¡Oh, doctor, esta vez hazme sufrir!

Un joven que va al médico por un problema genital se encuentra con más de una sorpresa... y la solución a sus problemas.

¡OH, DOCTOR!

Siempre he sido un joven bastante deportista, orgullo de la familia por la cantidad de medallas ganadas en triatlón. Todo ese ejercicio me ha traído más de una gratificación, como ser considerado el mejor deportista de mi colegio. Además, realmente me gusta el físico que he adquirido con esfuerzo. A lo que Dios me dio (un cabello negro liso, unos grandes ojos del mismo color, una piel tersa, hoyuelo en la barbilla y en las mejillas cuando sonrío) yo le he agregado una musculatura hermosa, fruto del esfuerzo de nadar, correr y andar en bicicleta. Así, siempre he sido alguien alegre, que disfruta la vida, a pesar de mi marcada timidez.

Aunque debo decir que eso, realmente, era hasta hace unos pocos días. No es que todo se haya vuelto negro en el último tiempo; pero he notado con preocupación un cierto dolor en mi cuerpo que, la verdad, me cuesta contar con palabras. Como que me da vergüenza. A mis padres, a pesar de tener buenas relaciones, jamás les diría lo que me pasa, pero como no puedo continuar así y como tengo algunos ahorros, finalmente he decidido que voy a ir a ver a un doctor. Aquí cerca de mi casa hay una clínica privada a la que he ido varias veces por accidentes menores, utilizando el seguro escolar. Pero, verdaderamente, no sé a quién dirigirme para contarle lo que me pasa.

Esperé en la recepción por varios minutos sin atreverme a hablar con la señorita que atendía. Finalmente, cuando cambió el turno y la reemplazó un hombre, me acerqué a él.

-Buenos días, en qué puedo servirte.

-Este, eh, oiga –titubeé largo rato- necesito ver a un doctor. Es que tengo un problema y no sé qué hacer.

Vi cómo el sujeto sonreía e intentaba calmarme.

-Cuéntame cuál es tu problema, sin miedo.

-Bueno, es que siento un fuerte dolor, como fuertes punzadas.

-¿Y en qué parte del cuerpo sientes eso?

Sentí como todos los colores me subían a la cara y, muy despacio, lo dije.

-En los testículos.

El recepcionista sonrió nuevamente, anotó algo en su computador, y se dirigió nuevamente a mí.

-Sube al tercer piso y acércate a la ventanilla de la izquierda. Ahí te van a atender.

Realmente no sentí mis pies mientras tomaba el ascensor y llegaba hasta el punto fijado, con una ficha en la mano, la que entregué a la dependienta sin decir nada. Luego de un rato, me llamaron por parlantes.

-Don José Miguel R, el doctor Fernández lo espera en la consulta siete.

El médico en cuestión, al verme, me tendió la mano cordialmente y me invitó a sentarme. Era un hombre de unos cuarenta años, de sonrisa franca, pelo engominado, mandíbula cuadrada y la sombra de la barba de un día entero de trabajo.

-Bien, cuéntame.

Ante él me sentía más en confianza. Sabía que me atrevería a contarle todo sin tapujos. Su trato y su rostro me inspiraban a hacerlo.

-Doctor, lo que pasa es que yo siempre he sido un buen deportista.

El médico asentía seriamente, invitándome a continuar.

-Practico triatlón y me va bastante bien, pero desde hace tres días que siento un dolor intenso en los testículos. Al principio pensé que se me pasaría, pero como continuó, decidí venir a verlo.

-¿Y tu padre?

-Él no lo sabe. No me atrevo mucho a contarle. Con él no se habla de estos temas.

Luego de escuchar una larga perorata acerca de la importancia de conversar de temas sexuales con los padres, el doctor me dijo que todo esto estaba considerado dentro del seguro escolar, así que no tenía que preocuparme del dinero.

-Desnúdate y pasa tras la camilla –me dijo entonces el médico.

Yo soy bastante tímido y, aunque sentía confianza frente al doctor Fernández, me daba algo el quitarme la ropa. Sin embargo, como él seguía mirando la ficha y el computador, yo me desprendí de la polera, las zapatillas, los calcetines y el short deportivo, quedando sólo con el zunga negro con que practicaba natación.

Cuando el doctor giró su vista hacia mí, noté algo diferente. A lo mejor fue el silbido de admiración tan poco profesional que lanzó. El caso es que me pidió que girase sobre mí lentamente.

