Nunca subas a la chica de la curva

Pokovirgen cuenta la historia de Carlos, un comercial de mediana edad y hombre de principios, que sube en su coche a una autoestopista como aquella inquietante chica de la curva. No es sólo una historia de infidelidad sino un relato oscuro de personajes atrapados en un extraño mito.

04:23 PM

Allí está, plantada en el arcén y haciendo autoestop con el toro de Osborne a quinientos metros.... Le recuerda a la famosa chica de la curva.

Puede que sea una leyenda urbana, pero no hay localidad que no tenga a esa criatura espectral en su patrimonio; una chica haciendo autoestop que el conductor recoge. Solícita, le previene de esa curva próxima y de lo peligroso que resulta no observar las normas de la DGT o administraciones parecidas. Cumplida su misión, desaparece misteriosamente del asiento trasero.

Incluso Oklahoma y la Pampa tienen a esos personajes en sus asentamientos aún gozando de interminables rectas. Puede que allá les llamen

bend

-

girls

o minas de la curva y, puede que, superadas por el aburrimiento, avisen a los conductores de súbitas inundaciones o tornados voraces.

En mi tierra, una recta no es esa infinita tira de asfalto que se pierde en el horizonte, sino el punto de intersección entre dos curvas  -piensa Carlos-. A la chica le daría tiempo a decir: «no corras, desgraciado», no más.

El paisaje es monótono y las piernas se le duermen. Echa en falta cuestas, pendientes y, sobre todo, unas buenas curvas donde reducir a tercera, poner el pie en el freno tras unos acelerones, y así darse un masaje plantar. Los párpados le pesan. No tiene por costumbre recoger a nadie, pero esa chica con aire desvalido a las cuatro de la tarde y junto al asfalto de esa carretera secundaria rozando el punto de fusión le conmueve, cede y decide parar. Adecenta el asiento contiguo convertido en pisito de soltero, mientras ella corre junto al arcén para alcanzarlo. Lo ahueca de CDs, latas de bebida, envoltorios de bollería y sacude las cáscaras de pipa. Hace lo que puede para mostrar su hospitalidad.

-¿Adónde vas? -le pregunta

-Val·ladolitz.

-Sube, entonces.

Ella lo hace rauda, con un bolso que deja entre los pies. A él le parece extraño un equipaje tan liviano, pero su sonrisa de oreja a oreja palía sus inquietudes. Tiene esa edad en que no es posible ser fea, y su pelo castaño claro brilla al sol de la tarde con trazos dorados. Se repantiga en el asiento con familiaridad, y Carlos arranca mientras ella entorna los ojos simulando narcolepsia o cualquier otro trastorno del sueño. «La copiloto me jodió -piensa-, yo que no quería adormilarme y ella va y se hace la siesta»

-Me llamo Carlos, ¿y tú?  -pregunta para romper el hielo.

-

Irlanda

-contesta trenzando un bucle con la lengua.

-Extraño pero bonito nombre. Tengo una tía que se llama Lourdes. Nombre propio como el tuyo, además de lugar. Por cierto ¿de dónde eres?

-

Teresa.

-Interesante...

Esta claro que anda bien instruida, más en matemáticas que en geografía. Que «el orden de los factores no altera el producto» lo tiene bien aprendido. Pero no es de Irlanda y tampoco se llama Teresa, seguro. Pero ¿por qué miente?, ¿será inmigrante clandestina recién amaestrada para vete a saber que asuntos?, ¿será una turista despistada pensando que la Meseta es Marbella?, ¿será lo de Irlanda un anzuelo para dar confianza al conductor? Nadie desconfía de una irlandesa, sobre todo, desde que al personal le dio por mandar allí a sus hijos. Clases de inglés en ambientes católicos y alojados con familias castamente prolíficas. Nada que ver con la pérfida y protestante Inglaterra. Pero ¿por qué le da tantas vueltas a las cosas? Pues eso, que no es irlandesa, ¿y qué?

Por si acaso, le concede el beneficio de la duda soltándole una parrafada en inglés con fonética cherokee -gaélico no sabe- mandándole ponerse el cinturón, pero ella le contesta con la misma sonrisa y sin mostrar intención de ponérselo. No entiende nada y no es a causa del precario pero inteligible inglés de Carlos. Irlanda saca una botella de agua del bolso, abre el tapón y se la lleva a la boca. Traga gustosamente y, tras haberse saciado, la alza y derrama en cascada por su frente...

