Oscura historia de amor

Esta es mi historia de amor con mi padre, una historia que debería haber sido imposible...

Los acontecimientos que ha continuación narraré son los más intensos de mi joven vida. Los comparto con ustedes porque no creo que ningún conocido al que se lo contara evitara juzgarme pese a quererme, y no puedo permitirme sufrir más. Les hago por tanto partícipes de mi pequeña historia de amor.

Sentía un terrible deseo que desnudarme, y no se me pasó por la cabeza ningún sentimiento de remordimiento. Era una calurosa tarde de verano en pleno centro del país, y las temperaturas no hacían atisbo de retroceder. Yo estaba tumbado en la cama de mis padres, y a mi lado dormía mi padre en ropa interior. Mi madre decidió acostarme a dormir la siesta por haber roto una preciosa figurita de cerámica del salón jugando con mis muñecos, y me metió en el dormitorio con la intención de que no le levantara más jaqueca aquella tarde. Yo tenía cinco años. Estaba vestido con un pantalón corto e colores azulados y con una camiseta a juego, pero aunque era ropa ligera yo sentía mucho calor. El cuerpo de mi padre, un hombre de treinta y cinco años, fuerte y grande, con vello en piernas y pecho, estaba sudado y caliente. Y de vez en cuando un ronquido. Oía a mi madre en la cocina, situada justo al otro lado de la pared del dormitorio el ruido que hacía al planchar la colada mientras que por la radio, no muy alta para no despertarnos, sonaban canciones del folclore popular del sur de España.

Me incorpore un poco en la cama, mi cuerpo ligero apenas hacía temblar el colchón. Me quité la camiseta, y la puse en la mesita de noche, y con mas cuidado aún, me deshice de los pantalones y los coloqué al lado. Unos finos calzoncillos con motivos infantiles me retenían de la desnudez completa. Mire hacia mi padre, dormido boca arriba. La poca luz que entraba por un par de agujeros de la persiana me permitían contemplarle, y sin saber porque gateé hacia la pierna que quedaba más cerca de mí. Era como el tronco caído de un gran árbol, me parecía enorme, y miré hacia su rostro, sereno, reposando tras un duro día de trabajo, y de camino a él, me encontré con un gran bulto ocultado por unos calzones clásicos de algodón. Me incliné hacía él, y aun puedo decir, que no hubo nada más que instinto en aquella acción. Y con mis manitas, de rodillas al lado de su cintura acaricié su carne vestida de algodón, y agarrando el elástico, bajé la tela. Mi padre seguía en un profundo sueño. Vi con asombro su pene, un enorme y gordo pene, rodeado de vello, y me incliné hacia él, y me lo introduje en la boca. Apenas podía metérmelo y eso que no estaba en erección. Y mientras luchaba por introducir parte de él en mí, le miraba. Al rato volví a tapar su miembro, esta vez algo más grande y dormí.

A los quince años desperté de un sueño, que no era sino el vivo recuerdo de aquella tarde de verano. Habían pasado diez años y muchas cosas, entre ellas, que la atracción que debería sentir cualquier adolescente varón hacia las chicas, yo no tenía. Mi atracción era sobre los hombres, y sobre uno en especial, mi padre.

Mi madre murió antes de yo cumplir los dieciséis. Simplemente un día no despertó de la cama. Mi padre se había marchado a trabajar a las cinco de la mañana, era camionero, pero antes había sido empleado de la construcción, camarero... en todo lo que se terciara para poder cuidar bien de su familia. Yo desperté a las ocho y media de la mañana. Ya llegaba tarde a la primera hora de clase del instituto. Había apagado el despertador sin tan siquiera darme cuenta, y fue la luz entrando por la ventana de mi dormitorio que daba al patio de luces lo que me hizo abrir los ojos. Me vestí corriendo y me dirigí hacia la cocina para desayunar algo de leche y colacao, pero al pasar por delante de la puerta del cuarto de mis padres una extraña sensación me hizo retroceder, mirar con detenimiento y acercarme a mi madre. No respondía a mis llamamientos, asustado salí del piso para llamar a la vecina, que era amiga de mi madre. Hubo gritos, llantos y palabras que no se entendían ahogadas por sonidos de dolor.

Mi padre llegó a casa cinco horas después de que yo llamara asustado a mi vecina. Lo trajeron unos guardias civiles. El entierro fue lo más rápido posible con el extraño deseo de esperar que el tiempo avanzase igual de rápido y curara un hogar herido. No fue así. Mi padre decidió vender el piso unas semanas después y nos trasladamos a otra ciudad, provincia de capital y cerca del mar. Mi padre estaba preocupado por si yo no me recuperaba de la pérdida e hizo acopio de fuerza para sacarnos adelante.

Mamá nos dejó y ella querría que cuidase de ti. – Le dije un día con la voz mas sincera que me salió. Esta frase fue un año y unos meses tras su muerte.

Cuando mi padre llegaba a nuestra nueva casa después de su nuevo trabajo, otra vez en la construcción, yo procuraba tenerle listo un gran tazón de leche con par cortado en cachitos y edulcorado con miel, que a mi padre le encantaba. También procuraba ayudarle en todo lo posible en las tareas domésticas, y llegó un día que cuando él llegaba sobre las ocho de la tarde de trabajar doce horas, se encontraba la casa limpia y ordenada. Era fácil tenerla así, ya que no tenía mas de cincuenta metros cuadrados, lo suficiente para nosotros dos.

Una tarde, yo ya tenía diecisiete años y la devoción que sentía por mi padre era un amor tan grande que dolía, mientras el se duchaba, yo entré en el baño. No hice nada con una doble intención, os lo aseguro, solo fui a recoger su ropa sucia para hacer la colada de la semana.

