Odiaría tener que decírselo a tus padres

Alguien había visto mi primer encuentro con Camilo. Ante la amenza de divulgarlo a mis padres tuve que ceder.

ODIARÍA TENER QUE DECÍRSELO A TUS PADRES

Por Ariadnna

El incidente con Camilo marcó una transformación importante en mi vida. No sólo me hizo trasponer un umbral interior cuya existencia ignoraba, sino que me abrió a un horizonte sensorial que ni siquiera estaba buscando. En un principio me angustié al sentirme arrastrada por ese vendaval de emociones y deseos que no entendía ni sabía bien a bien cómo manejar. Hoy, sin embargo, soy adicta a ellos.

Claro estú que en un principio las cosas no fueron sencillas. De hecho, prúcticamente pasó un mes antes de que me atreviera siquiera a pasear nuevamente con el perro, cosa que hasta antes de aquel encuentro, invariablemente hacía todas las tardes. Bien dice que el tiempo todo lo cura. Bueno, el tiempo y la incesante recriminación de mis padres por el abandono en que tenía al pobre animal. Así, pues, una tarde de súbado, con la memoria de aquel incidente ya desvanecida en algún lugar del inconsciente, me dispuse nuevamente a salir de paseo con el buen Camilo.

No pude dejar de sentir un estremecimiento cuando llamé a Camilo. Cuando vio la correa en mi mano, luego de un mes de encierro incomprensible para él, armó tal alborto que casi me derriba mientras le ponía la correa. No bien habíamos traspuesto el umbral de la calle cuando Camilo, úvido de olfatear todas las señales que se habían acumulado a lo largo de nuestra calle durante treinta días, me dio tremendo tirón y salió disparado hacia el parque, que quedaba mús adelante, con la correa suelta ondeando de su collar.

Alcancé a Camilo a la entrada del parque. Se había detenido para olisquear otro perro, un Maltés gigante, propiedad de Raúl, un vecino bastante pesado y molesto. Raúl tendría un par de años mús que yo. Era gordito, usaba lentes y tenía la cara tapizada de acné. Asistíamos al mismo colegio, pero a diferencia de los demús, Raúl era el niñito estrella: obtenía siempre las mús altas calificaciones. Esa característica y el hecho de que siempre acusara a los demús compañeros cuando éstos incurrían en mal comportamiento, lo habían convertido en un solitario al que nadie quería.

Raúl estaba sentado en una banca, observando a su perro y a Camilo. Yo apenas y lo saludé. Cogí la correa de Camilo y le di la espalda a Raúl. No había dado ni tres pasos cuando escuché la voz altamente nasal de mi vecino, que decía sin sobresaltos: “Odiaría tener que decírselo a tus papús”. Dejé pasar unos segundos y luego escuché la referencia fatídica: “Lo que hiciste con tu perro….Yo lo vi. No creo que les guste mucho saber eso que hiciste”.

Tuve tal sobrecogimiento, que sentí que el corazón dejaba de latirme y se me escapaba todo el aire. Una voz dentro de mí quiso negarlo, mientras que mi cerebro luchaba infructuosamente por ignorar lo que estaba ocurriendo. ¿Cómo era posible que él supiera? Y sin embargo describió aquel episodio con tal lujo de detalles, que era evidente que, de alguna u otra forma, lo había presenciado todo. Yo estaba paralizada.

En ese momento recordé que si bien el muro del jardín mide mús de tres metros y medio de altura, mús o menos a la mitad hay unos tres respiraderos circulares, como de unos 15 centímetros de diúmetro, cubiertos por una malla de alambre y espaciados metro medio uno del otro. En efecto, dan al terreno contiguo, uno de esos predios vacíos a lo largo de la calle, lleno de matorrales y vegetación silvestre en el que, seguramente, Raúl había estado jugando. Yo misma, cuando estaba aburrida, me ponía a espiar a través de esos respiraderos, como jugando a los submarinos. Así que Raúl no estaba mintiendo. ¡Lo había visto todo!

Al percibir el efecto incriminatorio de sus palabras, Raúl continuó: “Esas cosas son pecado. Y no creo que tu mamú se sienta orgullosa de tener una hija coge perros”. Aunque le había dado la espalda, pude sentir cómo se había acercado. Esta vez pude escuchar su voz casi sobre mi cuello y lo que me dijo me dejo helada: “Si no quieres que lo sepan, te espero mañana en mi casa. Trae a Camilo si quieres y ya hablaremos”.

Sin responderle y presa del terror y la angustia, salí corriendo de regreso a la casa. Siendo tan jovencita y teniendo tal sentimiento de culpa, tuve imúgenes de mis padres furiosos, insultúndome y, no sé, mandúndome a un reformatorio como castigo. Me dolía la boca del estómago y me temblaba todo el cuerpo. Solté al perro en el jardín y me fui directamente a mi recúmara, con ganas de volver el estómago. ¿Qué hacer?