-¡UAAAHHH..., BUUUUUFFF...!  -brama restregándose la cara, hundiendo sus dedos en el pelo mojado y echándolo hacia atrás, sensualmente...

¡MOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOKKKKKK!

Un reflejo, el instante de una sombra y la violencia del aire desplazado. La culera de un trailer a centímetros y su corazón desbocándose. Debe tener cuidado. Los camioneros se incorporan a la ruta con fuerzas renovadas tras su almuerzo de tres platos y visionar "Frijolito", la telenovela de la tarde que los deja peligrosamente llorosos y más falsamente seguros que un botellón de anís con absenta y chorros de tinto barato.

-

Tú mirarg

-dice ella señalando la discontinua y añadiendo-: ¿

Kalorg, suenyo

?

-Pues sí, Irlanda. Acabo de comer, tengo el aire estropeado y...

Otro chorro de agua, esta vez en su cabeza y una risa traviesa en su oreja. Los dedos de la chica acariciando su cabello y peinándolo hacia la nuca...

-Joder..., sabes como despertar a la gente, cabrona..., jajajajajajajaja... -ríe él sacando la lengua para beber el agua con su método, sintiendo un cosquilleo en el bajo vientre o mejor dicho: en las bajezas de su vientre. El olor a pelo húmedo le vuelve loco, bueno, hasta el propio le pone a cien. No le importa el chapoteo en el suelo; el aire entra ardiente y pronto secará el desastre. Se olvida de los recelos.

Un golpe de volante a tiempo les salva de otro choque frontal. Implora piedad y contención a Santa Frígida y busca con los ojos a la familia en ese "Papá no corras" que hay en la tapa de la guantera; la tópica advertencia con cuatro portafotos dorados horrendos donde lucen la suegra, su esposa y sus vástagos al completo. Ya nadie cuelga eso, fue un regalo de la suegra con su careto ya puesto y no va a hacerle un feo a su mujer. Seguro que lo encontró en un rastro o hurgando en la basura -capaz es la vieja - y él se plantea tener otro hijo y así tener un pretexto para reemplazar la foto de la arpía con la suya, igual que uno procrea para conseguir células madre y salvar al hermanito terminal.

Pero la familia no está allí para darle coraje y resistir. Ha desaparecido bajo los pies de Irlanda, hábilmente situados. Su esposa y Marcos, el nene, bajo el izquierdo; la suegra y Nuria, la nena, bajo el derecho. Suspira entre agradecido y culpable por escudarse de sus miradas de una manera tan mezquina

El paisaje es hostil y fomenta el recato, no la disipación. No hay recodo o árbol a la vista. Sólo el cielo amarillento de calima y el infierno de rastrojos surcado por la carretera infinita, y él en compañía del demonio encarnado en cuerpo de mujer obscenamente plegado con los pies en la guantera.

Con la refrigeración bloqueada, el viento entra por las ventanillas sumándose a esa conspiración abyecta que intenta quebrar su voluntad, desnudando las piernas largas y delgadas de Irlanda cuya falda golpea en sus caras con sacudidas violentas. Él la aparta como puede para recuperar la visión del asfalto entre risas que les dejan sin resuello.

Irlanda acerca la mano a su torso mientras las carcajadas dejan paso a un silencio tenso, acaricia su piel suavemente y, donde antes chorreaba agua y sudor, ella trenza vello con los dedos. Desabrocha la camisa y acerca la boca a sus pezones que apremia con suaves mordiscos, dejándolos erectos. Boca y dedos recorren su cuerpo impregnándolo de saliva y él teme que no le haga un delator chupetón. También teme perder el control del vehículo y busca desesperadamente un lugar donde parar, pero la cuneta es como el foso de un castillo que reverbera con vibrantes ondulaciones tras el asfalto caliente.

Ella capta su aprensión y lo suelta momentáneamente para ocuparse de los placeres propios. Parece acariciar su vulva y gime pero queda fuera del ángulo de Carlos. Él se resiste a perdérselo y mueve el retrovisor hasta recuperar el campo de visión a costa de dejar ciega la luneta trasera. Furtivos vistazos le confirman que Irlanda no es tan verde como cuentan y observa sus tonos rosados, su geografía más íntima, desde las montañas de sus senos hasta las cañadas más profundas donde crecen dorados matojos de pelo. El ancho vestido se convierte en un telón abierto para mostrar toda esa lujuria. Él está erecto, muy erecto, y la protuberancia pide mano de inmediato. Como si siguiera el guión de una película porno, ella intenta bajarle la cremallera. Es una maniobra costosa pues la compañía ferroviaria no contaba con un seísmo tan travieso y el tirador encalla a la mitad del trayecto. Pero el convoy consigue llegar a su destino sin descarrilar y sin más secuela que la hinchazón desmesurada en la entrepierna de un viajero.