Ya que estas aquí Adrián, ¿puedes frotarme la espalda?. – Preguntó descorriendo un poco las cortinas de la bañera mostrándome su fuerte espalda.

Yo le miré y algo en mi tembló. Me acerqué, cogí la esponja que me daba con su mano izquierda y le froté su fuerte espalda. Mi padre ya tenía cuarenta y siete años, pero seguía teniendo una figura atractiva pese a una pequeña barriga que comenzaba a hacer muestras de su existencia. Su pelo que se había vuelto canoso le daba un porte mas varonil aún. Y me pregunté una vez más como ninguna mujer le ponía sus garras encima. Yo, que cada noche fantaseaba con su cuerpo sobre el mío, no conseguía entenderlo. Me imaginaba que no quería darme una nueva madre que vería imposible abrirse paso hacia mí, así que me había imaginado que mi padre satisfacía sus deseos sexuales con cualquier mujer, sexo que no le supusiera ningún compromiso más allá de la búsqueda de placer, puede que fueran mujeres casadas. Mi mano le estaba frotando sus nalgas velludas desde hacía un rato, me había distraído, pero no paré, mi padre no había dicho nada. Seguí bajando. El agua seguía cubriendo su piel, haciendo correr la espuma hacia el sumidero que mis movimientos dejaban en ella. Me arrodillé para lavarle sus fuertes piernas, y cuando llegué a sus talones...

Papá, date la vuelta. – El miedo pugnaba con la tranquilidad en esa corta frase. – Si no, no podré lavarte bien.

Yo había aprendido a cocinar viéndole los días que él cocina, aprendí nuevas recetas con libros. Yo le había ganado día a día terreno a la suciedad en las baldosas y azulejos, en los cacharros de cocina y en las estanterías llenas de discos de vinilo, cd´s y libros. Yo lavaba, y planchaba su ropa, y él me enseñó a zurcir sotos y descosidos. Y ahora yo luchaba por dejar mi huella en su piel. En las paredes de casa ya no tenía hueco para hacerlo.

Y él, se giró durante, lo que me parecieron, eternos segundos de temor y desasosiego, embarrados de pegajosa tensión. Y no salió de la bañera, esperó por mis friegas, y le compense con ellas. Sus pies estaban llenos de durezas que el agua a veces no podía reblandecer. Y bajo la rodilla izquierda vi la cicatriz que le recordaría un accidente de moto de joven toda su vida. Yo no alzaba la mirada, solo la tenía fija en los centímetros de piel que iba ganado hacia la cima. Sus mulos recibieron con agradecimiento el que yo le limpiara, y relajaron una pequeña contractura. Llevaba días oyendo como se quejaba de un tirón que a veces le hacía parar en sus actividades. Y me encontré con su polla, gorda y morcillona, que comenzaba a ladearse hacía su izquierda mientras desafiaba a la gravedad.

Cogí un poco de gel en mis manos y se dispusieron a limpiarle aquel enorme pedazo de carne. Con las dos manos extendí el jabón sobre el cuerpo grueso y lleno de venas que sobresalían, y al acercarme al prepucio, que comenzaba a desnudar el glande, lo descubrí totalmente y aprecié ver lo que eran restos de corridas. Seguía sin mirarle, pero mi padre lanzó un profundo suspiro y me percaté de que sus manos ya no estaban a los lados de su cadera. Pase con delicadeza mis dedos y enjaboné con cuidado. Sus enormes huevos, negros por los pelos que los cubrían también recibieron de mis atenciones, y al acariciarlos se retrajeron un poco hacia arriba. Aproveché para limpiarle bien entre sus nalgas con mis manos y más jabón, ya que antes no lo hice, pasándolas tras sus huevazos y jugueteé con sus pelos. Otro grave suspiro. Miré hacia su cara y vi como la ocultaban sus grandes palmas de las manos. Mis brazos estaban mojados. Y por mi cabeza comenzaban a correr ríos de gotas. Descorrí un poco más las cortinas con mis brazos, y me metí en la bañera junto a mi padre. Le hice que se girara mirándome, y recogiendo la esponja de nuevo, froté su vientre, subiendo a sus fuertes pectorales y pasando a las axilas. Quise lamerle. Cogí un brazo y se lo aparté de la cara, lo extendí y limpie. Repetí la operación con el otro. Mire las gotas deslizarse y me descubrieron que su pene había ganado más en erección. Que cabrón , pensé. Está gozando .

Ahora eran mis manos las que se posaron en sus mejillas, pero sin intención de ocultarle nada, sino para sentir, sus barbita de tres días que ya pinchaba. Deseaba que me destrozara la nuca mientras me follaba a cuatro patas echado sobre mi espalda y jadeando como un puto perro de puro placer. Yo seguía vestido dentro de la ducha, él me miró, acarició mis manos.

Adrián... esto... no...

Le silencié arrastrando mi pulgar sobre su mejilla hasta introducirlo en su boca. Hizo contacto con sus dientes cerrando el interior, y deslicé suavemente el dedo entre sus labios. Lanzando un nuevo suspiro, colé el dedo dentro de la boca y acaricié su lengua. Y ésta respondió al juego. Lo retiré y me lo chupé, mirándole, mientras que con la otra mano cerraba el grifo del agua, y está pareció extinguirse salvo por algunas gotas rebeldes. Sin dejar de mirarle, le obligué a echarse hacia atrás un poco, necesitaba ese espacio para arrodillarme. Y así hice. Agarré su enorme rabo con fuerza, haciéndole arquear la espalda un poco. Y abría la boca con la necesidad de saciar un apetito desatendido desde hacía doce años.

Continuará...