Oscuridad en el callejón
Callejon al lado de un bar, dos almas se funden en un desenfreno acto sexual.
Aquel pequeño local se había convertido en su cobijo cada noche, en un pequeño templo de sus soledades. Sólo siete mesas, un ambiente oscuro, y pequeñas velas de débil llama reinaban aquel santuario de las almas perdidas entre los jirones aterciopelados y, al fondo, iluminado por un foco de escasa potencia, un pequeño escenario gobernado por un viejo micrófono, testigo de voces ausentes y de letras que callaban mucho más de lo que osaban decir. Cada noche se fundía allí, con otros ojos azulados que en realidad no sabían qué buscaban, pero que vivían con la esperanza de poder llegar a encontrar. Invocadores de sueños y guerreros de causas perdidas. Pero ella, cada noche, sin excepción, se adueñaba del rincón más oscuro de aquel local, con un cigarro teñido de carmín púrpura entre los labios y un vaso medio vacío de bourbon con un solo cubito de hielo. Hacía tiempo que había decidido teñir su vida de colores oscuros que le permitieran moverse entre la piel de la noche sin ser vista, sin levantar sospechas, pero insinuándose ferozmente tras las cortinas de luz de luna que desdibujaban su silueta. Esa noche parecía que iba a ser como todas las demás. Otra de esas voces la acompañaría mientras bebía su bourbon y fumaba su cigarro. Pero en una de las mesas que cada noche estaba vacía se sentaba un hombre oscuro, misterioso, que osó retarla en un duelo de miradas. Él ya se había fijado en ella con anterioridad, aunque estaba seguro de que no sucedía así a la inversa, porque siempre había prourado mantenerse oculto. En realidad le fascinaba, le producía un morbo salvaje la forma de su nariz (se fijaba mucho en las narices) y la caída ligeramente oblicua de sus cejas. Varias noches, al volver a casa, había pensado en ella y se había masturbado imaginando cada curva de su cuerpo oculto bajo esa ropa eternamente oscura. Aquella vez, por fin, se había decidido a acercarse más, a sentarse en una mesa a pocos metros, con la esperanza de una posible conversación para empezar. Su necesidad sexual había vencido finalmente a su timidez. Pero claro, ese era otro asunto; aquella chica tenía pinta de no buscar nada en especial. O muy al contrario, de buscarlo todo. Parecía del tipo intelectual. Por esa parte no tendría problemas en sostener largas e interesantes conversaciones con ella. Pero no debía perder de vista el objetivo final, que no era otro que llevársela a la cama. Debía andar ojo avizor por si a su lado más sentimental le daba por enamoriscarse, cosa que no le apetecía en absoluto en ese momento de su vida. Aunque inconscientemente sabía que le hacía falta dejar a un lado su soledad, que ya llevaba varios años así, pero no quería reconocerlo. Sexo y nada más. Una o dos noches y a otro bar. Lo malo era que las mujeres interesantes eran las únicas que le podían hacer enamorarse de veras. ¿Y si pese a todo acababa sucumbiendo? Lo mejor sería abandonar el local llegados a ese punto. Pero ella le estaba mirando ahora... Fumaba un cigarrillo de un modo tan sensual... Sabía de muchos otros sitios en los que podría ligar con chicas rematadamente idiotas, pero auténticos volcanes sexuales. Menos complicación. Igual placer. Igual sensación de vacío al final. Los pros y los contras. Se levantó mirando el reloj a modo de excusa. Apuró su copa y comenzó a andar con la intención de dirigirse a la puerta, pero en lugar de eso, sus pasos le llevaban directamente a ella. La mujer miró sorprendida como él se sentaba en su misma mesa, y apagó su cigarro con un gesto casi imperceptible. Era la primera vez que le tenía tan cerca, aunque no era la primera vez que reparaba en él. Le llamaron la atención sus manos, una noche, mientras desde lejos le vio beberse una copa en la mesa más alejada de la suya. Le miró con ansia, con un ansia desconocida que nunca antes había sentido. Y le pareció que él le devolvía esa mirada. Por un lado estaba ese deseo irrefrenable que, de repente, reinaba en ese local, que salía por cada