Ojo rasgado vertical

Relato erótico futurista. En la ciudad inter-nivel de Washington, el capturador Dick Ferris recibe un encargo. Parece una captura más. Pero en este mundo ya nada es lo que parece. Lo real y lo virtual se confunden igual que el sexo y el amor.

——1——

El hombre desactivó el foco láser antes de entrar en el cubículo público de terapia emocional regenerativa. Era la práctica usual de aquellos que, como él, portaban armas. Además, si no lo hubiese hecho, el cerebro virtual del cubículo se lo habría recordado. Incluso podría avisar a un representante de la ley. O sea, alguien como él.

Porque la ley estaba para cumplirla. A rajatabla.

Afuera, en la calle, soplaba un viento muy seco que traía el aroma repelente de un cuerpo en descomposición, probablemente el del cadáver de algún animal moribundo que se habría colado en los inmensos túneles de refrigeración y ventilación de las capas de subsuelo. A pesar de lo que decían los rumores, los animales no transportaban radiación del exterior. Pero tampoco era aconsejable su consumo como pregonaban las tribus de separatistas gubernamentales.

Antes de cerrar la puerta del cubículo, el hombre alzó la mirada hacia arriba, hacia el cielo.

El falso cielo simulaba una noche estrellada donde varios grupos de nubes de formación aleatoria se movían sobre las pantallas holográficas. Para la mayor parte de la gente que vivía en los niveles del subsuelo, lo que se vislumbraba en esas pantallas era la realidad. Jamás habían visto una nube real o un cielo estrellado sin píxeles muertos. Sabían que otra realidad era posible pero jamás la verían. Y lo sabían.

El hombre cerró la puerta el tras de sí y se sentó sobre un asiento de plexiglás. La luz interior era difusa, azulada, agradable. El cubículo no era espacioso ni alto, sino más bien una caja de policarbonato duradero que se asemejaba a un ataúd vertical, con un asiento encastrado de medidas y materiales ergonómicos. Una consola de pantalla cortoidal se alzaba frente al asiento, ocupando toda la pared frontal.

Los cubículos de terapia emocional regenerativa o “confesionarios” se habían popularizado a raíz de las consecuencias de la guerra entre mega-corporaciones de hacía unos años. Muchas personas perdieron su empleo y los recursos sociales gubernamentales no eran suficientes. Tras una ola de suicidios colectivos, el gobierno aprobó la proliferación de estos cubículos. Ahora estaban diseminados por cualquier nivel del subsuelo de la mega-urbe de Washington.

Excepto, por supuesto, en los pocos niveles del exterior, recubiertos de una protectora cúpula. En esos niveles no había gente que necesitase de los servicios gratuitos de un confesionario. Eran muy felices.

El gobierno repetía cada poco que se acercaba el momento de poder salir. La atmósfera estaba ya casi descontaminada. Todos hablaban de ello.

Pero no hablaban de ello con los demás, sino consigo mismos. Era una época en la que las relaciones reales interpersonales no eran… usuales.

El hombre suspiró pensando en ello.

Se acomodó en el asiento y, tras comprobar de nuevo el cierre de la puerta, se permitió relajarse y suspirar. Se limpió la cara llena de sudor con la manga de la gabardina que llevaba. Cerró los ojos y presionó durante unos segundos sobre el puente de la nariz, entre los párpados cerrados.

—Por favor, conéctese el enlace-ganglio sináptico al conector del cuello. Notará un breve espasmo. Luego pose la palma de su mano derecha sobre la pantalla —especificó una voz sintetizada. Era el cerebro virtual del cubículo.

El hombre abrió los ojos y miró la pantalla con ojos entornados, apretando los labios. Su mirada no ocultaba un profundo resentimiento a la pantalla donde se visualizaba, por medio de iconos e infografías cómo colocarse en enlace y posar la mano sobre la pantalla.

—Se detecta un aumento significativo de emociones negativas en su comportamiento. Es posible que deba avisar a representante de la ley si no obedece.

Un chasquido junto a la puerta indicó que se había activado el cierre de seguridad. Ya no era posible la salida sin intervención del cerebro virtual o desde el exterior.

El hombre suspiró de nuevo e hizo lo que la máquina le pedía. Se conectó en el cuello el enlace y luego, tras limpiarse de sudor sobre una pernera de su pantalón, colocó la mano donde se le indicaba.

—Ciudadano Dick Ferris, bienvenido a este cubículo de terapia emocional regenerativa. Mi nombre es Eva, ¿en qué puedo ayudarle?

Eva. Todos los cubículos se llamaban Eva. Había cientos de miles repartidos por las capas de subsuelo y cada día se fabricaban muchos más. Y siempre tenían a una Eva en su interior. Incluso los nuevos modelos que establecían conexiones neuronales sin necesidad de pseudo-ganglios. Se preguntó si el nombre sería distinto para las mujeres.

Mujeres.

—Necesito consejo —dijo tras unos instantes el hombre—. Necesito consejo. O, al menos, alguien que quiera escucharme.

—Ese es mi principal cometido, señor Ferris: escuchar, aconsejar, ayudar.

—Pero no sé si, precisamente, una máquina podrá ofrecerme ayuda. Mi problema está con ellas.

—Le transportaré entonces a un entorno más agradable y placentero —se oyó la voz sintetizada—. Más humano.

Un suave cosquilleo en las sienes le hizo comprender al ciudadano Dick Ferris que estaba siendo alterada su conciencia. Su capacidad sensorial se volvió nula a la vez que la máquina tomaba posesión de sus sentidos.

Un amplio despacho se alzó en la mente de Dick Ferris. Paredes resplandecientes, forradas con papel de estampados claros. Muebles gruesos de madera natural y la suave luz de una mañana alegre, rebosante de luz solar anaranjada.

La virtualidad.

Un gran ventanal dominaba una pared completa del despacho. A través del cristal se veía un paisaje idílico. Cumbres de montañas cubiertas de nieve y rodeadas de bancos de espesas nubes horizontales.

—Soy la psicóloga Eva H., señor Ferris. Présteme atención, por favor.

Una bella mujer, alta, delgada, vestida con una insinuante y ligera bata blanca se hallaba sentada a su lado. Poseía un rostro perfecto: libre de impurezas, de piel lisa y clara y facciones agradables a la vista. Un profesional recogido reunía su melena castaña en un moño discreto… Bajo la bata, el escote pronunciado de una blusa dejaba a la vista un busto generoso y una falda corta permitía contemplar unas bellas piernas cruzadas sobre sí.

—¿Qué le preocupa, señor Ferris? —preguntó la mujer dando unos golpecitos con su pluma en un bloc que sostenía sobre uno de sus muslos. El hombre se había quedado inmóvil, mirando hechizado el cabello rubio.

Las mujeres de cabello rubio tenían connotaciones especiales. Al menos las que conocía, las virtuales.

—Estoy preparada por ofrecerle una agradable sesión de sexo —murmuró la mujer.

Se desabotonó la blusa para mostrar el nacimiento de uno senos henchidos, coronados por turgentes pezones rosados.

—No quiero sexo.

La mujer se cubrió el pecho con naturalidad, abotonando su blusa.

El hombre miraba hacia el ventanal. Hacia la falsa inmensidad de las cumbres, las nubes, el cielo límpido…

—¿Señor Ferris?

El hombre se obligó a prestar atención a la cara de la mujer y habló:

—Me preocupan las consecuencias de los últimos acontecimientos.

—No le entiendo. ¿Podría explicarme con más detalle a qué se refiere?

—Todo empezó hace tres días, cuando recibí aquella notificación.

—¿Notificación?

—Notificación de captura. Soy un capturador.

—Capturador. Un representante de la ley.

—Algo parecido.

—Cuénteme con todo detalle qué sucedió, señor Ferris.

—————

—————

——2——

Sabía que no era real.

Sabía que Cynthia no era real. Sabía que aquella jovencísima mujer desnuda junto a mi cama era un producto neuro-virtual. Pero no me importaba porque mis sentidos estaban siendo muy bien engañados y eso era todo lo que necesitaba.

Engañar a mis sentidos. Todo en la vida se reducía a eso. Y nada más.

—¿Qué ocurre, mi amor? —preguntó ella.

—Nada. Pensaba en otras cosas. Ninguna que merezca la pena ser discutida. ¿Sabes lo que me apetece ahora, recién despiertos, por la mañana, tú y yo, cariño?

Me sonrió con aquella sonrisa suya tan sensual, de comisuras marcadas y labios gruesos. Su mirada resplandecía y su cabello castaño le caía por la frente con arrebatadora belleza. Su piel era aceitunada y a veces resplandecía como si fuese bronce bruñido.

—Dick, por favor, no hace falta que me digas qué necesitas. Soy tu mujer, lo sabes bien. Y sé perfectamente qué ansías ahora más que nada en el mundo.

Trepó encima de mí y se sentó arrodillada sobre mi vientre. El colchón gimió. Se despojó de la parte superior de su pijama. Sus pechos eran naturales y su tacto suave y firme. Cynthia dejó escapar una risa gutural mientras me afanaba en tocar sus pechos con adoración.

