Ojos verdes

Cuando hice el amor en una situación límite para mi, comprendí que aquellos ojos verdes iban a matarme.

Ojos verdes

Como aquella semana (ya casi de verano) estaba partida por un día de fiesta, se levantó Daniel temprano el martes después de descansar, y algunas otras cosas de relax, que tuvimos el lunes. Yo ya tenía hechos mis planes. Algo me empujaba con fuerzas a volver a ver a Fernando y, cuando salió Daniel, tomé una buena ducha, desayuné, me vestí y me perfumé. Bajé directamente al coche con un camino y un horario trazados, pues esta vez no pensaba entretenerme en la autovía a almorzar, sino pasar el día completo en el pueblo.

Sabía que Fernando, mi Fernando amado, tendría clases por la mañana, pero quería acercarme al instituto, saber dónde estaba, dónde estudiaba, por dónde se movía.

Cuando llegué al pueblo era ya casi medio día y fui a visitar al gallego del bar y a tomar una caña. Le dio mucha alegría de volver a verme, pero noté algo extraño en él, porque hacía preguntas para saber por qué había vuelto. Me hice un poco el despistado, pero pensé que no debería entrar muy a menudo en aquel sitio. Luego, preguntando un poco, me dirigí al instituto. Al doblar una esquina, encontré un edificio moderno y bien cuidado con un patio, que más parecía un jardín, a la entrada. Algunos chicos, sentados a la sombra hablaban de sus cosas o estudiaban. Los demás parecían estar en clase. Me acerqué a una chica que estaba allí leyendo y le dije que si conocía a un chico que se llamaba Fernando; le di algunas pistas y, en algún momento, me pareció que me conoció. Entonces, se volvió a un chico que tenía a su lado y habló algo con él. El chico me miró y me sonrió, se levantó y salió corriendo hacia adentro.

Bueno – le dije a la chica -, ya nos veremos otro día. Adiós.

¡No, no, espera! – me dijo - ¿No buscabas a Fernando? ¿Es el amigo de Jorge?

Creo que sí – le dije por disimular -, pero no importa; no te preocupes, ya lo encontraré.

Y al volverme para salir del jardín, alguien me cogió por la cintura, por la espalda. Me volví un poco extrañado. ¡Era él!

Fernando, cariño – le dije en voz baja -, no dejes que nos vean juntos. Luego quedamos.

No, no – me dijo seguro -, el profe no ha venido y me he traído los libros. ¡Vamos a dar un paseo!

Me sentía feliz como nunca antes. Se me vino a la cabeza Daniel, pues su encuentro fue el de dos personas de la misma edad y que piensan de la misma manera, pero sólo de saber que aquel chico había estado un año callado, tal vez pensando en mí… su belleza… su mirada

Subimos por unas callejas y llegamos a una loma desde donde se veía casi todo el pueblo. No me di cuenta de que estábamos solos y noté cómo me apretaba contra él, volvió la cara y me besó.

¡Una semana! ¡Una semana esperándote! – me dijo bajito -. Tenías razón; no voy a poder aguantar sin verte tanto tiempo.

Y lo miré muy de cerca. Su mirada penetrante me llegó a lo más profundo y vi brillar aquellos maravillosos ojos.

¡Ojos verdes, verdes como la albahaca!

¡Verdes, como el trigo, verdes!

Me tomó de la mano y bajamos hasta otro bar más concurrido

Invítame a un refresco, ¡anda! – me dijo -; tengo una sed… Luego te invito yo a unas cañas.

A mí no tienes que invitarme a nada, bonito – le dije -, con estar a tu lado ya tengo para saciarme.

Se echó a reír y me dijo que a veces hablaba como un poeta.

Será por lo de la música – le dije -, pero de poeta… ¡nada!

A mí me parece poesía todo lo que dices – dijo sin mirarme -; ¿qué vamos a hacer ahora? Yo necesito tenerte a mi lado siempre.

