Olor a cuero y lavanda.

Hay sensaciones que nunca se olvidan. Rastros de nuestro pasado que perduran en la memoria, que nos enloquecen y forman parte de quienes somos y quienes seremos, para siempre. Él siempre ha estado ahi, pese a la distancia. Por fin ha vuelto a mí. Nunca deje de ser suya.

Aviso:

Esta novela es unicamente ficticia, cualquier parecido con la realidad es pura casualidad. Recuerda que siempre tus relaciones sexuales deben ser consentidas.

Olor a cuero y lavanda

Con los años, muchas cosas se olvidan. Los recuerdos se hacen difusos, pero siempre hay cosas que se quedan marcadas en la mente sin importar cuanto tiempo pase.  Siempre recordaremos un sabor de nuestra infancia, alguna canción pegadiza que relacionemos con algún momento de la vida, algún olor o algún paisaje en particular. Es la memoria sensitiva la que más datos nos da sobre quienes fuimos y la vida que hemos llevado.  Son cosas que nos hacen quienes somos, que nos han marcado. Y jamás las podremos borrar del todo de nuestros recuerdos. Y no importa en qué momento sea, cuando nos volvemos a exponer a un estímulo parecido, nuestra mente vaga por el pasado, recreándose en lo que ya ha vivido, en lo que sentía en ese momento. Es un regalo magnifico.

Por eso, sentir de nuevo los mismos estímulos, tras tanto tiempo, me hacían una persona nueva y a la vez, antigua. El olor a cuero, a humedad. Aunque sintiera la presión del antifaz contra los ojos y la cabeza, podía recordar a la perfección las paredes del sótano que habíamos adaptado para nuestros juegos, al principio de nuestro trato. Bajo mis pechos parcialmente desnudos sentía el casi doloroso frio del acero de la mesa en la que estaba acostada, que había visto tantas cosas… Estaba bocaabajo, con la boca abierta y sujeta por una bola agujereada, sintiendo como la saliva resbalaba por mi barbilla y mi cuello hasta la misma mesa, haciendo la superficie resbaladiza para los pechos, haciendo todavía más difícil el controlarme. Me dolían los pezones de lo duros que estaban. Y a juzgar por la presión, probablemente me hubiera atado de nuevo aquella cadena entre ambas argollas. El hacérmelas había sido parte de uno de los deseos de Él. Tres, en total. Una en cada pecho y otra de regalo entre los muslos, marcando todo lo que era de su propiedad. Ahí estaba conectada una segunda cadena, que partía del centro de la primera, tensando aquel pliegue de piel tan sensible, rozándome el vientre.  La posición era placenteramente incomoda. No permitía al cuerpo relajarse, podías sentir en todo momento el cosquilleo de la falta de circulación, debías moverte… y eso acariciaba algunas zonas. Mis tobillos estaban atados entre sí, mientras que una soga que me rodeaba el pecho y sujetaba mis brazos a los costados, sujetaba las piernas flexionadas, tan pegadas al culo como podía soportarlo. Apenas podía mover un dedo, incluso ya sentía el dolor de la presión de las cuerdas, apretadas.

No sabía cuánto tiempo llevaba así. A veces a Él le gustaba sorprenderme, echándome algo en la bebida, para poder prepararlo todo mientras estaba dormida.

Aun intentaba guiarme de mis sentidos para saber que más cosas me habían hecho, cuando oí la puerta entreabrirse. Aún no había engrasado la última bisagra. Había una cosa de esa mordaza que me encantaba, casi parecía silbar con cada respiración, cada jadeo. El aire escapaba entre los húmedos agujeros. Y Él supo cómo estaba. Con la entrepierna hinchada de expectación, el cuerpo agarrotado de la misma posición, la mente embotada aun por la droga.

Sus pasos le guiaron hasta mí, podía casi verle delante, vestido en su traje negro, con las correas rodearle el pecho desnudo.  Habían pasado unos años desde la última vez que le había visto, desde la última vez que le pertenecí. Y jamás esperé que me sorprendiera de esta manera, con su vuelta a la ciudad. Cada vez era más ingenioso en sus juegos.  Se había creado un seudónimo en aquella página de contactos y había mantenido tantas conversaciones conmigo… solo para hacerme ir a ese restaurante, donde el pudo tenerme vigilada, viendo como me tomaba un margarita tras otro en la espera de alguien que nunca llego. Lo único que recuerdo, fue haberme subido al coche.

Cualquier otra persona se asustaría por eso, no entienden lo que significa ser enteramente de alguien. Modificar tu vida de arriba abajo, adaptar cada pauta de tu comportamiento a alguien… Que se marcha de tu vida sin poder hacer nada. Seguir viéndote obligada a mirar el armario sin saber que ponerte, puesto que echas de menos que alguien te elija la ropa.  Acostumbrarte a una dieta de castigo sin azúcar, cuando ya no hay quien te supervise. Ponerte aun esa lencería cuando nadie te está mirando.  Los primeros meses fueron agónicos. Se tuvo que marchar por asuntos de trabajo y no tenía billete de vuelta. Pude soportar año tras año, con llamadas esporádicas que cada vez se hacían más escasas. Ya creía que se había olvidado de mí. Que había encontrado a alguien que le complaciera mejor. Pero habían lazos que nunca desaparecían.