La encantaba excitarse con mis dedos sobre su cuerpo. Echó la cabeza atrás y gruñó satisfecha posando sus manos sobre las mías para luego deslizarlas debajo del pantalón de su pijama.

Sus caderas iniciaron un sensual baile sobre mi sexo donde sus nalgas y sus dedos y su sexo dentro del pantalón presionaban con exquisita presión sobre él.

Se tumbó sobre mí a la vez que me cubría de besos. Su boca sabía a miel y su saliva a caramelo. Un sensual aroma a sudor femenino me turbó las fosas nasales. Noté como se despojaba del pantalón del pijama y tomaba mi sexo duro para introducírselo en su interior.

Una cálida sensación de paz y placer se hizo paso a través de mis neuronas.

Racimos de placer desgranándose rápido.

Por supuesto, seguía sabiendo que ella no era real pero la sensación de enterrar mi pene en un interior acogedor, caliente, se me antojaba lo más parecido a la realidad.

—Vamos, cariño —ronroneó—, hazme el amor como sólo tú sabes hacérmelo, vamos, mi amor.

Nos besamos. La tomé de las caderas para imprimir un movimiento suave, cadencioso. Sus pezones endurecidos me arañaban la piel y su aliento sobre mi cuello me abrasaba y me enardecía.

—Cynthia, tesoro, dame más de tu miel escondida, no escatimes en besos y roces, abrázame más fuerte.

Porque en verdad necesitaba que mi mujer me abrazase. Ansiaba poseer un pedazo de comprensión y amor, de apoyo emocional.

Y me daba igual de quién o de qué proviniese.

Sus ojos de iridiscencias verdosas me miraron entornados. Sus párpados lánguidos y su frente perlada de sudor. Sus labios húmedos de saliva y su lengua asomando con frecuencia entre ellos para humedecerlos.

—Te quiero, te quiero —murmuraba cerca de su oído a la vez que la sentía moverse más y más rápido sobre mi sexo.

Su cuerpo se tornó caliente y resbaladizo a causa del sudor. Mis manos recorrieron su piel desde los hombros pasando por la depresión de su columna vertebral, deteniéndome en los hoyuelos del inicio de sus nalgas, y en la incógnita que se escondía entre sus muslos.

—¡Me viene, mi amor, me viene! —jadeó con voz ronca mi mujer mientras me besaba con mirada angustiosa.

Incrementé mis movimientos y me dejé llevar por la sucesión de pequeñas explosiones de placer que ocurrían en mi cabeza. Mi cuerpo reaccionaba agitándose por medio de espasmos, igual que el de Cynthia.

Nos sumimos ambos en una orgía de placeres neuronales, en orgasmos comunitarios.

Pero algo se torció. Súbitamente, Cynthia se incorporó encima de mí y, mirando al frente, como a alguien situado detrás de mí, exclamó:

—Acaba de llegarte un mensaje electrónico, Dick Ferris. Procede de un remitente oculto. ¿Quieres leerlo ahora o prefieres que te lo lea en voz alta después?

El placer se cortó de raíz. Cero. Los espasmos de placer murieron de repente. La culpa era mía. Las notificaciones prevalecían sobre la programación de Cynthia. A causa de mi trabajo.

—Trae, ya lo leo yo. Cynthia. Hibernar.

Quedó inmóvil.

Golpeé un par de veces seguidas en el aire y luego, con las dos manos y separándolas en diagonal, abrí la pantalla virtual de simulación.

Una pantalla de bordes dorados y contenido semitransparente flotó en la virtualidad.

El busto de un hombre de rasgos indefinidos habló:

—Mensaje cifrado y personal para el ciudadano Dick Ferris. Se requiere de su servicio, capturador Dick Ferris. Dispone de treinta y seis horas para encontrar y detener a la terrorista Amy White. Se la cree sospechosa de dos ataques a sedes oficiales del departamento gubernamental de Justicia. Se la cree miembro del grupo terrorista llamado “Naturalistas”. Obtendrá cincuenta mil unidades de capital por su captura o eliminación probada.

—¿Posible paradero?

—Desconocido.

—¿Peligrosidad potencial?

—Alta o muy alta.

Los terroristas Naturalistas tenían una sola idea en mente: eliminar cualquier rasgo de tecnología en nuestra vida y luego acabar con el gobierno y las mega-corporaciones —ambas organizaciones eran, de hecho, lo mismo—.

La erradicación del grupo estaba siendo postergada debido a que sabían esconderse bien y no era fácil obtener pruebas que les incriminasen.

Eso se decía.

Pero había otra razón de más peso para que su erradicación no fuese tan rápida.

Los Naturalistas servían como acicate al pueblo. Eran el lobo del cuento, la fruta podrida del cesto. Si no hubiera nada que temer, habría poco de lo que estar seguro.

Porque todos necesitamos saber de la existencia de un abismo. Algo que permita medir nuestra moralidad.

—Acepto el trabajo.

—Registrado queda. Advertido queda así mismo que evitará presentarse como un representante de la ley. Su relación con el gobierno será nula y así lo entenderemos nosotros negando su reconocimiento en cualquier caso. ¿Está de acuerdo?

Era la cláusula estándar, la que siempre aparecía tras un encargo. “Es usted escoria y nos vemos obligados a requerir de usted para no rebajarnos al mismo nivel. No le ayudaremos ni reconoceremos nuestra relación en caso de que haga problemas”.

Detrás de la pantalla transparente de bordes dorados, Cynthia seguía en un estado de catalepsia, sumida en la hibernación que había ordenado.

—Sí, lo estoy.

—Registrado queda. Que tenga una buena captura, Dick Ferris.

El busto parlante desapareció y un archivo cifrado, único registro del contrato apareció en una esquina de la pantalla. Lo desplacé hacia un depósito virtual donde guardaba mis anteriores trabajos.  Cientos de ellos.

Con el dorso de la mano, di un manotazo a la pantalla, desplazándola fuera de la visión.

Cynthia seguía encima de mí, muy quieta. Como una estatua.

Podría continuar con la sesión de sexo. Retroceder al inicio y completar un nuevo orgasmo conjunto, los dos a la vez. O Yo solo. O ella sola. O recrearme en su fantástico cuerpo.

Pero no tenía ganas.

—Detener simulación de vida.

Abrí los ojos.

Oscuridad.

Desconecté de mi conexión cervical el enlace neuronal.

Palpé en la oscuridad con las manos el techo y las paredes de mi nicho.

—Luces.

Una luz ambiental iluminó mi hogar, un pulcro habitáculo de poco más de tres metros cuadrados.

Bajé de la cama y me coloqué con exactitud en el preciso lugar donde podía incorporarme derecho. Me estiré a lo alto, colocándome de puntillas y llevando mis brazos atrás hasta encontrarlos con la puerta. Mi cabeza golpeó el techo. Los tendones —los naturales y los artificiales— chasquearon. Implantes, vértebras, músculos, poleas y bombas se sacudieron en el interior de mi cuerpo.

—Ropa. Armas. Código de seguridad azul cero alfa guión doce cuatro.

Un panel surgió del fondo, a mi izquierda. Ropa plastificada encima de él.

Me vestí con dificultad. El exiguo espacio era siempre un problema. Pero no era solucionable.

Tras cinco minutos exactos —el tiempo de carencia de seguridad desde que daba la orden verbal de querer disponer de las armas—, surgió otro panel. Recogí el bastón de lamentos, el foco láser y revisé la carga de fotones de éste último. Estaba al máximo.

—Esconder todo. Luces fuera.

Los dos paneles y la cama desparecieron tras la pared. Oscuridad. El habitáculo se llenó de ecos que reproducían mi respiración.

Era un lugar angosto, negro. Era mi casa y a la vez mi prisión.

—Transporte.

Abrí la puerta de mi casa manualmente y el aerodeslizador llegó en pocos segundos. La rampa de acceso permitió que entrase con relativa comodidad.

La puerta de mi nicho se cerró y soldó.

Mientras decidía como afrontar la misión, contemplé a través de la cúpula de cristal del techo del aerodeslizador a los demás vehículos recoger o dejar a sus ocupantes en sus respectivos nichos. Centenares de miles de puertas como la mía se sucedían una tras otra perdiéndose en la lejanía. Vehículos de mantenimiento se ocupaban en todo momento de solucionar los pequeños fallos que ocurrían en casa de cada uno.

—Nivel veintiocho, oficina de registro inter-nivel de la ciudad de Washington.

El aerodeslizador se puso en marcha y se internó en el acceso rápido inter-nivel. Calculó un tiempo de llegada más largo de lo habitual debido a un accidente. Un loco había intentado controlar su vehículo manualmente. Se había matado y provocado la destrucción de ochenta y dos vehículos más.

Domingueros.

El acceso a cada nivel precisaba del paso de aduanas. Un agente gubernamental autorizaba el acceso tras contemplar el interior y exterior del vehículo con un escáner.

