Obras perdidas

Relato de Ciencia Ficción, subgénero Steam Punk/Retrofuturo

El dirigible procedente de República De Quebec se posó sobre el aeropuerto de Loreto, en Puebla Capital. 1945 era un año de realización para la humanidad. La Revolución Conceptual había hecho del siglo XX la época más esplendorosa de toda nuestra historia.

Desde mi posición en la cabina de la aeronave observé la planta crioeléctrica instalada en las nieves perpetuas del Popocatépetl. La energía producida por los cristales de cuarzo mesmerizado era limpia y cubría de sobra las necesidades de la vieja metrópoli.

Nadie parecía tomar en cuenta que el progreso que distinguía nuestro tiempo estaba impuesto por el monopolio internacional de Barciniano Consolidada.

A mí tampoco debía importarme. Yo era miembro de la compañía y me gustaba pensar que el siglo XX representaba el amanecer de la Era Dorada de la especie humana.

La aeronave recibió autorización de tierra y los tripulantes iniciaron las labores de anclaje. En un principio supuse que me harían descender en una cesta, pero pronto comprobé que el aparato aterrizaría.

Me sorprendió que se tomaran tantas molestias por mí. La compañía nunca había valorado mis aptitudes en su justa medida.

En 1940 me gradué con honores en la Academia De Crononáutica de la corporación. Mis méritos no fueron tomados en cuenta y el almirantazgo me destinó a misiones de exploración de escasa relevancia. Mientras yo estudiaba las costumbres de una tribu paleolítica, otro crononauta de capacidades inferiores a las mías fue enviado a recuperar las obras perdidas de la gran biblioteca de Alejandría.

Si Pedro Barciniano, accionista mayoritario de la compañía, me había mandado traer en uno de sus dirigibles personales, quizá mi suerte estuviera mejorando.

Me encontraba en proceso legal por la custodia de mis dos hijos, después de un doloroso divorcio. Un triunfo profesional podía renovar mis ánimos.

Cuando el dirigible aterrizó salí de la cabina. El aire exterior era frío. Seguí a los empleados hasta la salida del aeropuerto y abordé un calesín que me esperaba. El cochero fustigó a los caballos e iniciamos la marcha. Nos dirigíamos a la residencia Barciniano.

Conforme avanzábamos admiré la pulcritud de las calles, la maravilla electromecánica del monorraíl colectivo y los dirigibles que surcaban el cielo. Con mi máquina portátil tomé algunos sepiagrabados. Más tarde buscaría un centro de revelado.

Yo era crononauta, pero nunca hubiera cambiado mi siglo por ningún otro. Amaba los resultados de la Revolución Conceptual.

Todos aceptábamos con respeto las diferencias raciales, religiosas, sexuales o políticas. Las naciones que se mostraron codiciosas durante la primera mitad del siglo XIX fueron obligadas a olvidar su voracidad, so pena de perder las ventajas del progreso que ofrecía Barciniano Consolidada.

La Revolución Conceptual había dignificado al individuo. Todos considerábamos la diversidad como cualidad.

En lo personal me sentía optimista por el futuro de nuestra especie.

Me sentía un hombre de mi tiempo. Había tenido excelentes profesores y sabía distinguir entre la grandeza del siglo XX y la miseria de las épocas anteriores.

Cierto filósofo postulaba que nuestro siglo de bonanza era el resultado lógico de interminables milenios de brutalidad.

Hice una pausa en mis reflexiones al percatarme de que nos acercábamos a nuestro destino.

Luché contra mi nerviosismo. Pronto conocería las razones por las que el hombre más poderoso de todos los tiempos me había hecho volar medio continente para verme en persona.

Descendí del vehículo y un empleado con librea me condujo al interior de la propiedad. El lujo y la sobriedad daban un aire académico a la casona colonial. Contemplé diversas obras de arte rescatadas de la antigüedad, así como sepiagrabados murales que representaban animales extintos.

En la biblioteca me esperaba Pedro Barciniano. Estaba sentado tras un enorme escritorio de roble.

