Orestes y su esclava
En un futuro incierto donde se han perdido todos los valores, las ciudades autónomas reinstauran la esclavitud con el doble fin de recaudar fondos y luchas contra la delincuencia. Esta es la historia de un poderoso pervertido y su adolescente esclava.
El incremento de la delincuencia y la proliferación de bandas armadas, unido a las terribles consecuencias sociales producidas por las malformaciones físicas y psíquicas derivadas de la gran catástrofe, trajeron consigo, como siempre ha sucedido en la historia del género humano, un miedo generalizado en las mayoritarias clases medias. Si unimos a ello la drástica disminución de impuestos y tasas para contentar a esa masa social cuyos votos eran imprescindibles, aún con la práctica desaparición de servicios sociales, las ciudades autónomas se vieron obligadas a buscar nuevos cauces de financiación para los gastos comunitarios. No es de extrañar pues que la casta dirigente, cuyo autoritarismo estaba sostenido por esa mass media, ausente de toda ética y moral que no fuera su bienestar y el hedonismo, ideara en algunas ciudades-estado, medidas contundentes para solucionar ambos problemas.
Ante el aplauso de la inmensa mayoría de la población con derecho al voto, se proclamó la conocida como Ley McLapendon, promulgada a instancias de la legendaria alcaldesa, que restauraba de facto la esclavitud. A su entrada en vigor, los que eran acusados de cometer delitos contra la propiedad privada o la integridad física de esas amplias capas sociales, si eran definitivamente condenados tras un juicio express, perdían su condición de personas libres, ellos y su familia directa, pasando automáticamente a ser propiedad de la ciudad autónoma. Los hombres en condiciones pasaban a trabajos forzados no menos de 20 años y las mujeres y niños se veían convertidos en esclavos. La administración obtenía pingües beneficios vendiendo a las mujeres, adolescentes, e incluso menores de ambos sexos en las ciudades de Oriente. Los niños más pequeños también eran objeto de negocio para oscuros fines. Las personas que no podían cumplir esos requisitos se destinaban a trabajos comunitarios. Los inservibles eran sacrificados como donantes forzados de órganos.
Cada día a las 9 de la mañana, Orestes buscaba cualquier excusa para salir a la calle y ver pasar a Elsa camino del instituto. Era la hija única de su vecino, un alto ejecutivo del mayor banco de la cuidad, una adolescente pecosa alta y delgada, de escasos pechos, culo respingón y largas piernas, generosamente exhibidas tras subirse las faldas nada más traspasar la puerta de su casa. Sus lacios cabellos castaño-rojizos enmarcaban una cara aparentemente angelical, pero Orestes creía ver claramente en ese bello rostro la inconfundible faz del vicio. Un protocolario "hola" contestado con un leve movimiento de cabeza de Orestes era lo habitual en ese encuentro matinal.
Viudo y sin hijos, desde su retiro como alto cargo del gobierno de la ciudad, vivía cómodamente dedicado a sus pasiones favoritas: la lectura, y recuperar y clasificar libros en papel. Impresionado por la visión de una película muy anterior a esta Era, ante el abandono generalizado de todo lo que significaba cultura no digital, difícil de manipular por la casta dominante, se dedicó en cuerpo y alma a almacenar cuantos ejemplares fuera posible. Cuando sabía de alguna biblioteca, institución o centro que se desprendía de sus antiguas pertenencias, allá se dirigía con su viejo Buick para librarlos de la hoguera y traérselos a su casa. Cervantes, Shakespeare, Homero, Dante, Whittmann, García Márquez, Pérez Reverte... Todo entraba en su cruzada. Siempre había alguna ciudad-estado donde era necesaria su presencia en esa, su misión contra el fuego. Después, en su casa, los inventariaba con un ex-libris y los iba disponiendo ordenadamente en el almacén construido ex-profeso anexo a su casa.
Hubo otro tiempo, aún en activo, que mayoritariamente dirigía sus esfuerzos a satisfacer ciertas perversiones. La oscura muerte de su esposa, nunca suficientemente aclarada, obligó a su prematuro pase a una bien remunerada jubilación. Solo él sabe lo que ocurrió aquella noche en el sótano artificialmente lóbrego de su casa cuando "jugaba" con Clara, su esposa, quince años más joven, con la que se desposó en una vecina ciudad, librándola de una pena de diez años de trabajos forzados por prostituta. Cuando haciendo uso de su derecho marital impidió la autopsia, la poderosa TJ, caporal de la Brigada, cuerpo especial de la Policia, no movió un dedo para investigar la sospechosa herida en el vientre que el cadáver presentaba y que Orestes atribuyó a un accidente doméstico. Tres días después de que incineraran el cuerpo, su gran amiga, la alcaldesa, le recomendó que dejara el cargo de alto asesor consultivo y pasara a su actual dorado exilio.
Desde la desaparición de su mujer hacía ya cinco años, Orestes llevaba una vida ausente de cualquier experiencia física con aquellas aficiones más obscenas y atávicas. No lo necesitaba. Ninguna como Clara, aquella muchacha desvalida a la que obligaron a servirle de compañía, había conseguido excitar sus instintos más satánicos. Prostituta de profesión, osó ofrecer sus servicios en terreno vedado. Fue detenida, y tras un juicio rápido fue condenada a diez años de trabajos forzados, o lo que es lo mismo, puta para visitantes ilustres y personal del gobierno de la ciudad. Orestes disfruto de su belleza durante los tres días de su misión como enviado especial de la Excma. Alcaldesa Rita McLapendon para asesorarse sobre la Ley Esclavista recientemente allí promulgada. No le costo mucho esfuerzo llevársela y desposarla una vez de vuelta a Wolverinsville (Villalobitos) más por motivos prácticos que románticos. De esta forma el derecho de propiedad por matrimonio le garantizaba, como por suerte o por desgracia acabó sucediendo, una impunidad total. Desde su llegada, Clara vivía prácticamente enclaustrada en la cómoda propiedad de su marido situada en Suburbia, uno de los barrios residenciales más exclusivos. Cuando los compromisos sociales de su influyente esposo la obligaban a salir, lo hacía con carísimos vestidos largos que apenas dejaban a la vista manos y cuello. Maledicientes lenguas hablan de una dama que vio en el baño de señoras sus piernas desnudas hasta los muslos, quedando impresionada por las señales y cicatrices que en un descuido ella mostró fugazmente. Cuando falleció, solo Orestes estuvo presente en el crematorio. Nadie sabe dónde reposan sus cenizas.