¿Ves? – le dije -, te lo advertí. Eso no puede ser. Tú tienes tus estudios y yo mi trabajo y de mi casa hasta aquí hay muchos kilómetros.

Les pediré permiso a mis padres para ir a verte – dijo -. Puedo tomar el autocar y volver al día siguiente.

Así, seguimos hablando mucho. Él quería por todos los medios verme muy a menudo y yo intentaba convencerle de que eso no iba a poder ser, que debería esperar algunos años y tomar entonces sus decisiones.

Al final, bajamos en silencio otra calle y llegando casi a la plaza, se paró en su puerta, levantó el brazo y llamó al timbre.

¿Qué haces? – me asusté -. ¡Nos van a ver juntos tus padres!

Se abrió la puerta y apareció una mujer joven, tomó los libros de Fernando y se quedó mirándome boquiabierta y sonriente.

¡Pasa, pasa! – me dijo -, ¡eres el joven de la orquesta! Pasa, por favor. ¡Fernando – gritó – trae una cerveza para el músico!

Somos amigos, mamá – le dijo - ¿sabes? Ha tenido que venir al pueblo y nos hemos encontrado ahí cerca.

Siéntate, muchacho – me dijo -, y antes de hacerte amigo de un micurrio como el mío, pregunta. No hay quien lo aguante.

Me parece un buen chico – le dije -; me pregunta cosas de la música y hablamos. No me molesta.

Pues te quedarás a comer en casa – me quedé mudo -, hoy no viene el padre, mi marido, a comer.

No, señora – le dije nervioso -, agradezco su ofrecimiento, pero volveré luego. He de hacer algunas cosas.

Pero tanto insistió, que ya no podía decirle que no. Fernando, desde detrás de una puerta, me sonrió y me sacó la lengua. Comimos algo muy rico de carne con patatas y una ensalada y su madre se encargó de hacerme un interrogatorio, pero para acortarlo un poco, saqué una foto de la orquesta, se la dediqué y se la regalé.

¡Vais a perdonarme los dos! – dijo – pero no he dormido casi nada y voy a dejar el fregado y la visita a tía Asunción para después de una buena siesta.

¿Podemos quedarnos en casa en las horas de calor? – preguntó el chico -. Cuando baje un poco el sol yo acompañaré a Tony a donde tiene que ir.

¡Pues claro que podéis quedaros! – exclamó -; el pueblo está ahora desierto.

Entró la madre por el pasillo y subió las escaleras y acercándose Fernando a mí, me besó durante un rato y mis ojos intentaban ver si volvía su madre.

¡No te preocupes, amor mío! – me dijo -, cuando se duerme, se duerme.

Y me tomó de la mano y subimos a su dormitorio. Comencé a sentirme incómodo; su madre estaba allí. ¡En una habitación junto a la nuestra!

No quise sentarme en la cama y me fui a la silla de ruedas que tenía frente al ordenador.

Ponte fresquito, amor mío – me susurró -, no quiero que pases calor. Por lo menos quítate la camisa.

Y mientras decía esto, se fue quitando la suya, se aflojó el cinturón y se quitó los pantalones. Tenía unos calzoncillos oscuros que hacían resaltar su cuerpo. Se inclinó de espaldas a mí y cogió unas calzonas de un cajón.

No puedo darte unas porque te estarán pequeñas – me dijo -, pero quítate los pantalones.

¿Qué me quite los pantalones? – exclamé en voz baja - ¿Quieres que me quede en calzoncillos? Además estoy sudoroso.

Y acercándose a mí por la espalda, me abrazó poniendo sus manos sobre mi pecho y me dijo al oído:

Me encanta tu sudor y tu olor. ¡Quítate los pantalones, que estarás más fresquito!

Comencé a sentirme verdaderamente asustado mientras dio la vuelta a la silla y comenzó a aflojarme el cinturón.

¡Espera, Fernando! – le dije -; tienes que comprender que estoy en tu casa con tu madre ahí al lado. No me pidas que esté tranquilo.