—Bienvenido —saludó—. Tome asiento. Acepte una copa de vino y toda mi hospitalidad.

—Gracias —dije sentándome en una elegante silla frente al escritorio—. No acostumbro beber, pero un poco de agua me vendría bien.

—Insisto con el vino —el tono de Barciniano no admitía réplica—. Procede de Lesbos, siglo I. tiene veinte años de añejamiento. Se trata de una reserva muy especial. No creo que usted deje pasar una oportunidad como esta.

El empleado escanció dos copas de un licor espeso y aromático. Era un secreto a voces que Barciniano y los miembros más acaudalados de la sociedad disponían de productos importados a nuestro tiempo mediante técnicas crononáuticas.

Probé el vino y lo encontré fuerte. Me inquietaba pensar que las personas que lo elaboraron habían fallecido dos mil años antes.

—¿Qué sabe usted de Anselmo Barciniano? —preguntó mi interlocutor.

—Lo que sabe todo el mundo. Anselmo Barciniano era el abuelo de usted. Fue relojero de oficio y filósofo de vocación. Practicó el mesmerismo, creó los postulados de la Revolución Conceptual, fundó las bases de la crononáutica y diseñó miles de máquinas que en la actualidad nos proporcionan progreso y bienestar.

—¡Anselmo Barciniano era un loco, resentido y cobarde! —gritó mi patrono con vehemencia—. Se suicidó en 1881, dejando desamparados a mi padre y a mi abuela. Quemó la mayoría de sus manuscritos y luego se ahorcó. Mi padre, con ocho años de edad, tuvo que robar y mendigar hasta que un impresor francés se interesó por los trabajos de mi abuelo y publicó La vitalidad del peso muerto y El individuo como impulsor de la civilización. Estas obras fueron bien recibidas en Europa y pronto hubo inversionistas que apostaron por los diseños mecánicos de Barciniano. Mi padre accedió a su comercialización, siempre que se presentaran al público mediante arrendamiento, con la condición de que todos los beneficiarios aplicaran los postulados de la Revolución Conceptual.

Me sorprendió la animosidad de sus palabras. Yo conocía la historia, pero las normas de educación me impedían resumirla de aquella manera. No se menciona la soga en la casa del ahorcado.

—No veo en qué se relaciona esto conmigo —aventuré.

—Le asignaré la misión más importante de su carrera. Usted irá a 1881 y rescatará las obras que quemó mi abuelo. Le entregará un par de lingotes de oro. Quizá evite que se suicide y la vida de mi padre será más feliz.

—¿Esta operación ha sido calculada por el Consejo Cronomesmérico? —pregunté con sorpresa.

—¡No ne cesito la autorización de un rebaño de mentalistas! —exclamó—. Yo soy quien da el visto bueno a los viajes por el tiempo. ¡Soy el Cronos del siglo XX!

La Revolución Conceptual dignificó al individuo. Anselmo Barciniano erigió las bases de nuestra civilización y merecía un poco de felicidad. Este trabajo me reivindicaría. No pude recuperar las obras de la biblioteca de Alejandría, pero podría rescatar los manuscritos de nuestro benefactor.

—Es mucho lo que debemos a su abuelo —señalé.

—Usted recibirá una gran recompensa —sonrió mi patrono—. Le pagaré el equivalente a diez años de su salario y tendrá la oportunidad de visitar nuestro futuro durante una semana. Verá de primera mano los negocios que prosperarán en el siglo XXI y cuando vuelva a 1945 podrá invertir en ellos desde el principio.

Me convencí de que mi vida sería mejor cuando concluyera la misión.

—Acepto. Mi individualidad será dignificada con esto y todos saldremos ganando.

Durante los días siguientes distribuí casi todo mi tiempo entre la residencia de Pedro Barciniano y el Centro Crononáutico Poblano. El magnate me brindó toda su hospitalidad y mis superiores trazaron el itinerario de mi viaje.