Teme a la suegra y teme al deseo, pero la arpía se esconde bajo los pies de Irlanda y el deseo brota incontrolable entre esas manos que liberan a la verga prisionera. Su carne tensa se despega de la goma del gallumbo y siente el aire en la cabeza de la bestia. Pero no por mucho tiempo. Pronto la suave mano de Irlanda se empapa con sus jugos que extiende a lo largo del mango enhiesto. La mano se convierte en puño que aprieta; y el movimiento, en vaivén acompasado que le arranca un hormigueo gozoso que alcanza el escroto en forma de pequeñas descargas placenteras. Sííííííí..., a la mierda su puritana continencia..., a la mierda todo... Quiere eso, lo quiere. Irlanda se agacha y le da cálidos besos en la punta, después lame sus jugos y después... traza círculos en ese escalón tan sensible que le provoca estremecimientos. Le gustaría soltar el volante y poder tocar los pechos y el sexo de Irlanda; pero la mirada de la suegra, liberada por fin de sus pies, le advierte. La aprensión se convierte en morbo y se siente obscenamente guarro ante ella.

-¿No te gusta lo que ves, soperra? -le pregunta desafiante.

Pero la foto no contesta, ni siquiera Irlanda se da por aludida, y si lo hace, tiene la boca ocupada con una succión perfecta. Sus labios se deslizan arriba y abajo, su lengua lame frenética y su mandíbula aspira con fuerza. Repite la operación con cadencia mientras acaricia los huevos que aún se esconden tras la tela del pantalón. Es una felación despiadada que un hombre convencional como él nunca conoció, sino olvidó en el tiempo. Por eso, pronto pierde el control.

-Aaaaaaaaaaaaaaaaaaahhhh..., que me corroooooooooo...  -gime soez sin considerar que un trabajo tan bien hecho merece la frase perfecta.

Sonríe con cara perversa mientras mira a la madre de su parienta. Qué morbo llenar esa boca con su semen ante ella, sentir a Irlanda ciñendo su verga como una acogedora placenta. Tanto gusto le da que levanta el pie del gas y el paisaje parece detenerse, sin ser consciente de que es él quien se detiene. Un bocinazo le saca del ensueño y un automóvil los adelanta impaciente. Pisa de nuevo el acelerador y, poco a poco, sale del marasmo y recupera la visión nublada por el placer. Irlanda aún cobija su verga pero ahora sus manos están ocupadas hurgando en el bolso. «Qué encanto -piensa él- está buscando pañuelos, no quiere mancharme el pantalón». Sonríe, se siente satisfecho, casi fresco.

Entonces ve aparecer el cartelito de su mano, un trozo de cartón roñoso como los que acostumbran a poner los mendigos tras el cazo de las dádivas y cuyo texto acostumbra a empezar con el tópico: «ZOY UERFANO MIS PAPAS MAN BANDONADO...» o « SOI VIÚDA I MARIDO START EN PRIZION...»

Leer eso sin quitar la vista de la carretera tiene lo suyo, pero se esfuerza intentando imitar a los camaleones con su juego de ojos, y lo consigue sin estrellarse a pesar de que tiene fundados motivos para hacerlo:

«TRAS LA PRÓXIMA CURVA  ENCONTRARÁS UN DESVIO A LA DERECHA. SAL POR ALLÍ. HAZME CASO O TE DESCERRAJO EL CAPULLO DE UN BOCADO»

Atónito, no reacciona. Piensa que es una broma o no lo ha leído bien, pero el mensaje es tan claro que le quita la esperanza de que así sea. Más que pánico, siente una amarga decepción. Esa no es su chica de la curva, y si lo pretende ser, es un fraude. Pero no va a discutírselo por ahora ya que en su prepucio siente el abrazo de un bonito collar de dientes afilados dispuestos a cumplir la amenaza y, a pesar de que su tranca se minimiza por momentos, ella le ajusta el cerco y la mantiene forzadamente erecta; mejor dicho, sostenida. Aprieta el frenillo y tira hacia arriba para dejar constancia de que va en serio, y ahí, él sí empieza a sudar de verdad y a buscar esa curva en la lejanía.

La recta se cierra, y reduce la velocidad, tembloroso. A su derecha ve ese camino que parece perderse entre una mata de carrascas. Pone el intermitente con aprensión. Ya nada queda de eso que sintió minutos antes. "El ángel succionador" es ahora una boa roscada a su entrepierna, y del orgasmo sólo queda un sudor frío que le baña con diminutas perlas de hielo.