-Se nota que practicas mucho deporte –me dijo-. Para tu edad, tienes una complexión atlética formidable.

Yo sólo atiné a dar las gracias, mientras me ponía colorado y me subía a la camilla.

El doctor Fernández se acercó a mí y puso sus manos en mis ancas, quitándome el traje de baño. Se acomodó luego los anteojos, intentando recuperar la compostura.

-¿Has tenido relaciones sexuales? –me preguntó.

Tuve que explicarle que hasta ese momento era virgen. No porque me faltaran oportunidades, pero que cuando estaba con una mujer me entraba el pánico y me iba del lugar.

-Ahá –sonrió levemente mientras escribía algo en su libreta.

-¿Con qué frecuencia te masturbas?

Si la pregunta anterior me era incómoda ésta lo era aún más. Varias veces, después de algún entrenamiento, mis compañeros de equipo realizaban pajas colectivas, pero yo prefería no participar de ellas, no sé bien por qué.

-La verdad, doctor, es que sólo me he masturbado unas tres veces –dije y me callé tragando saliva.

El médico repitió su acostumbrado ahá y tomó mis testículos entre sus manos.

-¿Te duelen en este momento? –preguntó.

-Algo menos que en otras ocasiones. A veces el dolor es muy intenso.

El doctor calló y siguió masajeando mis cojones. Sentía una especie de calor que recorría todo mi cuerpo.

-Si esto no es grave, puede que sepa cuál es la cura inmediata –dijo el doctor Fernández cogiendo mi pene con su otra mano.

Yo, mientras tanto, me echaba hacia atrás y dejaba que el placer fuera invadiéndome.

-Esas tres veces que te has masturbado, recuerdas cómo era el semen expulsado.

-No sé –le dije-. A lo mejor no he expulsado nada.

-¿Te has introducido elementos en el ano alguna vez?

El placer no me dejaba pensar claramente y eliminaba las barreras que yo mismo había impuesto.

-Una vez me metí un lápiz gordo –dije.

Vi entonces cómo el médico se soltaba la corbata y se abría el botón de más arriba de la camisa, para luego retomar mi miembro y frotarlo con más energía.

-Posees un pene bastante grande para tu edad –me dijo-. Ya quisieran bastantes adultos tener un armamento como el tuyo.

Yo trataba, por mientras, evitar jadear. Nunca había sentido algo igual. Sentía cómo la sangre circulaba apresuradamente por todo mi organismo y bombeaba mi cabeza.

-Me imagino que nunca te la han chupado –indicó el doctor.

Yo confirmé negando con la cabeza, al mismo tiempo que sentía cómo una lengua recorría todo el largo de mi endurecida tranca. Cuando la boca del doctor Fernández se cerró sobre mi miembro ya no resistí más. La cabeza me daba vueltas, agitaba mi pelvis locamente, mi corazón latía con furia y un disparo brotó para dar justo en los anteojos del médico, que en ese instante retiraba su boca. Cuatro tiros más continuaron, mojando el pelo del profesional y mi cara.

Quedé tendido mirando al cielo, la respiración más acelerada que en cualquier competencia deportiva. El doctor se quitó los lentes y los limpió, acercando luego toallas de papel a mi cuerpo, con las que quitó todo resto de semen.

-Creo que ahora, paulatinamente, el dolor de tus testículos comenzará a disminuir –dijo-. Desde hoy en adelante deberás masturbarte al menos tres veces a la semana, por prescripción médica. Puedes hacerlo de distintas formas. Ensaya cambiar de mano, frotarlo contra las sábanas, sacudirlo como un trompo. Puedes seguir metiéndote objetos, siempre que sean fáciles de recuperar. Por si esto fuera algo más grave, te espero en tres semanas más para hacerte unos exámenes más minuciosos.

Yo asentí y recogí mi ropa y me propuse partir.

-No olvides las instrucciones –me dijo- y ven directamente hasta esta consulta a las veinte horas.

La vida siguió de lo más bien. El dolor de testículos desapareció como por milagro. Comencé a masturbarme frecuentemente. Ahora esperaba el final de los entrenamientos para correrme la paja en la ducha. Incluso, me atreví a compartir con los compañeros, que pensaban que yo no los tomaba en cuenta porque era el campeón. Pero pronto sus miradas hacia mi miembro fueron creándome fama de superdotado. Yo, por mi parte, también los miraba con admiración. Tenía que confesar que me gustaban sus picos tan paraditos y en fila en el banco de los vestuarios. Si fuera por mí, ahí mismo me habría hincado a sus pies para metérmelos en la boca, como había hecho el doctor Fernández conmigo.

