Nunca he sido una zorra (cap. 1)

La historia de una novia joven e inexperta, y ansiosa por complacer los deseos de su novio en la noche de bodas.

Capítulo 1

Hoy te quiero pedir perdón por todo lo que te he hecho… no, calla, no me mires así, con esa rabia que me destroza el alma. Déjame explicarme. Creo que lo mereces, porque no me siento orgullosa de lo que he hecho contigo, pero necesito decir lo que siento, de como he llegado hasta aquí y el calvario que tenido que soportar para superarlo. Necesito quitarme este peso de encima, y para eso tengo que contarte todo lo que he llegado a sentir en estos 16 años que llevo casada contigo.

No receles, solo pretendo desnudar mi alma ante mi esposo, el hombre con quien me casé, y te lo prometo, Ríchar, me casé contigo enamorada hasta las trancas… sí, sí, no pongas esa cara, sabes perfectamente que yo sentía un amor inconmensurable hacía ti, hacía cada parte de tu cuerpo, porque tú lo eras todo para mí, y comprendía que sin ti yo no era nada. Por eso no me importó casarme contigo, a pesar de saber a ciencia cierta, todas las cosas perturbadoras que te gustaban.

Yo no era la más guapa del instituto, tenía una figura delgada y un culito respingón que a más de un chico vi como giraba la cabeza para mirármelo cuando nos cruzábamos por los pasillos en los cambios de clase. Sé que gustaba a muchos chicos, pero yo no me sentía guapa con mi cara plagada de pecas, mi indomable cabello color zanahoria, mis tetas imperfectas ¡con lo que me hubiera gustado tener unos pechos redondos y perfectos! pero no, tuvieron que salirme del tipo “este y oeste”, con cada pezón apuntando hacia cada lado. Y lo peor, mi pubis, tan pelirrojo como el resto de mi cuerpo, que pensaba sinceramente que cuando un chico me lo viera iba a salir corriendo gritando “¡fuego, fuego!”.

Sin embargo, yo soñaba contigo, fíjate, pero tampoco era una novedad, porque contigo soñaban todas las chicas del instituto tan selecto y exquisito donde estudiábamos dentro de una moral estrictamente ultra católica.

Tú a tus 18 años eras un adonis majestuoso y las chicas te rifaban como las tontas adolescentes que eran, atraídas por tu porte imponente de casi metro noventa y tu presencia varonil y segura. Tu pelo rubio y tus ojos azules, derretía a la más pintada. Entre tu carisma y esa sonrisa tuya tan seductora y peculiar, hacía que se nos mojara las bragas y sé de algunas que se las quitaba con la esperanza de que tú la vieras.

Pero tú, jugabas a otro nivel, nadie lo sabía, solo yo lo descubrí una noche en la arboleda, cuando decidiste compartir mi amor de perrito faldero con tus amigos de correrías. Solo tú te corriste en mi interior, los demás, más cobardes y pendencieros, tan solo se atrevieron a darme algún que otro pellizco en las tetas y correrse como adolescentes sobre mi cuerpo desnudo, aunque extasiado por el momento de abrigar dentro de mí, tu bonita polla.

Tal vez mi error fue quedarme embarazada tan joven, y a pesar de que muchas veces me has echado en cara de que Ricardito no es hijo tuyo, los dos sabemos que fuiste tú quien me desfloró y quien eyaculó dentro de mí, para regalarme lo más bonito que me ha deparado la vida: nuestro hijo Ricardo, al que le quise poner el nombre de su padre y de su abuelo, tal como se imponía en vuestra tradición familiar.

Me quedé embarazada, sí, yo apenas era una cría sin ninguna experiencia en el sexo y tú decidiste hacerlo sin condón, pues a pelo se siente mejor, me dijiste entre risas y miradas de excitación, y por más que yo protestaba, no tuve fuerza ni valor para impedir que no me follaras, al fin y al cabo, eras mi amor, el hombre con quien soñaba, durante esos sueños tan húmedos que empecé a tener a partir de mis primeras ovulaciones y que los terminaba con los dedos dando unas tímidas caricias a mi virgen coñito cobrizo.

A pesar de todo lo disfruté bastante, no debería de haberme gustado, pero lo disfruté muchísimo, tal vez fue por eso por lo que me quedé embarazada, y hasta tuve la teoría de que las mujeres solo se quedaban embarazada si disfrutaban con el sexo ¡Qué inocente que era entonces, fíjate!

Y como lo disfruté, no me extrañó que con lo puntual que yo era (y soy con mis periodos), ese mes no apareciera. Tampoco lo hizo en los meses posteriores.

Te lo conté, porque pensé que tú eras responsable de mi embarazo, tú lo negaste diciendo que era imposible que ese niño fuera tuyo, que “con lo zorra que yo era”, sí, así me lo dijiste, Ríchar, que con lo zorra que yo era, posiblemente fuera de cualquier otro y que pretendía endosarte a ti el mochuelo. Afortunadamente, don Ricardo Lafuente de Zúñiga, tu progenitor y mi admirado suegro, una vez que mis padres hablaron con él, te obligó a cumplir con tu responsabilidad y nos puso fecha para la boda, pues un hombre como él, criado en el seno de la Santa Madre Iglesia, no podía consentir tener un nieto bastardo.

Tu padre, Ríchar, sí que era un auténtico macho Alpha en todos los sentidos, siempre pendiente de mí ¡Y cómo quería a Ricardito! Se desvivía por él. Él siempre estuvo atento a que no me faltara de nada y realmente se preocupaba por mí. Yo creo que me quería mucho y yo también lo quise mucho a él.