Le despertó la zarabanda de sirenas. Se puso la bata y salió a la calle a ver qué pasaba. Frente a la casa vecina estaban estacionados cuatro coches policiales y un furgón de los SWATT. Con sorpresa vio como salían esposados todavía en pijama Elsa y sus padres, los introducían en los coches, y salían pitando calle abajo.
Tres semanas más tarde dos agentes la llevaron a su casa. Orestes firmó unos papeles y los guardias se fueron. Cerró la puerta. Ella todavía llevaba lo que quedaba del pijama con que fue detenida, harapiento y hecho jirones.
Una vez a solas Orestes se sentó frente a la chimenea.
— siéntate.
Llevaba el pelo sucio al igual que la piel. Alguna huella de maltrato en brazos y muslos denotaba que no lo había pasado muy bien precisamente en estas ultimas semanas. Sin embargo su rostro no traducía emoción alguna, más bien curiosidad por una situación nueva que se abría ante ella. Se sentó frente a Orestes.
— ¿sabes quien soy?
— mi padre decía que eras alguien importante.
— estás enterada de lo que ha sido de tus padres?
— no.
— ¿ni siquiera te lo imaginas?
— no sé nada de leyes pero no lo estarán pasando muy bien... Sobretodo mi madre.
— porqué lo dices?
— porque es mujer.
— te han violado?
— varias veces
La frialdad con que lo dijo sorprendió a Orestes.
— Anteayer un tribunal encontró culpable de desfalco a tu padre. Pensaba largarse con su amante con 3 millones de € de botín. Lo condenó a 30 años de trabajos forzados. Pronto lo enviarán a las minas de fracking, a las montañas de la Locura. No será fácil que sobreviva. De acuerdo con la Ley tu madre y tu pasasteis a ser propiedad de la ciudad. Ella será enviada en un lote con otras mujeres, entre ellas la amante de tu padre, a la ciudad autónoma de New Samarkanda donde serán subastadas en el mercado del Emir. Tú también ibas en ese cargamento pero yo te compré.
— soy tu esclava entonces.
— sí. Lo eres.
— ¿tendré que volver a ir al colegio?
Orestes se rió ante tan singular respuesta.
— no. Creo que no. Tú quieres volver?
— las esclavas no mandan, verdad?
— a veces mandan mucho. No. No irás, al menos de momento. Ven conmigo. Te enseñaré dónde estarás.
Orestes y Elsa bajaron al sótano. Era una estancia bien ventilada por una gran apertura. Dividida en dos ambientes. Uno de ellos muy acogedor, con paredes y suelo de madera, con una gran cama central, una mesa, dos sillas, estantería, mesillas y un par de armarios. Una enorme pantalla descansaba sobre otro armario bajo. El otro ambiente era lo más parecido a una sala de la Inquisición, con artefactos de tortura, jaulas, una de ellas conteniendo un esqueleto auténtico, una mesa, una barra, y un impresionante muestrario de látigos, cadenas y demás.
Elsa observó el entorno. Orestes observaba la cara de ella, pero no revelaba ninguna emoción. O era una gran actriz o no parecía impresionarla la parafernalia.
Orestes se sentó en una silla. Ella estaba de pie frente a él.
— siéntate ahí, en la cama. Quiero saber cuantas veces te han violado, cuéntamelo.
— a los doce. Mi tío, el hermano de mi padre. Me desvirgó. Luego lo hizo más veces.
— me refería al tiempo en que has estado detenida.
— la primera fue nada más llegar a la comisaría. Me bajaron a los calabozos dos chicas. Luego llegó otra. Parecía mandar mucho. Se bajo los pantalones y me dijo que le comiera el chocho.
De nuevo sorprendió a Orestes la falta de emoción de Elsa.
— lo habías hecho antes?
— si, en las duchas del instituto. Muchas veces.
— sigue.
— luego me metieron las porras por la vagina y por el ano. Unos días después, no recuerdo, bajaron al calabozo dos polis y me follaron. Lo hicieron varios días. La última vez antes de llevarme al juzgado para firmar unos papeles y traerme aquí.
Orestes estaba impresionado por la total ausencia de sentimientos de la joven.
— Elsa...
— dime.
— lo dices como si no te importara.
— me importe o no, no puedo cambiar las cosas.
— desnúdate.
Con cierta parsimonia se desprendió del ajado top y del desgarrado pantaloncito, quedándose con unas bragas blancas ya muy usadas y sucias. Se quedó mirando a Orestes con cierto tufo a desafío.
— te he dicho que te desnudes.
Elsa se desprendió de todo. Un indicio de vello color castaño-rojizo coloreaba.
— qué edad tienes?
— dieciséis.
— ¿y ya te lo depilas?
— a mis padres les gustaba.
— y a ti?
— me daba igual. Además, no podía hacer nada.
Los pequeños pechos tenían varios maratones, así como el vientre.
— date la vuelta.
Elsa se volvió con la espalda muy recta. Huellas viejas denotaban que había sido azotada bastantes veces.
— mírame.
Al girarse de nuevo vio brillo en sus ojos. Estaba a punto de llorar pero se contuvo.
— quien te hizo eso?
— mi padre.
Los ojos de Elsa brillaban.
— puedes llorar.
Silencio.
— muy bien. Tienes hambre?
— no
— quieres ducharte?
— si
— el único baño de la casa está arriba. En este armario encontrarás ropa. Creo que es tu talla. No quiero que lleves ropa interior. Aquí hace mucho calor así que dormirás desnuda...
... ah, otra cosa. Levanta los brazos.
Orestes miró de cerca las axilas. Pasó los dedos por ellas.
— no quiero que te las depiles, ni el pubis. En el baño encontraras de todo menos desodorante y perfumes. Usa siempre tus toallas. Quiero tu olor natural. Has tenido la regla?
— no.
— sabes qué es eso, imagino.
— sí.
— hay compresas, tampones y todo lo que necesites para cuando te baje. Vivirás aquí. Si quieres algo me lo pides. Hay comida de sobra en la nevera. Ahí tienes una pantalla y en esa estantería te he seleccionado algunos libros y películas. Nada parecido a la bazofia de la televisión. Arriba hay más en mi biblioteca, pero no quiero que entres en mi ausencia ni que lo hagas sin mi permiso expreso. Has entendido?
— sí.