Relájate, amor mío – volvió a susurrarme -, entiendo lo que dices, pero cuando te digo que puedes quitarte los pantalones es porque sé que mi madre no va a entrar si tengo la puerta cerrada; y aunque entrase, no estamos haciendo nada ¿no?

No, bonito mío – agaché la vista -, no estamos haciendo nada y no vamos a poder hacerlo.

¿Qué dices? – exclamó extrañado - ¿Has venido desde tan lejos sólo para verme?

Sí, Fernando – contesté sin mirarlo -, sólo para verte; para ver tu belleza y tus ojos. Con eso me conformo.

¡Yo no! – fue tajante -; ¿vienes al pueblo unas horas a verme y no me vas a dejar que te bese y te acaricie?

Se agachó ante mí, me quitó las zapatillas y me acarició los pies. Luego, inclinándose sobre ellos los besó.

¡Están sudorosos, Fernando!

El sudor es tuyo – me dijo -, es como si me advirtieras de que no tocase mi cuerpo por estar sudado.

Después, tiró de mis pantalones y, a pesar de mi tensión, dejé que me los quitase. Echó sus calzonas y mis pantalones sobre la cama y, tomándome la cara, me besó sin cesar mientras se sentaba sobre mí juntando su polla dura con la mía. Luego, sin dejar de besarme, puso su mano en mi vientre y la dejó caer muy despacio entrando por dentro de mis calzoncillos.

¡No puedo, amor, no puedo! – le dije casi en llantos -; sabes que te quiero tanto como tú a mí (un metro, dirías), pero aquí me siento inseguro; compréndelo.

Comprende tú lo que yo te digo, cariño – volvió a susurrarme -, créeme; mi madre no va entrar aquí. Déjame al menos besarte y acariciarte.

Tuve que pensar un poco y me di cuenta de que si la madre entraba, daría igual si estábamos en aquella incómoda postura que en la cama, así que lo cogí en brazos y lo puse sobre su cama. Quité de allí la ropa y me eché a su lado.

Yo también necesito tenerte – le dije -, pero no sabes que arriesgamos mucho.

Y tiramos con fuerzas y con prisas de nuestros calzoncillos y los arrojamos al suelo. Me quedé mirando al techo sin decir nada y se incorporó él un poco y se puso sobre mí. Nuestros sudores se mezclaron en el pecho y no dejaba de besarme y tomé su cabeza y agarré con fuerzas sus cabellos mientras metía su miembro entre mis piernas. Las abrí un poco y las levanté luego. Su polla entraba en mí a pasos agigantados y él se doblaba para seguir besándonos. Agarré sus nalgas y tiré de él hacia mí. ¡Pesaba tan poco!

Afortunadamente, no quiso que aquello durase mucho y comenzó a hacerme una paja mientras observaba mis gestos de placer. Acabó contorsionándose y mamándomela mientras me follaba. Y yo levantaba su rostro y le miraba. ¡Esos ojos!

Por fin comenzó a darme más fuerte y comprendí que se corría. Me la cogió y tiró de ella hacia abajo y siguió haciéndome una paja. Quería que me corriese sobre él; y así fue. Salieron varios chorros que se estrellaron contra su vientre y tiró despacio de su polla para sacarla.

Tengo servilletas – me dijo -, vamos a limpiarnos y luego nos ducharemos.

Me secó el pecho y sequé su vientre y no dejaba de decirme que no podía estar sin mí, pero yo no era capaz de decirle que vivir sin él comenzaba a serme muy difícil. Nos pusimos los calzoncillos y nos sentamos en la cama a charlar.

Al momento, sentimos unos golpes en la puerta y vimos cómo se abría. Su madre, como si no viese nada extraño, nos dijo:

Si ya os vais a levantar de la siesta, os he dejado algo de zumo en la nevera. Hasta luego músico, que tengo que ir a ver a mi hermana y fregar. Ha sido un placer.

Igualmente, se lo aseguro.