Orgía en clase

Los alumnos de quinto curso están a punto de comprobar los efectos secundarios que provoca un producto químico.

En un mundo perfecto, con perfectos colegios limpios, llenos de perfectos estudiantes modélicos, con sus peinados con perfectos cortes de pelo y llevando sus perfectos libros corregidos a la perfección, Orades no existiría. Pero el mundo no es perfecto y el colegio público de Orades existía.

Y no es que el colegio de Orades fuera una cloaca que estuviera a punto de venirse abajo en cualquier momento. De hecho no había nada allí que se diferenciara de cualquier otro colegio de barrio. Era uno más. Albergaba a casi mil estudiantes anodinos, con sus virtudes y sus defectos. No destacaba por nada, excepto en que durante las últimas semanas se había desatado una preocupante epidemia de ratas. Podían ser vistas en los servicios –uno sabía que había aparecido una rata cuando escuchaba los gritos agudos de las niñas sonar como una sirena-; también frecuentaban los almacenes y, al parecer, les encantaba la biblioteca.

La asociación de padres estaba preocupada. Temas que hasta entonces habían estado a la vanguardia de sus reuniones, como la preocupante caída de la moral en la escuela, -no era raro ver a chicas jóvenes mostrando escotes de vértigo o enseñando que bajo los ceñidos pantalones se dibujaban las formas de sugerentes tangas- fue perdiendo puestos a favor del tema de los roedores.

Por una vez la junta de padres se cerró con acuerdo. Eso era una novedad, pues en el tema: tanga , las opiniones entre el sector masculino y el femenino, diferían sustancialmente.

El problema era que los fondos públicos no eran suficientes para solucionar el tema. Hubo que recurrir a las aportaciones privadas de padres preocupados y entre todos se reunió el dinero suficiente para comprar unos pocos botes de fumigación y lo que sobró lo invirtieron en mejorar los asientos de la sala de padres.

Al margen de la comodidad de los traseros de sus padres, se situaba la clase de Quinto B, con sus propios problemas, como el retraso en el plan de estudios que llevaban respecto a los de Quinto A, recurrente motivo de burla entre alumnos de sendas clases y que dio inicio a una especie de disputa. Se decidió que los treinta alumnos de Quinto B se quedarían los viernes por la tarde una hora más. Había que recuperar terreno al enemigo.

La señorita Tinckey informó que a partir del siguiente viernes comenzarían con el programa de recuperación. Los alumnos pusieron voz a la noticia con una especie de sonoro: ohhhhh que recorrió el aula. Aunque algunos alumnos no opusieron tanta resistencia, una hora más de clase equivalía a una hora más en presencia de la señorita Tinckey y su espectacular cuerpo. Una belleza que enloquecía a sus jóvenes alumnos y al resto del profesorado. No era un secreto la reacción que provocaba la señorita Tinckey cada vez que cruzaba las piernas en su asiento y dejaba ver sus perfectas piernas embutidas en la seda negra de sus medias.

Pero la señorita Tinckey tenía un defecto: era orgullosa, y su orgullo profesional le impedía comunicar a la dirección del colegio su decisión de alargar la hora de clase. No quería que el resto de profesores se enteraran de que iba retrasada en el plan de estudios y no dijo nada.

Quiso la lógica que el siguiente viernes por la tarde, cuando el resto de las clases ya se había marchado a casa, y los alumnos del aula de Quinto B acababan de dar inicio a su hora prolongada, que se iniciaran los trabajos de fumigación del edificio. De hecho, los padres habían considerado la mejor hora, pues el fin de semana daba margen a que se disipara el olor del raticida.

El encargado de mantenimiento vertió el contenido de los botes de fumigación en el conducto del aire acondicionado. El sistema de ventilación haría el resto. El hombre leyó la composición de los botes y, tal como sospechaba, los padres habían comprado el más barato y adulterado que habían encontrado. Eso era como echarle perfume a las ratas. Terminó su trabajo y se marchó quejándose como solía hacer.

En el aula del Quinto B, como al resto del edificio llegó el olor ligeramente almizclado del disolvente que corría ahora por todo el conducto de ventilación. Impregnó la clase de un extraño olor que no dejaba de ser penetrante aunque no desagradable.

La señorita Tinckey miró a sus alumnos por si era alguna especie de broma de ellos. Todos parecían concentrados en sus tareas. Entonces se vio a sí misma mirando fijamente la entrepierna de Carlos, un alumno que se sentaba en primera fila, y que estaba estirado en su pupitre, como siempre solía sentarse, y las piernas muy abiertas. La señorita Tinckey humedeció sus labios imaginando el contorno del miembro de Carlos que casi se podía perfilar entre los pliegues del pantalón. Carlos le devolvió la mirada y la señorita Tinckey desvió la vista como accionada por un resorte.

