Otelo en Celo (1)

Una nueva amiga. Una visita al rancho de su papá. Y de repente: Otelo, majestuoso y portentoso.

OTELO EN CELO (1)

Aunque yo era una persona relativamente solitaria en el colegio, a últimas fechas había comenzado a cultivar amistad con Helena, una chica fina, tranquila y un poco boba. Como yo, era hija única, pero había perdido a su mamá hacía algunos años. A raíz de nuestra reciente amistad, Helena me pidió que fuera a pasar unos días al rancho de su padre, donde podríamos montar, nadar en un río y en general pasar una temporada agradable. ¿Por qué no? Hicimos los preparativos y nos fuimos con su papá, un sujeto altanero y autoritario, pero también franco y simpático.

El rancho era una belleza. Se llegaba por un camino secundario, que luego de un tramo de terracería se convertía en una calzada empedrada, bordeada por sauces y eucaliptos. La calzada desembocaba en una glorieta, en cuyo centro se alzaba una enrome fuente de cantera; al fondo estaba la casa principal, de estilo rústico colonial, combinando muros de piedra con encalados y vigas de madera requemada. Por doquier había bugambilias.

Al bajarnos de la camioneta nos topamos con una algarabía. Los caballerangos y el capataz luchaban por someter a un alazán, que se alzaba en sus patas traseras, relinchando y tratando de zafarse de las riendas. Don Silverio, el padre de mi amiga, celebró con aire festivo el acontecimiento: “!Vaya¡ ¡Por fin! Ya está listo, ¿eh?” Helena se había quedado en la camioneta, coordinando el descenso del equipaje con los sirvientes, pero yo me adelanté para ver de qué se trataba todo el alboroto. Entre el pataleo y las cabriolas del caballo, se distinguía, con toda claridad, un miembro orgullosa e impúdicamente erecto.

Nunca en mi vida había visto algo semejante, vamos ni siquiera me había imaginado que pudiera existir un miembro de este tamaño y con esas dimensiones. Estaba absorta en esa imagen primaria, cuando escuché a don Silverio que me decía: “Este es Otelo, uno de mis más jóvenes sementales. Tendrás que perdonar semejante exhibicionismo, pero ¿qué quieres? Es un muchachote impetuoso y ya le anda por una yegua. Tal vez esta noche se le haga”. Me miraba fijamente, acaso sorprendido de que, lejos de estar asustada, estuviese completamente embebida en ese portento de virilidad, al punto que ni siquiera había advertido a Helena, que ya se había acercado a nosotros.

Don Silverio agregó: “Pero bueno, aquí no hay nada más que ver. Esto no es para ustedes, muchachitas. Vamos al corredor a tomar el fresco. Ordenen una limonada, o bueno, ya están grandecitas y si quieren pueden tomar una cerveza. Sirve que me acompañan con mi tequilita del mediodía”. No puede dejar de sentir un estremecimiento por la forma insinuante con la que el papá de mi amiga me tomó del brazo y por su mirada inquisitiva. Helena, sin embargo, se disculpó porque tenía que disponer del arreglo de los cuartos y supervisar la preparación de la comida y yo me quedé sola, con don Silverio.

Ya en el corredor, sentados en unos equipales, don Silverio me detalló con gran entusiasmo la faena de aparear caballos, uno de sus negocios más lucrativos. Desde luego se podía dejar los caballos a la buena de Dios, me decía, pero se corrían muchos riesgos. Me explicó que en los establos contaban con un arnés mecánico, que permitía alzar al semental por el frente y suspenderlo en el aire, a fin de acomodar a la yegua y evitar que el macho la fuera a dañar. Era, por así decirlo, un acoplamiento asistido. De hecho, me decía el papá de mi amiga, el caballerango previamente debía “aflojar”  a la yegua, introduciendo medio brazo, protegido con un guante de látex, en la vagina de la  hembra.

Conforme hablaba, don Silverio me observaba cada vez más fija e insistentemente. No sé qué cara tenía yo o cuáles eran mis gestos, pero de repente advertí que mi anfitrión ya había puesto su mano sobre mi muslo y me estaba hablando casi al oído. Con un sacudimiento, salí de mi ensimismamiento y me puse de pie. Dije que tenía que ir al baño, pero don Silverio me retuvo unos instantes para decirme: “Me agrada que te guste tanto el tema, mi’ja. Deberías estudiar veterinaria. Aquí te podríamos dar mucho trabajo”.