Me abstraje del trayecto y me concentré en el caso.

Lo normal sería haber bajado directamente a los niveles inferiores y comenzar la búsqueda de la terrorista Amy White.

Pero ello sería, con mucha seguridad, la mejor manera de que te volasen la cabeza de un disparo láser. Los Naturalistas no eran gente normal. Eran peligrosos y estaban organizados. Había que ser rápido, certero, seguro. No podían existir fallos.

Confiaba en que el Registro de la ciudad existiese suficiente información de la ciudadana Amy White para poder encontrarla y capturarla antes de que me matasen.

En todo caso, cuarenta ocho horas no eran tantas para encontrar a alguien en ciento veintinueve niveles de cinco kilómetros cuadrados cada uno.

Medité acerca de la paga. Cincuenta mil unidades de capital. Suficientes para dotar a Cynthia de una personalidad más real con el chip B-91Al. No entendía muy bien porqué pero, últimamente, la notaba rara. Extraña.

Quizá tuviese que reemplazarla por otra mujer. Pero sabía que aquel proceso incluiría dos meses de culpa y jaquecas. El gobierno no permitía un cambio de pareja virtual a menos que quedase demostrado un defecto de programación o se accediese a sesenta días de tormentos mentales.

Bueno. Era mejor no pensar en eso ahora.

Me retrepé en el asiento y conecté la unidad de sueño para que actuase sobre mi córtex cerebral hasta que llegase al destino.

Necesitaba estar lo más descansado posible.

—————

—————

——3——

La oficina de registro inter-nivel de la ciudad de Washington se asemeja a un enorme edificio en ruinas, a punto de venirse abajo de un momento a otro. Construido con bloques de chapa, el edificio entero parece un almacén antiguo. Corrosión y paso del tiempo son sus mayores enemigos, más que el resto de la ciudad, la cual odia con toda su alma este almacén de información, historia y recuerdos.

Los registros se siguen haciendo telemáticamente, utilizando grandes depósitos de almacenamiento óptico y magnético. Aún no han adoptado la tecnología holográfica ni mucho menos la neuronal. Dicen que es una manía de su director. El edificio al principio estaba en los niveles superiores —los privilegiados—, aquellos que cuentan con luz solar directa. La expansión de un nuevo estamento social provocó que el gobierno se viese obligado a cambiar de ubicación del edificio del registro para hacer sitio a los nuevos ricos.

El traslado tuvo la desafortunada consecuencia de la muerte de unos doscientos trabajadores y manifestantes. Se tuvo que desalojar un nivel entero relegando a sus ocupantes a los niveles inferiores —más denostados por aquel entonces—. Además, el traslado se realizó rápido y sin medidas de seguridad. Muchos trabajadores murieron debido a una mala organización. Todo achacable a la prisa que tenían los nuevos ricos por llegar a “casa”.

Es por ello que el edificio simboliza el poder de una clase social y el de un gobierno, demostrando su impermeabilidad ante el sufrimiento de otras clases sociales. El edificio es odiado sistemáticamente. Algunos ya no conocen la historia, pero enseñan a sus hijos a odiar el edificio sin motivo alguno.

Deslicé la mano a través del lector palmar de la entrada. La puerta se abrió tras unos instantes.

—Bienvenido al Registro inter-nivel de la ciudad de Washington, ciudadano Dick Ferris.

Para entrar es necesario poseer un permiso oficial o pertenecer al cuerpo de seguridad de la ciudad. Yo no tengo lo primero y, estrictamente hablando, tampoco soy lo segundo. Pero —digámoslo así—, los capturadores estamos un poco al margen de la ley. Es como si estuviésemos un peldaño por encima de ella, sobrevolándola, conociendo en todo momento cuál es el límite legal y sabiendo que podemos traspasarlo un poco, lo suficiente para conseguir nuestros propósitos —misiones— pareciendo que cumplimos la ley.

En el lado negativo, los capturadores somos odiados por todos los estamentos sociales —igual que este edificio— y nuestra existencia depende de nuestra capacidad para ser discretos en nuestro trabajo. Y aunque podemos infringir la ley para hacerla valer, no contamos con ella en caso de necesidad.

Accedí hasta una sala de lectura. Son pequeñas habitaciones con un terminal conectado al cerebro central, el cual gobierna los depósitos de almacenamiento. Ésta era de color blanco; un blanco roto en algunos lugares por manchas amarillentas de humedad.

Cerré la puerta tras de mí y me acomodé en la silla junto al terminal. Una gran pantalla física proyectaba una imagen en dos dimensiones, una recreación virtual del cerebro del edificio.

Conecté un corroído y antiguo enlace de cobre a mi conector del cuello.

—Bienvenido de nuevo, ciudadano Dick Ferris. Su último acceso fue el día cuatro de marzo de 2097. Dígame en qué puedo ayudarle.

Pensé en qué decir.

Ignoraba si “Amy” era el nombre completo de la fugitiva o era el diminutivo de Amanda u otro. Probé directamente con el diminutivo.

—Deseo información sobre la ciudadana Amy White. Posible afiliación a causa Naturalista. Posible conexión terrorista. Posible encausada en delitos organizados. Posible busca y captura.

La imagen virtual, un desfigurado busto de mujer senil sin detalle ni rasgos definidos, parpadeó durante unos segundos a medida que el cerebro realizaba la búsqueda.

Encendí un cigarrillo. Este era uno de los pocos edificios oficiales donde se podía fumar. Bueno, en realidad tampoco se podía pero aquí dentro no tenían instalados detectores de humo o nicotina.

—Noventa y tres resultados encontrados.

—Descartar a fallecidos y residente de niveles privilegiados. Posible residencia en niveles cien e inferiores.

—Dos resultados encontrados.

La genuina Amy White, si era una Naturalista de pro, habría descartado el implante vertebral gratuito gubernamental de hacía cuatro años. No permitiría bajo ningún concepto ser controlada o espiada por las mega-corporaciones.

—Descartar sujeto sin posesión de chip vertebral B-02.

—Un resultado encontrado.

—Mostrar.

El busto virtual de la mujer senil fue sustituido por un documento recopilatorio de la entidad humana llamada Amy White.

Leí.

Código identificativo desconocido. Mujer, veintiocho años, uno setenta y tres de estatura, sesenta y dos kilogramos. Sin ascendencia conocida, sin descendencia conocida. Sin muestra de encefalograma.

Me extrañé al no encontrar una muestra de encefalograma. No podría distinguirla si se hubiese cambiado el cuerpo o la cara.

—No consta encefalograma.

—Encefalograma no disponible.

—Razón.

—Inexistencia.

Imposible. Todo ser humano nacido en la ciudad inter-nivel de Washington era escaneado cerebralmente nada más nacer. Se realiza a la vez que la inserción del conector cervical. Sin ambos estás aislado del mundo. Sin encefalograma no se disponía de derecho alguno. Ni siquiera a la vida. Era una obligación conocida por cualquiera. Hasta por los Naturalistas.

Descargué toda la información a mi memoria interna.

—Búsqueda avanzada. Encefalograma completo o parcial o degradado o huella residual del sujeto.

El documento desapareció y fue reemplazado de nuevo por el busto deforme de la anciana virtual.

Terminé el cigarrillo mientras se ejecutaba la búsqueda. Acababa de encender otro cuando obtuve una respuesta.

—Error de base de datos.

Esto era más raro aún que lo anterior. Un error de base de datos era tan infrecuente que de los miles de búsquedas que había realizado antes, era la primera vez que obtenía uno.

—Ejecuta de nuevo última búsqueda avanzada.

—Error de base de datos —contestó al momento.

Ni siquiera había completado mi orden.

El busto deforme virtual de la anciana miraba al frente, a un lugar indefinido. Sus labios difusos parecían curvarse en una sonrisa desafiante.

—¿Desea proporcionar un informe desfavorable de uso del servicio de búsqueda del Registro, ciudadano Dick Ferris?

Entorné los ojos con extrañeza.

También esto era nuevo.

¿Qué estaba pasando aquí?

Tiré el cigarrillo al suelo y lo apagué con la suela de la bota. Recogí las dos colillas y las guardé en un bolsillo de la gabardina. Me aproximé a la consola debajo de la pantalla. Bajo la consola había un panel oculto de mandos. Introduje una uña en la ranura y la deslicé hasta llegar a la cerradura oculta. Sabiendo su posición, unos golpes con el mango del bastón de lamentos fueron suficientes para abrir el panel.

Desconecté el cristal de memoria caché del resto de componentes electrónicos y lo guardé en el bolsillo. En ella estaba almacenada mi sesión completa de búsqueda.

Sospechaba que no se me había proporcionado toda la información. De modo que conecté mi unidad de proceso interna con la base de datos. Un acceso directo, sin protocolos ni viejas seniles virtuales ni pantallas en dos dimensiones.

La información me llegó al cabo de varios segundos. La almacené en mi memoria interna para un acceso posterior.

El tamaño del archivo era muy pequeño. Quizá, en efecto, no hubiese más información sobre Amy White.

