Nunca he sido una zorra (cap. 2)
Los acontecimientos desbordan a la joven pareja. Llegan los reproches ¿Podrán el amor y el deseo con ellos?
En el capítulo 1...
“Tenía claro que permanecerías mucho tiempo enfadado conmigo, un enojo cuasi infantil que iría para largo, sin embargo, por primera vez en toda la noche te dignaste en dirigirme la palabra, pero lamentablemente solo para decirme:
–¡Qué zorra que eres, Aina!”
Capítulo 2
Todo lo que hice lo hice por amor a ti, Ríchar. Un amor tan inconmensurable, tan explosivo y desbordante que fue, como si de una reacción en cadena se tratara, lo que me hizo aceptar participar en todo lo que tú proponías. Un amor sin barreras por el que me dejé llevar en nuestra noche de bodas y luego participaría en multitud de ocasiones, con otros cuerpos, en otras camas, en otros hoteles, en otras casas... en nuestra casa... y en nuestra cama.
Yo solo quería hacerte feliz y me conformaba con tus migajas de afecto. Soñaba con esos besos que nunca me diste, ansiaba las caricias de unas manos con la que jamás te atreviste a tocar mi cuerpo. Yo demandaba anhelante la limosna de tu amor, por eso cuando con desprecio me insultaste, señalándome como la zorra de la suite nupcial, sentí que el dolor me atravesaba el pecho.
No me querías, Ríchar, nunca en todos estos años de matrimonio me has querido. Yo he hecho lo indecible para superar tu indiferencia. Tu frialdad me atormentaba mojando de lágrimas mi almohada. Mira que me has torturado veces, si tan solo contando la infinidad de ocasiones en la que me has humillado se podría escribir una novela, pero nada me ha dolido tanto como aquel insulto en nuestra noche de bodas:
–¡Qué zorra que eres, Aina! –me dijiste con desprecio.
Yo no soy ninguna zorra; que te enteres de una vez. No soy como tus “amiguitas”, que dormían exhaustas sobre la que tenía que haber sido la cama de nuestra noche de bodas; las muy golfas. Y después de la batalla campal de sexo desenfrenado y obsceno que habíais protagonizado; tras la noche de lujuria que os habíais pegado sin recato ni pudor alguno; del caos de la lubricidad generada entre tinieblas, donde todavía rezumaban fluidos por todos los poros de sus exhaustos cuerpos, allí estaban ellas, descansando sin ningún tipo de remordimiento a la traición de la que fuera la mejor amiga de todas ellas y que las miraba sin comprender como habían sido capaz de participar en este acto infame ¡Y en mi noche de bodas! ¡y en mi lecho conyugal!Ni siquiera hicieron nada por limpiarse de tus abundantes corridas, ensuciando copiosamente las sábanas de satén por multitud de zonas, manchas que eran las huellas de un crimen aberrante e impúdico. Ellas se reían de mí, presumiendo de ocupar el que tenía que haber sido mi lugar.
Ellas, sí Ríchar, ellas: la tiquismiquis de la Pau; tan recatada y modosita ante la gente, ante su familia y ante Mario, su novio de toda la vida. La que se ponía malísima cuando tenía que tragarse una simple pastilla de paracetamol, no puso ningún reparo a que le llegara hasta la campanilla, la polla del que acababa de convertirse varias horas antes en mi marido. Y la vi engullendo cada chorro de semen que entraba por su boca… y es que tu querida Paulita, cariño, sí que escondía una enigmática garganta profunda que parecía no tener fondo.
Y qué decir de la maldita de la pija de la Alexandra, tan selecta y exquisita que no se acostaba con el novio porque querían llegar virgen al matrimonio ¡ja! pretendiendo dar ejemplo a la comunidad del Opus Dei que la tenían en un pedestal. Pero contigo alcanzaba un orgasmo detrás de otro, frotándose además con saña el clítoris durante tus tremendas arremetidas en su chorreante vagina. Así fue como la voluptuosa de Alex recibía desvergonzada cada embestida del pollón divino, como ella lo llamaba, entre gemidos y con su peculiar vocecita.