Llegó el día de la nueva consulta. Como era verano, seguí vistiendo poca ropa. Y, por la misma razón, a pesar de ser las ocho de la noche aún estaba claro. Me acerqué a la recepción sin tener que esperar nada esta vez. En cuanto llegué, el doctor me hizo pasar a su consulta. Pero él no estaba solo. Vestido de blanco, de pies a cabeza, como lo hacen los enfermeros, había un mulato que debía medir cerca de los dos metros. Al verlo, me intimidé bastante. Pero, como en la ocasión anterior, el médico me calmó con su trato y su sonrisa.

-Te presento a Carlos –me dijo-. Él es un enfermero que realiza estudios en nuestro país. És colombiano.

El rudo enfermero me alcanzó la mano y me fijé en el aro de color dorado que le pendía desde la oreja izquierda.

-Como estás –me dijo con su acento tan peculiar.

Le respondí que bastante bien. Lo mismo hice cuando el médico me preguntó por el tratamiento que me había dado, asegurándole que el dolor había desaparecido.

-Sí –dijo- pero aún no sabemos si puede volver. Así es que te someteremos a nuevos exámenes. Para eso está aquí Carlos, para que me apoye en esto.

Ahora bien –continuó-, debes recordar que, por ningún motivo, puedes eyacular hasta que el examen haya concluido. Si lo haces, recibirás un buen castigo.

El doctor sonrió y pensé que era una broma; pero igualmente me inquieté bastante.

-Anda sacándote toda la ropa –me dijo- pero hazlo con lentitud, sin prisas.

Noté cómo la luz de la consulta disminuía y comenzaba a sonar una curiosa melodía. Yo me quité la ropa al ritmo hipnótico que me sugería la melodía y esperé desnudo en el centro de la consulta. El doctor Fernández se me acercó y amarró a mi pene un curioso aparato.

-Esto es un sensor de calor y pulsaciones –me dijo-. Con él mediremos cómo te estimulas ante diversos elementos.

La música entonces varió y vi aparecer ante mí a Carlos vistiendo sólo un soutien rojo y bailando acaloradamente. Me puso sus pezones ante mis ojos y vi cómo le colgaban de ambos sendas argollas doradas, algo más grandes que la de la oreja. Mi miembro respondió positivamente al estímulo y se incorporó rápidamente, iniciando un frenético sonido como de sirena. El médico movió un botón y el aparato calló.

Dándome la espalda, el caliente colombiano bajó su prenda y vi el trasero más musculoso de toda mi vida. Me lo acercó a la cara y yo, ya sin responder por mí, olfateé su cavidad con ansias. El médico, entonces, tomó mi cabeza y me la introdujo entre sus nalgas. Mi lengua actuó sin mi consentimiento y se adentró entre los pliegues. Mientras, el doctor pasaba sus manos por mi cabello, el cuello, la espalda y acariciaba mis nalgas. Cuando un dedo atrevido se introdujo en mi agujero, la alarma sonó nuevamente.

El médico, entonces, retiró el aparato y midió la erección que tenía con un compás, anotando todo en su libretita.

Cuando Carlos se dio vuelta, devoré su inmenso y oscuro pene, con ansias, provocando el roce de la argolla que tenía en su glande ciertas arcadas en mí. Retirando su miembro de mi boca, sacó también la argolla que mantenía allí. Yo volví a devorar con fervor.

Entonces pude ver que el doctor estaba desnudo frente a mí. Juro que jamás había visto un miembro así: surcado de venas, ancho como el de un toro y largo como un bambú. Acerqué mi mano para tomarlo, pero un golpe de fusta en mi pecho lo impidió.

-Esto es un examen médico, caballero. Así es que le ruego que no se tome atribuciones que nadie le ha dado.

Pedí disculpas y miré afligido al doctor Fernández. Tenía unas botas vaqueras puestas y una fusta para caballos brillaba entre sus manos.

-Espero que esto no se repita –dijo con firmeza.

Hizo que me incorporara y comenzó a pellizcar firmemente diversos puntos de mi cuerpo. Comenzó con los pezones, que me dolieron especialmente. Continuó con las nalgas, retorció mi hinchado falo y aseguró que ahora sí sabría lo que es dolor de testículos. Y verdaderamente lo sentí cuando apretó mis dos huevos en su mano. Cuanto más gritaba, más parecía a él agradarle.