En todo caso, mi intrusión en el sistema y la violación de la consola serían advertidas de inmediato. La alarma ya habría sido activada. Inyecté un troyano informático para tener acceso al cerebro del sistema.

Ya he dicho que el sistema informático del edificio es antiguo. Fue sencillo. Borré mi presencia desde mi entrada en el edificio e introduje información falsa.

Salí de allí bloqueando la puerta de la pequeña habitación donde había estado.

—Le agradecemos que haya utilizado el registro inter-nivel de la ciudad de Washington, ciudadana Claire Van Folgh —me indicó la puerta de acceso al edificio al salir del edificio.

Entré en mi aerodeslizador.

—Movimiento errático. Esperar destino definitivo.

El vehículo se puso en movimiento sin rumbo fijo.

Cerré los ojos y accedí a mi memoria interna.  Abrí el archivo de Amy White.

Había muy poca información. Ningún registro identificativo, lo cual me seguía pareciendo imposible. Pero constaba una imagen. Procedía de una cámara de vigilancia y, aunque era borrosa, se distinguía a una mujer delgada, de facciones agradables y cabello largo y ondulado, quizá de color castaño.

Algo en la imagen me produjo un escalofrío. No supe determinar el qué.

La mujer estaba rodeada de más personas y no era posible distinguir el resto de su cuerpo, en busca de algún rasgo identificativo único.

También constaba una posible residencia. El registro era reciente.

—Destino definitivo: nivel 113, almacén de la cuarta con la ciento doce oeste —dije al vehículo.

—————

—————

——4——

No sé cómo acabé mirando hipnotizado a aquella pareja mantener un coito natural.

La unión de dos entidades humanas estaba prohibida legal y moralmente.

Pero era asombroso. La fascinación de ver desde mi escondrijo a dos cuerpos humanos, masculino y femenino, entrelazados, sudorosos, ansiosos por integrarse en la esencia del otro, era algo a lo que —lo reconozco—, me fue difícil sustraerme.

Aunque el cuerpo de una mujer no me era desconocido —excepto sus genitales—, ignoraba cuán bello podía ser el propio cuerpo cuando la misma mujer experimentaba un gozo tan evidente como el que expresaba Amy White.

Si es que esa mujer era Amy White.

Me encendí un cigarrillo mientras miraba con detenimiento.

Exuberancia de placeres, profusión de gemidos y jadeos, miradas lánguidas, sonrisas cómplices, penas ahogadas… el rostro de Amy recorría un amplio rango de emociones mientras ella y su pareja hacían el amor.

Medite acerca de la evidente diferencia entre realidad y virtualidad, entre Amy White y mi mujer Cynthia.

Dos horas antes había llegado con mi aerodeslizador al destino que había solicitado al vehículo. Un almacén situado en la cuarta con la ciento doce oeste.

Escondí el aerodeslizador en una bocacalle cercana, ocultándolo con cajas de policarbonato.

Era de noche —en el nivel se simulaba una noche de estío, húmeda y corta—. Soplaba una suave brisa que hacía ondear los faldones de mi gabardina.

Mi atuendo no era el más idóneo para deambular por este nivel. No duraría mucho si alguien se preocupaba de orquestar mi muerte. Confiaba, más que nada, en el foco láser que llevaba en un costado y el bastón de lamentos que tenía a la espalda.

Me consideraba un intruso en el nivel. Alguien violento, con un propósito nada halagüeño. La propia agencia policial —los que tenían a la ley de su parte— tenía reparos en patrullar por este nivel. Había una comisaría en uno de los bordes del nivel (no me acuerdo en cuál) pero sabía que si me encontraba con problemas no podría esperar nada de ellos.

Soy un capturador. Estoy al margen de la ley. Para lo bueno y para lo malo.

Mi objetivo era Amy White. No quería buscarme más problemas aparte de éste.

Iluso de mí.

Ignoraba que, nada más llegar, los problemas se estaban reproduciendo alrededor de mí sin cesar.

El almacén era una edificación ruinosa —como casi todo lo que existía en el nivel 113—, de una sola planta. El material que se había utilizado para su construcción me era totalmente desconocido y se asemejaba a algo parecido a barro mezclado con pedazos de piedra y policarbonato. Un techo de pequeños segmentos negruzcos completaba la construcción.

No cabía duda alguna de que su arquitectura y construcción eran un fiel exponente de las ideas bizarras de esos Naturalistas.

El exiguo informe sobre Amy White reflejaba que este almacén era lugar frecuente de reuniones sociales. Era uno de los destinos preferidos de la terrorista.

Pocas personas caminaban por la calle. Era de noche, como ya he dicho, y la mayoría de las personas decentes estarían durmiendo.

Caminé hasta la entrada del almacén. Varias luces de anaranjada iluminación macilenta junto a la puerta acrecentaban la sensación de ruina y abandono.

Un tipo alto y obeso —o, quizá, demasiado fornido— se ocupaba de guardar la única entrada visible del almacén. Vestía un simple pantalón y una camiseta holgada manchada de sudor.

Me miró de arriba a abajo, calibrando el número de armas que podría esconder dentro de mi gabardina.

—¿Qué quieres?

—Busco a Amy White. Soy representante de la ley.

Negó con la cabeza vehementemente.

—No conozco a nadie con ese nombre. Busca en otro sitio. Quizás otro nivel.

Un hombre bajo y delgado, la antítesis del obeso que me negaba la entrada, salió del almacén.

Me miró extrañado.

El nuevo y el fornido intercambiaron unas palabras en un idioma desconocido para mí. Probablemente inventado porque en el banco de mi memoria interna no había información sobre ese lenguaje.

—La mujer que busca no está —habló el tipo delgado tras unos instantes—. Hace tiempo que no sabemos nada de ella. Le han aconsejado que busque en otros niveles; es un buen consejo.

—Si la conoce, podrá indicarme cuál fue su anterior residencia.

—No lo sé. Ya le he dicho que busque en otros niveles.

Era una situación absurda. Y me estaba haciendo perder un tiempo valioso. Disponía de poco más de treinta horas para buscar, detener y hacer llegar a Amy White al lugar que me indicasen para cobrar la recompensa.

Súbitamente, bajé la vista hacia el suelo. Los dos hombres siguieron la dirección de mi mirada, descuidando su atención.

No se dieron cuenta que me llevé la mano a la espalda.

Un toque con el bastón de lamentos bastó para que sus cuerpos se derrumbasen, inconscientes.

Los arrastré hasta un recodo del edificio donde las sombras nos ocultaban.

El tipo bajo y delgado parecía conocer bastante bien a Amy White.

Le hice despertar con varios golpes en la cara.

Se despertó y me miró con desgana. En su mirada se reflejaba un odio inmenso. Habría gritado o saltado sobre mí si no le estuviese apuntando con el foco láser.

—Amy White —repetí—. Quiero saber cuál es su residencia o…

Dejé la amenaza en el aire. El tipo no respondió. Se limitó a esbozar una sonrisa despectiva. Me escupió.

—¿O qué?

Yo no tenía tiempo que perder. Y él no parecía entenderlo.

Le incorporé asiéndole por el cuello de la camisa que llevaba. Le tapé la boca mientras disparaba una ráfaga de láser en una pierna.

El miembro se separó del cuerpo y rodó por el suelo desparramando sangre.

El aullido de dolor fue mitigado por mi mano en su boca.

Respiró fuerte y se llevó las manos a la herida cauterizada de su ingle.

—Sobrevivirás. Ya tienes una excusa para abandonar a los Naturalistas. Un implante de pierna es de lo más común. En otros niveles, claro. Aquí no durarías.

Me miró con odio infinito. Su cara estaba cubierta de sudor y su cuerpo temblaba. Miedo, dolor: no me importaba la causa, sino el resultado.

—Amy White. Residencia. Ya.

—Morirás. Te lo aseguro. Y no será algo rápido. Suplicarás que acabemos con tu vida con rapidez porque no tienes ni idea de lo que…

Le alcé de nuevo tapándole la boca con la mano. Apunté con el foco láser hacia la otra pierna. Abrió los ojos desmesuradamente y agitó las manos en el aire. Sus chillidos ahogados eran agudos, cobardes.

Le tiré al suelo.

—Un bloque de edificios. A dos manzanas de aquí. Un bloque alto, de ladrillo. Piso octavo. La única puerta cerrada.

—¿Está ella ahí ahora?

Afirmó con la cabeza.

De su boca solo manó un suspiro cuando le golpeé con el mango del arma, sumiéndole en la inconsciencia de nuevo.

Caminé en la noche hasta el edificio que me había señalado. Trataba de pasar desapercibido cuando un vehículo pasaba por las calles o me cruzaba con alguien. No era fácil: mi atuendo plástico destacaba por sí solo.

Entré en el edificio y subí por las escaleras hasta la planta octava. Regulé mi bomba cardíaca para acometer el esfuerzo y no cansarme.

Me parecía, por ahora, un trabajo bastante sencillo.

Y, por experiencia, sé que ningún trabajo es sencillo.