–¡Ay, dame más Ríchar, dame más, dame todo tu pollón divinooooo! –y se corría una y otra vez, mientras tú seguías atacando incansable su abierto y encharcado chochito con la verga como un mástil de dura,
Aunque de todo lo que vi aquella noche, lo que más me sorprendió, fue con la facilidad que aceptaba el sexo anal mi queridísima y “fiel” amiga María José, esa “amiga inseparable” como se autoproclamaba ella misma. Y es que hubo un tiempo en que lo fuimos, Ríchar, tan inseparables, que fui yo quien empecé a llamarla Jose. Y ese apelativo cariñoso fue adoptado por ella como nombre de guerra con los amigos. Qué fiel que era, sí, y no te digo ya lo de inseparable, ya ves, ¡si hasta estuvo en mi noche de bodas, fíjate!
Curioso que cuando nos enfadábamos, en más de una ocasión la había mandado a tomar por culo y ella se enfurecía, y yo le pedía perdón, pobrecita de mí, que no sabía aún que a esa, sí que era verdad que le encanta que le dieran por el culo.
Mi amistad con ellas se había fraguado asistiendo a la gran catequesis que pretendía ser el Opus Dei. Yo era la menor de las cuatro jóvenes que asistíamos a la charla de media tarde, impartida por un detestable diácono que estaba más atento al tamaño de las faldas y a la amplitud de los escotes. A todas yo las conocía pues habíamos coincidido en el mismo colegio y también en el mismo instituto, pero en la catequesis para jóvenes, estrechamos nuestros lazos, aunque yo siempre iba a la zaga, pues ellas ya teníais más experiencia en todos, y yo quería ser una más de vuestra pandilla. En especial porque las había visto con Ricardo, el chico que me gustaba, y que casualmente teníais una sorprendente a amistad. Tú ya tras la reunión, siempre nos esperabas, bueno, las esperabas a ellas para, según me contaban después, tener unos impresionantes orgasmos, que ni sabía lo que era, y que disfrutabais de lo lindo con su tremenda presencia de empotrador nato.
Alguna vez te escuché decir, que pronto yo formaría parte de tu harén de chicas malas, pues era la única con la que te faltaba estrenarte, y yo sentía que vuestra fraternidad y connivencia me provocaban unos celos que me hacían daños.
Como me hizo mucho daño aquella noche, con los jueguecitos y la complicidad que os traíais, pero aguanté estoicamente esperando que saliera una sola palabra de cariño de tu boca…
¡Ay, tu boca…!
Esa boca que yo tanto ansiaba y con la que tantísimas veces he soñado, sueñaba en que me besabas cada noche y cada mañana al despertarnos; dulces besos que me los dabas cada vez partía a tu trabajo o cada vez que llegabas a casa. Pero no me llegaron tus besos, porque nunca me has besado ¿y sabes lo doloroso que es que durante nuestro matrimonio ni una sola vez me hayas besado, Ríchar? ¿O que me dijeras que antes preferías que te besara un tío?
Me repudiaste porque te obligué a casarte conmigo, tú tenías otros planes, pero se confrontaban con los planes de tu padre, y el dinero de tu papaíto era superior a tus deseos de libertad, de correr mundo, de vivir aventuras saturado de la adrenalina y de vaya usted a saber qué cosas más que te metieras por nariz o vena. Pero te topaste conmigo una noche loca en la alameda, algo de la que estoy segura te has tenido que arrepentir mil veces. Yo no, mira por tú por dónde. Tampoco me arrepiento de proponerle a tu padre que la mejor solución al problema que habías creado era casándote conmigo. Por amor se hacen grandes locuras ¿A que sí, mi vida?