II

No tiene caso mentir. Aquella noche, sola, en uno de los cuartos de visita del rancho, me entregué a una de las sesiones de masturbación más furiosas que hubiese tenido hasta entonces. No recuerdo cuántas veces alcancé la cima, pero hubo un momento en que, desesperada o, mejor, obsesionada, no pude más y así como estaba, con mi camiseta larga a manera de camisón y con unas sandalias, acabé por escurrirme fuera del cuarto. Atravesé pasillos frescos y silenciosos y salí hacia las caballerizas. Era de madrugada.

Entré con sigilo al establo. Había un pequeño foco encendido. Ahí estaba Otelo. Aun en reposo tenía una majestuosidad imponente. Lo tenían en un encierro individual, lejos de las otras caballerizas, donde estaban las yeguas y los demás caballos. Tal vez habían intentado aparearlo antes, porque todavía tenía puesto el arnés alrededor de la parte superior del lomo, aunque suelto. Me acerqué con cuidado. Otelo advirtió mi presencia, pero de inmediato le di unas palmaditas en el costado y le permití que me oliera. Estábamos rodeados de paja; el aroma a establo me enervaba y pronto caí presa de una emoción exacerbada y húmeda que, no obstante, mantenía mi garganta reseca.

Me acuclillé a un costado del poderoso animal. Al hacerlo, dejé que el camisón se enrollara alrededor de mi cintura, con lo que dejé mis muslos y mi pubis al descubierto. Con cautela llevé mis manos a los testículos del animal y comencé a acariciarlos, rascando ligeramente la piel sedosa de su funda. Un impulso afiebrado me llevó a pasar mi lengua por esa piel untuosa, al tiempo que los seguía masajeando. La respuesta de Otelo fue un prodigio. Poco a poco desplegó su miembro, un verdadero mastelero, literalmente la verga de un barco.

Mentalmente aparecieron ante mí, en una sucesión intermitente y fragmentada, imágenes de los múltiples miembros que había conocido: desde las salchichas de Raúl y sus amigos y los penes más venerables de los obreros en la fábrica de aquél y del profesor Solares, hasta las delicias de Gluck y otra docena de perros, así como el de mi adorado Camilo. Todos palidecían ante el prodigio que ahora se me ofrecía. De repente comprendí, o así quise hacerlo, que todas mis experiencias anteriores sólo habían sido un ejercicio de preparación para el portento que ahora tenía entre mis manos, las que ahora me parecían infantiles e insignificantes.

No sé si midiera 40 ó 50 centímetros. Parecía estar dividido en dos partes: la primera, la más cercana a los testículos, era de un tono negruzco parejo y de una textura satinada. La otra coronaba en una extraña cabeza, como la de un hongo o champiñón gigante, despanzurrado o abierto, y presentaba una textura más firme y fibrosa. Imposible, pensé, que alguien pudiera acomodarse esto entre las piernas. Pero no me detuve a reflexionar: aquello era maná y punto y, como tal, golosa, abrí la boca e introduje la carne lo más que pude. Suave, pero de un aroma mucho más penetrante que el de un perro (¿sería que había penetrado a una yegua y conservaba sus jugos aun?), dejé que el miembro se resbalar entre mi garganta y mi paladar.

El instinto me hizo llevar de inmediato una mano a mi pubis y comencé un ejercicio de sincronización entre mis dedos y mi boca. Podía sentir, por la presión sobre mi paladar y mis encías, cómo palpitaba y se agitaba el miembro de Otelo. Animal vivo, serpiente sinuosa y reptante, aquella verga hurgaba y arremetía con decisión y fiereza. Sabía que era imprudente gemir, pero ya en esas circunstancias ¿quién puede racionalizar y controlarse? Y como al mismo tiempo mi mano operaba maravillas allá abajo, no tardé mucho en soltarme y sumergirme en un mar de estremecimientos agudos. Tenía que toma r aire. Retiré de mi boca el miembro de Otelo. Todavía no podía creer que se pudiera tener algo de ese tamaño.