Sale definitivamente de la seguridad del asfalto y enfila el precario camino dejando una nube de polvo en la trasera. Irlanda resiste el bamboleo hábilmente, y no suelta su verga ni la ciñe más de la cuenta, es más, da la vuelta al cartelito y aparece la nueva advertencia:

«NO TE DETENGAS, CABRÓN. SIGUE HASTA  NUEVA ORDEN O HAGO UN CARPACCIO CON TU VERGA».

Obedece, qué remedio. Tras las carrascas, la silueta de un hombre joven les corta el paso. Irlanda no cambia de posición cuando el vehículo se detiene y el hombre se acerca para abrir la portezuela. El tipo lleva una cámara y hace diversas tomas de la cabeza de Irlanda en su regazo. Hace algunas que parecen hechas al azar; y otras, al portafotos, a la matrícula, a su cara estupefacta. Parece tener más de perito que de artista y no deja rincón sin rastrear.

-Sigue con la mamada -ordena a Irlanda que aún no ha soltado a su presa-. Y ella sigue moviendo la cabeza arriba y abajo mientras el tipo sigue con su faena, esta vez grabando en video para que no se le escape ni un detalle.

-Ya es suficiente -dice a la chica mientras saca un bote de plástico transparente y se lo acerca. Después saca un arma y apunta a Carlos en la sien.

Irlanda levanta la cabeza y el semen desborda su boca como un vómito blanco que cae en el frasco. Sale del automóvil y escupe el resto sobre la hierba reseca. Busca la botella de agua que antes vertió lascivamente sobre su cabeza y se enjuaga la boca varias veces. Finalmente se seca con un extremo del vestido y rodea el vehículo para devolver el bote al tipo.

-No estuvo mal -le dice a Carlos en castellano perfecto-, pero me da asco tragarla. Lo siento.

-¿Lo cacheaste? -pregunta el tipo.

-De arriba abajo. Llevaba la cartera en el bolsillo trasero. Le palpé la MasterCard, la Visa Oro y la de débito. La sanitaria, el D.N.I., el permiso de conducir...

-Eres la hostia. Qué suerte que tu hermana fuera ciega, el braille se te da de muerte...

-...y qué pena que tu madre fuera una puta y mamaras su mala leche... -prosigue ella-, varias tarjetas descuento, el carnet de puntos de un cine, el de la biblioteca, la...

-Aparte de poder ilustrarnos..., ¿efectivo?

-Dos de cincuenta y monedas.

Finalmente el tipo se dirige a Carlos:

-Sabemos dónde vives, dónde trabajas, eso es básico para cualquier negocio. Tenemos las tarjetas que son el maná de la existencia; tenemos tu discreción y la nuestra porque no queremos que nadie se entere de las guarrerías que haces por esas carreteras; y tenemos también paciencia, la que nos llevará a sacar pequeñas cantidades que apenas te afectarán, no fuera la avaricia a romper el saco. ¡Coño...!, si hasta tenemos tu esperma que ahora la socia guarda en la neverita de hielo, nuestro particular banco genético. Podríamos sembrar el mundo de capullos como tú y llevarlo a la hecatombe... joder..., ¿sería guerra biológica eso?, o a preñar..., bueno..., he visto a tres mujeres en ese portafotos tremendo. Ya hiciste tú el trabajo con una, la vieja cerró el negocio hace tiempo y la tercera...

A Carlos le han dado de lleno y ya no puede contenerse. Se lanza contra el tipejo que lo recibe con la rodilla en los morros. Un hilo de sangre brota de la comisura de sus labios. El tipo lo levanta por la solapa, sentándolo de nuevo. Espera que recupere el aliento y le acerca una pequeña agenda.

-Anota los códigos -dice apuntándolo otra vez.

Y él anota códigos con mano temblorosa y en silencio.

-¿Y el móvil? -pregunta el tipo a la chica.

-Ya lo tengo -contesta mientras quita las llaves de contacto y da un último rastreo al interior del vehículo.

Finalmente se largan. Carlos oye sus voces apagándose y, al poco, el sonido de un vehículo perdiéndose en la lejanía. Saca las piernas del coche aún sin levantarse. Escupe sangre y busca la botella de agua pero no la ve. Tiene una sed atroz y necesita esa botella. Sale del automóvil y cruza el bosque de carrascas atrapando el polvo con su caminar derrotado. Baja hasta la carretera, se acerca al arcén y pone el dedo. Se sentiría mejor si lo hubiesen pateado hasta la muerte. Si su piel fuera un confuso mapa de cardenales tras los que esconder la humillación y la vergüenza. Un par de camiones lo ignoran y un monovolumen negro pasa junto a él con la misma indiferencia.


