Ojo por ojo

Esta fantasía, por desgracia, es aún real en algunos sitios.

Ojo por ojo

(Gay+No consentido)

Partimos el jueves a medio día hacia un pueblecito no muy lejano; llovía y creímos que las actuaciones no iban a lucir demasiado. Cuando entramos entre las primeras casas, ya había gente joven esperándonos; los saludamos por las ventanillas y seguimos hasta la plaza donde estaba el Ayuntamiento a un lado y la iglesia al fondo. En el otro lado, y mirando al centro de la plaza, habían montado un escenario no muy grande que nos iba a traer algunos problemas de sitio. Una vez hechos todos los trámites, comenzamos a montar los instrumentos y me puse yo en la parte lateral a pelar unos cables para soldarlos mientras me hablaba Daniel sacando brillo a su micrófono. En aquellos momentos, alguien me dio unos toques suaves en el hombro, me puse en pie y me di la vuelta con la navaja en la mano. Alguien a quien conocía del año anterior, me miró asustado: «¡Soy yo! ¿no te acuerdas?».

¡Fernando! – le dije doblando la navaja - ¡Claro que me acuerdo de ti, tío! Aunque has cambiado bastante.

Creí – me dijo con timidez – que ibas a pincharme con eso. Vengo en son de paz ¿eh?

¡Pues claro! – le estreché la mano -, no te veo yo a ti agrediéndome por la espalda. Mira, ven. Este es nuestro nuevo cantante, Daniel; además – bajé la voz – es mi pareja.

Sonrió y saludó con la cabeza, y Daniel se levantó y se acercó a besarlo, pero el chico se echó atrás. Tomé a Daniel por la camiseta y tiré de él: «¡No lo beses, recuerda que esto es un pueblo!».

Se dieron la mano y le dije a Fernando que se sentase con nosotros mientras terminábamos antes de ir a ducharnos y cambiarnos. Le pregunté cómo iban las cosas y, al principio, por su timidez, nos contó algo sobre sus estudios y sobre un dinerillo que ganaba en una pequeña fábrica de su tío, pero cuando Daniel empezó a hablar con él y le preguntó cosas y se fue la conversación por otros sitios, le dije en voz baja:

¿Qué? ¿Te atreves ya a echarte un novio guapo o todavía te lo piensas? Mira el que he encontrado yo.

Verás… - parecía no querer contar aquello -, tengo un amigo.

¿Un amigo? – le dije -. Bueno, por algo se empieza; ahora sólo tienes que ir estudiando si… le vas o no le vas.

Es que no entiendo mucho de eso – hablaba siempre en voz muy baja -, pero va siempre a buscarme, me regala cosas, me compra chicles. Somos buenos amigos, pero yo no me atrevo a decirle nada y él no dice nada.

¡Vaya! – le dijo Daniel con prudencia -, así no lo sabrás nunca. Es posible que el chico esté deseando de que le digas algo y tú… callado.

¿Sabéis? – dijo con misterio -, a lo mejor me lo imagino, pero a mí me parece que está enamorado de mí.

¡Anda, chico! – le pellizqué el brazo -, como tú esperes a que él te diga algo y él espere a que se lo digas tú, no llegaréis nunca a saberlo. ¡Atrévete!

Lo sé – se encogió de hombros -, pero ya sabéis cómo son los pueblos. Si le digo algo y se molesta, ya me hacen la cruz y me dan de lado.

Las fiestas – le dijo Daniel – son un momento bueno para saber esas cosas. Cada uno va a lo suyo. Os metéis donde haya mucha gente, a bailar, cuando os hayáis tomado unas copas y le das un rocetón y esperas a ver qué hace.

Es que no bebemos – dijo -; nunca pasará eso porque no nos ponemos ni con cerveza ni con porros ni nada.

Sois muy jóvenes – le Dijo Daniel -, tienes que buscarte un juego o algo… no sé, cuando estéis un día solos, saca un poco el tema y le zampas un beso. ¡A ver qué hace!

