guácala, que asco, le grité.

Riéndose, me continuó rociando con su dorada lluvia con la fuerza de un chorro de manguera, esparciéndola por todo mi cuerpo. Donde esta me caía, sentía la presión hirviente de su calor. Para poder evitarlo, me metí a la regadera.

El me siguió y carcajeándose, me abrazó bajo el agua caliente de la regadera. Con esa broma, ya se me había bajado un poco el coraje, así que me dejé apapachar.

Sus manos me recorrieron todo el cuerpo restregándome con energía. A la vez que me enjabonaba afectuosamente, hizo que abriera las piernas e introdujo sus dedos enjabonados por todos mis orificios. Estaba reluciente de limpia y rechinando con nuevos deseos.

Tomé el jabón y empecé a lavar cuidadosamente su pene y sus testículos.

El peso de su hombría sobre mi mano, me hizo volver a apetecerlo.

Yo también le abrí sus piernas y aprovechando su complacencia, con temerosa audacia le metí un dedo en el ano como vengándome de manera infantil de sus pasados atrevimientos. Pero esto, lejos de molestarlo, pareció gustarle. Estábamos en esas tareas, cuando sonó el timbre de la casa.

¡Jesás! ¿quién vendrá?

Me cubrí con una toalla y salí corriendo a asomarme por la ventana, pero en eso, escuché abrirse la puerta de la entrada. ¿Por Dios, quién podrá ser? Los ánicos que tienen llave son mi marido Antonio y mi hermano Alfredo.

–¿Quién es? Grité temerosa.

–Soy yo Alfredo, –me contestó mi hermano.

Uff, menos mal. Me asomé al cubo de la escalera y le dije con voz quebrada:

—No vayas a subir Alfredo, me estoy bañando.

—No te preocupes, ya me voy, sólo vine por unas herramientas.

Sin aliento y con el corazón bombeando aceleradamente, escuché que entró al bañito de abajo y abrió la puerta donde tenía guardadas sus herramientas; me imagino que tomó lo que necesitaba y salió de la casa despidiéndose de mí.

Fiuuu… la adrenalina hizo de hule mis rodillas. Tomé una profunda bocanada de aire y regresé al baño. El muchacho todavía seguía bajo la regadera y me preguntó que quién había tocado. Le expliqué lo que pasó y él, sin darle mayor importancia, me dijo que estaba bien, que me acostara en la cama y lo esperara. Yo, sin voluntad y debilitada por el susto, le obedecí, me terminé de secar y me acosté en la cama a esperarlo como buena niñita.

Ya acostada, me acordé con sobresalto, que nuestra ropa estaba regada por toda la sala. Alfredo debió haberla visto, pensé. Que verg¸enza Dios mío. ¿Que pensaría al ver esa ropa de hombre a sabiendas de que Antonio no estaba en casa? Con razón se salió muy rápido. Pst, bueno, que piense lo que quiera, que al cabo él no es ninguna blanca palomita.

En esas cavilaciones estaba, cuando el muchacho salió del baño y aán mojado se subió a la cama conmigo y se arrodilló a la altura de mi cabeza.

Colocándome su pene medio flácido a un lado de mi rostro, me pidió que se lo secara con la lengua.

Lo tomé con mi mano derecha, y empecé a secarlo obedientemente, lamiéndolo hasta la áltima gota.

Excitada tanto por la vista como por el contacto de ese creciente objeto que tenía asido entre mi mano, lo empecé a frotar, masturbándolo de tal manera, que rápidamente tomó su tamaño original.

No contenta con sólo friccionarlo, me introduje en la boca su suave cabeza hasta donde me fue posible, con la intención de provocarle con estas suaves caricias, otra deliciosa eyaculación.

Esto era más de lo que él hubiera esperado. Después de sus malévolas acciones, no supuso que iba a encontrar una mujer tan bien dispuesta.

Yo frotaba y chupaba. Y ya despertadas al máximo sus sensaciones, noté de nuevo aquella vigorosa vibración como preludio de su eyaculación. Se disponía a inundarme la boca y la garganta con el flujo de su poderosa descarga.

A medida de que mis labios apresaban su ancha cabeza y mi lengua jugueteaba en torno de su pequeño orificio, el muchacho ya era incapaz de seguir aguantándose los deseos de venirse.

Instantáneamente sus extremidades se endurecieron. Sus manos se agarraron convulsivamente de mi cabeza y su cuerpo se proyectó hacia delante.

Me voy a venir…!me voy a venir! Exclamó con los labios entreabiertos, al tiempo que con sus ojos vidriosos me lanzaba una lánguida mirada.

Después, se estremeció profundamente y entre lamentos y entrecortados gritos, su pene comenzó a expeler torrentes de esperma blanca, salada y espesa.

Yo seguía succionando y apretujando, hasta que llena de las descargas y semiasfixiada por su abundancia me vi obligada a soltar aquella maciza herramienta llena de vida propia, que sin miramientos continuaba eyaculando a chorros sobre mi cuerpo.

Al terminar, agotado, me atrajo hasta sus brazos y me cubrió con hámedos besos de gratitud.

Pasamos como un cuarto de hora en reposo tranquilo y luego me levante a lavarme.

Cuando salí del baño noté que ya no estaba en el cuarto. Bajé a la sala y lo vi vistiéndose y a punto de meter su glorioso pedazo entre los pantalones.

¿Ya te vas? Le pregunté.

Si, ya es muy tarde. Me contestó sin mirarme a los ojos.

Espérate. Le dije, acercándome a palpar por áltima vez ese estupendo instrumento de placer, que tanta dicha me había proporcionado.

Le di un áltimo beso en la punta y con mis propias manos cuidadosamente se lo metí en el pantalón.

Adiós y gracias, señora. Me dijo. Y salió en la noche.

Nunca me pidió mi nombre, Nunca yo se lo pedí. Nos separamos como dos anónimos amantes. Cerró la puerta a sus espaldas. Yo encendí la luz de afuera, recogí mi ropa, subí por una cobija y bajé a recostarme a oscuras en el silloncito del cuarto a un lado del jardín. La luna estaba por salir.

Bueno, me dije con una sonrisa satisfecha entre los labios.

Otro domingo más