A veces daba largas caminatas por la ciudad. Deseaba identificar las señales que el siglo XX había marcado sobre el paisaje urbano. Recorrí en repetidas ocasiones el camino que seguiría desde mi punto nadir en el siglo XIX hasta la casa de Anselmo Barciniano. Descubrí un café, amenizado por un grupo de guitarristas, donde se vendía un excelente tabaco para liar del que adquirí dos kilos.

Me agradaba la combinación de pasado colonial y dinamismo contemporáneo que caracterizaba a Puebla Capital. Por doquier había monumentos dedicados al desarrollo y máquinas de vapor, pesas y engranajes.

Pero no era feliz. Extrañaba a mis hijos, aunque todos los días me comunicaba con ellos vía telegrama. Los pleitos legales entre mi ex esposa y yo no nos habían distanciado lo suficiente como para impedir este paliativo a mi soledad.

Era alentadora la idea de que pronto volvería a la República De Quebec y nuestras condiciones económicas serían inmejorables.

Pedro Barciniano deseaba que yo beneficiara a su abuelo y recuperara los manuscritos destruidos, pero no podía ocultar cierto resentimiento hacia su ancestro. No debía juzgarlo. El suicidio de Barciniano afectó de manera directa la vida del padre de mi patrono.

El plan marcaba una exploración en dos direcciones. Viajaría al pasado y rescataría un tesoro cultural. Después visitaría el futuro y escudriñaría sus potenciales económicos para aprovecharlos en mi propio tiempo.

Me inquietaba esta operación, pero no podía definir el motivo.

Necesitaba sobreponerme y disfrutar la oportunidad que se me ofrecía.

El éxito en esta misión representaba el mayor triunfo de mi vida.

—Repasemos por última vez el itinerario —dijo el concejal cronomesmerista—. Viajarás al siglo XXI, en este mismo punto espacial. Ahí recibirás el equipo necesario para retroceder al siglo XIX y luego volver ciento treinta y dos años en el futuro. Vivirás en febrero de 2013 durante una semana y regresarás a 1945 con las obras de Barciniano.

Asentí. En ninguna de mis travesías crononáuticas había experimentado un desasosigo como el que me invadió en ese momento. No podía explicármelo. Estaba a punto de corregir un error del pasado y quizá salvaría la vida del benefactor de la humanidad. Lo lógico era que estuviera contento.

Según la teoría crononáutica, el tiempo era una distorsión del espacio y la mente humana bien entrenada podía manipularlo. Los cronomesmeristas se preparaban durante años en las técnicas de meditación profunda que cargaban las moléculas de cristal de cuarzo con la distorsión espacial deseada. Sobre mi pecho portaba una banda de cuarzos mesmerizados para tal efecto. Solo tenía que caminar sesenta y ocho pasos, uno por cada año de desplazamiento futuro. Mi vida cambiaría para siempre en cuanto iniciara la misión.

Estábamos en el zócalo de Puebla.  La antigua casa de Anselmo Barciniano no quedaba lejos. Cerré los ojos. Puse mi mente en blanco y me concentré solo en avanzar, confiando  en la programación mental cronomesmérica.

Cuando me detuve observé mi entorno. Seguía en el zócalo, pero los años habían añadido detalles al lugar. Los árboles eran un poco más frondosos y las antiguas baldosas del piso estaban recubiertas por una capa de concreto traslúcido. En el cielo flotaban más dirigibles que en mi época.

Las personas del siglo XXI tenían una gran devoción por el pasado y revivían las modas antiguas.  Vi hombres con cotas de mallas manufacturadas en bakelita, mujeres con túnicas griegas y sandalias de taco alto. Entre las vestimentas de los paseantes abundaban las tilmas, los turbantes, los penachos, los yelmos, los yarmulks y los tricornios. El individualismo había evolucionado tanto que cada quien era libre de elegir las prendas y combinaciones que mejor le parecieran.

—Te esperaba —sonrió una joven que lucía una corta túnica de lino—. Tengo la banda de cuarzos que utilizarás para viajar al siglo XIX. ¿Estás preparado?