Y es que yo creía a pies juntillas que nos bastaría con todo el amor que estaba dispuesta a dar. Mi amor era infinito; tan afable como la sonrisa de Ricardito, tan servicial como mis manos cuando tengo que cuidarte, tan paciente como las noches que esperaba a que te decidieras a entrar en mi alcoba. Mi amor era tan inmenso, que disculpaba cada una de tus ofensas, cada uno de tus desprecios y cada una de tus afrentas. Yo creía en ti sin límite, esperaba de ti sin límite, aguantaba tus infamias sin límite, tal como aprendí de la carta del Apóstol san Pablo que leyeron aquellos curas durante la ceremonia de nuestra boda.
Pero a ti nadie te iba a cambiar y mucho menos una boda. Así se pusiera tu padre como quisiera. Él te dio la oportunidad de estudiar, hubiera dado cualquier cosa para que tú te hubieras hecho un hombre de provecho ¡te dio tantas oportunidades! Pero tú las desaprovechabas todas. Hasta que harto de que no hicieras nada, te puso a trabajar en la aceitera, con un buen sueldo, como corresponde al hijo del dueño, pero en el más bajo de los escalones, pues para que nos vamos a engañar, tu servías para lo que servía, para echar unos polvos apoteósicos a tus amantes, pero no para estudiar ni para dar el cayo trabajando.
Después de la noche de bodas, vinieron muchas noches más de calentura. Y me lo contabas todo, tal vez para ver si me decidía a pedirte por fin el divorcio. Pero yo nunca me voy a divorciar de ti, y no porque espere recibir dinero de tu rica familia, sabes que por expreso deseo de tu padre recibiría más si me divorciara, y tú te quedarías con lo puesto. Don Ricardo Lafuente de Zúñiga lo quiso tener todo atado, e hizo testamento a favor de Ricardito, nombrándome a mí su albacea, pero ni en eso tuvo suerte contigo. Nunca llegaste a saber cuanto te despreciaba.
Sí, Ríchar, te despreciaba, y él sí que quería repudiarte como hijo, fíjate.
En las primeras salidas que hiciste a tus conocidos entornos liberales yo te acompañé, por aquello de que si la montaña no viene a Mahoma, Mahoma irá a la montaña. Sabía que me iba a doler, pero me propuse resistirlo y disfrutar viéndote. Tú me mirabas fijamente mientras follabas a la partenaire de turno. Se me ocurrió que tal vez viéndome excitada te animabas a participar conmigo. Así empezó mi bajada a los infiernos de la autosatisfacción. Tú follabas mirándome... yo me masturbaba mirándote. Tú te corrías entre alaridos… pues yo me corría con más alaridos a ser posible.
Aquel verano fue espectacular en orgasmos enfrentados, pero el embarazo ya no se podía ocultar y comenzó a ser molesto, así que tuve que dejarte marchar por las noches a tus libidinosas fiestas.
Tú padre se enteró de lo que hacías, me planteó que si quería te podía dejar, que ya estaba bien de soportar tus ignominias, que nunca lograría ser feliz contigo, que él me daría lo suficiente para vivir y que nunca nos faltaría de nada, ni a mí ni a su nieto. Yo dije que no, que quería luchar por mi matrimonio. Entonces él me propuso seguir con mis estudios, me ofreció la misma oportunidad que te estaba dando a ti siempre, pues siendo tan joven, lo mejor era que me labrara un porvenir y él estaría dispuesto a darme lo que necesitara para estudiar la carrera que yo quisiera.
Entre tanto nació Ricardito, tenía tu pelo rubio y tus ojos azules. El parto fue largo y difícil, con la intranquilidad que lo afronta cualquier primeriza, pero como me dijo la matrona, yo era una mujer joven y fuerte. Al niño lo tuvieron que sacar con forceps, aunque esto no influyó en la atrofia muscular conocida como enfermedad de Duchenne que le diagnosticaron después.
