Obsesionado desde que nació
Relato de a donde me llevó el deseo enfermizo que tuve por mi sobrina desde su más tierna infancia.
Me llevo 14 años con mi sobrina. Siempre he sido y seré incapaz de hacerle daño, al menos no como un criminal, aunque ya desde su infancia haya tenido fijación sexual por ella, no me preguntes por qué. Supongo que porque siempre fui muy tímido y tuve mi primera relación con una chica a una edad muy tardía, y durante mucho tiempo mi sobrina constituyó la única posibilidad de encauzar mi deseo sexual. En mi defensa puedo decir que ella nunca lo supo, así que puedo considerar mi deseo atroz por ella como algo más o menos inofensivo.
Recuerdo como cuando ella apenas contaba pocos años la sentaba sobre mi regazo viendo la tele y no podía reprimir una violenta erección. Pero todo se quedaba ahí. Creo que en aquella época, más que deseo sexual, era atracción por lo prohibido. Un día, cuando apenas debía tener 6 ó 7 años, jugamos a los besos. Yo le daba besos en la boca y ella se reía y se limpiaba sus labios infantiles después de cada beso, sin comprender nada. Entonces, no se por qué, le dije "vamos a jugar a las cosquillas, tu, cuando quieras que pare, me lo dices"; ella estuvo de acuerdo.
La tumbé en la cama, comencé a acariciarle la garganta, y a mi pregunta de si quería que siguiera ella contestó que sí; entonces introduje mi mano por su camiseta alcanzando apenas el esternón. No sé que tipo de satisfacción le daba a una niña como ella la situación, pero cuando le pregunte si seguía, volvió a contestar que sí. Atravesé su pecho que a esa edad no tenía ninguna condición femenina y baje hasta alcanzar la piel blanda y atrayente de su barriga. Supongo que para ella realmente estaba cumpliendo los objetivos del juego, porque debía sentir unas caricias, unas cosquillas muy dulces. Le pregunté si seguía y volvió a contestar que sí.
Yo en aquella época nunca había acariciado el cuerpo de una mujer. Bajé aún más mi mano hasta su pelvis, al límite de su zona íntima pero sin allanarla y le pregunté si seguía. Ella, una niña de siete años que no comprendía nada de lo que significaba su respuesta, dijo que sí. Profundamente avergonzado de a donde me había llevado aquella situación le contesté que no y saqué mi mano.
Aunque son evidentes las connotaciones sexuales de este tipo de escarceos, dudo mucho que en aquella época sintiera verdadero deseo sexual por la niña, es decir, no me considero un pederasta, porque cuando me masturbaba no pensaba en mi sobrina, sino en las chicas de mi edad. Era lógico que cuando consiguiera poseer por primera vez a una mujer adulta finalizara este tipo de relación enfermiza y así sucedió, para tranquilidad de mi conciencia, porque no creo que siquiera le queden recuerdos de aquella etapa.
Ella fue creciendo y entró en la pubertad. Recuerdo un día, cuando debía contar más o menos 11 años, que llevaba una camisa blanca y una falda de tablas. La camisa le quedaba algo pequeña y, aunque estaba bien abrochada, se ahuecaba un poco entre botón y botón permitiendo ver ligeramente su interior. Como es lógico, en aquella edad mi sobrina no llevaba sujetador, y en una ocasión pude contemplar por la abertura de la camisa el incipiente abultamiento de uno de sus pezones. Puedo decir que aquel instante fue el verdadero origen de mi loco deseo sexual por mi sobrina. Aquél día me masturbé, por primera vez, pensando en ella y ya desde entonces no pude dejar de hacerlo. A partir de ese instante y con más intensidad cada vez, empecé a sopesar la posibilidad de algún día poseer el cuerpo de mi sobrina, pero ésta idea me provocaba un grandísimo sentimiento de culpa y más de una vez estuve a punto de confesarlo todo para que alguien me prestara ayuda psicológica, aunque nunca lo hice.