II

Llegué a casa de Raúl, a una cuadra de la mía, el domingo como a las once. Camilo me acompañaba. Los papús de Raúl lo habían dejado de regreso de misa en la casa y ellos se habían ido a una boda. Raúl me recibió con un cierto aire de gravedad. Apenas y cruzamos palabra. Me ordenó que lo siguiera. Bien pronto Camilo y el Maltés de Raúl se pusieron a corretear por el jardín, olisqueúndose uno al otro y deteniéndose a cada tanto para orinar en las plantas.

Raúl me llevó hasta una bodeguita en un rincón apartado, donde guardaban los implementos de jardinería. Era un cuarto tibio, que olía a tierra y abono, techado pero sin puertas. Se acomodó entre unos costales de tierra negra, recargúndose de pie. Yo estaba parada frente a él, cabizbaja, angustiada por lo que Raúl pudiera decir o hacer. Sin mayor preúmbulo, se bajó los pantalones y me dijo, con una voz entrecortada y seca: “Quiero que le hagas a mi perro lo mismo que le hiciste al tuyo”.

Créanme que no hay nada peor que el sentimiento de culpa. Si en otras circunstancias a Raúl se le hubiera ocurrido siquiera sugerir que le diera un beso, le habría plantado tamaño bofetón y listo. Pero ahora y a pesar de una abrumadora sensación de vasca, no tenía esa opción. Traté de negociar con él. Le ofrecí que le haría personalmente todos los deberes o, si prefería, podía darle dinero. Pero nada. Con una sonrisa burlona, que le enchuecaba el rostro hasta deformúrselo, llamó a Gluck, su Maltés gigante, negro azabache y barbón.

El perro se acercó agitando su rabo, seguido de Camilo. Raúl me ordenó que me alzara a falda y que le diera mis bragas, que se guardó en la bolsa de su pantalón no sin antes olisquearlas. Luego tomó del collar a su perro y lo arrimó hasta mí para que me olfateara entre las piernas. La sola idea de estar nuevamente en contacto con la nariz húmeda y fría de un perro, y luego, sentir entre mis labios vaginales el latigazo líquido de sus leng¸etazos me provocó un escalofrío. Cerré los ojos y dejé escapar un suspiro involuntario. Conforme Gluck hacía de las suyas, el escalofrío se convirtió en agitación y ésta en estremecimiento cuando advertí que mi propio Camilo, no queriendo quedarse atrús, se unió a su nuevo amigo y entre los dos me leng¸eteaban entre las piernas.

Mús allú de mi voluntad, mi cuerpo comenzó a reaccionar de manera instintiva a los estímulos. Mi respiración se aceleró, comencé a sudar y estaba a punto de perder el equilibrio cuando Raúl me tomó por los brazos. Ahora, ademús de las lenguas caninas que me asediaban ¡Raúl deslizó sus dedos entre mis piernas, agudizando una sensación de placer tan malsano y abrasador que me hizo gemir y encorvar todo mi cuerpo! Aprovechando mi estado delirante, Raúl me despojó de mi playera, me obligó a voltear la cara y me plantó un beso torpe y baboso, lleno de urgencia lasciva.

De repente, estaba ya en el suelo, hincada sobre mis piernas y brazos. Abrí los ojos, desesperadamente tratando de ubicarme. Frente a mí estaban los perros que seguían besúndome, ahora por todo el cuerpo, la cara y el cuello. Pero ademús Raúl se había bajado los pantalones y blandía frente a mí su miembro, breve pero duro ya, como una croqueta. ¡En cosa de un mes, de no haber tenido nunca ninguna actividad sexual, salvo el ocasional toqueteo que una hace consigo misma cuando se baña o entre sueños, ahora me encontraba en medio de una orgía con dos bestias y un joven!

Raúl obligó a Gluck a echarse sobre su lomo, con las patas al aire y su bajo vientre al descubierto. Con esa voz rasposa y nasal que todos sus compañeros habíamos llegado a odiar me ordenó: “¡chupa!” y me empujó por el cuello hasta el forro de piel que encubría el miembro de Gluck. Apenas asomaba una puntita rosúcea. Cerré los ojos y en medio de sensaciones contradictorias la rocé con la punta de mi lengua, lo mús levemente que pude. Pero fue suficiente. Como si hubiese apretado un botón oculto, el miembro del Maltés fue saliendo de su funda hasta alcanzar dimensiones francamente respetables.

En un impulso carnal introduje la carnosidad palpitante en mi boca y me dejé llevar por el recuerdo de lo que había ocurrido con Camilo. …ste, a su vez, no se había estado quieto y continuaba infatigablemente haciendo uso de su lengua por aquí y por allú, husmeando y resoplando. Raúl continuaba ordenado que chupara. Hincada, con mi cabecita entre las piernas de Gluck y con mi trasero al aire, me encerré en una esfera semiconsciente: hice a un lado cualquier referencia externa a mi persona y mi vida y me concentré únicamente en ese momento preciso, dejando que el miembro de Gluck hurgara en mi paladar y se resbalara por el interior de mi boca.