Enrojeció Fernando en ese mismo instante y se dio cuenta Daniel de que aquel chico nunca iba a conseguir nada en el pueblo; yo ya pensaba eso.

Llegó la hora de la despedida y nos fuimos al hostal (que era muy pequeño) a ducharnos para que nos diese tiempo de cenar algo antes de comenzar. Afortunadamente, las actuaciones de ese pueblo nunca duraban hasta las seis de la mañana. Comenzamos a las diez de la noche, como siempre, y me pareció extraño no ver al jovencillo Fernando por ningún lado. Eso significaba que tampoco iba yo a poder echarle un ojo a «su amigo» para saber de qué iba. En el primer descanso, entramos en un bar lleno de gente y, antes de decir yo nada, habló Daniel:

¡Oye, tío! ¿Y el chavalín ese, Fernando? No lo he visto.

A mí me ha extrañado mucho – le dije -; a lo mejor está por ahí con su amiguito en cosas más interesantes que oírte a ti cantar.

¡Qué gracioso! – me dijo riendo -; pues que sepas que te lo pregunto porque me da que pasa algo. Puede ser que no le haya gustado lo que le hemos dicho esta tarde o puede que haya pensado un poco y se haya lanzado

A mí me preocupa – le dije -, el año pasado no se separó de mi lado para nada.

¡Ahhhh! – me guiñó un ojo -, ya te lo has tirado, ¿eh?

¿Pero qué dices? – le miré muy serio -; ¡Fernando es un niño!

Después pasaron el segundo y el tercer pase y entonces lo vi cerca del escenario mirándome con una tristeza infinita y apretándose su chaqueta como si tuviese mucho frío. Hubiera deseado soltar la guitarra al instante y preguntarle qué le pasaba, pero la música, para los demás, es muy divertida y para nosotros, un trabajo. De todas formas, no se movió de allí hasta que terminamos el pase, solté la guitarra con prisas y me fui hacia él. Daniel, al verme desaparecer, se quitó el micrófono y me siguió. Fernando se separó espantado de nosotros al vernos y temblaba… pero no hacía frío. Miró hacia el otro lado de la plaza y comenzó a andar a paso ligero entre la gente. Daniel y yo nos miramos y le seguimos. Llegamos a una calleja poco transitada y poco iluminada y allí se quedó mudo y llorando en silencio con la vista perdida.

¡Fernando, por favor! – le dije -; tranquilízate y dinos qué te pasa. No te preocupes, que te vamos a ayudar, pero ¡habla!

Seguía pegado a la pared aterrorizado, apretando su chaqueta, con la vista perdida; y sus lágrimas iban cayendo poco a poco por sus mejillas. Fue Daniel el que supo cómo preguntarle:

¿Le has insinuado algo a tu amigo?

Y Fernando, moviendo muy poco su cabeza, asintió.

¿Le ha sentado mal?

Y esta vez respondió que no moviendo levemente su cabeza hacia los lados.

Me miró Daniel confuso y le hablé yo al chico:

¿Te ha hecho daño, pequeño?

Y fue entonces cuando ya no pudo aguantar su dolor y su tristeza y se echó en mis brazos llorando y me pareció oírle decir: «¡Han sido ellos, han sido ellos!».

Y viendo que pasaba alguna gente, disimulé la situación, lo estreché con mi brazo y me lo llevé más lejos. En un entrante de la callejuela, lo separé despacio de mí y le miré a los ojos. Daniel me dio un pañuelo y le sequé las lágrimas:

¿Sabes, chico? – le dije -, nos preocupas y queremos ayudarte, pero si no hablas, no sabremos qué hacer.

Estuvo algún tiempo en silencio conteniendo el llanto y luego habló entrecortado y con rapidez:

Veníamos para la plaza… me regaló unos dulces y, como estaba un poco oscuro… le di un beso en la cara, pero se paró en seco… me miró… y me besó en los labios.

Volvió a llorar y nos quedamos esperando hasta que se calmó.