— no saldrás de este sótano sin que yo te autorice. La limpieza es cosa tuya. Cambiaras las sábanas cada dos semanas. En aquel rincón tienes de todo. No quiero verte holgazanear. Yo me levanto a las siete. Quiero que tú también lo hagas. Te irás a dormir cuando yo lo diga. Tampoco puedes ducharte sin mi autorización. No quiero que bajo ningún concepto te masturbes...
... ya puedes bajar los brazos. Estaré en la biblioteca.
Cuando Orestes se levantó Elsa reclamó su atención.
— puedo hacerte una pregunta?
— claro. Dime.
Elsa señaló la parte del sótano situada frente al dormitorio.
— todo eso... lo has usado alguna vez?
— sí. Algo más?
Elsa dudó antes de contestar.
— si. Qué pasaría si me escapara?
— si la Policia no te encontrara antes, probablemente te devoraría algún mutante caníbal. Las banlieues y los bosques de alrededor están llenos de ellos. Si te pillaban yo podría elegir entre dejarte volver o entregarte a las autoridades. No creo que te convenga ninguna opción. Alguna última cosa?
— no.
Orestes dio la vuelta y subió por las escaleras.
Estaba leyendo Justine en una edición en papel muy anterior al año cero cuando oyó la ducha. Estuvo tentado a ir a verla. Nunca había pensado en que fuera tan fría. Lo había perdido todo: una familia acomodada, un futuro prometedor, amistades, aficiones... Algún noviete probablemente. Sin embargo no parecía afectada por la situación en que se encontraba. O es que en realidad había escapado de aquella presunta vida idílica? Violada por un familiar... castigada ferozmente por su padre... lo averiguaría.
Volvió a enfrascarse con la lectura pero de nuevo la suspendió al oír cómo se cerraba el agua. ¿imaginaba lo que tarde o temprano le esperaba? Si no era así, porqué preguntó si había usado alguna vez la cámara de tortura? ¿Qué pasaba por su cabeza? ¿No era él mismo el que no sabía a ciencia cierta qué haría con ella? La había comprado porque desde Clara ninguna mujer le había motivado salvo esa mocosa. Y ahora le entraban las dudas.
Cerró el libro. Lo dejo sobre la mesa. Se estaba excitando y bajó con un negro propósito.
Se la encontró sentada en la cama como si lo estuviera esperando. Llevaba una camiseta. No llevaba nada debajo.
"Me esperaba, lo sé" pensó Orestes.
— te sienta bien.
Ella no contestó.
— Tienes hambre?
— si
Media hora después estaban cenando en la cocina. Varios sándwiches de diferentes vegetales con huevos y queso. Ella devoraba más que comía.
— está rico.
— es la primera vez que dices algo sin que te pregunte.
Elsa levantó la cabeza y siguió comiendo. Cuando paró de comer, aparentemente saciada, se quedo quieta. Esperaba un interrogatorio por parte de Orestes. No andaba desencaminada.
— ¿porqué te azotaba tu padre?
— porqué según él era mala.
— qué hacías.
— hacia cosas.
— no me gusta que me contestes evadiendo mis preguntas.
— la primera vez fue a los diez años. Me encontraron en la habitación de mis padres probándome la ropa interior de mi madre. Me azotaron con un cinturón.
— los dos?
— él, pero mi madre estaba delante.
— qué más...
— desde esa vez me azotaban por cualquier cosa: por romper un vaso, por llegar tarde... Les gustaba hacerlo.
— como estás tan segura?
— porque después de azotarme se encerraban en la habitación y follaban. Les excitaba torturarme.
— ¿cuando dejaron de hacerlo?
— nunca dejaron de hacerlo. Ni cuando ya no se acostaban juntos.
— cuéntame como te desvirgaron.
— estaba en casa de mis tíos. Mis padres habían ido de vacaciones invitados por el banco. Un día, en la piscina, mi tío me miraba raro. Yo era una cría pero vi que se tocaba mucho ahí... Y también me hacia tonterías, me rozaba, me hacía aguadillas... No le di importancia. Mi tía y Marta después de comer se fueron al médico y nos quedamos solos él y yo.
— quien es Marta?
— mi prima.
—sigue.
— yo estaba en la habitación. Él entró y me dijo que me desnudara. Yo no sabía qué hacer. Era nuevo para mí. Él era mi tío, así que...
—te desnudaste.
—si.
Orestes vio que estaba cansada y lo estaba pasando mal.
— no te gusta hablar de esto verdad?
— me da igual.
—estás cansada verdad?
—si... Mucho.
—vete a dormir, anda.
—no tengo que acostarme contigo antes?
Orestes sonrió.
—no, vete, anda.
Elsa se levantó y se fue sin dar las buenas noches.
Dormía mal últimamente. Estas dos semanas pasadas con Elsa le estaban produciendo sentimientos contradictorios y encontrados. Ciertamente tampoco le había dedicado mucha atención. Entre las obras de ampliación de su casa, la construcción de la piscina, y sobretodo el traslado de ciento doce cajas de libros rescatados de la hoguera por el cierre de parte de la biblioteca de la ciudad, con su necesaria identificación y clasificación, no le había dejado disfrutar de demasiado tiempo libre. Orestes sentía un profundo desprecio por el genero humano. No se consideraba superior pero sí distinto. Para él era inexplicable la deriva cultural de la sociedad en que vivía. Para la inmensa mayoría, todo lo que no fuera pasarse horas frente a la pantalla viendo deportes violentos, realitys sangrientos o chabacanas y explícitas aberraciones sexuales era algo impensable. Había oído hablar de algo llamado internet, una fuente casi inagotable de conocimientos al alcance de todo el mundo. Esta y otras maravillas pasaron a peor vida. Si la mass media adicta le resultaba abominable, la casta poderosa a la que pertenecía no le iba a la zaga. Descontando claro los lumpen humanos y desgraciados mutantes. Esos ni contaban. De hecho, durante su etapa como consejero, había defendido su total eliminación física. Resumiendo, Orestes pasaba olímpicamente –frase típica de aquellos años y que nunca entendió– de cualquier consideración moral o de respeto a sus semejantes. Y Elsa no era una excepción. Si cuando antaño la veía pasar la imaginaba colgada de sus poleas mientras pinzaba sus pezones con alicates, porqué ahora que era una pertenencia más, no lo había hecho ya? Al contrario, la trataba de forma más que considerada. Le fascinaba esa frialdad tan suya como si nada le importara. Le fastidiaba su trato hacia él, tan distante, casi con desdén. Debería estarle agradecida, pero no. O... era ese estoicismo frente a su incierto destino el que la hacía comportarse así? Por otra parte incumplía sistemáticamente el mandato recibido de no holgazanear, empezando por que nunca obedeció la orden de levantarse a la misma hora que el, y pasarse las horas ante la pantalla con la voz por las nubes. Justo lo que más odiaba.