<< Pero ¿qué demonios me pasa?

, se preguntó sorprendida de sí misma por su actitud. Siempre había antepuesto su carrera profesional al placer y, por supuesto, nunca había deseado a ninguno de sus alumnos. La mayoría rondaba los quince años, dieciséis a lo sumo. Aquello era una locura transitoria, estaba segura. Volvió a sus apuntes.

El fungicida siguió ejerciendo su labor que según sus creadores servía para controlar plagas de ratas, pero que según la competencia, sólo servía para perfumar en el mejor de los casos; en el peor nadie se atrevía a dar un pronóstico, aunque los alumnos del quinto curso, clase B, estaban a punto de descubrirlo.

La clase estaba extrañamente silenciosa. Un lápiz que caía al suelo despertó a la señorita Tinckey de su sopor y se sorprendió de ver que se había desabotonado la blusa hasta casi superar la línea del sostén. Se apresuró a volverse a abrochar algo trastornada por lo que ocurrido. Cuando volvió a enfrentar la silla giratoria a la clase, comprobó que no era la única que lo había hecho, la mayoría de las chicas habían optado por desajustarse algunos botones y los chicos estaban sin chaquetas y remangados. El mundo a su alrededor se estaba volviendo loco y empezaba a arrepentirse de aquella hora.

El chico al que se había caído el lápiz seguía sin incorporarse a su asiento y la señorita Tinckey lo buscó con la mirada. Lo sorprendió agachado mirando con descaro la entrepierna de una compañera que no tenía el menor rubor en mostrarle a las claras lo que ocultaba su falda escocesa.

La señorita Tinckey estuvo a punto de dar un golpe sobre la mesa y llamarlo al orden pero contuvo su habitual genio. En lugar de eso, empezó a sentir una extraña sensación de placer, de morbo voyeurista, al contemplarlos. Tosió con descaro y el alumno pareció salir de su éxtasis contemplativo y se incorporó a su asiento.

<< Esto no está bien. No está bien

se repetía incesantemente al tiempo que no podía dejar de pensar en la entrepierna de Carlos. Ahora el bulto de los pantalones del chico parecía palpitar y el corazón de la señorita Tinckey se aceleró al compás. Era hipnótico, casi no podía apartar la mirada y un extraño calor le recorría todo el cuerpo. Comprendió que deseaba tocarle el bulto al chico. Era lo que más deseaba en ese momento y su pulso temblaba en una pugna por el autocontrol. Respiró hondo y trató de concentrarse en otra cosa.

Pasaron cinco minutos y la señorita Tinckey seguía luchando por controlarse. Tenía la cabeza agachada sobre la mesa y no se atrevía a levantarla.

Tras unos pocos minutos más, en la clase se comenzó a escuchar como un lamento. La señorita Tinckey levantó la vista y buscó la fuente. Nada. Tras un segundo recorrido, comprobó que Matías, un chico degalducho de casi la última fila estaba especialmente tenso y con los ojos cerrados. A su lado Marga parecía sonreír y agitarse frenéticamente. Entonces sorpresivamente de debajo del pupitre de Matías salió disparado un chorro de líquido blanco que alcanzó la camisa del muchacho. Marga sonreía feliz y Matías se mordía el labio por no gritar. Acababan de hacerle la mejor paja de su corta vida.

La señorita Tinckey se incorporó ofuscada. Estaba a punto de lanzar un grito de reproche cuando observó que en el asiento de atrás, uno de los chicos se masturbaba con el espectáculo. Sus ojos se posaron en el asiento contiguo, donde dos chicas se besaban apasionadamente sin ningún pudor. Detrás, los pechos turgentes y pequeños de una alumna estaban a merced de su compañero de pupitre que la magreaba con deleite. Entonces miró a Carlos y no lo vio en su asiento. En lugar de eso, el muchacho se arrastraba por el suelo, a sus pies, y miraba hacia arriba, por debajo de su falda.

La señorita Tinckey dio un brusco paso atrás. Estaba asustada y no comprendía nada. Entonces Carlos se incorporó frente a ella y se sacó el miembro. La larga polla del muchacho, que parecía a punto de estallar quedó apuntando directamente hacia ella. La señorita Tinckey no podía articular palabra alguna. Quiso protestar, decir que aquello no estaba bien, que era una locura, pero la palpitante imagen del miembro de Carlos ofreciéndosele, la ofuscaban.

El aula se llenó de jadeos y suspiros. Ahora todos los alumnos parecían fuera de sí. Las ropas volaban y nada parecía importar ya. Por fin la señorita Tinckey se dejó caer de rodillas y se lanzó a mamar la tiesa polla de Carlos.