Me sonrió… - dijo sin expresión -; ya sabía yo que me quería… Encontró a unos familiares y me dijo que siguiese yo hasta la plaza, ¡pero aparecieron ellos!

¿Quiénes son «ellos»? – preguntó Daniel - ¿Son amigos vuestros?

Lo miró con tristeza y siguió su explicación:

Esos dos no nos soportan – dijo -; me tomaron a la fuerza y me llevaron a la cárcel.

¿A la cárcel? – preguntamos Daniel y yo - ¿Son polis?

No, no, no son policías; son compañeros del instituto mayores que nosotros. Nos odian. La cárcel es el instituto antiguo de aquí… está abandonado… parece una cárcel. Está junto al río.

Daniel, más frío que yo, lo miró con seriedad y le dijo:

¿Te llevaron a la cárcel, eh? Y te han hecho daño ¿Verdad? ¡Vamos! ¿Qué te han hecho? ¡Hijos de…!

Me quitaron la ropa – interrumpió Fernando – y mientras uno me agarraba… Y luego el otro

Volvió a llorar desconsoladamente y se echó en mis brazos.

¡Venga, tío! Tranquilo. Esto no se va a quedar así. No conocemos a tu amigo y hay que avisarle

¡No, no! – interrumpió otra vez - ¡A él no decidle nada!

Lo siento, chaval – le dijo Daniel muy serio -, necesitáis ayuda y si no os la damos nosotros no os la va a dar nadie. No hay prisas. Vamos a estar aquí otros tres días, pero ahora, hay que buscar a tu amigo y no os vais a separar de Tony. Os esconderéis donde nosotros os digamos y miraréis desde allí a la gente de toda la plaza. Cuando veáis a uno de esos, se lo decís a Tony. Tienes que decirnos quiénes son esos dos hijos de puta. Pero antes hay que buscar a tu amiguito; ya sabes que puede ir también a «la cárcel»… y no lo vamos a permitir.

¿Me ayudaréis? – preguntó incrédulo -. Buscaremos primero a Jorge, es mi amigo. No le digáis nada, por favor. Yo os diré quiénes son esos.

Mira, tío – le dijo Daniel -, si de verdad quieres a Jorge, aunque sea duro, debes decirle algo. No se lo digas todo… dile que te han pegado o algo así, pero que os vamos a ayudar. Tony tiene siempre a su lado las lonas para cubrir los instrumentos si llueve. Vamos a buscar a Jorge y os meteréis debajo de una de esas lonas (le guiñó un ojo). Entonces miráis y hacéis una señal a Tony para decirle quiénes son. Déjanos hacer el resto, tío.

Salimos a la plaza disimulando. Noté que Fernando andaba con dificultad y lo pusimos entre nosotros para que se viera poco. Cruzando entre la gente, se quedó parado en seco:

¡Ese, ese es mi amigo! – dijo -; no decidle nada, por favor.

Se acercó Daniel y vi cómo nos señalaba para que Jorge supiese que Fernando estaba con nosotros, pero también le dijo (sin que lo oyese Fernando), que los dos tíos del instituto le habían dado una paliza, pero que no le pasaba nada; que viniese con nosotros y que nos encargaríamos de devolverle lo que le habían hecho. El chico, asustado, asintió y se vino casi corriendo a ver a Fernando. No se atrevía a tocarlo ni a abrazarlo, pero se echó a llorar.

¡Vamos, chavales! – dijo Daniel -, no descubramos ahora el tema. ¡Vamos!

Nos los llevamos al escenario y advertí a los demás de que esos dos chicos corrían peligro. Entonces coloqué una lona en forma de tienda y les dije que entrasen allí. Por el otro lado, dejé un hueco por donde se veía el escenario y gran parte de la plaza. Me pareció que se abrazaban y Fernando lloraba en el hombro de su amigo. Comenzó el último pase y procuramos no encender mucho las luces de mi lado, pues los focos les impedirían ver al público. Al cabo de un rato, vi la mano de Fernando salir de la lona llamándome. Sin dejar de tocar, me acerqué a él y le oí:

¡Esos! ¡Esos son! – dijo – Los de las camisas rojas que se están bebiendo una litrona. ¡Ahí, ahí enfrente!