Acababa de hacer una primera fase de ordenación bibliófila de varios cajones y las obras de la casa estaban casi terminadas, así que tocaba descanso, tocaba Elsa. Ese día iban a cambiar las cosas.
Como era habitual pasaban de las once y dormía como un tronco. Se quedó unos minutos contemplándola antes de llamarla.
– Elsa, despierta.
A la segunda voz abrió los ojos. Se incorporó en la cama. No dijo nada.
– porqué llevas bragas?
– ayer me bajó la regla.
Menospreciando la lógica impresión que debió de sentir la muchacha al menstruar por primera vez, Orestes siguió en lo suyo.
– recuerdas las órdenes que te di cuando entraste en esta casa?
Se quedó mirándole a los ojos pero no soltó palabra.
– no lo sabes o no lo recuerdas?
– me diste muchas órdenes. Quizás haya olvidado alguna.
– hoy no desayunaras ni comerás. No subirás arriba hasta que te lo diga, y te lo diré cuando recuerdes qué orden muy explícita te di.
– no puedo ducharme entonces?.
– no lo he dicho bastante claro?
– es que hace mucho calor.
– lo se. Voy a subir tres grados más el termostato, a ver si te refresca la memoria. Ah, quítate las bragas, y procura no manchar nada.
– y si goteo qué hago. Lo lamo?
– buena idea. Como vea una sola gota de tu sangre estrenarás el potro. Usa el orinal para hacer tus necesidades. Esta noche olerás divino.
Y se dio media vuelta y volvió a lo suyo.
Orestes tenía la inveterada costumbre de echar una cabezada en su sillón favorito después de comer. En otros tiempos solía encamarse alguna que otra vez con Clara. Era su hora burra. Las pocas ocasiones en que sustituía el sexo como estimulo intelectual al puro físico, tenían lugar en gloriosas siestas. Ese día, no sabia exactamente porqué, no le hubiera importado hacerlo con Elsa. Pero claro, no lo hizo. Le divirtió que a esas alturas andara con esas. Elsa no era su tipo. Una adolescente delgaducha con minúsculo pecho no era precisamente su ideal de mujer, a pesar de que cubría con creces su exigencia imprescindible: que fuera guapa. Pero si la comparaba con Clara no había color. Su cuerpo mullido y acogedor, sus carnes blandas, su piel cálida y jugosa, sus generosas medidas curvilíneas, y un singularmente terso y hermoso vientre, se acompañaban de un bello y sereno rostro que le cautivó aquella noche que le fue ofrecida cual botín de guerra. Desechó de inmediato esas elucubraciones porque le entristecía recordar a Clara, y pensar en Elsa como compañera de lecho remitía inmediatamente a la comparación. Decidió apartar radicalmente esos pensamientos y hacerle una visita a su esclava.
Cuando bajaba la escalera le dio una bofetada el húmedo calor de la estancia.
Elsa estaba en cuclillas sobre el orinal. La camiseta estaba pegada a su cuerpo como una segunda piel, empapada de sudor. Sus piernas y muslos desnudos, cabeza y brazos, resplandecían de la transpiración.
– has hecho memoria?
– no puedo holgazanear, tengo que levantarme a las 7, irme a dormir cuando tu lo digas, no llevar ropa interior, dormir desnuda, pedirte permiso para ducharme, tengo prohibido entrar en la biblioteca, no puedo depilarme ni el coño ni las axilas, debo usar mis propias toallas. Y no puedo masturbarme.
– bravo. Buena chica.
– puedo irme a la ducha?
– desde luego que no.
– he cumplido mi parte. Porqué no me dejas ir? Me muero de calor.
– no tengo porqué darte explicaciones. Me voy arriba. Luego quizás te baje una botella de agua y un bocadillo. Ah... Subiré la temperatura un par de grados más. Hace un poco de frío aquí.
Orestes le dedicó una amplia e insincera sonrisa, y ante la desesperación de Elsa se fue escaleras arriba.
Cuando volvió a bajar ya era casi noche cerrada. El calor era casi asfixiante. Elsa seguía sobre el orinal, pero había encontrado una postura más llevadera. Orestes llevaba una bandeja con agua y unos bocatas. A Elsa se le iba la mirada pero no hizo ningún gesto.
— te he traído comida.
La depositó sobre la mesa. Se quedó mirando a la chica. Entre el calor, el olor corporal, el orín y la menstruación, todo el sótano olía a demonios. Ella no hizo ningún gesto, quedándose a la espera de órdenes. Parecía que había aprendido la lección.
— te he traído un par de compresas, tampones y bragas. Quítate la camiseta y ponte algo.
Elsa se levantó, se desnudó, se puso una compresa y unas bragas. Se quedó firmes, como un perro bien entrenado esperando que su amo le ordene.
— veo que has aprendido la lección. Puedes comer. Después si te apetece tienes el baño a tu disposición. Limpiarás todo esto. Abre el ventanal para que se ventile. Luego sube arriba, quiero hablar contigo. Pondré el aire acondicionado para refrescar esto.
Y se largó satisfecho. Elsa en cuanto desapareció se lanzó sobre la bandeja como una fiera.
Orestes disfrutaba de la noche en una hamaca en su espléndido jardín. Miraba las estrellas en un cielo inusualmente limpio de nubes. Pronto podría gozar de la piscina, uno de sus sueños. Le había costado toda su influencia encontrar artesanos capaces pero al fin lo había conseguido. Sumido estaba en esos vacuos pensamientos cuando hizo su aparición Elsa.
Se quedo de pie junto a él esperando su reacción.
– hola Elsa
– hola.
Llevaba una camiseta roja que apenas le cubría el sexo. Estaba muy cerca y Orestes tuvo un impulso. Levantó la faldilla de la camiseta y contemplo el moteado pubis castaño rojizo.
– y tu regla?
– se me ha cortado.
– te encuentras mal?
– me duele mucho la cabeza.
– voy a traerte algo.
Se levantó y volvió con una pastilla y un vaso de agua.
– trágate esto.
Elsa hizo lo que Orestes le indicó.
– qué es?
– ibuprofeno
– qué es eso?
– un remedio de los años pasados. Un tesoro, solo al alcance de muy pocos. Veras como te calma el dolor.