Subía a buen ritmo. Saqué mi bastón de lamentos cuando oí en el piso séptimo un ruido de pasos de bajar escaleras a la carrera. Alguien venía a mi encuentro.

Eran dos. Sus pisadas eran distintas. Uno de unos ochenta kilos, el otro mucho más pesado. Bajaban rápido. El implante cloquear auditivo se amortiza muy bien en mi profesión.

Necesitaba quitármelos de en medio con mucha rapidez. Y mucho silencio. Quizá Amy White estuviese ya sobre aviso si aquellos dos venían a mi encuentro. No oía, sin embargo, más ruidos a parte de la pareja que casi tenía encima.

Cargué el bastón de lamentos con la máxima propulsión cinética. Esperé tras una esquina en penumbra.

El más pesado fue el primero en caer. Golpeé con el bastón en su frente y salió despedido por el impacto hacia una pared; su cabeza se abrió y quedó inmóvil. El otro se lanzó sobre mí sin darme tiempo a prepararme. Rodamos por el suelo. Perdí el bastón. Arañaba y golpeaba con manos, codos y cabeza. Trató de arrebatarme el foco láser que tenía en la funda de la cadera.

Forcejeé y recibí varios golpes en las mejillas y el pecho. Eran golpes muy serios; aquel tipo estaba decidido a no dejarme levantar. Otro puñetazo en mi mejilla me dejó casi inconsciente. El tipo me escupía y exhibía en su mirada un sentimiento de muerte muy real. Su boca se abría y cerraba. Eran fauces a punto de devorarme.

Estaba a su merced. Con sus piernas me retenía la cintura y tenía un brazo inmovilizado, debajo de su rodilla. MI otro brazo intentaba protegerme de sus puños y apartar sus manos del foco láser. Sus golpes eran ahora caprichosos, disfrutando de su posición dominante. Traté de contener mi furia. Necesitaba calmarme.

Calma. Calma.

Cerré los ojos mientras arreciaban los golpes sobre mi cabeza. El tipo jadeaba y parecía reír mientras se afanaba en dejarme la cara destrozada.

Me bastó un ligero reajuste de mi unidad de procesamiento motriz para acelerar mis movimientos lo suficiente para adelantarme a los suyos. Aquel despliegue de velocidad aumentaba exponencialmente mi consumo de azúcares pero era necesario. Estaba recibiendo demasiados golpes importantes.

De un rápido tirón, liberé mi mano debajo de su rodilla y le golpeé a velocidad máxima con los dos puños en el estómago. Sentí como varios órganos reventaban bajo su piel.

Quedó tendido frente a mí doblado sobre su estómago, con las manos cubriéndoselo. Gritando y chillando.

Caí sobre él y le tapé la boca mientras se agitaba debajo de mí.

—Calla —murmuré con mi boca partida.

Alcancé mi bastón de lamentos y le propiné un golpe a máxima potencia. Cayó escaleras abajo. Oí varios huesos romperse. Quedó inmóvil, junto a su compañero.

Me llevé la mano a la cintura. El foco láser. Lo seguía teniendo en la funda.

Me limpié con la manga de la gabardina. Tomé aire y corrí escaleras arriba hasta el piso octavo sin descanso. Si Amy White había escuchado la pelea, quizá ya hubiese escapado y sería enormemente complicado encontrarla.

La puerta estaba cerrada. En efecto, era la única de toda la planta octava; los demás apartamentos no contaban con ninguna.

Abrí la cerradura en silencio, sin dificultades. Era un cerrojo digito-neuronal de factura antigua.

Oí jadeos al entrar en el apartamento.

Me acerqué hasta la fuente de los sonidos.

Los jadeos procedían del hombre y la mujer que copulaban en una habitación en penumbra.

Estaban practicando sexo real; una conducta prohibida por la leyes de cualquier nivel.

La mujer estaba debajo del hombre. Su cara estaba cubierta por sus cabellos largos y desmadejados. No sabía si era Amy White. Tampoco disponía de su encefalograma para poder compararlo en la distancia.

Me oculté tras la puerta de la habitación para observarles. Lo hice cuando, estupefacto, vi como el pene del hombre se introducía en el interior de la mujer.

¿Acaso no debería haber un círculo negro ocultando la penetración? ¿Qué era ese ojo rasgado vertical que tenía entre sus piernas? Cynthia jamás me había revelado su sexo. A los hombres nos educaban con el imperativo de no mostrar curiosidad por el aparato genital femenino.

Necesitaba descansar y reponerme de la pelea que había tenido.

Y era una ocasión única para saber de primera mano qué me ocultaba siempre Cynthia.

—————

—————

——5——

Fumé el cigarrillo lentamente.

La pareja estaba concentrada en el acto y no se percataron de mi presencia.

La penumbra de la habitación permitía distinguir con bastante detalle los cuerpos desnudos del hombre y la mujer.

Ella era delgada, menuda, de cintura flexible y miembros que la humedad del sudor de su piel hacía torneados y apetecibles. Sin implantes visibles; el cabello le cubriría el del cuello.

Él era un gigante fornido, de cuerpo recio y piel oscura, con el implante básico del cuello, sin tampoco ningún otro visible en el resto del cuerpo.

Se besaban con ternura; rodaban en la cama con mucha facilidad, intercambiando posiciones, mezclando miembros, acelerando o debilitando el ritmo de la penetración.

La penetración. Eso era lo que más me fascinaba.

¿De modo que el pene que conservamos los hombres se aloja en una cavidad situada en la ingle femenina y eso produce placer? En todo caso, no debía generalizar: quizá alguno de los dos tuviese algún tipo de malformación o implante corporal novedoso y lo que estuviese viendo era un prototipo que sería lanzado en poco tiempo al mercado.

No. Eso era una explicación sin fundamento. ¿Un prototipo? ¿Con Naturalistas? Además, había contacto real entre sus cuerpos. Algo del todo ilegal.

Un olor acre e intenso inundó toda la estancia. El humo de mi cigarrillo me impedía notarlo completamente. Pero ahí estaba. Procedía de sus cuerpos. La pareja gemía y reía y lloraba. Sus movimientos eran cada vez más rápidos, más urgentes, más ansiosos.

Y la penetración seguía captando la mayor parte de mi atención.

El aspecto del aparato genital femenino no me era desconocido pero en nada se parecía a este ojo rasgado vertical. También ignoraba su función exacta. Quizá fuese esta.

Ambos parecían disfrutar mucho. Jadeaban y se revolvían inquietos, ávidos. Era muy diferente esta forma de hacer el amor de la que Cynthia y yo practicábamos. No solo era diferente sino, a priori, más genuina.

Terminé el cigarrillo. Era hora de cumplir una misión.

Entré en la habitación con el foco láser apuntando a ambos.

Ella fue la primera en descubrirme. Chilló y me señaló con una mano. El hombre se giró hacia mí igual de sorprendido, con la misma confusión en su rostro que si acabase de despertar con un fuerte golpe.

—Quietos los dos.

El hombre se recuperó con rapidez. La mujer intentó ocultar sus pechos y el sexo con la sábana.

—No os mováis. Solo la quiero a ella —apunté con el arma a la cabeza del hombre—, tú eres prescindible.

Sus respiraciones furiosas junto con el zumbido del foco láser eran los únicos sonidos que se oían en la habitación.

—Somos más —dijo el hombre reposando sus manos entre sus piernas, junto al sexo erecto—. Estás rodeado; no escaparás con vida.

Negué con la cabeza. Pero la verdad era que no sabía si había más Naturalistas en los pisos superiores. O, quizá, llegasen más individuos alertados por el cojo.

Había que salir de allí cuanto antes. Me llevé la mano atrás para alcanzar mi bastón de lamentos. Había que deshacerse del hombre con rapidez.

Pero antes…

—Amy White.

La mujer parpadeó confusa. Dejó libre la sábana que cubría su cuerpo.

Bien. Había reaccionado ante su nombre.

Pero yo también, con la identificación, perdí durante un instante la atención sobre el hombre.

Ocurrió muy rápido. El hombre alargó la mano para alcanzar un arma bajo la cama.

Fui descuidado, lo admito. También fue debido a que la mujer, al oír el nombre que había pronunciado, había soltado la sábana que ocultaba sus pechos. Mi atención se dirigió hacia ellos y bastó para que el hombre diese un manotazo al foco láser, alejándolo de su cuerpo.

Grité de rabia. Con el golpe apreté el disparador del foco a la máxima potencia. El rayo láser salió del foco con un zumbido atronador. Una luz azul neón iluminó la estancia de un fantasmagórico color cielo. Un intenso tufo a ozono inundó la estancia. El ruido atronador de la vaporización del aire y las paredes y los materiales fue espeluznante.

El hombre sacó un sub-fusil sónico y disparó sobre mí sin contemplaciones.

Los proyectiles de sonido estallaron en mi pecho proyectándome varios metros atrás. No hubo heridas; las armas sónicas solían ser armas disuasivas.

Me golpeé la cabeza contra la pared y el suelo. El hombre saltó sobre mí.