Vi con facilidad a dos machotes chuleando entre la gente. No me cabía duda: eran ellos. Hice unas señas a Daniel y me contestó con un gesto: ya sabía los que eran. Propuse entonces cerrar el pase con un tema instrumental, de esta forma, Daniel bajaría antes a buscarlos y yo le guiaría desde arriba. Así se hizo. Se acercó a ellos que bebían y reían y, aprovechándose de que le conocían de la orquesta, les dijo:

¡Hola, tíos! ¿Me dais un poco de cerveza? ¡Joder, qué calor hace ahí arriba!

Y los tíos, sabiendo que la gente los vería hablar con el cantante de la orquesta (para ellos sería como si los vieran hablar con Michael Jackson), le dieron cerveza y se pusieron a hablar de todo. Mientras tanto, recogimos las cosas del escenario y le dije a los chicos que no se moviesen de allí. Tomé una pieza de cable viejo y mi navaja, bajé a la plaza y me acerqué a Daniel y a su nueva compañía y les estaba diciendo algo sobre una piedra de coca pura que estaba buenísima. Cuando llegué, me saludó de forma que supiese sus planes:

¡Eh, colega! Que estos chicos tienen cerveza y les he invitado a una rayita de esa piedra pura que tú tienes.

De una forma y de otra, convenció Daniel a esos dos de que habría que ir a un sitio tranquilo y escondido para tomarnos la coca y uno de ellos cayó en la trampa:

¡Jo, tíos! Hay un instituto abandonado ahí abajo, al lado del río que es un sitio de puta madre.

¿Estáis seguros de que allí no nos verá nadie? – preguntó Daniel -; no queremos líos

¡Que vaaaa! – contestó uno -. Allí no va nadie de noche. Algunas veces nos ligamos a unas tías y nos las llevamos allí.

Daniel se resistió un poco como si no se fiase de que el sitio fuera seguro y, entonces, fue cuando aquellos dos machitos empezaron a insistir y nos lo pedían por favor: «¡Vamos, tíos, que es un sitio muy seguro!».

Al final, accedimos y nos llevaron a «la cárcel». Efectivamente, era un lugar lóbrego, muy tenebroso, algo retirado de las casas y cerca de un pequeño río. Aunque todo estaba a oscuras, se veía bastante bien. Nos mostraron unas verjas que podían abrirse con facilidad; y entramos. Encendimos los mecheros y pasamos por un pasillo ancho hasta entrar en una habitación que debió ser un aula en su momento. Allí tenían unas cajas para sentarse, velas, botellas y una vieja mesilla de noche.

Aquí tenemos un sitio de cojones, tíos – dijo uno -, aunque hagamos ruido no se nos oye.

Entonces, nos sentamos en cuatro cajas alrededor de otra y sacó uno de la mesilla una baraja de cartas: «Con esto se puede hacer la raya».

No, no – le dije -, eso no estará muy limpio, espera.

Y sacando la cartera, puse sobre la «mesa» un billete de cien euros y le dije a Daniel que fuese haciendo el canutito. Los dos tíos se miraron con disimulo; era mucho dinero para hacerse un canutito. Entonces me puse en pie y saqué una bolsa de caramelos que llevaba siempre encima y la hice pasar por la bolsa de coca, pero la metí otra vez en el bolsillo y saqué entonces la navaja: «Con esto se corta mejor».

Mostraron una sonrisa que dejaba entrever algo de temor y, en ese momento, aproveché para abrirla. El sonido de la navaja en el silencio los empujó hacia atrás y tuvieron que disimular que estaban asustados. Y tomé la navaja por el puño y la clavé en la «mesa».

¡Vamos, tíos! - les dije - ¡Todos en pie!