Mi sobrina se fue haciendo mujer. Su cuerpo se alargó, sus piernas se hicieron preciosas y ensanchó las caderas hasta alcanzar dimensiones sencillamente perfectas. Su cintura se mantuvo asombrosamente estrecha y la única decepción es que sus senos se negaron a crecer y su pecho nunca pasó de ser algo más que dos pezones abultados. Esta circunstancia y el hecho de que nunca fuera guapa daban simplemente igual, porque nada impidió que yo enloqueciera de deseo por su cuerpo. En aquella época empezamos a intimar, aunque nunca pasamos de juegos inofensivos: hacíamos piececitos debajo de la mesa, o nos rozábamos al pasar más de lo necesario, pero poco más. Yo estaba loco por poseerla, pero nada sabía de sus verdaderas intenciones y las dificultades de la campaña, unidas a mi deseo de no hacerla daño, mi vergüenza y mi timidez ayudaron a que la situación descrita se prolongara durante mucho tiempo sin ir más allá.
Como ya he dicho, ella no era guapa y probablemente el poco éxito que tenía con los chicos de su edad provocó que, al igual que me sucediera a mí en el pasado, concentrara sus fantasías en mí.
Unas vacaciones en un pueblo costero, cuando ella contaba 13 años, alcancé el cenit de mi deseo. Todos los días nos bañábamos en el mar y yo, enloquecido por su bikini, aprovechaba para acariciar bajo el agua su cuerpo, pero sólo sus piernas o su cintura, nunca sus partes íntimas, aunque era lo que verdaderamente deseaba. Una noche, en un cine de verano, conseguí introducir mi mano debajo de su camiseta y acariciarle la espalda. Hubiera llegado más lejos, pero ella me lo impidió ajustándose discretamente la camiseta de forma que yo no pudiera volver a repetir la maniobra.
Yo no sabía si aquello había supuesto un rechazo a mis intenciones o a mi indiscreción, así que, incapaz de soportar por más tiempo la situación, una tarde le hablé claro y le dije que quería mantener relaciones con ella. La respuesta fue "no". Aún resuena en mis oídos la sentencia que, tras las ilusiones que me había hecho y la sensación que tenía de que realmente podía suceder lo que tanto deseaba, me sumió en una profunda depresión: "yo no dejo que nadie me toque una teta".
Pero para mi locura, los inocentes juegos bajo la mesa no se detuvieron entonces. Llegué a la conclusión de que lo que ella deseaba era precisamente eso y nada más. Me resigné, pero seguía masturbándome día tras día sin tener siquiera que imaginar que hacíamos el amor, cosa que en aquella época era impensable para ella. Me bastaba con imaginar que conseguía acariciar ese pezón que una vez viera a través del hueco de su blusa.
Cuando me independicé me fui a vivir a una casa en un pueblo del campo próximo a mi ciudad. Ella realizaba muchas actividades campestres porque pertenecía a un grupo de excursionistas de la parroquia. Nuestros escarceos no disminuyeron ni aumentaron en intensidad, aunque se fueron espaciando en el tiempo. Por aquella época ella contaba 15 años.
Un fin de semana me quedé atónito cuando recibí sin esperarlo una llamada suya en mi casa. Me dijo que estaba alojada en el albergue de mi pueblo y que si quería podía dormir en mi casa y así al día siguiente, temprano, podríamos hacer una marcha por el monte. Yo, con un vuelco en el corazón, le dije que sí, aunque me repetí una y mil veces que su verdadera intención era la que había dicho, que no iba a suceder nada entre nosotros. Tenía mucho miedo de sufrir una decepción que sería mucho más grande que la del pasado.
La recogí un viernes por la noche y la llevé a cenar al pueblo. Luego fuimos a tomar copas y ella se tomó tres combinados. No es que yo la forzara a ello, ni la engañara, sino que se le notaba que estaba acostumbrada a beber cuando salía con sus amigas. Yo también bebí bastante.
Lo pasamos muy bien, era la primera vez que salíamos los dos solos, porque siempre nos habíamos encontrado en el contexto de las reuniones familiares. Hablamos durante toda la noche. Cuando llegamos a casa, para calibrar cuales eran sus intenciones hacia mí, le propuse que "para seguir hablando, dado que lo estábamos pasando tan bien", se viniera a dormir a mi cama. Ella consintió.