Sentí su mano rozar mi mejilla con muchísima suavidad. Era la misma mano tersa que me castigaba cuando me equivocaba en los protocolos, la que me ponía los botones de la camisa, o los ganchos de los ligueros. La que me acercaba a su cuerpo para acariciarme antes de dormir y la que me curaba las heridas de las sesiones más arriesgadas. Él seguía ahí, no me había olvidado. Era suya, sin que hubieran importado aquellos cinco años. Nunca había dejado de serlo. Por fin la mordaza cayó, cuando soltó el gancho que la sujetaba a mi nuca, permitiéndome toser y jadear por apenas unos segundos. Gemí sin poder contenerme cuando volví a sentir su sabor. Aquel que casi creía haber olvidado.

Invadió mi boca con su miembro, sin previo aviso, sin dejarme verle todavía. Solo sentía su mano aferrándose a mi cabeza con fuerza, con el puño cerrado entre mis cabellos, atacando vilmente mi boca. Entraba y salía, aprovechando la humedad de la saliva que había empapado mis labios. Él marcaba el ritmo, pero no podía impedirme que me vengase a mi pequeña manera. Le había echado demasiado de menos. Moví la lengua con ansia, asomándola por fuera del labio inferior para abarcar más con ella, frotar toda la parte baja de su pene cada vez que entraba y salía. Recibí mi recompensa, ese dulce jadeo que abandonó su boca, pero a la vez, mi castigo. Le oí tantear la mesa, cogiendo la fusta ligera y dándome un azote con ella en el lateral del muslo. Solo me hizo aguantarme un gemido y apretarlos, cosa que precisamente, no ayudaba a controlarme.  Aproveché hasta el último segundo, hasta la última embestida en mi boca. Succioné con tanta ansia que casi me había olvidado de respirar. Le recorrí tantas veces con la lengua que no me importo la saliva derramada de la boca. No me importó toser, ni que me apretara tanto del pelo. Sé que tuve mi pequeña victoria cuando se vio obligado a retirarse, abandonándome de nuevo en mi propia oscuridad.

Pero la mesa ya no estaba fría.

Una de las órdenes de Él, era mantener el silencio siempre, a no ser que me dijera lo contrario. Por eso no le dije lo mucho que le había echado de menos. Me mordí el labio, cosquilleándome en su ausencia, oyendo sus pasos girar alrededor de mí, decidiendo que hacer conmigo.  Me entró el pánico cuando se alejó, volviendo a las escaleras. Me iba a dejar ahí abajo por pasarme de lista… Lo veía venir. Apoyé la frente en la mesa, casi sintiendo ganas de llorar por su ausencia, pero apenas pasaron unos minutos cuando le oí volver.

Fue vergonzoso sentir una gota de flujo recorrerme los labios y el clítoris, hasta terminar escurriéndose por la cadena hacia la mesa solo por lo que olí. Ese suave y cálido perfume a lavanda. Sabía lo que significaba. Primero sentí la caricia de su lengua, y luego el ardor de la cera. Mordí el cordón de la mordaza que seguía en la mesa, apretando con fuerza los muslos. Siempre empezaba por el mismo sitio, los dedos de los pies. La cera tocaba la piel y resbalaba un poco antes de solidificarse entre los dedos. Poco a poco las gotas se volvían más piadosas, caminando por la piel de la planta. Alguna rebelde con mala puntería, caía sobre mis nalgas, haciéndome saltar. Y no todas estaban frías. Algunas caían directamente desde la llama, castigándome por moverme en mis intentos de que fueran a otros lugares más profundos. Solo cuando Él se hubo divertido lo suficiente con los pies, subió a donde yo quería. Siempre dejaba caer para mi propio deleite algunas gotas por las nalgas… Pero donde más me hacía temblar era la columna. Nunca supe por qué, pero cuando el dejaba caer una gota tras otra, trazando un camino de cera violácea sobre cada vertebra, me quedaba abrazando ese doloroso clímax ausente. Estar tan cerca y no ser capaz de llegar sin una caricia gentil, que únicamente se retrasaba más y más con el único propósito de hacerme sufrir por la espera.

Pero podía oírle jugar consigo mismo con la mano libre, me había echado tanto de menos como yo a él. Y quería que me viera. Jadeé con la boca abierta, relamiéndome cada tanto, de forma sensual, casi como si le rogase que volviera a ocupar los labios con su pene. Pero solo recibí un leve gruñido de enfado como respuesta. Se la había vuelto a guardar en el pantalón, intentando controlarse. Era lo único débil ante mí, pero nunca cedía.