Me cubrió de culatazos y patadas y puñetazos. Gritamos y chillamos. Alcé una mano para protegerme la cara. Como preví, concentró sus golpes en la mano. Golpeé una pierna suya y le hice caer al suelo.

Se levantó con rapidez y se abatió sobre mí. Pero yo ya había encontrado tiempo para llevarme la mano a la espalda.

Su cara se encontró con el extremo de mi bastón de lamentos.

El impacto fue mortal. Intentó levantarse y se encontró él solo con el extremo del arma. Su cabeza rebotó contra el arma aturdidora, la cual recogió su energía cinética y la sumó a la de la propia arma. El crujido de su cuello al romperse fue seco, desgarrador, como si se rompiese un manojo de varillas de policarbonato a la vez. No hubo ningún implante cervical que minimizase el golpe.

Quedó tendido en el suelo, muerto.

Me levanté despacio, apoyándome en la pared. Aquel gigante había estado a punto de reducirme. Me dolía todo el cuerpo. Demasiados golpes en tan poco tiempo.

La mujer exhibía en su rostro un estado de shock. Tenía una expresión atónita, perpleja. De su boca salía un hilillo de voz que parecía querer ser un chillido o un grito.

Me acerqué hasta una pila de ropa que había en una esquina de la habitación. Le lancé un puñado de prendas y algunas cayeron sobre su cara.

—Vístete. Nos vamos.

Ella miraba al gigante tendido en el suelo. Aún no había entendido o asimilado qué había sucedido.

—Mi amor… —musitó levantando sus manos y dirigiéndolas hacia el cadáver. El labio inferior le temblaba.

Tenía los ojos fijos en el cadáver tumbado en el suelo. Lágrimas espesas rodaban por sus mejillas.

Saqué un cigarrillo mientras intentaba sosegarme. Aunque había matado a una persona —tres contando a la pareja del piso de abajo—, y mi cuerpo pedía con urgencia un prolongado descanso y la intervención de algún médico, la bomba cardíaca de mi pecho, fiel a su programación, luchaba por mantener un ritmo cardíaco uniforme. Eso reducía en gran medida mi excitación y nerviosismo.

—Tienes un minuto para vestirte —repetí. La mujer seguía con la mirada fija en el cadáver.

Se giró despacio hacia mí.

Apretó los labios y endureció su mirada.

—¿Qué va a ocurrir?

—Vístete ahora —ordené, ignorando su pregunta.

Se levantó. Las proporciones de su cuerpo desnudo estaban lejos de los cánones de perfección que Cynthia poseía.

Sin embargo, las curvas moderadas de sus pechos y caderas y muslos, por extraño que parezca, me causaron una honda impresión. Para mi sosiego, su intrigante sexo ya no estaba casi a la vista. Pero hubo algo más que me dejó perplejo.

—¿Qué miras? —preguntó mientras se vestía con unos pantalones.

No aparté la mirada.

Se había llevado el cabello a la espalda. En su cuello no había conector alguno.

Se llevó la mano al cuello, a la dirección de mi mirada. Comprendió el motivo de mi turbación.

—Entiendes ahora qué sucede, ¿verdad? —sonrió.

No era posible. Al extraer el conector no solo dejabas de existir para el sistema. Además perdías cualquier derecho que dispusieras como entidad humana.

Ni siquiera los Naturalistas llegaban a tal extremo.

—¿Por qué careces de conector? ¿Estás loca acaso para habértelo quitado?

—Nunca he tenido uno.

Sonreí despectivamente. Además de terrorista, era una mentirosa.

No deseaba entrar en discusiones. Tan solo quería largarme de aquel lugar, de aquel edificio, de aquel nivel, entregar mi captura y cobrar la recompensa.

Pero tampoco quería correr más riesgos. La permití que se vistiese solo con unos pantalones cortos, algo que ocultase su sexo del todo. La tomé del brazo y la arrastré.

—Vamos.

No opuso resistencia.

Bajamos por las escaleras. Intenté no fijarme en sus pechos bamboleándose. La hice caminar delante de mí para no verla de frente.

En el piso séptimo nos encontramos con los cadáveres de la pareja que había intentado detenerme.

Ella los miró con gesto compungido.

—¿Los conocías? —pregunté.

Asintió con la cabeza.

—¿Qué mal te hicieron? Los dos eran buenos hombres. Uno de ellos tenía familia.

—Intentaron matarme. Solo hago cumplir la ley. Y yo también tengo familia, no soy tan diferente de ellos.

Me miró de soslayo. Pareció preguntar con la mirada de qué clase era mi familia. No tenía por qué responder. No sé por qué lo hice.

—Cynthia. Es una entidad virtual humana de edad adulta, o de nivel ochenta y siete si utilizamos la escala Korodian.

—Benedict tenía una pareja real, estaba casado con una mujer real. Anthony tenía dos hijas.

—Esto está prohibido por ley. El gobierno y las mega-corporaciones solo admiten como relación legal la virtualidad…

—El gobierno solo admite lo que necesita.

No quería discutir. La obligué a bajar escaleras abajo, delante de mí.

—La tecnología solo nos trae problemas —arremetió de nuevo unos pisos más abajo.

Estaba relativamente contento porque seguíamos sin encontrarnos con más obstáculos. No estaba seguro de que mi cuerpo aguantase otro enfrentamiento.

—La tecnología es la base de nuestra vida.

—Eres un iluso. Igual que todos. La tecnología solo sirve para solucionar un problema que no existe.

Sonreí. Era la frase preferida de los Naturalistas.

—Sin tecnología no habríamos sobrevivido. El polvo rojo radiactivo del exterior nos habría consumido. La tecnología ha posibilitado la creación de la ciudad-estado inter-nivel de Washington. La tecnología nos ha dado la virtualidad. La tecnología nos hace más humanos.

Rió con risotadas grandilocuentes.

—¿Es que aún no lo entiendes? Yo soy…

La tomé de un hombro con brusquedad para que se detuviese antes de salir del portal del edificio.

—Me haces daño.

Apreté más.

—Cállate. Ahora.

No advertí ningún movimiento extraño en los rincones oscuros de la calle. Es en esos momentos cuando más echas de menos no tener un implante de retina  U-2QR.

Pero son implantes demasiado caros.

El foco láser no tenía carga. El gigante de piel oscura, la pareja de Amy White, había provocado que se descargase en un único disparo. Solo contaba con el bastón de lamentos. Lo así firmemente por el mango.

—Afuera. Camina sin pararte. No me costaría trabajo inutilizarte y entregarte dormida o muerta.

—Pero me quieren viva, ¿no?

No respondí.

—¿Es que todavía no lo entiendes?

Agité el extremo del bastón sobre su cara y dejó de hablar. Caminó delante de mí sin rechistar.

Fueron los doscientos metros más largos de toda la noche. Tuvimos que dar un rodeo para evitar cruzar delante del almacén.

Retiré las cajas de policarbonato que cubrían el aerodeslizador.

Obligué a la mujer a entrar en el asiento contiguo al mío.

Solo cuando el vehículo se alzó y lo dirigí verbalmente hacia el acceso inter-nivel, me permití respirar con tranquilidad.

No la inmovilicé en su asiento. No parecía peligrosa.

—Prisionera Amy White capturada por agente Dick Ferris. Solicito lugar de entrega.

—Nivel menos dos. Edificio situado en la Avenida Tercera con la Octava.

—De acuerdo —respondí tras unos segundos.

La comunicación con la central de operaciones policiales terminó.

Tragué saliva.

Nivel menos dos. Eso era en la superficie, nivel segundo por encima de la superficie.

—Tienes que ser muy peligrosa, ciudadana Amy White. Te requieren de muy arriba.

La mujer estaba sujeta en el asiento y me miró con sonrisa condescendiente.

—Idiota descerebrado. No soy peligrosa.

—¿Qué eres entonces? —pregunté.

El vehículo emitió un ruido que ocultó su respuesta. Pero la había oído.

—Yo también lo soy —respondí— ¿Qué tienes de especial aparte de haberte quitado el conector?

Negó con la cabeza sonriendo. Sus movimientos fueron casi imperceptibles y, por ello, me causaron aún más desasosiego.

—¿Acaso aún no lo entiendes?

Levanté una comisura del labio superior a modo de incredulidad. Encendí un cigarrillo y alcé una mano al ver que abría la boca para hablar de nuevo. Estaba harto de sus mentiras y de aquella misión. Solo quería volver a mi nicho-hogar. Con Cynthia.

Lo acaba de decidir. No me desharía de ella. No aguantaría dos meses sin alguien a mi lado. Casi había perdido la vida en esta misión.

—No creo que haga falta que te lo repita —insistió—. Pareces listo. Si lo piensas, verás que tengo razón.

Negué con la cabeza, mirándola. Tragué saliva y fruncí el ceño.

Fumé en silencio.

La ciudadana Amy White continuó sonriendo.

Aparté la vista de ella porque sentí que su mirada y su sonrisa me hacían daño.