– mi padre tenía razón.
– en qué?
– eres importante.
Era la primera vez que oía de Elsa algo agradable hacia su persona.
– quizá lo era. Ahora no tanto.
Orestes seguía teniendo a Elsa muy cerca de él. Sus muslos a su alcance. De nuevo sintió un impulso como el que le había llevado a mirarle el sexo, un ramalazo de deseo de acariciarlos. Una pizca de calor subió por su entrepierna. Iba a tener una erección. Cuando subió la vista y descubrió que la chica lo miraba a los ojos paró en seco. Sintió vergüenza y eso le enfureció.
– puedo irme a dormir? Estoy muy cansada.
– si, pero antes quiero que hagamos un trato.
– te escucho.
– quiero que siempre nos digamos la verdad.
– y si no te la digo?
– si no me la dices y lo descubro probaras uno de los juguetes que hay abajo.
– y si no me la dices tú?
– nada. No pasará nada.
– no es justo.
– yo he dicho que lo fuera?
– y si no quiero hacer el pacto?
– pues en lugar de 25 grados lo subo ahora mismo a 35.
– obtengo alguna ventaja en mi situación si acepto el pacto?
– una. Podrás preguntarme sobre lo que quieras sin para ello pedirme permiso.
Se quedó mirando a Orestes unos instantes en silencio. Ella estaba de pie junto a él, que seguía recostado en la hamaca. Había poca distancia entre ambos, la suficiente como para que Orestes no tuviera contacto visual con su coño. Casi imperceptiblemente se acerco hasta tocar la hamaca, con lo que el obstáculo de la camiseta desapareció. Orestes cometió el error de desviar su mirada, justo lo que ella buscaba. Ella lo advirtió, claro. Él cerró los ojos de rabia contenida.
– vale, acepto el trato.
– no Elsa, ya no hay trato. Tuviste tu oportunidad. Tardaste más de la cuenta en contestar. Vete. Hoy dormirás con camiseta.
Cuando Elsa se fue maldijo su torpeza. Como podía esa chiquilla sacarle de quicio? Al fin y al cabo nada le impedía follarla, sodomizarla, estirarla en el potro si eso le apetecía. Para qué la había comprado sino para su propia satisfacción? Además, si lo había hecho con Clara, porqué no con elle? Y la culpa de su malhumor no era de Elsa. En un mundo donde el concepto de mayoría de edad había perdido todo significado, a qué esos estúpidos escrúpulos?
Ya no pudo seguir contemplando ese maravilloso cielo. Se levantó y se fue a la cama. Antes subió el termostato del sótano a 35 grados. La próxima vez el castigo sería físico.
Se despertó como siempre a las 7h. Antes de ducharse y mear bajó al sótano. Elsa estaba despierta, sentada en la cama, mojada desde el flequillo al dedo gordo del pie.
— buenos días. Como estás? Se te ha pasado el dolor de cabeza?
— bien. Sí.
Orestes iba a invitarla a subir al baño cuando Elsa preguntó.
– puedo pedirte una cosa?
– qué?
— puedes dejarme un reloj?
— para qué. Hoy no te ha hecho falta.
— porque llevo despierta muchas horas para cumplir tu orden y me facilitaría las cosas.
— veremos. Puedes subir después de limpiarlo todo.
Orestes se duchó y cuando se estaba secando entró Elsa. Esta se quedó cortada ya que lo sorprendió desnudo.
— no te preocupes. Pasa.
La muchacha entró evitando mirarlo. También iba desnuda. Orestes sí la observaba con descaro.
— Elsa.
Ella se giró atenta pero sin contestar. Ocurrió lo que Orestes esperaba. Elsa desvió unos instantes la vista hacia sus atributos.
— nada. Sigue con lo tuyo. Después, si te apetece subes y tomas el aire.
Y se fue sonriendo. Era humana. Y es que Orestes podía presumir de una descomunal verga.
Esa mañana no la vio. Oyó su interminable ducha, comieron en horas separadas, cabeceó en su sillón sin sombra de impúdicos pensamientos, y, por fin, tras varias horas trabajando con sus operarios, el artesano le dijo que el salinizador estaba listo. Orestes le pagó lo convenido y una vez que salió por la puerta se desnudó y se dio un chapuzón en su piscina.
Cuando salió, Elsa le contemplaba desde el ventanal. Orestes se anudó una toalla y se sentó en una de las hamacas.
— hola. Te apetece un baño.
— no sé nadar.
— no es preciso bracear para disfrutar del tacto del agua.
— no gracias.
— como quieras. Siéntate.
— Elsa lo hizo frente a él, en la otra hamaca. Aunque mantenía los muslos juntos el sexo era muy visible para Orestes, pero esta vez la cosa iba a ser distinta.
— tienes un coño muy bonito. Puedes abrir las piernas y presumir de él.
— Orestes...
Era la primera vez que le llamaba por su nombre. El le dedicó una cautivadora sonrisa.
— Elsa...
— porqué me has comprado?
— has estado en la biblioteca?
— me lo prohibiste.
— ve un momento y mira el cuadro que hay sobre la chimenea.
Elsa desapareció unos minutos. Más tiempo del que Orestes hubiera imaginado. Volvió y se sentó de nuevo frente a él.
— ya lo he visto.
— y te ha gustado?
— muchísimo. Qué es?
— es una acuarela de un señor que vivió mucho antes del año "0". Se llamaba Joseph Mallord William Turner. Ese cuadro desapareció en Londres, una gran capital de un antiguo imperio, repleta de obras de arte que se hundió en la gran catástrofe. Lo encontré en una visita a un vertedero en una ciudad muy al norte. Representa la visión del artista de otra ciudad, Venecia, también desaparecida tragada por el mar.
— y qué tiene que ver ese cuadro con mi pregunta?
— me gusta poseer cosas hermosas.
— ah...
Elsa se ruborizó.
— bueno, puedo irme abajo. Me vas a dejar un reloj?
Orestes se quitó su reloj de muñeca.
— cuídalo bien. Es un Rolex automático. Se carga al mover el brazo. Ya no hay cosas así.
Elsa lo miró.
— tienes cosas muy bonitas.
Y se fue a su cubículo.