—Sí —respondí—. Visto la ropa adecuada, llevo en mi talega dos lingotes de oro para Anselmo Barciniano y conozco el camino hasta su casa.

—Entonces debes partir. No hagamos esperar al tiempo.

—¿Me guiarás en tu época cuando regrese? —pregunté. La joven era atractiva y me emocionó la idea de pasar un rato agradable en su compañía.

—Puede ser —respondió—. Hay lugares, elementos y experiencias en este tiempo que quizá te interesen.

Apacigüé mis inquietudes respecto a la misión. Las posibilidades de conocer las maravillas del siglo XXI me emocionaban.

La humanidad asistía a un nuevo comienzo y yo era parte de eso.

De niño soñé con una oportunidad parecida, quizá ese deseo me motivó para convertirme en crononauta.

—Procura salvar la vida de Anselmo Barciniano. Hemos llegado muy lejos gracias a él.

—Así lo haré.

Tras estas palabras cerré los ojos. Retrocedí sobre mis pasos buscando viajar al siglo XIX.

La banda de cristales de cuarzo era muy poderosa. Había sido mesmerizada para mi uso desde 1945. De inmediato llegué a mi punto nadir de 1881.

Aparecí en el zócalo. Era de noche y hacía frío. La pobre iluminación del siglo XIX  confirmó que me hallaba en el sitio correcto.

Me orienté y caminé en dirección sur, internándome entre las calles. Había pocos paseantes; un buhonero, dos guardias urbanos y un corrillo de trasnochadores que abandonaban una vieja taberna.

Abrigaba grandes esperanzas.

Mi mayor decepción profesional fue el no haber participado en la expedición a Alejandría. Esta nueva misión representaba un prestigio superior.

Llegué sin tropiezos a la calle Magnolias y supe que mi gran momento se aproximaba.

Estaba a punto de rescatar un conjunto de obras de valor incalculable.

Esperaba también salvar al hombre cuyos trabajos definieron el siglo XX y encausaron el futuro a favor de la humanidad.

Anselmo Barciniano merecía la dignificación de su individualidad.

Cuando volviera a 1945 esta hazaña sería cantada por los trovadores de todas las ciudades del mundo.

Llegué a la vieja casona. La luz de un quinqué indicaba que alguien se movía en su interior. Anselmo debía estar sufriendo, ajeno al bienestar que sus obras darían al género humano.

Me sentí identificado con él. Ambos habíamos padecido por la incomprensión y el menosprecio de nuestros semejantes.

No pude abrir el portalón de entrada. Salté la verja. Por fortuna no había guardias urbanos vigilando la calle.

Escuché ruidos de movimiento en el interior de la casona. Revisé los elementos que llevaba conmigo. Contaba con los dos lingotes de oro y cincuenta onzas del mismo material para mis gastos en el siglo XXI. Vestía pantalón a rayas grises y negras, levita de terciopelo y sombrero stetson. Mi aspecto no parecía inusual.

Me introduje en el inmueble. Barciniano estaba sentado frente a la chimenea del salón. Papeles, libros y pergaminos formaban montones desordenados a su alrededor. Una soga bien engrasada colgaba de una de las vigas del techo.

El benefactor de mi época estaba ebrio. Sus ojos expresaron locura cuando se cruzaron con los míos.

Me encañonó con un pesado revólver Colt. Temí que disparara a bocajarro, pero meneó la cabeza y arrojó el arma al centro de la estancia.

—Si vienes a robarme llegas tarde —dijo con voz aguardientosa—. Mis acreedores se han llevado todo lo que tenía. Cargaron con las herramientas de mi taller y están confabulándose para arrebatarme esta casa.

—No he venido por tus bienes —informé—. Me intereso por los frutos de tu intelecto. Quiero que dignifiques mi individualidad, yo intentaré dignificar la tuya.

—En ese caso siéntate cerca del fuego y comparte mi vino. No tengo pan para ofrecerte. Mi esposa me dejó, llevándose a mi hijo. Desde entonces no he comprado víveres.

—Parecías ocupado cuando entré.

