Orgía en clase (4)
Continuan las clases especiales de la señorita Tinckey
El director del colegio había presionado al consejo escolar para que trasladaran a la señorita Tinckey a una clase inferior, a la clase de su hijo Daniel concretamente. Al principio algunos profesores y miembros de la junta directiva se habían opuesto a un cambio de ese tipo a mitad del curso lectivo. Era contraproducente para los alumnos. Sin embargo, para el señor Macconagy no fue difícil conseguir los apoyos necesarios. Le bastaba con recordarles a algunos profesores las sorprendentes calificaciones que algunas alumnas, poco dadas a la cultura lectiva, obtenían en sus clases. Eso bastó para conseguir la unanimidad de los votos a su favor.
A la semana siguiente, la señorita Tinckey estaba dando clases, para su disgusto, ante un auditorio de infantes, entre los que se encontraba un sonriente Dani. El señor Macconagy había interrumpido de golpe el programa de estudio en su antigua clase. La había obligado a cambiar de alumnos e iniciar un nuevo proyecto de enseñanza, entre lo que se encontraba educar a su propio hijo para que superara la timidez ante las mujeres. Básicamente el acuerdo consistía en un traslado forzoso a otra clase, trabajarse a su hijo y complacer ocasionalmente al director del centro. A cambio obtenía más dinero en su cuenta corriente y absoluta discreción sobre su pasado. Aunque quisiera rechazar la oferta, no podía hacerlo.
La señorita Tinckey reemplazó a la vieja solterona miss Bennet. El cambio debió agradar a sus jóvenes alumnos, que la miraban ajenos a sus propias palabras. Cada vez que la señorita Tinckey se paseaba a lo largo del pasillo formado por mesas, podía notar los ojos de los chicos clavarse en su trasero. Con las niñas era diferentes. En algunas parecía despertar recelos, y a otras parecía servirle de modelo, pues tras varios días en la clase, ya podía ver que algunas de las chicas empezaban a imitarla en su manera de vestir o de contornearse ante los chicos. En cualquier caso, la señorita Tinckey, con su presencia imponente, no dejaba ajeno a ninguno de sus alumnos.
Tres días a la semana, después de finalizar las clases y de que todos abandonaron el centro, la señorita Tinckey se quedaba un rato más con Dani. Y si alguien preguntaba, le decía que estaba trabajando con un alumno en un programa de recuperación. En cualquier caso no era una mentira. La mayoría de los compañeros de Daniel, a pesar de que la mayoría no tenía más de doce años, ya parecían despiertos ante la vida. Le miraban con descaro el escote cada vez que se inclinaba frente a ellos o escuchaba sus silbidos cuando se agachaba a recoger algo del suelo. También los observaba en el patio perseguir a sus compañeras y meterles mano descuidadamente cuando las atrapaban. Incluso había descubierto un agujero en los vestuarios de las niñas que comunicaba con un almacén, donde algunos chicos espiaban a sus compañeras cambiarse de ropa.
En cambio Daniel no parecía participar de ninguna de esas actividades. Estaba retraído sobre sí mismo. Apenas se relacionaba con nadie y tartamudeaba cuando una chica se le acercaba. Más ahora que la mayoría de sus compañeras vestían ceñidos pantalones que dibujaban la forma de escuetos tangas que asomaban por arriba cada vez que se sentaban, minifaldas que dejaban poco espacio a la imaginación, o escotes que no dibujaban nada, pero que enloquecían al resto de los muchachos. El estilo descarado de las niñas que imitaban a la señorita Tinckey no ayudaba a integrarse al joven Dani que, sin embargo, era el único de la clase que ya había perdido la virginidad. O eso suponía la señorita Tinckey, que dudaba de que algunas de las chicas aún siguieran siendo vírgenes.
La señorita Tinckey se tomó el asunto de Daniel como un reto personal. Se había propuesto integrarlo con el resto de sus alumnos y se iba a esforzar en conseguirlo. Incluso trazó un pequeño programa educativo para el chico. Los primeros días fueron de descubrimiento. Primero le explicaba al joven las partes de su anatomía, le mostraba gustosa los pechos para que Daniel los tocara a placer. Le explicaba qué eran los pezones, por qué le gustaba que se los pellizcaran, su trasero, su coño... todo. Al final de cada sesión, le hacía a Daniel una pequeña paja para que el chico no se fuera frustrado después de cada clase.
Días más tarde, las clases incluían información complementaria sobre cómo dar placer a una mujer. Dejaba que el pequeño Dani jugara con su sexo, que le comiera el coño a placer y lo instruía sobre cómo hacerlo bien. Y la señorita Tinckey tuvo que reconocer que el chico aprendía rápido. En pocos días estaba más capacitado para darle placer a una mujer que la mayoría de los hombres con los que había estado en la cama. El joven no sólo aprendía rápido, sino que demostraba una iniciativa sorprendente. Más de una vez la había sorprendido con mordiscos y lengüetazos en lugares que ni ella mismo podía reconocer como placenteros. Después de cada clase, ya no era Daniel el único que se iba satisfecho a casa. Ella misma estaba empezando a disfrutar de su joven amante.
Semanas después, ya instruía al joven Dani sobre cómo penetrarla. Sus ganas de hacer las cosas bien compensaban con creces su pequeña colita. El chico la follaba con pasión. Ella se recostaba sobre algunos bancos y abría mucho las piernas para que el joven pudiera penetrarla a placer. Le enseñó diferentes posturas, algunas complicadas y otras imposibles para un polla aún por desarrollar, pero todas placenteras para ambos. Después de mucho tiempo, la señorita Tinckey volvía a experimentar auténticos orgasmos que la enloquecían de placer. De no ser porque estaban en un aula, y podría haber otros profesores trabajando hasta tarde, la señorita Tinckey estaría gritando de placer a pleno pulmón.
Incluso la actitud de Daniel frente a la vida parecía despertar. Lo veía más suelto en clase. Hacía tiempo que ya no tartamudeaba si una chica se le acercaba. Incluso una vez lo pudo ver corriendo con otros chicos hacia el almacén que comunicaba con el vestuario de las chicas después de una clase de gimnasia. Estaba logrando su propósito y para la señorita Tinckey eso era lo más importante.
Pero aún le tenía reservada una pequeña sorpresa a su joven alumno.
Un día, cuando Daniel iba a dar comienzo una nueva sesión especial con la señorita Tinckey, descubrió asombrado que su profesora no estaba sola en la clase. Junto a ella se encontraba también Irma, la chica más golfa de todo el colegio.
- Hola Daniel - saludó Inma - ¿preparado para la clase?
CONTINUARÁ.