Terminé el bachiller y tras aprobar la selectividad decidí hacer la carrera de enfermería, no por la enfermedad de Ricardito, no, lo hice porque es una profesión que de siempre me había gustado. Fue difícil compaginar los estudios con los cuidados de nuestro hijo, pero tras mucho esfuerzo y dedicación, y la ayuda inestimable de tu padre, conseguí finalizar la carrera y un máster, además de aprobar unas oposiciones que me llevó a mi actual trabajo en el hospital.
Siempre daré las gracias a tu padre por ayudarme a llegar a ser enfermera, pues esto me sirvió para cuidar a Ricardito y si hace falta, también a ti, si es necesario, a pesar de que cuando recibí el título me preguntaste si es que pensaba utilizar el traje de enfermera sexy para atraerte.
–Ni por todo el oro del mundo ofendería a mi profesión para darte ese gusto –te respondí ofendida.
Compaginar mi trabajo en el hospital con el cuidado de nuestro hijo no fue tarea fácil, y más cuando tú no hacía nada por ayudarnos, te despreocupaba de todo como si nada ni nadie te importara. Tú solo estabas para el sexo oral cuando Pau le podía dar esquinazo a su marido, algo que nunca fue difícil, pues Mario, el feliz afortunado, seguía tan obsesionado en vigilar todo lo que hacían las esposas de sus amigos en lugar de custodiar con vehemencia a la suya. Y cuando dejabais a Mario entregado a sus pesquisas, os colabais en la habitación de invitados mientras yo cuidaba a nuestro hijo. A todo esto hay que reconocer que Pau se casó con Mario, y que al menos le fue fiel un par de años, pero la cabra siempre tira al monte, y la necesidad de tragarse tu cipote totalmente tieso y de saborear tu leche fueron superiores a ella.
Con Alex no hubo pausa para vuestros escarceos amorosos ni tan siquiera lo dejabais cuando ella tenía un bombo de casi 9 meses. Pablo, su marido, moreno de piel y pelo, como ella y del que Alex se burlaba por tener un ridículo micropene, era un hombre seguidor acérrimo de la Obra de san Josemaría, estaba obsesionado con el “plan de vida” y el encuentro cotidiano con Cristo, que no se enteraba de nada, el pobre; bastantes cosas tenía ya sobre su cabeza morena, que ribalizaba con la de sus hijos, que asombrosamente habían salido rubios y de ojos azules, como un milagro de su idealizada imagen de Cristo, aunque me inclino más bien por el milagro de los genes del verdadero padre ¿no, Ríchar?
Otra que también se casó, aunque le costó decidirse fue mi amiga Jose, ella fue la última que sucumbió a los deseos de pasar por la vicaría para casarse con otro del gremio de los cornudos, aunque Alejo tras la fachada de hombre serio y formal, escondía un deje de machista peligrosamente alarmante. Jose en cuanto supo que Alejo no aprobaba el sexo anal, pues era una perversión a los ojos del altísimo, se quiso asegurar antes de dar el sí quiero, de que a su culito no le faltaba de nada, por lo menos una vez a la semana.
Ellas han estado presente en nuestra relación. Digamos que eran las fijas, pero entre medias ha habido una infinidad de mujeres que han saboreado las delicias de Ricardo Lafuente de Zúñiga hijo. A ninguna de las otras le he guardado rencor, ellas no tenían la culpa, se pensaban que teníamos una relación abierta en nuestro matrimonio, pero mis tres amigas sí sabían, que nuestra relación solo se abría por la puerta de mi marido.
Fue tu padre quien tuvo que intervenir de nuevo para exigirte que al menos guardara las apariencias, por él y por el buen nombre de vuestra familia. Tu aceptaste apocar tus salidas y prometiste que si lo hacías, lo harías conmigo, lo de salir, digo.
Pues eso, que volvimos a salir como pareja, pero no de esas que van de la mano haciéndose carantoñas y esas cursilerías, no. Y yo tan contenta, porque al menos me invitabas a cenar alguna vez o a tomar alguna copa, antes de ofrecerme a acompañarte a la habitación que tenías reservada para tu último ligue.