Los días siguientes seguía la misma rutina con Elsa. Siempre la encontraba despierta, como una perrita que espera la orden de su amo para subir a la planta alta. Después se retiraba con sus amados libros. La oía deambular por la cocina o ducharse. Después silencio, o es que se guardaba mucho de subir el volumen de la televisión. Comía frugalmente. Después la siesta, un chapuzón, un libro y sentarse hasta el anochecer. Si no la reclamaba, Elsa no salía de su sótano. Hacia tiempo que Orestes no experimentaba aquel atisbo de deseo que durante un tiempo llegó a alterarle. Estaba en paz consigo mismo. Hasta cuando?
Un lunes amaneció con un calor espantoso. Elsa estaba más bañada en sudor que de costumbre. Cuando se iba dar la vuelta para dejarla reclamó su atención.
– Orestes...
– Elsa...
– puedo ir a la piscina en lugar de a la ducha?
– claro. Cuando acabes tus obligaciones.
Mientras desayunaba su expresso con leche evaporada y pan tostado con mantequilla, otro de sus lujos, la vio pasar al exterior. Iba desnuda. Se fijó en su trasero, una hermosa grupa... bien formado, curvas las justas, nalgas prietas, brillantes por el sudor, piel tersa, ligeramente levantado aunque no excesivo. Sintió un repentino deseo.
–Elsa... Ven aquí
Ella se dio la vuelta y se plantó frente a él sin hacer preguntas.
– vuélvete
Se giró con cierta parsimonia. Entonces Orestes le acarició las nalgas. Lo hizo suavemente, con los dedos planos. Le tentó la inmersión en su profundidad pero ese atávico sentimiento de antiguo respeto o lo que demonios fuera lo detuvo. Retiró la mano.
– tienes un culo muy bonito. Anda, vete.
La respuesta de ella lo puso en un brete.
– no quieres nada más?
– no... De momento.
Elsa se fue, dejando a Orestes con una indisimulada excitación.
A partir de ese día Elsa tuvo permiso indefinido para subir a las estancias superiores, incluso al jardín y a la piscina. El único territorio vedado era la sacrosanta biblioteca. Ya se había convertido en costumbre cruzarse con ella por aquí o por allá. Orestes la miraba cada vez con más descaro, pero todavía no podía o quería dar el paso. Se convirtió en costumbre que coincidieran en el exterior al atardecer. Una espléndida tarde Orestes se la encontró en el jardín. Elsa estaba tendida boca abajo en el césped leyendo. Como ultimamente solía hacer estaba completamente desnuda. Orestes se le acercó.
– qué lees?
– uno de tus libros que me dejaste abajo.
– ya veo. El Conde de Montecristo. Una de mis novelas favoritas. Durante mucho tiempo tenía un ejemplar siempre junto a mi cama. Veo que te gusta leer.
– al principio se me hacía raro hacerlo en papel pero ahora me va gustando. Oye...
– dime.
– tu crees que la hija de Danglars y su profe de música eran bolleras?
– hay multitud de ensayos sobre esta obra maestra. Una vez leí uno sobre ellas elucubrando como acabaron esas pollitas. Y si, eso pensaba el autor. Imagino que Dumas también pero no podía decirlo abiertamente
– y como acabaron esas dos?
— en la novela?
– no, en eso que leíste.
-pues bastante mal. Las detienen por inmorales y las mandan a un convento donde las hacen trabajar duramente, castigándolas muy a menudo, hasta que el Conde las salva in-extremis.
Elsa se le quedó mirando con un dejo de malicia.
— y eso te gusta, verdad?
– el que las salvara?
– no. Ver que dos adolescentes son apaleadas.
– en qué te basas para esa afirmación?
– en todo lo que hay abajo, es evidente.
Estaba pillado. Esa mocosa lo tenía muy claro.
– Si quisiera usarlo contigo ya lo habría hecho.
El rostro de Elsa se ensombreció. Estaba entrando en terreno peligroso, pero era lógico que quisiera saber qué y cuando iba a suceder
– no me compraste para tener una cosa bonita más en tu casa, verdad?
– además de...
– me dijiste que ya los habías usado antes. Digo esas cosas de tortura.
– si. Lo he hecho. Y antes de que lo preguntes... muy probablemente las usaré contigo.
– está muy claro. Soy una esclava... Tu esclava.
Se levantó y salió corriendo a su sótano.
Durante varios días apenas hablaron. Se cruzaba con ella, la oía cuando se levantaba puntualmente a las 7h, o viendo algún reality con el sonido demasiado alto. Nunca coincidieron como antes desayunando o en la ducha matinal. Mucho menos en las charlas vespertinas. Estaba claro que le rehuía.
Pero un día entró sin llamar en la biblioteca, en una hora en que Orestes estaba enfrascado en su faena.
— puedo hacerte una pregunta?
Orestes se quitó las gafas con parsimonia. Estaba más intrigado que enfadado.
— te das cuenta de lo que acabas de hacer?
— si. He desobedecido una orden directa.
— y qué tengo que hacer contigo?
— Quería saber algo importante para mí, y tarde o temprano me vas a castigar igual. Tú lo dijiste. No tengo nada que perder.
— Siéntate... qué quieres saber?
— estuviste casado, verdad?
— si.
— hacías cosas a tu mujer con lo de abajo?
— porque lo preguntas?
— recuerdo que oí una conversación de mis padres cuando era niña. Decían que se hablaba por ahí que tú la mataste.
Orestes se quedó mirándola con cara de póker. Elsa desafió esa mirada.
— hicimos un trato, decirnos la verdad. Lo recuerdas?
— sí, lo recuerdo.
— ya sé que tienes un derecho de propiedad sobre mí, y que si quieres rompes el trato.
— sí, yo la maté.
– con lo de abajo.
– si lo que preguntabas es si usé lo de abajo con ella, la respuesta es sí. La maté después de hacerlo.
– torturas a quien amas?
– yo no la amaba.
– porqué te casaste entonces si no la querías?
– haces muchas preguntas.
— quiero saber.
— para qué.
— me puede afectar. Quiero saber cómo es el que va a decidir sobre mi vida.
Orestes se arrellanó en su sillón. Mirando a los ojos a Elsa que también lo hacía.
— me casé con mi mujer para disponer de ella. Con la ley actual contigo no me hace falta. Ya sabes a qué atenerte.
— si. Ya sé a qué atenerme.
Elsa, no te voy a engañar. Te compré porque eres la única mujer que me ha llamado la atención desde que Clara, mi mujer, desapareció. Lo que vaya a hacer contigo ni yo lo sé. Lo que sí se es que como vuelvas a entrar de esta forma mientras estoy trabajando te daré diez latigazos en cada pecho, diez más en cada nalga, diez en tu vientre y cincuenta en tu espalda, y dormirás en la jaula. Lo has entendido?