A pesar de la penumbra, a la que mis ojos ya se habían acostumbrado, observé de cerca la punta monstruosa del pene. En medio de esa masa redonda advertí una hendidura de la que asomaba un ducto, casi del tamaño de la yema de mi meñique, por donde imaginé saldría el semen. Nuevamente me tragué aquella cabeza vibrante y ayudada por la mano que tenía libre (¡cómo me habría gustado en ese momento ser una diosa hindú con cuatro pares de brazos!) recorrí la extensión para mi infinita de aquel pene, procurando masajearlo, acariciarlo, adorarlo con el mismo fervor que le prodigaba mi boca. Como me ocurría siempre que me entregaba de esa manera, perdí la noción del tiempo: me encontraba en un presente perpetuo que hubiera querido se dilatara para siempre.

La intensidad me hizo visualizarme en una suerte de triángulo mágico, formado por mi boca, mi mano extendida hacia los testículos de Otelo y mi vagina a esas alturas transformada en lago. Resoplando y carraspeado cada vez mas audiblemente, salivando espumarajos por la boca y chorreando entre mis piernas, me abandoné por completo a la materialidad carnal de Otelo. Desfallecía una y otra vez, pero sólo para recuperarme y volver a dilatar mis sentidos en una nueva oleada de placer desgarrador. Y fue entonces que Otelo, tal vez acoplándose a mi ánimo, tensó todo el cuerpo, soltó un resoplido estertóreo y disparó con toda la fuerza de su próstata. ¡Dios mío! ¿Qué era eso? ¡Nunca había visto tal cantidad de esperma brotar de un miembro! Aquello no eran chisguetes intermitentes, sino verdaderos torrentes de un blanco tan luminoso que parecía iluminar la oscuridad circundante.

Traté de tragar, pero aquello se desbordaba por toda mi boca, salpicándome y ahogándome. Golpe tras golpe, el semen de Otelo brotaba como un manantial inacabable. Aunque algo pude pasarme, mucho se estrelló contra mis mejillas, mi cuello, mi camisón. Estaba hecha una sopa, pero no podía parar, no quería detenerme ni que aquello se fuera a acabar. El hedor a salitre y amoniaco me hicieron perder el sentido. El sabor acre del semen, a un tiempo amargo y dulzón, me raspaba la garganta. Tenía la sensación de haberme empinado una malteada o un licuado y, al final, con el llanto en flor, me dejé caer entre la paja, gimoteando como una imbécil, ambas manos enterradas entre mis piernas, mientras desfallecía en un orgasmo tan intenso que juré iba a morir.

Regresé a la casa aturdida y tambaleándome, pero también satisfecha y exaltada. Iba a tomar el corredor hacia mi cuarto, cuando don Silverio apareció de la nada, prendió una luz y me descubrió, de puntillas, todavía limpiándome la boca con el dorso de una mano, mientras que con la otra trataba de quitarme los últimos rastros de paja del cabello y el blusón. Intenté justificarme: “Don Silverio….!Buenas noches¡”. Titubeé: “¿Sabe? No podía dormir y, bueno, pues, este, salí a tomar un poco de aire”. Don Silverio no dijo nada. Simplemente me observaba, con una sonrisa extraña que no supe interpretar. Luego ablandó su expresión y me cedió el paso: “Por supuesto, mi’ija, por supuesto. Aquí tú puedes hacer lo que quieras. Ésta es tu casa”.

III

La mañana siguiente, muy mona, me vestí con unos pantalones vaqueros (una de las ocasiones excepcionales en que los uso), botines de campo y, en vez de blusa, una cazadora sin mangas que se ajustaba en la cintura por medio de un resorte oculto, con bolsillos tipo militar en la parte superior e inferior y me cubría más allá de las caderas. Completaba mi atuendo una mascada de seda y un sombrero de media ala. “Te ves imponente. Parece que vas a cazar”, me dijo mi amiga. Desayunamos y platicamos de cualquier tontería. A mí me urgía salir a montar, pero Helena se disculpó, confesando que, tal vez confundida por la emoción, había olvidado que estaba en sus días. Sin embargo me rogó que fuera a dar un paseo.

Llegué a los establos buscando al caballerango, pero me topé con el papá de Helena. Lo saludé apresuradamente y antes de que pudiera iniciar una conversación, le pregunté si podía montar.  Su presencia me turbaba. “Por supuesto, mi’ijita”, me dijo y volteó a ver a los cinco o seis caballos disponibles. De repente, se decidió y tomó a Otelo por las bridas. “Llévate a éste”, me ordenó. “Es Otelo, el mismo que viste ayer….cuando llegamos, ¿te acuerdas? No sé que pasó, pero hoy amaneció muy tranquilito. Ha de haber pasado muy buena noche”.