—He escrito mucha basura —suspiró—. Todos mis trabajos filosóficos, diseños y ensayos sobre mecánica son en realidad los desvaríos de una mente enferma. Encendí la chimenea para quemar mis manuscritos. No valen ni el precio del papel que he malgastado creándolos.

—Hagamos una cosa —propuse revisando las pilas de originales—. Yo seleccionaré algunos de tus trabajos y pagaré por ellos. El resto puedes conservarlo.

Anselmo Barciniano pareció dudar. Localicé entre los manuscritos cinco obras de filosofía y dos de mecánica que jamás fueron publicadas. Extraje de mi talega los dos lingotes de oro y los puse en las manos de mi interlocutor.

—Me quedo con estos y te dejo los demás —informé—. Las obras que no me llevo  verán la luz muy pronto. Servirán como guía a las futuras generaciones. Con ellas se modelará el destino de una nueva humanidad.

—¿Eres un ángel o un demonio? —preguntó barciniano—. ¿Has venido a atormentarme?

—Soy un viajero —respondí—. Colecciono libros raros y atesoro los manuscritos inéditos.

—He intentado publicar todo eso. Los editores que estudiaron mis originales no creen que valgan la pena. ¿Respetarás mi autoría si llegaran a difundirse?

—Tienes mi palabra. Todo el mundo sabrá que eres el autor.  ¿Aceptas el trato?

—Acepto. Siendo un viajero, supongo que los publicarás lejos de aquí. No importa. Acabas de fortalecer mi espíritu combativo. Si tú te interesas por estos manuscritos, estoy seguro de que muchos querrán los demás.

Salí de la casa de Anselmo Barciniano con sus obras perdidas. Volví al zócalo y tomé la banda de cristales de cuarzos mesmerizados. Caminé los ciento treinta y dos pasos que me conducirían al siglo XXI. Mi punto nadir sería el inicio de febrero de 2013.

La verdad que me esperaba al otro lado devastó mi ánimo. Me materialicé en una luminosa mañana en el zócalo de la ciudad de Puebla. Todo mi entorno era distinto a lo que recordaba. Había vehículos con motores de combustión interna, las ropas de los paseantes no guardaban relación con el culto al pasado. Incluso la catedral había sufrido remodelaciones que alteraban su aspecto.

Intenté volver a 1945, pero me fue imposible. La carga mental de mi banda de cuarzos se había agotado. Corrí al Centro Crononáutico Poblano, pero el edificio estaba ocupado por un ruinoso almacén cuyo nombre no pude reconocer.

Algo había fallado. Me encontraba en una extraña versión del futuro de mi mundo. Por todas partes había miseria. Abundaban los mendigos, vendedores ambulantes, prostitutas e individuos vulgares de mirada torva.

Mi atuendo llamaba la atención y provocaba la burla de unos y la extrañeza de otros. En el cielo no flotaba un solo dirigible y en las calles no había señales del monorraíl. La residencia de Pedro Barciniano estaba ocupada por las oficinas de una dependencia gubernamental cuya función no pude comprender.

Me sentí abatido. Estaba atrapado en un mundo extraño. Llegué a la casa de Anselmo Barciniano y la encontré abandonada. El ventanal del frente lucía un viejo vitral que representaba a un amanuense postrado ante un ángel de manos doradas. No pude identificar la imagen.

Volví al zócalo. Me senté en una banca y lié un cigarrillo. Dos policías pensaron que estaba fumando marihuana. Revisaron mis pertenencias y me exigieron una credencial que no poseía. Encontraron en mi talega las cincuenta onzas de oro y los manuscritos de Anselmo Barciniano. Respetaron las obras, pero me robaron las monedas. Un atropello semejante habría sido impensable en mi mundo.

Deambulé por la ciudad. Padecí hambre y frío. Mendigué como uno más de los desamparados o inadaptados de ese tiempo. Días después un borracho me habló de un albergue para vagabundos.

Llegué a las instalaciones y fui recibido con cierta afabilidad. Para entonces ya conocía parte de la historia del siglo XX y sufría una honda depresión.