— si, lo he entendido.
Y se dio media vuelta para marcharse, pero Orestes la paró.
— espera.
Elsa se giró hacia el.
— te he dado permiso para marcharte?
— no.
Pasaron unos segundos que para la muchacha se hicieron eternos. Ya esperaba lo peor cuando Orestes le dijo.
— acércate.
Elsa se puso frente a él. Orestes se levantó y le dio un golpe en su pecho derecho con el envés de su mano. Elsa se inclinó del dolor.
— puedes irte, hasta la tarde.
Ya había dejado la lectura por la falta de luz, y contemplaba el ocaso preguntándose por enésima vez como el género humano podía haber llegado tan bajo cuando ella apareció. Contra lo que era habitual las últimas veces que coincidían en el jardín, esta vez Elsa llevaba camiseta.
— hola.
— hola Elsa.
— puedo usar la piscina?
— claro. Te vas a meter con la camiseta?
— si
— y eso?
— no quiero darte el gusto de que me veas el moratón.
Orestes le lanzó una mirada asesina. Se levantó. La agarró del brazo y la arrastró hacia un árbol. No era un árbol cualquiera. Llevaba una extraña barra horizontal adosada con muñequeras. Le rasgó la camiseta de un estirón. Sujetó uno de sus brazos y lo atoró a un garfio de la barra. Izo lo mismo con el otro. Elsa, que no había opuesto resistencia, pendía de la barra. Orestes agarró una vara que también guardaba el árbol y descargó diez terribles varazos en la espalda de Elsa. Al soltarla de sus ataduras la chica cayó al suelo desmadejada. La cargó y la trasladó hasta su cama. Orestes volvió a la lectura, sintiéndose en paz consigo mismo. Se había abierto la veda.
Al día siguiente comprobó que Elsa había desaparecido. Denunció su fuga a la brigada, más porque era obligatorio que por deseo de recuperarla. No sabía exactamente el porqué pero Elsa había dejado de interesarle. Orestes era muy sensible a que le decepcionaran, y ella lo había hecho profundamente. No iba a perdonarla.
Casi seis meses más tarde la caporal TJ la devolvía esposada.
— gracias caporal. La habéis violado verdad?
— ejem… no sabría decirle Sr. no puedo controlar a todos mis agentes.
— eso es un sí verdad? Bueno, seguramente lo merece. Gracias TJ.
— Sr, perdone pero aquí tiene la disposición obligatoria de aplicación para esclavos fugados. Ya sabe, lo reglamentario.
Orestes conocía de sobra esa orden pero le sorprendió. Hubiera jurado que la proverbial incompetencia de TJ y sus guardias la hubieran olvidado. Hizo el paripé de leer ese folio rubricado por su amiga la alcaldesa. Se lo devolvió a la caporal. Cuando iba a cerrar la puerta, esta le dijo.
— tómese el tiempo que quiera.
Una vez a solas, frente a frente, Elsa lo miraba, más con desdén que con miedo. Orestes le dio una bofetada.
— porqué lo hiciste?
Todavía con su mano tocando su mejilla dolorida contestó.
— no quería volver a pasar por lo que mis padres me hicieron.
Orestes pensó en justificarse diciéndole que lo hizo por ser una insolente, pero él era su propietario y no tenía porqué darle explicaciones. Muchas veces durante estos meses se preguntó como reaccionaría cuando volviera a verla, pero ahora ya lo tenía claro. Elsa le importaba un pimiento.
— sabes lo que te espera por haberte escapado?
Elsa lo sabía de sobra.
— lo sé. Tú me lo dijiste.
— no. Te dije que si escapabas y te pillaban podía aceptarte de nuevo o devolverte a la Ciudad.
— y?
— no te voy a reclamar.
Elsa tuvo que hacer un esfuerzo para no traducir el terror que sintió. Desde aquel día en que se convirtió en objeto sexual para sus padres, estos la habían llevado a todas las ejecuciones públicas, a cuál más cruel. Varias veces habían follado viéndola desnuda atada a una cruz, algo infinitamente peor que los latigazos. Cuando la brigada la detuvo en aquella redada en un pub de lesbianas donde se prostituía, siempre pensó que Orestes acabaría aceptándola de nuevo. Se tragó toda emoción y preguntó.
— me van a crucificar entonces?
— como sabes qué van a hacer eso contigo?
Elsa le contó a Orestes todo lo que había pasado con sus padres. Este la escucho en silencio.
— mátame tú. No quiero ser crucificada.
— Ven conmigo. Vas a conocer a alguien.
Elsa siguió a Orestes al sótano. Cuando llegaron, este le mostró a una mujer enjaulada. Estaba embarazada.
— esta es Rosa. Creo que la conoces.
Elsa no creía lo que estaba viendo.
— mamá…
La preñada era su madre. La vio y no dijo nada. Orestes ordenó.
— Elsa, vamos arriba.
Una vez en el salón la ordenó sentarse. Entonces le contó la historia.
— cuando te escapaste sentí deseos de venganza. Llamé a alguien buscando otra esclava. Me enseñaron un lote. Reconocí a tu madre. La habían preñado en un harén de oriente. Me costó una miseria. Desde entonces la torturo cada día. Cuando lo hago me imagino que eres tú la que está sufriendo suplicio.
— tanto me odias.
— no te odio. Siento placer al hacerlo. Te compré para eso y cuando pude no lo hice.
— sí lo hiciste. Por eso me escapé.
— lo hice por tu insolencia, no por placer.
Un espeso silencio cayó sobre ambos. Elsa, aterrada por lo que le esperaba, parecía una estatua de mármol blanco. Iba a ser su orgullo más fuerte que su deseo de supervivencia?
— déjame vivir Orestes… por favor, déjame vivir.
Orestes la miró. Ya no la recordaba como la adolescente que provocaba su interés cada día. Ahora veía una muchacha apta para sus desvaríos más obscenos. Una nueva Clara que sumar a la desgraciada que tenía en la jaula. Qué cosas, madre e hija, una mujer de generosas carnes maduras, y una adolescente de tierna textura… el ying y el yang. Sus lóbregos pensamientos le provocaron una estruendosa erección.
— vamos abajo.
Orestes abrió la puerta de la jaula.
— sal.
La preñada salió con dificultad. Su abultado vientre estaba surcado de señales de tortura.
— Elsa, cómele el coño a tu madre. Haz que se corra.