A veces teníamos que esperar juntos a que esa conquista pudiera desatender cualquier cosa que estuviera haciendo, generalmente librarse de su marido, antes de iniciar esa nueva aventura en forma de trío. Lo normal es que tú me pidieras que te desnudara, algo que yo hacía encantada pues me excitaba verte en cueros y era la única oportunidad que tenía de acariciar tu cuerpo y de tocar tu bonito pene con mi mano. Tú le quitabas la ropa a mi contrincante y te dedicaba a ella con esmero, besándola con pasión en la boca. Vuestras lenguas danzaban al unísono, al compás de tus manos que manejaba los acordes de las sensaciones con una coreografía íntima a la que se entregaba la armonía de vuestros cuerpos. Tu boca ansiaba los pezones erectos para envolverlos con impudicia. Tu lengua jugaba con ellos hasta que la piel erizada de las areolas quería explotar. Con tus besos irradiaba su cuerpo de placeres centelleantes esparcidos por el torso acalorado, a través del dominio de los sentidos. Esa era la percepción pura que fluía en mi interior cada que os exhalabais entre suspiros. Tu lengua iba bajando desafiante, de los pechos al ombligo, y yo la sentía del ombligo hasta el pubis abombado, y la notaba entrar en lo más dulce de los placeres del sexo. Una vez dentro de la gruta de las maravillas, ora sorbías la vulva, ora chupabas el clítoris rosáceo e hinchado de deseo. Sus fluidos vaginales se derramaban por la comisura de tus labios mojándote barba, cuello y pecho. Tu miembro totalmente empalmado ronroneaba pidiendo entrar en la cálida abertura de su sexo. La entrada era inminente tras poner a aquella preciosa mujer a lo perrito para que tu magnífica verga se fuera metiendo lentamente hasta llegar al tope con tus testículos. Una vez clavada hasta el fondo, comenzabas una cadencia de perforación constante a la que acompañabais con exiguos gemidos que fueron aumentando junto a un incesante mete-saca que parecía no querer acabar nunca.
Yo extasiada, me tuve que masturbar viéndoos. Por primera vez me desnudé completamente en uno de los encuentros y masajeé mis pechos hasta poner mis pezones duros para jugar con ellos con mi lengua. Mis manos buscaba entre la humedad que hallé en mi entrepierna, y quise acariciar el botoncito del placer. Tú no lo sabes, Ríchar, pero mi clítoris no es tan turgente como el de muchas de las mujeres que te has tirado, más bien se encuentra encerrado entre mis gorditos labios mayores y hay que conocerlo muy bien para encontrarlo, pero es tan sensible que una simple caricia lo hace estallar. Meter la mano entre mis labios vaginales y sentir oleadas de placer fue todo uno; una corriente eléctrica recorría mi cuerpo al son de mis caricias a falta de las tuyas; y al ritmo de vuestros cuerpos enlazados pugnando por mantener el equilibrio a causa de las penetraciones salvajes que propinabas, mi cuerpo se licuaba.
Y nos fusionamos, Ríchar, juntos. Vuestros gemidos y los míos se fundieron de una forma coral única, absolutamente exclusiva, a la espera de la avalancha de gozo que estaba a punto de explosionar de manera inminente.
Y estallé vaciándome por completo. Después de tanto tiempo, por fin alcanzaba un orgasmo delante de ti, mostrándome abierta y libertina delante de tus hermosos ojos azules y tú me acompañaste también en mi felicidad; los dos me acompañasteis en este deleite tan inesperado como rotundo. Sí, llegamos al orgasmo los tres a la vez, sintiendo el rapto de nuestras almas en un momento único e irrepetible. Fue… mágico.
Tú aún estabas carleando como un perro por el tremendo esfuerzo que acababas de realizar para saciar boca, coño y culo, y pringoso todavía de todos vuestros fluidos interiores, sabedor de que me derretía por probar de una vez por todas tu hermosa polla, me invitaste a estar junto a ti.
–Aina -me nombraste con la mirada extasiada de deseo –¿Me la quieres chupar, zorra?