Al poco ya eran dos las pollas que pujaban por entrar en la garganta de la señorita Tinckey. Este segundo miembro fue recibido por la maestra con gran placer. Suspiraba para que una tercera la penetrara hasta el fondo. Y no faltaban candidatos pero las chicas reclamaban para ellas la misma atención.

Algunas se deleitaban con el sabor de las pollas de sus compañeros de clase. Las más lanzadas ya buscaban la penetración directa. Los pupitres se convirtieron en improvisados lechos donde alumnas con poca ropa se recostaban para ser penetradas. Otros se conformaban con el suelo donde retozaban sin tapujos.

Dos chicas se daban sendos lamentazos en un improvisado sesenta y nueve. Uno de los chicos fue por detrás y trató de metérsela a una de ellas, pero fue rechazado. No tuvo que andar muy lejos para toparse con el lindo culo de Susana, la empollona de clase, que se estaba follando a un compañero. La agarró de las nalgas y se la metió entera. Susana, al verse doblemente penetrada por dos rabos, lanzó un tremendo grito de placer y se dispuso a disfrutar.

Hasta el enclenque de la clase, un tipo feujo con gafas estaba disfrutando como nunca antes en su vida. Sobre sus piernas cabalgaba la hermosa Andrea, la chica con las curvas de oro por la que todos suspiraban. La pequeña figura del chico era aparentemente superada por la potencia del cuerpo de Andrea, que le ganaba en curvas y tamaño, pero a tenor de los jadeos que lanzaba la rubia, parecía que "el flaco" estaba cumpliendo su parte.

La señorita Tinckey no podía más. Le iba a reventar el sexo si no se metía una de aquellas dulces pollas dentro. Agarró a sus dos efebos y los llevó hasta su mesa. La desalojó de un manotazo y comenzó a desvestirse con premura.

Su cuerpo, el cuerpo por el que todos suspiraban y fantasean en sus noches de onanismo solitario, quedó a la vista de los dos muchachos. Sus pechos turgentes desafiaban en rigidez a la consistencia de sus pollas. Su figura descendía como en una guitarra hasta las caderas coronadas de un coño perfectamente triangular que suspiraba por sus rabos.

No hubo tiempo a más. Los dos jóvenes alumnos se ofrecieron para darle placer a su maestra, que quedó endosada entre sus cuerpos, enroscados los tres en una pila de placer. Mientras Matías le perforaba el coño, Carlos penetraba su rebosante trasero. En medio, la señorita Tinckey rogaba por una tercera polla que poder mamar. Y ésta no tardó en llegar. Uno de los chicos, viendo la oportunidad de ver cumplido el deseo de su vida, se puso de rodillas sobre la mesa de la profesora y le ofreció a chupar de su rabo. De esta manera, todos los agujeros de la señorita Tinckey quedaron cubiertos.

La entrega a los instintos más primarios fue total. La clase entera batallaba en una guerra de pollas que escupían leche tratando de hacer diana y de gritos de lujuria que todo lo invadían. Las chicas se turnaban e iban y venían de rabo en rabo. Todo el mundo quería catar a todo el mundo. No había límites y todo se reducía al placer. Satisfacer el enorme deseo que sentían y satisfacer a los demás.

Todos los chicos se pasearon en algún momento por las curvas de la señorita Tinckey, incluso alguna alumna ofreció su lengua a falta de polla y no fue rechazada. La profesora se convirtió en el referente de todos ellos y a ella acudían pollas tiesas que recibía con agrado.

Tras algunas horas, la escasez de pollas que tuvieran suficiente consistencia se hizo preocupante. Las chicas iban de compañero en compañero buscando satisfacer sus necesidades apremiantes, pero no siempre encontraban rabos tiesos que llevarse a sus tiernos coñitos que parecían insaciables. Cuando no encontraban ninguna, se conformaban con darse placer entre ellas y las escenas de lesbianismo eran habituales en la clase. Los agotados chicos se dejaban caer en sus pupitres y se conformaban con el deleite de ver a sus compañeras darse placer. Era un espectáculo grandioso.

Cuando el agotamiento fue total, chicos y chicas se dejaban caer exhaustos por los rincones. Ninguno de ellos tenía fuerza para dar más, y ninguna de ellas para recibir. Habían pasado horas desde que comenzó lo que para la señorita Tinckey era sin duda una locura, una maravillosa locura, y empezó a preocuparse. Estaba tumbada en su sillón contemplando el bello espectáculo de los cuerpos desnudos de sus jóvenes alumnos. Todos ellos acostados y descansando ahora. Sabía que si pasaba más tiempo, los padres empezarían a preocuparse por ellos y llegarían hasta el colegio. No quería ser sorprendida, pero apenas le quedaban fuerzas para transmitirles su preocupación a los alumnos. Aquellos pequeños cabrones le habían dado bien y estaba exhausta.

Entonces la puerta del aula de Quinto B comenzó a abrirse

(Continuará)