Ya sobre el lomo del que bien podía calificar como mi semental, me sentí libre y feliz. Entre Otelo y yo había química. No tenía ganas de cabalgar, así que nos adentramos a trote lento por la espesura frondosa, siguiendo el lecho de un riachuelo. Yo le acariciaba el lomo y le hablaba con dulzura, mientras reconstruía mentalmente el episodio de la madrugada. Las imágenes se fueron tornando cada vez más vívidas, en buena medida por el vaivén rítmico que sentía entre mis piernas. Tal vez fue esa sensación de absoluto abandono, o tal vez el mucho jugo de naranja fresco que bebí en el desayuno, el caso es que de repente me dieron unas ganas tremendas de orinar.

Encontré un claro cerca del río. Desmonté y até las riendas del corcel a unas ramas. Me sentía segura por el bosque circundante. Primero me bajé los pantalones, enrollándolos alrededor de mis botas, pero luego, en un impulso, me los quité por completo. Acuclillada, dejé salir el chorro dorado y, no sé porqué, me llevé una mano a mi vulva. No debí hacerlo. Tan pronto sentí el contacto de mis dedos contra los pliegues de mi vagina, dejando que se empaparan del líquido ácido y caliente, sentí un estremecimiento incontrolable. Cerré los ojos y dejé escapar un suspiro lánguido. Al abrir los ojos nuevamente, no pude sino clavar la mirada en el bravo Otelo. Su señorío, su literal caballerosidad y su porte indiferente y majestuoso me atraían irremediablemente.

Como una autómata, hipnotizada, me paré frente a Otelo. Me abrí la cazadora y restregué mis pechos contra el morro del caballo. La sola sensación de su pelo áspero y de la humedad suave de sus narices me erizaron los vellos. Me abracé a él y comencé a jugar con mi himen mientras restregaba mis senos contra el hocico equino. Mi osadía subió de tono conforme incrementaba mi deseo. Separándome unos instantes de su cabeza, me enderecé y me alcé de puntas para permitirle al caballo olisquearme entre las piernas. Mis aromas llamaron poderosamente su atención. Inquisitivo, hundió sus narices entre mis pernas. De inmediato pude sentir la viscosidad de su lengua en el mero centro de mi ser. Contuve la respiración y atenacé todo el cuerpo, presa de una tensión exquisita y sublime.

Mis dedos y la lengua ávida de Otelo, así como sus resoplidos entre mis piernas, me arrobaron en un orgasmo tan agudo que, además de lloriquear, acabé sacudiendo mis muslos y rodillas, mientras mi espalda se arqueaba. Finalmente, me dejé caer sobre el pasto, temblando y jadeando desesperadamente. Había convertido mi cuerpo en un instrumento perfectamente afinado para el placer y aun cuando no se había dado la penetración, la sola sensación de virilidad equina, el solo contacto con su aliento y su saliva y el rescoldo, todavía ardiente en mi memoria, de su miembro y su semen fueron suficientes para detonar en mí una explosión solar y primaria.

Aun así, no era suficiente. Febril y decidida, aflojé la silla de Otelo para recorrerla lo más atrás posible. Recogí mis pantalones y bragas, los atoré en la silla y, de un solo impulso, me trepé por las ancas del caballo. Ya sobre su lomo, recorrí mis caderas por encima de la silla, hasta quedar firmemente emplazada, sin nada debajo, sobre la cruz que forman su cuello y sus muslos delanteros. Como pude, estiré los labios de mi vagina para que estuvieran en contacto directo con el lomo del animal. En ese estado demencial, mis muslos apenas cubiertos por la parte inferior de la cazadora que me había vuelto a poner y a cerrar, volví a emprender mi paseo.

Esta vez, el bamboleo trepidante que producía la lenta cadencia del trote de Otelo lo podía sentir directamente entre mis muslos, conectándose con el centro nervioso y lúbrico de mi vagina. No me importaba la sensación de ardor que me provocaba el pelambre áspero del caballo contra mi piel desnuda; me abandoné a las oscilaciones en movimiento, rotando mis caderas y apretándome más y más contra el lomo sudoroso de Otelo. De inmediato pude sentir los primeros espasmos, que me obligaron a reclinar mi tórax sobre el cuello del caballo, abrazándome o, más correctamente, aferrándome para no caerme. Presa de una languidez embriagante, dejé que Otelo avanzara sin rumbo fijo, mientras yo me perdía en los bosques y los lagos interiores de mi propio deseo.