Daniel enrollaba el billete, pero también se puso en pie. Entonces, saqué el rollo de cable viejo que traía en el bolsillo trasero y lo fui desliando lentamente. Se miraron un poco extrañados y otro poco asustados.

¡Oye, tío! – me dijeron -, con eso no se hace una raya de coca.

Una raya de coca no – dijo Daniel sin mirarlos a los ojos -, pero se pueden hacer muchas rayas.

¡Sois polis, seguro, sois polis!

Si no hacéis lo que os digamos – siguió Daniel enrollando el billete -, aunque no somos polis, os vamos a llevar a la cárcel, pero no a esta, sino a la de verdad.

¡Tío, espera, tío!

No sabían qué decir; estaban muy inquietos, pero muy callados.

¡Contra esa pared, tortolitos! – les dije –. Las manos atrás y cuidadito con los pinchazos y con los cortes.

Se movieron lentamente hasta la pared y corté violentamente el cable en dos. Entonces se acercó Daniel al otro y le retorció un brazo dejando su cara pegada a la mugrienta pared.

¡Tíos! ¿Pero qué hemos hecho?

Lo mismo que habéis hecho – les dije – os vamos a hacer ahora, pero no con niños, que ya tenéis muchos pelos en los cojones.

Comenzaron a rogarnos, a gritar a intentar escaparse, pero el filo de mi navaja se paró en el cuello del que yo tenía agarrado. Le até bien las manos a la espalda con el cable y empezó a llorisquear: «¡Estáis equivocados! ¡No hemos hecho nada!».

Até luego al otro y comenzamos a desabrocharles las camisas mientras el filo de acero pasaba de vez en cuando por sus cuellos y nuestros bultos, ya bien duros, se restregaban por sus culos. Bajamos sus pantalones aunque se resistieron y bajamos luego los nuestros. Sacó Daniel dos preservativos y nos los pusimos con cuidado. Las piernas de los «machos» empezaban a temblarles y sus culos duritos y musculosos parecían apretados. Miraban de reojo para ver qué hacíamos y el que tenía Daniel agarrado empezó a llorar.

Mira, tío – le dijo Daniel mientras le acariciaba las nalgas -, te aconsejo que relajes tu precioso culito; te dolerá menos y sentirás un gustazo.

Comenzamos a restregar nuestras pollas por sus culos de arriba abajo y me pareció ver que el otro empalmaba un poco. Pasé mi mano por la cintura del mío y me encontré con su bulto un poco duro. Se lo sobé y lo apreté y noté que se le endurecía. Bajé la mano y le agarré los huevos haciéndole un masaje. Les besamos los hombros y el cuello y no hicieron intento de moverse, sino que aguantaban el miedo y el llanto. Mientras seguíamos dándoles masajes por el culo apretando un poco más, me miró Daniel y me hizo una señal. Había llegado el momento de entrar en faena. Cuando ya estaban empalmados y les estábamos pajeando, nos hicimos una señal y buscando el agujero apretamos fuertemente hasta el fondo. Los dos aguantaron un gemido de dolor, levantaron las cabezas y apretaron las nalgas.

¡Vamos, machotes! – les dije -, si apretáis el culito os dolerá. Relajaos, relajaos.

Con una simple mirada supimos que ya estaban las dos pollas nuestras dentro mientras apretábamos y seguíamos meneándoles las suyas. Tiramos un poco de su cintura y quedaron inclinados hacia adelante. Era el momento de comenzar la fiesta. Saqué despacio la polla pero sin dejar que se saliese y empujé hasta el fondo otra vez. Otro gemido contenido.

¿Da gusto, eh? – dijo Daniel -. Da gusto por delante y por detrás.