Sin hablar, la embarazada se tumbó boca arriba en la mesa. Cuando Elsa iba a arrodillarse para hacerle un cunnilingus, Orestes la interrumpió.
— espera.
Cogió dos pinzas metálicas y puso una en cada pezón. La mujer gritó.
— procura que se corra o serás tú la que esté tumbada ahí.
Esa noche Orestes folló por primera vez en muchos años. Lo hizo con ambas.
Desde ese día una orgía de sexo y sadismo ocupó la vida de Orestes. Madre e hija luchaban por atraer su interés, y la crueldad con que se disputaban su preferencia minaba poco a poco a la primera. A Orestes le sorprendía la brutalidad que exhibía Elsa con su madre, pero sobretodo se preguntaba a sí mismo como había llegado a cambiar tanto su forma de vida.
Rosa perdía fuerzas día a día. No era muy mayor. Tuvo a Elsa de penalty apenas cumplidos los 18, pero su vida depravada y su estado la ponía en franca inferioridad con su hija. Orestes a veces disfrutaba con esa desigualdad, pero otras deseaba dar un escarmiento a la malvada Elsa. Y lo hizo, ordenando a su madre que la marcara al rojo vivo donde le apeteciera.
Desde ese día Elsa, con sus pechos y vientre quemados, juro venganza.
Dos meses después, Elsa pidió hablar con su amo. Orestes la recibió en la biblioteca.
— estoy embarazada.
— ah, sí?
— tengo dos faltas. Es muy raro en mi. Soy como un reloj.
A Orestes no pareció impresionarle la revelación de Zoe.
— y?
— no quiero que me hagas lo que a mi madre.
— por?
— será tu hijo.
Orestes la miró.
— vete Zoe.
Al día siguiente, después de una brutal sesión en el potro, Rosa rompió aguas. Una comadrona amiga la atendió en el parto. Dio a luz una niña, milagrosamente viva. Orestes, como propietario formalizó su pase a un orfanato donde permanecería hasta nueva orden. Mientras conducía de vuelta a casa reflexionaba una vez más sobre los cambios en sus hábitos de vida. Esos días estaba releyendo su novela favorita, El conde de Montecristo, un compendio de la condición humana. Entonces tomó una decisión.
Seis meses más tarde Orestes ya había dejado sus aventuras sexuales. Se reencontró con fuerza con su vieja afición: los libros. Rosa y Zoe apenas salían del sótano. Estaban obligadas a dormir en la misma cama, y tenían prohibido cualquier roce o disputa. Diariamente las veía pasar con desdén. Por orden suya iban siempre desnudas. Seguía puntualmente el estado de Zoe. Un poco más y acabaría esta situación de interinidad. Estos meses le habían agotado física y mentalmente. Quería volver a una vida más tranquila, y para eso sobraba una en esta casa, pero antes quiso gozar de una última salvajada.
Una mañana llamo a ambas a la piscina.
— quiero que luchéis. La que pierda será entregada a la ciudad. La otra se queda conmigo.
Zoe pidió hablar.
— si pierdo qué harás con tu hijo.
Orestes se quitó las gafas sonriendo.
— sigues siendo una insolente. No tienes arreglo. Rosa, alguna pregunta?
— ninguna señor.
— pues bien, empezad.
Ahora las fuerzas estaban más igualadas. Desde el primer momento Rosa buscó el abultado vientre de su hija. Sabía por experiencia lo doloroso y efectivo que era golpear fuerte en él. Zoe se defendía como podía de una rabia contenida mucho tiempo por su madre, pero su handicap empezaba a pasarle factura, y en un cuerpo a cuerpo se descuidó y su madre aprovechó la oportunidad, enlazando una serie de rodillazos que dejaron a Zoe tirada en el suelo. Cuando Rosa iba a rematarla con su talón sobre la barriga, Orestes la detuvo.
— basta. Has ganado. Déjala.
Rosa hizo caso omiso y un terrible talonazo cayó sobre el abdomen de Zoe. Un sonido acuoso acompañado de un estremecimiento ensombreció a Orestes.
Pasado justo un mes apareció la brigada, y se llevaron a Zoe.
La crucifixión estaba fijada para el domingo siguiente al mediodía. Orestes, acompañado de Rosa, estaba en el lugar reservado a los VIP. La plaza grande estaba abarrotada. A la hora fijada un carro con caballos apareció con Zoe, desnuda, y con un evidente bombo de más de ocho meses.
Lloraba.
La subieron al catafalco, grande y con la estructura necesaria para elevar el artilugio del sacrificio. Sin oponer resistencia, Zoe fue depositada sobre la cruz. Tomaron uno de sus brazos y clavaron su muñeca con un clavo en la madera. No emitió ni un quejido. Repitieron la operación con el otro, y finalmente cruzaron sus pies y también los perforaron con otro clavo más largo. Las cuerdas que tenían que elevar la cruz se tensaron y esta se irguió, poco a poco, hasta que se puso vertical. Una vez fija se soltaron las cuerdas. Un murmullo atronó la plaza. El cuerpo de Zoe caía por su peso desgarrando articulaciones y músculos. El grito fue desgarrador. La muchedumbre silenció.
Ocho horas más tarde Zoe aún daba estertores. Un enorme charco de sudor, vómitos y orines ensuciaba la base de madera. Apenas quedaba gente. El verdugo permanecía de pie junto a la cruz mientras dos mujeres con bata blanca esperaban. Por fin Orestes se decidió. Las dos montaron sobre un banco y con un estilete rajaron el vientre de Zoe, extrayendo la placenta. Sacaron el feto. Estaba todavía vivo. Cortaron el cordón umbilical, lo envolvieron en una manta y se lo llevaron con una ambulancia. A los diez minutos Zoe murió desangrada.
EPÍLOGO
Milagrosamente la criatura sobrevivió. Era una niña, un hermoso querubín de cabellos rubios y ojos azules. Orestes la puso al cuidado de su abuela. Ambas se trasladaron a una cabaña de madera que mandó construir junto a la piscina pero fuera de su vista. De vez en cuando las visitaba, comprobando con satisfacción como crecía en belleza la niña. Le recordaba en parecido a Clara, esa muchacha a la que todavía echaba de menos. Ocasionalmente saciaba sus instintos con Rosa, cada vez más espaciados. Orestes volvió con ahínco a su tarea de salvar libros. Sabía que dada su edad no le quedaba mucho por vivir pero confiaba que lo suficiente como para hacer realidad una última perversión, la más cruel e inhumana.