—————

—————

——6——

El trayecto por el acceso inter-nivel no fue tan rápido como hubiese deseado.

Intenté no hacerla caso, pero la ciudadana Amy White me preguntaba con insistencia acerca de mi infancia y mi adolescencia. Intentaba demostrar aquello que me había revelado.

—Te repito que no es necesaria tu entrega con vida —la advertí para que se callase.

Resopló a disgusto.

Bajé la vista hacia el foco láser situado en la base de carga junto al salpicadero. Su carga de fotones no estaba completa pero bastaría para realizar una advertencia.

Ella también miró el foco láser.

—Ni siquiera serías capaz.

—¿Qué dices?

Agité el bastón de lamentos delante de su cara.

—No me tientes. Podemos acabar con tus palabras en un solo movimiento.

Frunció el ceño y sonrió burlonamente.

—Eres un engreído. Inténtalo, venga, inténtalo.

Acercó su frente al extremo del bastón de lamentos, desafiándome.

—Estás loca. Te vas a encontrar con un fuerte golpe.

—No, capturador. En eso te equivocas.

Se acercó más al extremo del arma.

La retiré. Si la entregaba herida, quizá hubiese dificultades en cobrar la recompensa completa. No sería la primera vez que me ocurría.

Pero ella tomó mi gesto como un triunfo y lanzó enormes risotadas. Se revolvió en el asiento contiguo y sus risas no cesaron.

Me concentré en el viaje.

El acceso entre niveles estaba restringido. Con cada nivel más cercano a la superficie, la aduana era cada vez restrictiva.

Por suerte, la mujer se durmió.

Las horas se sucedieron despacio.

El acceso al nivel tercero fue especialmente tortuoso.

—Identificación y destino —pidió el agente gubernamental detrás de la garita de control.

—Ciudadano Dick Ferris, capturador. Entrego a mi detenida, Amy White al nivel menos dos, edificio situado en la Avenida Tercera con la Octava.

Ella se despertó.

El agente inspeccionó a la detenida visualmente. No pareció agradarle el que solo vistiese unos pantalones cortos. Consultó su base de datos.

—No consta encefalograma de la ciudadana Amy White.

Ya lo sabía.

—Necesito una prueba de que la detenida es quien usted dice ser.

—Soy Amy White —terció ella.

—Una prueba objetiva —aclaró el agente—. Una prueba confiable.

Negué con la cabeza. No disponía de ninguna prueba. Y no entendía el por qué en los demás niveles no había tenido ningún problema y ahora me solicitaban esa prueba.

—Soy capturador con más de diez años de experiencia. No tengo prueba alguna de identificación de la detenida. Pero sé que es ella. Además —entonces me acordé—, poseo una imagen de archivo donde se la puede identificar. El registro inter-nivel de la ciudad de Washington la identifica como mi detenida.

El agente gubernamental, un tipo bajo, de cráneo pelado y nariz chata, refunfuñó. Me alargó el cable de conexión y lo conecté a mi cuello. Descargué el informe de Amy White hasta su consola.

—Espere —dijo tras ver la imagen. Se alejó de la garita. Detrás de mí la caravana de vehículos que también requerían atravesar la aduana del nivel iba aumentando.

Tras unos segundos, el agente gubernamental volvió.

Estampó un sello holográfico en el pecho derecho de Amy White, encima del pezón oscuro.

—El sello servirá de identificación provisional —explicó el agente.

Luego me permitió el acceso.

Los siguientes niveles fueron atravesados con más rapidez.

Cuando llegamos al nivel menos uno, la luz desconocida para mí se filtró por una ventana cercana a la garita.

Era una luz desconcertante porque, además de proporcionar energía lumínica, también era calorífica.

Ligeramente amarillenta. Y muy intensa.

Era la primera vez que veía la luz del Sol.

La franja de piel del antebrazo donde incidía la luz solar comenzó a irritarse y a mostrar una tonalidad enrojecida.

Aparté el brazo y me miré el delgado cardenal.

El agente gubernamental encargado del paso del nivel cero emitió una risotada al ver mi perplejidad.

—A ver si acierto, ¿la primera vez que ve los efectos de los rayos solares gamma, verdad?

—¿Es tan malo el sol? —pregunté con un susurro. No sabía si catalogar esos rayos gamma como dañinos o como maravillosos.

—Oh, sí. Aunque peor es el polvo rojo radiactivo de la atmosfera. ¿Es que nunca le han implantado el conocimiento básico de educación?

Sí, claro que lo tenía implantado. Conocía perfectamente qué había ocurrido a la Tierra durante los pasados cien años. Especialmente los veinte últimos, desde el día del racimo de explosiones nucleares.

Debí quedarme algo traspuesto porque el agente chasqueó los dedos a mi lado.

—Pero el gobierno dice que pronto podremos salir al exterior, ¿verdad?

—Puede acceder —dijo sin más.

Mientras seguíamos nuestro trayecto por el nivel menos uno, no dejaba de mirarme el cardenal del brazo.

Mi detenida se rió.

—¿Es maravilloso, verdad?

La miré sin comprender sus palabras.

—Todo es tan maravilloso, tan irreal, ¿no es cierto? Es… simplemente diferente. No tiene nada que ver lo que te han enseñado con la realidad.

En aquel momento atravesamos un túnel acristalado con protector solar. El exterior de la cúpula, era totalmente visible.

Una exuberante selva de troncos y arbustos desnudos y demás matojos petrificados se alzaban alrededor de la cúpula. Eran como esqueletos raquíticos creados con polvo rojizo compactado. Una llanura plana, inmensa se extendía a lo largo del paisaje. El cielo, de un violeta intenso era el marco perfecto para la gran bola iridiscente que era el sol en lo alto.

—¿Qué es esto? —musité acongojado—. El gobierno dice que en pocos años podremos salir a la superficie, que ya están creciendo las primeras plantas.

Ella se rió.

—Ahora lo entiendes, ¿verdad?

Negué con la cabeza.

—No puedo entenderlo. Lo que hemos visto tiene que haber sido un falso decorado. El cielo violeta, las rocas, el polvo, el rojo mortal… Todo tiene que ser falso. No nos mentirían.

Se acercó a mí.

No sé por qué permití que su cara se acercase tanto a la mía. Me lamió una mejilla. Nos miramos.

Disfrutó con el gesto incrédulo de mi mirada.

—Esta es la única realidad, capturador Dick Ferris. Mi lengua, tu piel. Asúmelo: el gobierno te miente, las mega-corporaciones solo quieren venderte más implantes. Jamás saldrás al exterior, morirás en los niveles inferiores. Solo nos tenemos los unos a los otros.

Yo seguía negando con la cabeza mientras ella se acercó más a mí, se colocó sobre mi regazo y me rodeó el cuello con sus brazos.

—Estoy casado —murmuré con voz ronca.

El olor de su cuerpo —intenso, fiero, casi salvaje— era demasiado excitante para poder resistirlo durante mucho tiempo.

Y ella lo sabía.

—Ella no es real. Igual que las promesas del gobierno.

Su espalda se dobló alejándose de mí, apoyándose en el salpicadero del aerodeslizador. Su torso de perfil estirado reflejaba en su piel los tonos rojizos del exterior a medida que atravesábamos el túnel.

Me miró con ojos lánguidos, misteriosos.

Posé mis manos sobre su vientre con movimientos casi devotos. Su piel estaba caliente y su respiración pausada hacía que sus costillas se ensanchasen al tomar aire. El vientre se agitaba con pereza, sus pechos se removían serenamente, con dulzura. Sus pezones oscuros y erectos destacaban como cumbres lejanas.

—¿Qué es esta cicatriz que tienes en el vientre? —pregunté.

Ella rió y meneó la cabeza, agitando su cintura como una serpiente.

Se asemejaba a un ojo rasgado vertical. Similar a su sexo.

No iba a responderme.

Se acomodó sobre el salpicadero y aposentó sus piernas sobre mis hombros a la vez que desplegaba sus brazos sobre el interior del aerodeslizador. Su cabello se desparramó con lujuria.

El sello de identificación provisional estampado en su pecho brilló reflejando bellamente los rayos del sol.

Le despojé de los pantalones.

Los labios de su sexo parecieron abrirse como las carnosidades de un melocotón ante mi cara.

Saboreé la fruta. Mis labios ahondaron entre los suyos y lamí su carnosidad interna.

El sabor era intenso. Cercano. Real. Los muslos se acomodaron sobre mis sienes. La calidez me embargó.

La tomé de las caderas porque la mujer estaba temblando. Su cuerpo se convulsionaba y se agitaba como si estuviese electrificado.

Continuaba lamiendo su sexo.

Me sujetó de la cabeza. Sus uñas se clavaron en mi cuero cabelludo.

Jadeaba y chillaba.

Yo sabía que mis frotamientos con la boca y la lengua eran los causantes de su placer. Aquello me desconcertaba y me maravillaba a la vez. Igual que el cardenal alargado sobre mi piel producido por los rayos gamma.

Esto era real. Muy real.