Sabía que me iba a volver a castigar, pero no creí que fuera a subir tanto la intensidad. Grité sin poder controlarme cuando algo helado rozó mis nalgas. Su juguete favorito. El delicado dilatador, tan engañoso con el antifaz. Era muy fino y suave al principio, pero cuanto más se introducía, más ancho se volvía, y a mitad, se podían sentir una serie de burbujitas en su relieve que cuando se clavaba del todo dentro, no me hacían sino temblar a cada movimiento. Y de lo ancho que era, ni siquiera estar quieta servía para dejar de sentirlo. Era una tensión constante. Lo peor… fue que no necesitó el lubricante. Me torturó deslizándolo entre los labios, abriéndolos sin compasión tras aflojar los nudos de las pantorrillas. Giro todo el juguete para empaparlo de los fluidos tan abundantes, y sin piedad alguna fue introduciéndolo de nuevo en el ano. Primero deprisa, hasta que el ancho requería pequeños giros y un avance más suave.

Solo cesó cuando el tope, plano como la cabeza de un tornillo tocó mis nalgas. Yo no podía parar de temblar, mientras que me deshacía con una exasperante calma los nudos de las piernas y del torso. Iba a pagar cara mi rebeldía.

La orden fue clara. ‘’Ponte bocaarriba’’. A cada movimiento que daba, era horrible. Notaba como se movía en mi interior. Apenas podía deslizar un muslo contra otro o tensar una nalga para apoyarme de lado. Pero me mordí el labio para que no saliera ni un gemido. Terminé como él deseaba, sintiendo como la mesa empujaba más dentro aun aquel aparato del demonio, aquel que tanto odiaba y amaba a la vez. Él volvía a trabajar con las ataduras, lleno de paciencia. Una paciencia de la que yo carecía. Las piernas terminaron abiertas y sujetas de los tobillos, con las rodillas flexionadas para que colgasen por los lados de la mesa. Era una postura dolorosa, ya que me obligaba a apretar las nalgas. Un solo roce más y me lanzaría al orgasmo, pero el solo se mantuvo respirando cerca hasta que me calmé, ignorando mis sollozos de angustia. Me correría cuando Él lo quisiera.

Pero si conseguía aguantar, pronto llegaría mi recompensa. Los minutos parecieron horas, hasta que por fin sus pasos le llevaron a aquella estantería, donde todos los juguetes reposaban en cajas, cuidadosamente guardados. Y casi, por intuición, pude saber cuáles eligió.

El pequeño huevo, que me introdujo con suma delicadeza en la vagina, no sin acariciarme con él todos los labios, deteniéndose en el clítoris de forma tortuosa. Una vez estuvo dentro, dejó caer una palmada que casi chapoteó, haciéndome dar un salto y tensarme, apretando ambos juguetes en mi interior.

Pero ese huevo no estaba solo. Él había hecho tiempo atrás, un apaño en los cables para conectar unas pinzas para pezones al mismo mando. Así vibraban al unísono. Adoraba el sonido metálico de las pinzas vibrar contra las argollas pinzadas, el metal con metal. Pero sé que Él adoraba más oírme gemir, por lo que me liberé por completo, gemí sin importarme cuán lejos me oyeran. Cada movimiento del huevo, me hacía estremecer, tensarme. Y a su vez, me torturaba con la lágrima metálica. No podía más. Llevaba demasiado tiempo al límite y me encogí de vergüenza cuando el orgasmo me sacudió con tanta fuerza que me hice daño en los tobillos al intentar cerrar las piernas, pues las ataduras no cedieron ni un milímetro.

Si acallaba los jadeos, casi se podía oír mi flujo gotear a la mesa de metal. Y la piel de su miembro siendo estirada y retraída con rapidez. No pudo controlar las ganas. Y no quiso. Se movió a la parte baja de la mesa, atrayéndome desde los muslos hacia el borde de esta. Hundió su boca entre las piernas, lamiendo con ansiedad los fluidos que había liberado por su culpa, bebiéndose hasta la última gota de ellos. No me dio ni un segundo de descanso, alargando de forma dolorosa aquel orgasmo tan deseado, tan esperado. Maltrató con su lengua y sus labios el clítoris, hinchado y ardiendo. Lo mordisqueó, lo empujo y lo succionó una y otra vez, accionando al máximo la potencia del huevo dentro de mí. Estaba volviéndome loca. No tenía nada más que las cuerdas al alcance para agarrarme, tampoco nada que morder. Solo me quedaba gemir y apretar la cabeza contra la dura superficie, luchando por prolongar aún más aquello.

Agradecí el oír finalmente el pantalón de cuero deslizarse por sus piernas hasta terminar en el suelo. Pero no me regaló su miembro dentro de mí, no me lo había merecido todavía. Sin embargo, sentí su glande contra el clítoris, agitándose con mucha rapidez mientras el se masturbaba. Usaba mis labios para abrazar el glande, usaba mi vagina y mis nalgas como pared contra la que hacer rebotar sus testículos, enloqueciéndome.

Me alcanzó un segundo y torturador orgasmo cuando sentí el cálido y espeso liquido bañarme la pelvis, acabando la mayoría resbalando por mis labios hasta la vagina. Pero siempre habían gotas rebeldes que terminaban en el vientre o los muslos. Saber que por fin se había rendido al placer era mi victoria, mi satisfacción. Y aun nos quedaba mucho más que hacer… Las noches podían llegar a ser eternas en ese pequeño sótano, solo nuestro.