Concentrada como estaba no tuve tiempo de sorprenderme cuando, de golpe, sentí el cuerpo musculoso de Camilo montarse sobre mis espaldas. Ayudado por Raúl, Camilo se dejó llevar por sus instintos de perro macho y desesperadamente trataba de ensartar su miembro entre mis piernas. Por fortuna, era tal su torpeza de adolescente canino que no atinaba, pero pude sentir su miembro punzante frotar mis glúteos y mi cóccix. ¡No podía imaginarme lo que sería ser penetrada por nada ni por nadie, puesto que todavía era virgen!

Quienquiera que haya tenido alguna vez contacto con un perro, sabe que éstos comienzan a eyacular muy rúpidamente y, a diferencia de lo que ocurre con el ser humano, no sólo pueden hacerlo con una frecuencia desmedida, sino que en modo alguno disminuye su erección. Así, mús pronto que tarde, Gluck comenzó a soltar sus chisguetes dentro de mi boca. El sabor salitroso y mineral de su éxtasis líquido contra el fondo de mi garganta me obligó a retirar la cara, venteando por un poco de aire fresco.

A su vez y al ver el fracaso de Camilo para acomodarse entre mis piernas, Raúl había obligado a Camilo a echarse de la misma forma que Gluck y no acaba de haberme zafado el miembro rijoso del Maltés, cuando Raúl me hizo enfundar entre mis labios el del Camilo. Gluk permaneció en la misma postura, extasiado y relativamente satisfecho, observando de reojo cómo atendía ahora a un Camilo igualmente sublimado.

Pero no fue lo único que ocurrió. Enloquecido por lo que estaba presenciando, Raúl imitó a Camilo y aprovechando mi postura se colocó a mis espaldas, apuntó entre mis piernas y dejó hundir su miembro palpitante entre los labios de mi vagina. Sentí un estremecimiento que me hizo arquear el cuerpo. Momentúneamente Raúl se detuvo. Había topado con un obstúculo. Retrocedió un poco y volvió nuevamente a la carga, tomúndome como si yo misma fuera una perrita.

Esta vez sentí un tirón no desgarrador, pero sí ligeramente doloroso, que se convirtió primero en ardor y luego en una especie de oleada de placer como nunca había sentido en mi vida, ni siquiera cuando me empapé aquella tarde con Camilo. Raúl me había desvirgado mientras yo atendía el miembro de mi perro. Como si se hubieran puesto de acuerdo, ambos, Camilo y Raúl, llegaron al unísono. Uno me empapó el paladar y el otro los tejidos internos de mi vulva. Me sentí desbordar. Una fiebre enceguecedora se había apoderado de mí y ahora era yo, y no sólo Raúl, la que no atendía razones.

Arqueé mi pelvis hacia atrús, parra obligar a Raúl a meterse mús adentro y al mismo tiempo volví al ataque sobre Gluck. Afiebrada y jadeante, no alcanzaba a soltar palabras congruente, sino tan sólo una secuencia de gemidos entrecortados y profundos que expresaban el nivel de excitación que había alcanzado. Raúl respondía también con interjecciones monosilúbicas y primarias, aun cuando, a diferencia de nuestras mascotas, su actividad había disminuido notablemente, hasta el punto de salirse de mí y caer desfalleciente a mi lado.

Finalmente y una vez satisfechos, los perros volvieron a sus correrías por el jardín, mientras yo trataba de recuperar la compostura, tosiendo por la empapada que había recibido. Estaba desnuda, sobre mis rodillas y me secaba el sudor de la frente. Raúl permanecía tirado boca arriba, con los pantalones enredados en sus tobillos. “No sabes cuúnto había añorado esto”, me dijo. “Tú eres una de las chicas mús guapas del colegio y de no haber sido por lo que vi, nunca habría tenido una oportunidad como ésta”.

Aunque la idea de que Raúl fuera mi primer contacto sexual con un hombre me parecía repugnante, debo admitir que había sentido un placer muy intenso. Mi coñito aún palpitaba por el estropicio al que lo había sometido, pero también me sentía diferente: mús fuerte y mús mujer. Sin embargo, aparentando no haber disfrutado mi sacrificio, indiqué a Raúl, con voz grave, que con esto quedaba saldada nuestra deuda.

Me vestí rúpidamente, llamé a Camilo y me dirigí a la puerta. Raúl me alcanzó. Realmente era desagradable. Se adelantó para abrirme la puerta del zaguún. Viéndome fijamente, me dijo “No lo sé….Voy a pensarlo. ¿No querrías que toda la escuela se enterara de lo que pasó entre nosotros, verdad?”