Se desvistió en el baño y apareció con un pijama de invierno, de camiseta y pantalón largo. Yo estaba en calzoncillos y nos metimos en la cama. Seguimos charlando. Al hilo de la conversación yo comencé a acariciarle la espalda, el cuello, pero por encima del pijama. Ella me dejaba hacer. Entonces metí la mano dentro y comencé a acariciar su espalda directamente sobre su piel; entonces ella me rechazó. Me dijo que no lo hiciera, que no estaba bien. Yo le dije que la deseaba mucho y ella me contesto que también me quería, que era su tío favorito, pero que aquello no estaba bien. Mi respuesta fue que me daba igual si estaba bien o no, que lo único que me importaba era si ambos lo deseábamos o no, que me olvidaba de todo lo demás, de nuestras circunstancias familiares.
Supongo que le aportaba razones que la hacían dudar. Yo mientras tanto acariciaba su espalda, aunque sin tratar de ir más allá, esperando a que se decidiese a rechazarme definitivamente, porque en verdad desesperaba de que fuera a suceder algo entre los dos.
Nos quedamos callados. Ella estaba vuelta del otro lado de la cama. Yo seguía acariciando su espalda sin saber interpretar su silencio. Entonces me aventuré y, muy despacio, comencé a guiar mis caricias hacia la parte anterior de su cuerpo, hacia su pecho. Me acerqué poco a poco dando la oportunidad de un rechazo por su parte. Mi excitación era infinita y tenía una erección y una ansiedad explosivas. Temblaba. Alcancé la axila, me sentí al umbral de su seno y esperé. Nada sucedió. Entonces, deseando que mi mano no fuera piel sino terciopelo, dejé que mis dedos resbalaran hasta depositarse sobre uno de sus pezones. En aquellos instantes me pareció el pezón mas firme del mundo, el más puntiagudo, el más apetecible. Lo acaricié con mis dedos tratando de maniobrar de la forma más dulce posible.
Sé que parecerá un egoísmo, pero en aquel instante en ningún momento se me ocurrió pensar en su placer, sino en el mío. Por eso me sorprendió su reacción posterior, que sin duda procedía de que su excitación, su deseo, su ansiedad por tener más, era pareja a la mía. Violentamente, consciente de que si dudaba o pensaba más quizá no lo hiciera nunca, ella se giró y comenzó a besarme con pasión. Y entonces me dijo que quería seguir siendo virgen, que por favor yo no me quitara mi calzoncillo; pero ella se despojó de su pijama y se quedó, completamente desnuda, abrazada a mi cuerpo.
Yo, que en mis sueños me contentaba con imaginar que besaba a mi sobrina y apenas tocaba sus pezones, pude acariciar la plenitud de su adolescente cuerpo desnudo, de su trasero firme y de proporciones de Venus, pude lamer sus pechos, sus piernas, jugar con su clítoris entre mis dedos. No me aventuré más allá, pero, con el pene erecto y protegido por la tela del calzoncillo, presioné rítmicamente contra su vagina, como si hiciéramos el amor, como si la quisiera penetrar, obviamente sin hacerlo, pero regalándonos oleadas de placer.
Aunque en ningún momento se me pasó por la cabeza violar su virginidad, sentía unos enormes deseos de que ella disfrutara de unas relaciones sexuales completas. Durante dos veces intenté encaminar mi lengua hacia su vagina, pero ella, avergonzada, me lo impidió. La tercera hice caso omiso a sus argumentos y abarqué con mi boca su sexo, mordisqueando sus labios, atrapando su vello vaginal con mis labios suaves y restregando fuertemente mi lengua húmeda contra su clítoris. Ella sufrió un violento orgasmo y yo me sentía el hombre más feliz de la tierra porque la oía gemir. Continué mis maniobras desencadenando una verdadera inundación de placer. Ella empujaba con sus manos mi cabeza y gemía "no, no" mientras le sobrevino un segundo orgasmo que la dejó exhausta.