05:17 PM

Maribí Rodríguez  lanza su cuerpo inmaterial al acelerador de partículas de Ginebra aprovechando que está activo. En milésimas de segundo, sus átomos recuperan la estructura primigenia mientras se deslizan por el cableado de la red eléctrica. A mil kilómetros de distancia, el chisporroteo sobre un trigal recién segado avisa de que un rayo está al caer, y una pareja de cernícalos huye despavorida con sus polluelos en el pico. El cielo está limpio de nubes y no cae rayo alguno, es Maribí Rodríguez quien se descuelga sobre los rastrojos con la pericia de una acróbata y con la seguridad que le da su larga experiencia. Lleva cuarenta y dos años haciéndolo, sin festivos, vacaciones ni puentes de por medio. A modo de fijador, recompone el cardado de su pelo atusándolo con saliva, recoge el bolso de charol a juego con sus zapatos de tacón y echa a andar hacia el arcén. Lleva un vestido de verano estampado con cuadros blancos y negros, una joya del op-art de los 60's que le da el aspecto de un gigantesco damero y por el que las fanáticas del vintage matarían.

Llega tarde como siempre, y, como siempre, piensa en cuanta gente más morirá en esa curva por culpa de sus retrasos. Se sitúa junto al asfalto a quinientos metros del toro de Osborne y extiende la mano con ese gesto que ha llevado a millones de jóvenes y no tan jóvenes a dar la vuelta a la tierra. Su aspecto no es el de una trotamundos sino el que lucía una noche de verano cuarenta y dos años atrás cuando salió de la curva que aún sigue esperándola, la única del trayecto. El índice de alcoholemia no ayudó a que el Mustang rojo descapotable regalo de su padre, un rico terrateniente de la zona, no quedara bocabajo; a que uno de sus zapatos no fuera hallado a veinte metros incrustado su tacón en un tronco, ni a que su sangre no cuajara sobre el esmalte rojo de la chapa.

Un camión se detiene, pero ella lo ignora a conciencia y el conductor arranca con bocinazos de cabreo. Dos puertas, camiones, tractores, cosechadoras, triciclos y cualquier vehículo que le dificulte el acceso al asiento trasero o no disponga de él no son de su incumbencia. Ella es la chica de la curva y no una fresca. Desechados los modelos más excéntricos, un monovolumen negro con sus correspondientes puertas traseras se detiene. El conductor le pregunta adónde va, y ella le confirma destinos coincidentes.

Maribí se introduce en el confortable interior climatizado. Ha cumplido con 16425 servicios como chica de la curva y aún le quedan 166075968958694 de penitencia para tener acceso al Paraíso. Ya no habrá automóviles sobre la tierra cuando acabe con su labor preventiva. Conoce de memoria hasta el último rincón de ese paisaje desolado. Pasan los kilómetros y ella contesta con monosílabos a las preguntas del conductor.

El momento se acerca y debe soltar la frase crítica para seguidamente desmaterializarse cuando una rebelión sorda cuaja en la boca de su estómago. El impulso se transforma en determinación y en la certeza de que no dirá palabra alguna. Cuenta hacia atrás, cruza los dedos y cierra los ojos cuando pasan por la curva maldita donde su Mustang salió despedido. Se muerde la lengua y no puede ver a ese hombre de aspecto desaliñado que, junto al arcén, parece suplicar auxilio. Abre los ojos de nuevo y el corazón golpea su pecho como cuando estaba viva. Contra pronóstico, nada ha pasado. Han sorteado la curva; ella sigue muerta y el conductor, indemne.

Pero no quiere desaparecer de inmediato según el protocolo dispuesto por el Sindicato de Chicas de la Curva; quiere llegar a la ciudad, ver la vida discurrir por sus calles, buscar y espiar a sus amigas ya viejas, oler los aromas familiares, los del pan y los pasteles recién hechos en la tahona de la esquina, el de los perfumes en las tiendas; ver a las parejas en los bancos acariciar sus jóvenes cuerpos. No quiere el cielo prometido sino el que dejó en la realidad tangible de la vida. Quiere el cielo de las sensaciones, sentir esas pequeñas cosas que jamás valoró, que no apreció a su tiempo.