Volví a sacar la polla despacio como antes y a empujar hasta que mis huevos rebotaron en su suave culo. Le tiré de las nalgas hacía afuera y empezó entonces el segundo movimiento. Mi polla comenzó a moverse hacia fuera y hacia adentro con ritmo y empujaba hasta el fondo cuando apretaba. Los dos fuimos subiendo el ritmo sin dejar de masturbarles y noté que el mío hacía movimientos; parecía que iba a llegarle, así que paré y tiré de golpe para sacársela. Daniel hizo lo mismo. Nos miramos sin que nos viesen y cambiamos de tío. El que me tocó entonces tenía un culito fuerte y suave, aunque estaba un poco más gordito. Volvimos a hacernos una señal y entraron nuestras pollas de repente hasta el fondo. Contuvieron otro gemido. Comencé a meneársela al mío y noté que ya estaba mojado, así que empecé a metérsela y sacársela y parecía que ya entraba con más facilidad. Entonces le acaricié los huevos, los apreté y subí la mano hasta agarrarle la polla fuertemente y comencé a hacerle una paja apretándosela y tirando de ella hacia mí. Comenzó a quejarse cada vez que le tiraba y cada vez le fui dando más fuerte y mi polla salía y entraba con todas mis fuerzas; desde afuera hasta el fondo. Los dos tenían la cabeza apoyada en la pared y las manos atadas atrás. Vi cómo se movía el que se estaba follando Daniel y supe que se corría, así que aún le di con más fuerzas. Primero se corrió el de Daniel y comenzó a llorar, pero yo seguía dándole fuerte al mío hasta que noté que ya le llegaba el momento, así que tiré de su polla al máximo y se corrió soltando un gemido, pero… nosotros no nos habíamos corrido… A una señal de Daniel, volvimos a cambiar de tío y comenzamos con un buen masaje de polla por sus culos. Oí a uno decir «¡Ya está, por favor!».

Espera, criatura – le dijo Daniel -, ¿o es que os vais a correr vosotros y nosotros nos vamos a ir sin corrernos? Nooo

Comenzamos a follarlos con mucha fuerza, tanto que sus cabezas se separaban a veces de la pared y luego la golpeaban. Me cogió Daniel de la mano y me apretó: «¡Ya, ya!». Y así seguimos hasta descargar todo nuestro semen con el placer de aquellos culos y el morbo del lugar prohibido. Dejamos las pollas dentro un poco mientras se calmaba nuestra respiración. Saqué la navaja, la cerré y volví a abrirla; los dos miraron atrás asustados: «¿Qué vas a hacer?».

Nada, machote viola-niños – le dije -, una marquita de nada en el culete. Esa marquita señalará la primera vez que os follamos. Si os acercáis a menos de cinco metros de Fernando o de Jorge, repetiremos, pero dos veces, y haremos otra marquita en el culete. Quedan tres días… Si queréis tener hasta cuatro marcas

¡No, no! – gritó uno de ellos intentando taparse ridículamente la polla -. Te juro que no nos acercaremos.

De rodillas, machote – le dije -; se jura de rodillas.

Los dos se pusieron de rodillas llorisqueando y pidiéndonos que no les hiciéramos nada, pero yo me acerqué primero al mío, le puse la navaja en el cuello y le restregué la polla con el condón usado por la boca.

Cuidadito con lo que haces, tío – le dije -, que no es lo mismo una marquita que una buena cicatriz en la cara.

Comencé a darme cuenta de que nos estábamos pasando, pero el otro no se iba a quedar sin saborear la mezcla de mierda de sus propios culos. Este otro me pareció más colaborador o más cobarde, pues estuvo lamiendo el condón.

Bueno, machotes – les dijo Daniel -, lo dicho; lejitos de esos dos chavales y que sepáis que si os acercáis un poco cuando nos vayamos, vendremos a buscaros y a seguir haciendo marquitas.

Mientras tanto, di la vuelta por detrás de ellos y les hice un pequeño corte a cada uno en la nalga derecha.

¡Era de broma! – lloraba uno de ellos -; estábamos bien puestos y no sabíamos lo que hacíamos.

Pues yo te diré lo que habéis hecho, «machote» – me acerqué a él -. Habéis desvirgado a un niño violándolo aquí. Si no queréis que os entreguemos a la policía, mantened la boca bien cerrada y lejitos de los chavales.