poro de su cuerpo. Por otro lado, los contras, esos contras que acabarían arrugados en el suelo como su ropa, esa noche. Pidieron otra copa, que dejaron caer dentro de sus cuerpos como lava de un volcán, y sumidos en algo indescriptible empezaron a hablar. De menos a más, de menor a mayor intensidad, in crescendo. Como si nunca hubiesen hablado con nadie, como si el simple acto del habla fuese un descubrimiento para ellos. Verdades universales, trivialidades, mentiras sinceras y algún que otro tabú. Y el primer roce, bajo la mesa, fugaz... pero intenso. Sin querer, o tal vez queriendo, ella había tocado las piernas de él, y le pareció observar que la miraba con cierta desesperación y duda. Parecía seguro de sí mismo, pero a su vez tenía la sensación de encontrarse ante un hombre completamente perdido y desconcertado. Ella era una de esas mujeres fuertes, cultas e inteligentes a las que probablemente él tuviera miedo. Y además se insinuaba con sus gestos, con sus miradas, con cada calada al cigarrillo y con cada trago de bourbon, el tercero de la noche. Fue a coger su copa, parecía abrumado, y... la mano de ella se posó sobre la de él. Tenía las manos cálidas, suaves, tal y como las imaginaba en sus fantasías. Le miraba fijamente, le atravesaban sus ojos cargados de erotismo. Le arrebató la copa de manera sensual, bebió el último trago... y salió del bar. Sí, estaba provocándole, quería que la siguiera, quería ver hasta dónde era capaz de llegar. Él dejó sobre la mesa unos billetes y salió tras ella, que se ocultaba entre la noche, pero que dejaba entrever sólo lo que quería que él viera. Le llevó por unas callejuelas claustrofóbicas, oscuras, frías, y de repente se detuvo ante un cartel roto donde se leía "Old's". Todo oscuro. Él se acercaba a ella, lentamente, por detrás, y le susurró al oído algo que sólo ella logró oír, algo que logró ruborizarla. La pilló desprevenida, había bajado la guardia... pero era lo que llevaba mucho tiempo esperando. Ella, mordiéndose el labio, se acercó lentamente a él, moviendo sus caderas enfundadas en cuero negro, y le besó, agarrando con fuerza su pelo, mientras le sentía suspirar y acariciar su espalda, caricias que la volvían absolutamente loca... su respiración se aceleraba, y ya no había marcha atrás... Él la abrazó restregándose contra ella y comenzó a susurrarle palabras obscenas al oído. Aparentemente eso le gustaba a la mujer, porque gemía entrecortadamente mientras sonreía con los ojos cerrados. 'El vicio tiene muchos disfraces, -pensó él- y uno de ellos es la virtud. No hay mujer más fogosa que una intelectual liberada de prejuicios'. Casi no podía creerse que todo hubiera acabado así. Había tenido suerte, y la habría pillado a ella en horas de necesidad también... Levantó el top y el sujetador y le aferró los pechos de un tamaño normal. Se los estrujó y retorció con fuerza y pasión hasta que los oscuros pezones se endurecieron. Al mismo tiempo le dio una serie de mordisquitos en el cuello y el lóbulo de la oreja, y no cesaba de frotar su miembro contra su entrepierna. Ella debía notar su erección sin duda. La cogió por el trasero y la sentó sobre una caja de madera. La temperatura de ambos aumentaba por momentos, al dar rienda suelta al deseo. La mujer gemía y él supo que le estaba gustando. Quizá hacerlo en pleno callejón, donde cualquiera les podía ver, aumentaba el morbo de la situación. - ¿Me lo vas a hacer aquí ? -preguntó ella abriendo los ojos- quiero que sea aquí mismo... Él sonrió lascivamente y por respuesta la bajó de la caja, le dio la vuelta y se pegó a su trasero. A continuación siguió magreándole las tetas mientras la otra mano se adentraba en su pantalón y en su tanga y encontraba el sexo de ella, comenzando a acariciárselo. La chica echó la cabeza hacia un lado sacudida por oleadas de placer; suspiraba entrecortadamente. Él intentó empatizar con ella y se vio por un momento en su posición: dos manos tocándole la vagina y el pecho con maestría mientras sentía la erección de él. Debía estar sintiendo un placer máximo. Ella