Y lo que más me fascinaba era el hecho de sentirme igual de gozoso que ella. Yo era el que la prodigaba placer pero era disfrutado por ambos. Su gozo parecía comunicarse desde su cuerpo hasta el mío a través de su sexo y mi boca.

Terminó por agitarse y gritar henchida de gozo. Sus jadeos se volvieron roncos, largos y aletargantes.

Me apartó de ella despacio.

Me limpié la boca con la manga de la gabardina. Al levantar la mirada, Amy White me estaba apuntando con el foco laser a la cara.

Bajé la mano despacio.

En dirección al bastón de lamentos, debajo de mi asiento.

—Ni se te ocurra —advirtió posando el extremo del foco láser sobre el puente de mi nariz.

De su sexo aún manaba un torrente de aromas intensos y agradables.

Giró unos instantes la cabeza al frente del vehículo.

—¿En qué nivel estamos?

—Menos uno. Llegaremos en poco tiempo a la aduana del nivel menos dos.

—¿Cómo podemos volver?

No respondí.

Ni siquiera noté el disparo. Ni vi la luz del láser. Solo olí un fino olor a carne quemada y luego algo rodar entre mis piernas.

Lo tomé entre mis dedos y distinguí un pedazo de oreja chamuscada. Solo entonces me llegó el dolor de la amputación.

—No tengo reparos en cortar lo que haga falta.

Le mostré el pedazo de oreja.

—Hará falta mucho más que esto para convencerme. La nave está programada para llegar al acceso inter-nivel. No puedes salir de ella sin exponerte al tráfico automático: no vivirás muchos segundos antes de ser atropellada.

Se me deslizó el pedazo de oreja de entre los dedos. Lo busqué a tientas por el suelo. Ella se rió ante mi torpeza.

—Te mataré —contestó luego muy seria—. No dudes que lo haré. Escaparé por la aduana. El foco láser es lo único que necesito.

—Eso y que alguien te abra la puerta del vehículo. Ya habrás comprobado que el interior está protegido contra impactos de láser —no encontraba el pedazo de oreja.

Mostró una sonrisa despectiva.

—No permitiré que me entregues. Si no me ayudas, no me sirves.

Bajé la cabeza aceptando sus palabras. La pistola láser siguió la dirección de mi cabeza y se posó sobre mi frente.

Sentí la radiación lumínica concentrarse en el extremo. Amy White no iba a mostrar ninguna misericordia.

Aparté el arma de un manotazo justo cuando se disparó. El rayo fue absorbido por la tapicería del vehículo.

Detuve a un milímetro de su cara el extremo del bastón de lamentos que había recogido del suelo con la excusa de encontrar el pedazo de oreja.

Se sorprendió tanto con mi movimiento que ella misma tocó con su frente el extremo del bastón.

La energía cinética le lanzó la cabeza sobre la pared del vehículo. El golpe fue fulminante. Quedó desmadejada e inmóvil. Pero viva.

Guardé el foco láser que recogí del suelo y que habían dejado caer sus dedos inertes.

La coloqué de nuevo sobre el asiento contiguo. Aun respiraba. Estaba inconsciente.

Consulté la hora.

Quedaba poco tiempo para entregarla.

—————

—————

——7——

Despacio, sin hacer ruido, cerré la puerta de mi nicho-hogar.

Conecté el enlace neuronal a mi cuello. La virtualidad me envolvió con un halo de verosimilitud.

—Bienvenido a casa, mi amor —susurró Cynthia detrás de mí.

Me volví hacia ella y la abracé muy fuerte. Nos besamos con ternura. Hundí mis manos en su cabellera y un suave aroma a lavanda inundó mis fosas nasales.

Sabía que no era real. Aunque estuviese desnuda. Que ella no era real, que el amplio dormitorio donde nos encontrábamos no era real. Que sus besos no eran reales, que su mirada hechizante no era real.

Pegó su cuerpo desnudo al mío.

Sus manos recorrieron mi cuello, mi cara y mis orejas.

—Estás herido —susurró angustiada al posar sus dedos sobre mi oreja mutilada.

Me encogí de hombros sonriendo. Me daba lo mismo.

Un implante y asunto solucionado. Las cincuenta mil unidades de capital que acababa de ganar eran suficientes para eso y mucho más. Ese chip B-91Al de realidad aumentada para Cynthia, por ejemplo.

—Túmbate —la señalé la cama.

Obedeció.

Me arrodillé frente a sus piernas abiertas.

Entre ellas, como una broma de mal gusto, una sombra oscura ocultaba su sexo.

—¿Qué haces, cariño? Tengo mucha vergüenza de enseñar mi sexo. Además, es ilegal.

Su sexo era esa sombra oscura. Una sombra que ocultaba algo que no debía ser encontrado. Posé mis dedos sobre la sombra. Nada surgió. Nada empezó. Cynthia arrugó el entrecejo.

—No sigas, cariño, por favor.

Mis labios se posaron sobre la sombra. Nada ocurrió tampoco. Cynthia no ocultó una sonrisa discordante, como preguntándose qué gesto debía mostrar su cara cuando la estimulaban en ese lugar. O cuánto tiempo debía aguantar hasta dar parte a las autoridades de mi actitud no ajustada a la legalidad.

Pensé que las comparaciones son odiosas.

—Detener simulación de vida. Apagar luces.

Desconecté el enlace del cuello. Estaba asqueado.

Supe en ese momento que ningún chip B-91Al de realidad aumentada podría nunca igualar aquello que había sentido junto a la terrorista Amy White.

Sentí las paredes estrechas del nicho, oscuras, frías y siniestras. Recordé lo que me dijo entre risas.

Sus palabras iban cobrando más sentido y verosimilitud a medida que transcurrían los segundos.

Casi podía cuantificar cuán reales se iban volviendo mientras veía los dígitos del reloj electrónico junto a mi cabeza.

—————

—————

——8——

—Al final, resolví contárselo a alguien —dijo el hombre tras terminar su relato.

La psicóloga de cabello rubio asintió de nuevo. Igual que había hecho cientos de veces antes durante el relato del capturador.

—Ha obrado bien, ciudadano Dick Ferris.

El hombre la miró de arriba abajo. El cabello rubio era ahora la menor de sus atenciones.

La mujer no mostró en su cuerpo ni en su cara gesto alguno de advertir las miradas cargadas de odio de Dick Ferris.

Un ruido neural alertó al hombre de que había recibido un aviso por parte de la agencia policial. Con un chasquido de dedos, mutó de la virtualidad neural del confesionario a la de su cerebro.

—Petición de captura del capturador Dick Ferris para el ciudadano Dick Ferris. Se ha alertado de una violación de las leyes entre entidades humanas en un confesionario. Dick Ferris ha admitido un contacto ilegal con otra entidad humana. ¿Acepta el trabajo?

El mensaje añadió la dirección del confesionario.

Éste mismo.

—Acepto el trabajo.

—Registrado queda. Advertido queda así mismo que evitará presentarse como un representante de la ley. Su relación con el gobierno será nula y así lo entenderemos nosotros negando su reconocimiento. ¿Está de acuerdo?

La misma cláusula de siempre.

—Sí, estoy de acuerdo.

—Registrado queda. Que tenga una buena captura, Dick Ferris.

El hombre archivó la conversación y cerró la virtualidad neural de su cerebro. Volvió a la virtualidad del confesionario.

—Tengo una pregunta más antes de terminar.

—Soy un servicio público. Pude preguntarme lo que desee.

—Amy White dijo algo que entonces no quise creer. Pensé en ello pero me pareció descabellado. Luego lo consideré plausible. Ahora pienso que es algo casi seguro.

—¿A qué se refiere, ciudadano Dick Ferris?

—Ella dijo que todos somos… androides. Que solo unos pocos son humanos, los que viven en los niveles por encima de la superficie. Y algunos más; como ella, que bajan hasta los niveles inferiores.

—Eso es absurdo, ciudadano Dick Ferris.

—Claro. Qué tonto soy.

El hombre chasqueó la lengua antes de desconectarse el enlace neural del cuello.

El cubículo de terapia emocional regenerativa estaba oscuro. Sin embargo, la oscuridad no impedía darse cuenta de lo angosto del espacio interior. Le estrechez casi oprimía la respiración.

La puerta estaba cerrada cuando intentó abrirla.

—Se ha bloqueado la salida por su seguridad, ciudadano Dick Ferris. No tema, la puerta será abierta en un breve espacio de tiempo.

El androide no escuchó la voz sintetizada.

Simplemente, activó de nuevo el foco láser, disparó y creo una abertura en forma de ojo rasgado vertical.

Se perdió en las sombras de la noche artificial.

—————

—————

—————

—————Ginés Linares—————gines.linares@gmail.com—————

Si lo has pasado bien leyendo este relato, dilo a través de un comentario o un email. Si no te ha gustado, dilo también. Solo si te he aburrido, puedes marcharte sin deber nada. Y ya lo siento.

El aburrimiento es la suprema expresión de la indiferencia , René Trossero.