Los dejamos atados y desnudos, apagamos la vela y encendimos los mecheros para salir. Corrimos luego hasta el escenario y encontramos a Fernando llorando abrazado a su amigo.

Asunto resuelto – dijo Daniel -, pero ahora os toca a vosotros avisarnos si se os acercan a menos de cinco metros. Si nos hemos ido del pueblo ya, dame un toque a este móvil.

Y guardó el número Jorge en su teléfono.

¿Qué le han hecho? – me preguntó llorando Jorge - ¿Por qué nos odian?

Cuando pasen unos días – le dije -, él mismo te dirá lo que le ha pasado. ¡Cuídalo, chico! Y besaos a escondidas; las cosas son así. Cuando Fernando te diga lo que le han hecho, sabrás que eso mismo se lo hemos hecho a ellos dos veces. Si os pasa algo, serán cuatro ¿comprendes?

Y se abrazaron bajo la lona y vi cómo se besaban con verdadero amor.

Luego, les dimos a cada uno una foto nuestra con el autógrafo y dijo Jorge que pusiéramos el día y la hora en que se las dábamos. Y así lo hicimos.

Cuando volvíamos por una calle poco iluminada hacia el hostal, me dijo Daniel que había la posibilidad de que los dos «machotes» nos denunciaran a la poli.

No creo – le dije -, por la cuenta que les trae.

Pueden tener una coartada – me respondió -; me asusta.

¡Vamos, Dany! – me eché a reír -, esto no deja de ser un pueblo.

Pero al día siguiente, cuando bajamos del escenario tras el primer pase, nos esperaban dos polis que se acercaron a nosotros amenazantes y se identificaron.

Siempre lo he pensado – dijo uno -, no me gustan los músicos. Identificaos.

Les dimos nuestra identificación y uno de ellos nos dijo que nos apoyásemos en la pared y abriésemos las piernas para cachearnos. En mi bolsillo trasero encontró la navaja. Nuestros compañeros nos miraban perplejos.

¿Qué es esto? – me dijo - ¿Es algún instrumento de música?

Sí, señor – le dije como extrañado -; al ser músico y electricista tengo que llevarla encima para pelar los cables; mi profesión me da licencia. Ábrala y verá que es una navaja de pelar cables.

Pero tomando una bolsa de plástico, sacó los dos trozos de cable que yo había utilizado.

¿Cables como estos? – me preguntó - ¿Para qué los usáis?

Lo siento, señor – le dije amablemente –, esos son cables de corriente y yo me dedico a pelar cables de sonido ¿Ocurre alguna cosa? ¿Podemos ayudar?

Me temo, músico – me dijo con malos modos -, que fuera de las horas de trabajo os dedicáis a otras cosas.

Pero en ese momento aparecieron Fernando y Jorge riéndose y, al ver a la policía se quedaron pasmados.

Papá – le dijo Jorge al que me hablaba -, ¿qué pasa?

¡Niños, a la plaza a jugar!

Papá – insistió el chico -, son nuestros amigos.

¿Vuestros amigos, eh? – le respondió -, pues tened cuidado con los amigos que tenéis.

¿Por qué? – preguntó el chico -, desde el año pasado estamos siempre con ellos.

¿Siempre con ellos? – se extrañó - ¿Estabais anoche con ellos?

¡Claro, papá! – le dijo -; cuando terminaron de tocar dimos un paseo y ¡mira la foto que nos dieron!

El poli, el padre de Jorge, vio enseguida la fecha y la hora y hablando en voz baja con el compañero, habló otro poco con su hijo aparte, se acercó y nos pidió perdón por molestarnos. Les invitamos a una copa, pero nos dijeron que no podían beber estando de servicio.

Si no hubiese sido un pueblecito, quizá se hubiese investigado de otra forma.

«Otra denuncia – les dijo Daniel a los «machotes» – y serán dos marquitas cada vez y le diremos al poli lo que habéis hecho con su hijo. ¡Shhhhhh….!».