Aún conservaba los manuscritos y la banda de cuarzos, pero de nada me servían. No entendía por qué se había desviado la historia que me era conocida; nadie sabía nada sobre Anselmo Barciniano, la Revolución Conceptual o el cronomesmerismo. Poco a poco fui adaptándome y comencé a colaborar con el albergue.

Mis conocimientos no servían de nada en ese mundo. Hubiera podido colocarme como profesor de historia antigua o lenguas muertas, pero carecía de la documentación adecuada para ser aceptado en cualquier institución docente.

Aprendí a utilizar los ordenadores y, mediante Internet, comprendí todos los detalles de la historia del siglo XX e inicios del XXI. Estaba claro que mi intervención en 1881 había alterado los acontecimientos que yo conocía.

La tecnología de este mundo era superior a lo que correspondía al siglo XXI del mío, pero el desarrollo humano y la dignidad individual estaban muy atrasados. No existían las prósperas regiones africanas que visité durante mi primera juventud. Centro y Sudamérica padecían un terrible rezago económico y todo el planeta estaba hundido en una crisis insoslayable.

Se sacrificaba el bienestar de casi todos en beneficio de una minoría privilegiada.

Pero también había personas que se preocupaban por los menos afortunados. Todas las tragedias de su siglo XX los habían impulsado a buscar la superación comunitaria e inspirar la esperanza.

Dedicaba mi tiempo libre a explorar el entorno. No me gustaba la nueva configuración de la ciudad de Puebla, pero necesitaba conocerla.

Durante uno de esos paseos descubrí, en la Colonia Volcanes, un negocio llamado Barciniano Offset.

Era un establecimiento donde se imprimía todo tipo de trabajos mediante la tecnología informática.

Hasta entonces no había encontrado a nadie que conociera el apellido Barciniano. Me pareció importante investigar el lugar.

Al entrar me emocionó ver el escudo heráldico de mi antiguo patrono. Estaba impreso en un afiche que colgaba de la pared.

—Buenas tardes —saludé a la mujer de detrás del mostrador—. ¿Esta imprenta pertenece a la familia Barciniano?

—Depende de quién pregunte —respondió—. Si vienes a venderme algo, no lo quiero. Si eres de SAT, mis impuestos están al corriente.

Inspiré hondo. Necesitaba información, en beneficio de mi individualidad.

—Soy historiador —informé—. Hace poco encontré unos manuscritos del siglo XIX. El autor era un tal Anselmo Barciniano. ¿Tiene relación con usted?

—Un antepasado mío —sonrió ella—. Si quieres te cuento la historia.

Asentí. Me intrigaba el destino del benefactor de mi mundo. Las palabras de la mujer esclarecerían esta nueva realidad.

—Anselmo Barciniano estaba loco —señaló—. Murió en 1920, en el psiquiátrico de La Castañeda. La historia que contaba a sus descendientes era muy extraña.

—Entiendo —dije sorprendido—. Me interesa de todas formas.

—Era un escritor frustrado o algo así. Una noche de 1881 planeaba suicidarse. Un ángel se apareció en su casa y le entregó dos lingotes de oro a cambio de algunos de sus manuscritos. El ser prometió que el resto sería conocido por toda la humanidad. Mi antepasado vendió los lingotes y abrió una imprenta. Autoeditó sus obras, pero casi nadie se interesó por ellas. Mi padre guarda en la buhardilla de su casa unos doscientos ejemplares que imprimió Don Anselmo. Hemos tratado de venderlos en línea, pero nadie los quiere.

Con mi intervención había hecho rico a Anselmo Barciniano. Su hijo nunca mendigó ni conoció al impresor francés. La Revolución Conceptual nunca existió y el siglo XX nació en medio de conflictos bélicos y económicos.

Mis actos en el siglo XIX tuvieron repercusiones negativas.

Destruí todo lo que amaba. Aniquilé logros, naciones, economías, amigos y familiares.

Viajé a 1881 para recuperar las obras perdidas de un antiguo filósofo y perdí las obras de un mundo mejor.