estaba empapada. Los dedos de él resbalaban entre sus flujos buscando su clítoris y encontrándolo. Otras veces introduciéndolos en ella, que ahogaba un grito de placer. La masturbación duró varios minutos hasta que finalmente la mujer, de espaldas, llevó las manos hacia atrás y desabrochó la bragueta de él. Los pantalones y calzoncillos cayeron al sucio y frío suelo. Las manos de ella también eran sabias, y mediante el tacto estudiaba su pene, pero sin volverse. Era bastante grande y se hallaba en su máxima erección y dureza. Entonces él le bajó los pantalones a la mujer y atrayéndola hacia sí, la penetró de un golpe y con fuerza. Su miembro entró sin dificultad merced al río de flujos que ella soltaba. No obstante tocaba sus paredes vaginales y la llenaba por completo. Ella tuvo un tremendo orgasmo entre convulsiones mientras él se movía despacio. Luego comenzó a acelerar el ritmo. Las embestidas tenían más potencia cada vez. El placer que sentía era indescriptible y el de ella debía ser igual a juzgar por los grititos que profería. - Te gusta ¿eh? -susurraba él en su oído mientras movía su pelvis rítmicamente- te excita hacerlo en la calle ¿verdad? Reconoce que te pone cachonda... - Sssssíiii, no pares, sigue, ¡Diosss! - ¿A que te vuelve loca? - Ohh, sssí... Ahhh, me corro otra vez, me corroooo... Ahora el acoplamiento de sexos era total. - Yo me voy también -gimió él. - Échamelo dentro. Lléname entera. No te preocupes, tomo la píldora. Quiero sentirlo todo. - Ssíiiii -gritó él vaciándose por completo y apoyándose rendido en ella, abrazándola por detrás. Su pene palpitaba dentro de aquella tórrida gruta y así estuvieron cinco minutos, recuperando el aliento. Luego se subieron la ropa y se morrearon salvajemente, sonriéndose bobaliconamente. - Perdona, ha sido demasiado rápido -dijo él. - No importa, los dos estábamos muy calientes. Es normal. Además ha sido muy intenso -respondió ella, mientras sacaba un cigarro del bolso. El hombre hizo lo mismo... El tabaco duró un breve instante que se hizo eterno. Todo había sido muy rápido, todo había ido tal y como querían, habían disfrutado el uno del otro hasta quedarse sin aliento. Cada uno, sentado en una parte distinta del callejón, miraba hacia el otro sin atreverse a articular palabra alguna. Buscaban respuestas en los ojos del otro a preguntas que no osaban formular en voz alta... porque nada les daba derecho a hacerlo. Y, de nuevo, los pros y los contras, que se ponían de acuerdo para hacerles esclavos de la duda. Ella le miraba con aire derrotado... ¿en qué estaría pensado ese hombre, que había conquistado sus murallas con un simple duelo de miradas en el bar? Y él... no dejaba de preguntarse qué pasaría por la mente de esa mujer misteriosa, que se escondía entre los jirones de la noche con aire descarado. Noche, que se cernía majestuosa sobre ellos. La oscuridad pesaba más y más, como también pesaban sus silencios, y sus miradas decían más que todo lo que en ese momento pudieran decirse. Las farolas, con su luz, les interrogaban sobre qué pasaba por sus mentes, les iluminaban con luces acusadoras, pero ansiosas por saber... Ella se levantó antes que él, y sin dejar de mirarle a los ojos se acercó lentamente. Parecía cansada, pero se contoneaba tan sensualmente como al comienzo de la noche. Estaba despeinada, el carmín había desaparecido de sus labios. Cuando estuvo delante de él se inclinó ante su rostro, y le acarició juguetonamente la nariz. E, inesperadamente, le besó, y rompió a correr en medio de las laberínticas calles oscuras. Él intentó seguirla, pero no pertenecía a la noche. Simplemente la perdió. Su ropa negra se fundió con las sombras de la noche, y la oscuridad le ponía obstáculos a su carrera hacia algo que en realidad desconocía. Respiraba con dificultad, apoyado en una esquina sucia y solitaria, consciente de que no la volvería a ver a menos que ella se mostrara. Se sentó en la acera, derrotado, mientras pensaba en cada gesto, en cada mirada, en cada suspiro. Y ella, dos calles más allá, se preguntaba por qué había huido.