-Carlos –le dijo a su enfermero-, prepáreme las pinzas dilatadoras.

El atractivo mulato acercó al médico una bandeja, de donde el doctor Fernández tomó unas pinzas especiales, redondeadas en las puntas, y con un resorte que las hacía abrirse.

-Ponte en cuatro –me dijo el médico y yo obedecí.

A pesar de que me aplicaron una crema, el dolor en mi ano al sentir cómo entraban las pinzas era inmenso. Pensé en gritar, pero ya se había hecho tarde y nadie estaría en la clínica. Por otra parte, estaba nuevamente comenzando a sentir placer, sobre todo cuando el médico comenzó a girar las pinzas en mi culo. Además, Carlos agitaba mi miembro hasta el límite del orgasmo. Ya deseaba eyacular, pero cada vez que estaba a punto, el enfermero golpeaba mis testículos haciendo que mi pene disminuyera su tamaño.

-Bien –dijo el médico-, creo que ya estamos preparados.

Ante mí, vi cómo Carlos introducía el frasco de crema en su culo, para luego, apretando, vaciarla en su interior. Un gemido me decía que aquello le gustaba. Mientras, el doctor retiraba las pinzas para cambiarlo por unas bolas unidas por un cordel. Yo también gemía. El médico acercó entonces mi miembro, cubierto con un condón, al apretado esfínter del colombiano. Con esa cantidad de lubricante, mi pene, primerizo en estas funciones, se hundió profundamente.

-¿Te gusta? –me preguntó el médico.

-Ahá –fue lo único que pude responder, bombeando aceleradamente.

Pensé que esta vez si podría irme cortado. Pero justo cuando me venía el orgasmo Carlos retiró su trasero y el doctor Fernández pegó un fustazo en mi erecto miembro, que se redujo nuevamente.

Continuó ahora la estimulación lingual del doctor, que aceptó que yo tocara su miembro, mientras realizábamos un sesenta y nueve en el suelo. Carlos, mientras, retiraba las bolas de mi culo para continuar lamiéndolo con delectación.

Pero ellos sabían siempre cuando ya estaba por terminar y paraban, dejándome cada vez más caliente. Esta vez el juego continuó con la enorme tranca del médico dentro de mi agujero. Jamás habría pensado que eso me cabría. Pero ya estaba tan dilatado y tan excitado que todo podía ser posible. Gocé como demente, notando los besos del galeno en mi cuello y su jugueteo de dedos en mi miembro. Carlos, ahora, me chupaba los dedos de los pies.

-Eres el chico más caliente y mejor formado que he atendido médicamente –me decía el hombre en mi oído, jugueteando su lengua por mi canal auditivo.

-Tienes el mejor culo y el mejor aparato del mundo. Yo por ti haría lo que me pidieras –siguió susurrándome.

-Esta vez, cuando sientas que te vas, podrás hacerlo –me dijo.

El enfermero se incorporó y me besó apasionadamente. Mi boca se abrió para dejar que su lengua llegara casi hasta las cuerdas. Yo tomé su miembro en mi mano y lo masturbé como con rabia.

-Oh, doctor. Me voy –grité al mismo tiempo que el doctor Fernández vaciaba sus testículos en mi ano y Carlos depositaba su semen espeso en mi mano. El pecho del enfermero quedó lleno de mi propia esperma, en una descarga fenomenal. El médico retiró su tremendo palo de mí y, sacándose con cuidado el preservativo, bebió algunas gotas de su propio semen. Acercó luego el extraño recipiente al caribeño enfermero, que también compartió el contenido. Yo, simplemente, saqué la lengua esperando compartir el contenido.

Luego, nuestras bocas se compartieron.

-Creo que debieras continuar este tratamiento –me dijo el doctor Fernández una vez que los tres estuvimos vestidos.

-Puede ser –dije-, pero la próxima vez la fusta la manejo yo. Tú dijiste que harías lo que te pidiera.

Sergio, mi amigo médico, sonrió y me pasó la herramienta. Desde ese día mantenemos el tratamiento cada cierto tiempo. Muchas veces el que da las órdenes y dirige soy yo; pero a veces también me gusta recibir un buen escarmiento por mi mala conducta. Ahí es cuando más disfruto la fusta sobre mis nalgas.

-Oh, doctor. Esta vez, hazme sufrir.

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