Yo iba a estallar. Necesitaba satisfacer mi fuego casi tanto como respirar, pero ella era demasiado inexperta para lograrlo por sus propios medios sin dejar que la penetrara. Le propuse que me permitiera masturbarme contra sus nalgas, frotándome como si hiciéramos el amor. Ella se dio media vuelta en la cama, ofreciéndome su espalda y su maravilloso trasero, y me dejó hacer, supongo que contenta de que yo pudiera alcanzar a través de su cuerpo el mismo placer que ella acababa de sentir gracias a mí.
Comencé a presionar rítmicamente mi pelvis contra sus nalgas, todavía protegido por mi calzoncillo. Era tanta mi excitación que ésta simple maniobra me hubiera abocado al orgasmo en pocos segundos, pero comencé a hacer trampas. Cuando sentía que llegaba a la culminación me detenía y permitía a mi sexo relajarse un poco, antes de volver a comenzar. Imperceptiblemente fui dejando que la tela del calzoncillo resbalara sobre mi piel hasta dejar la punta de mi pene al descubierto, y pronto me encontré frotando mi glande en la raja carnosa que mediaba entre sus nalgas. No sabía si ella era consciente de la nueva situación o no, pero resolví continuar hasta que ella decidiera detenerme.
Con ayuda de la mano dirigí la punta de mi pene hasta hacerlo descansar directamente contra el esfínter de su ano, aunque de momento sin intenciones de penetrar en su interior. Constantemente humedecía mi dedo con abundante saliva y lubricaba tanto mi glande como su esfínter, presionando rítmicamente como un ariete que tratara de derribar el protón de un castillo.
Creo que ella, aunque no quisiera prohibírmelo explícitamente, apretaba el esfínter para impedirme entrar. Creo que en su mente se desataba una lucha como la que sostuvo en silencio cuando al comienzo de la velada le acariciaba la espalda iniciando el viaje hacia su seno. Esta situación se prolongó durante mucho tiempo. Supongo que ella esperaba verme eyacular en esa posición, contra sus nalgas a la puerta de su ano virgen, pero yo estaba haciendo trampas: cuando me venia el orgasmo me detenía para no dejarle avanzar y al tiempo, cuando sabía que podía aguantar unos minutos más, reiniciaba mis maniobras, presionando un poco más cada vez, lubricando con más y más saliva.
Supongo que de nuevo ella resolvió su lucha interna a mi favor y decidió permitirme la entrada en su intimidad. De repente, al cabo de uno de mis movimientos contra sus nalgas, sentí la punta de mi pene deslizarse entre su esfínter, suavemente, como a cámara lenta. Tanto tiempo deseando que sucediera y aún no estaba preparado para lo que venía después. Por un instante, no sé si de segundos o de décimas de segundo, fuí consciente de la situación. Me dije "estoy dentro, mi pene está dentro del ano de mi sobrina a la que he deseado toda mi vida, casi desde que nació". Dudo que haya en la tierra placer que pueda superar al que sentí yo en aquellos momentos, y desde luego sé que en toda mi vida no volverá a suceder algo semejante.
Sentí que iba a eyacular y reanudé mis movimientos con rapidez, permitiendo a mi glande fotarse en su interior mientras derramaba chorros de semen y gritaba mi orgasmo sin control, como un niño maltratado. Inconscientemente, aferré su cuerpo contra el mío, manteniéndola inmovilizada entre mis brazos, y sé que lo hice porque, convertido por aquella situación en un egoísta supremo, no podía permitir que ella separara su trasero de mi pelvis restándome un ápice de placer. Aunque ella nunca me lo ha reprochado, sé que le hice un poco de daño y me entristece que aquella culminación de mi felicidad y de mi placer no pudiera llegar sin un poco de sufrimiento por su parte. En cualquier caso, según me ha confesado ella, lo da por bien empleado, porque se siente orgullosa de saber que jamás en toda mi vida, ni antes ni después de aquello, pueda encontrar yo una persona que me haga sentir ni remotamente algo parecido.
Después de aquello sucedieron más cosas entre nosotros, pero nunca pudimos volver a alcanzar la cumbre que coronamos en aquella primera vez. Ojalá se hubiera acabado el mundo ese día. Al menos soy feliz de ser capaz de recordarlo como si hubiera sucedido ayer.