El día que mis padres fueron a hablar con tu familia y contarle lo de mi embarazo ¿recuerdas cómo te agarró del cuello y te quiso estrangular con una sola mano. Tú no fuiste capaz de enfrentarte a él ese día… ni aquel día ni ningún otro día, nunca fuiste valiente ante hombres de verdad, y si no llega a ser porque yo me interpuse e intercedí por ti, mostrándole el amor que yo te profesaba, creo que te hubiera matado allí mismo.

-Te vas a casar y punto –te dijo y me henchí de admiración por ese hombre.

Yo no debería haber aceptado nunca, pero como te he dicho, Ríchar, yo sí estaba enamoradísima de ti, a pesar de lo que te dijeran Alex, Jose y Pau cada vez que te animaban a asistir a una de esas fiestas liberales llenas de lujuria, vicio y desenfreno a las que ibais.

En mayo nos casamos por la iglesia, como Dios manda, con no sé cuántos curas en la ceremonia y otras tantas parafernalias para decorar el rimbombante ritual. Yo estaba tan feliz con mi vestido de princesa de seda, tul y nácar, terminado en un cuello palabra de honor que realzaba mis sugerentes pechos. Me hallaba radiante, vamos, me sentía hasta guapa. Tú también estabas tan apuesto con aquel esmoquin tan elegante y atractivo, que pude palpar la envidia de muchas de las mujeres que nos acompañaban ese día.

Y como mandan los cánones también, el banquete fue pagado por don Ricardo Lafuente de Zúñiga. Yo quería una boda sencilla y sin estridencias; y si fuera posible, para la familia solamente. Pero los Lafuente de Zúñiga no podían permitir tal vulgaridad. Ellos tenían que tener una boda de postín, donde presumir de su estatus ante el resto de la plebe del pueblo.

Asistieron una multitud de invitados que yo ni conocía, poca familia de mi parte y también muy pocos de mis amigos; aunque fuiste tú quien invitó a nuestro enlace matrimonial a Alex, a Jose y a Pau, pues yo no quería que vinieran. Pero tú no diste tu brazo a torcer con sus invitaciones, a pesar de las veces que te rogué que no lo hicieras, porque sabía lo que iba a pasar. Y sí, como temía, tú no solo querías que pasara, es que, para más inri, provocaste que pasara, porque se te reflejaba en esa preciosa cara de lascivia que posees, diciéndome, con una autoridad a la que no fui capaz de enfrentarme, que mis amistades tenían que estar con nosotros en nuestra noche de bodas.

Tras el banquete y el baile que tuvo lugar con una de las mejores orquestas para estos eventos que, por cierto, ninguno de los dos disfrutamos ya que declinamos hacer el primer baile, por fin te lograste zafar de los invitados más inoportunos y pesados, para encabezar esa patética comitiva hacia la suite nupcial deseoso de que empezara la orgía que ya retumbaba en tu cabecica loca; te faltó portar teas maritales para que todos supieran lo que íbamos a hacer.

Ya en el ascensor, los besos se fueron intercambiando y las manos se iban metiendo bajo las ropas con desesperación, avidez y deseo, el apetito sexual devoraba, la concupiscencia que emanaba en el pequeño compartimento que nos llevaba a desfogar a la última planta.

Me quedé frustrada cuando ni siquiera te acordaste de cogerme en brazos para cruzar la puerta de nuestro lecho conyugal, y eso que yo había soñado mil veces en traspasar el umbral de la suite en brazos de mi recién estrenado esposo. Ni eso te reproché, comprendía que tus deseos y fantasías te podían. Eso no evitó que yo me adentrara imaginándome una princesa con mi cautivador vestido de novia ¿Qué querías que soñara? Si es que yo era una cría. Miré el interior de la suite y vi con satisfacción que el tálamo, presidido por la más grande de las camas king size del mercado, estaba ornamentado con unos soberbios adornos a base de pétalos de rosas y diversos motivos florales. Tampoco faltaban las botellas de champán en cubiteras de hielo y los bombones de chocolate, aunque lo que más se consumió esa noche fueron unos cuantos litros de alcohol y algún que otro tipo de chocolate, que no quise probar, pero no pude evitar respirar.

La ropa fue cayendo y tú mirabas impaciente para disfrutar de todo lo que en lo más perverso de tu imaginación habías planeado ante la desnudez de los cuerpos. No obstante, yo me mantuve con mi bonito traje de novia, pues deseaba ser penetrada con el vestido puesto.

Los besos fueron infinitos en esa gran bacanal que habías diseñado para la más cara de la las suites que tenía aquel gran hotel. Las caricias, incontables, las penetraciones profundas y por todos los agujeros posible. No quiero dar detalles de toda la locura que pasó sobre aquella cama gigantesca o sobre el bonito chaise longue beige que decoraba la alcoba o hasta en la misma terraza, a la vista de quienes quisieran mirar hacia arriba. Todo fue lujuria con una obscenidad desbordante ¡qué te voy a contar! Como ya sabes, a Pau le gustaba que el semen fuera a parar a la boca. Sin embargo, Alex prefería sin duda la vagina y José, en su preocupante perversión, solo llegaba al clímax con un potente sexo anal.

Yo estaba desecha, me fallaban las fuerzas, sintiendo que no pasaban las horas con aquellas interminables comidas de coño y la infinidad de mamadas de polla. No hubo descanso alguno. Y hubo un momento que ya me daba igual lo que estuvieran haciendo Alex, o Jose o Pau, pues yo solo tenía ojos para ti, pese a que notaba que me iba a ahogar. Eran ya muchas horas, y mi alma necesitaba un respiro, pero tú siempre querías más, te vaciabas mirándome y te exhibías delante de mí para que viera como te mantenías empalmado y excitado con el siguiente cambio de posición que exigías, para volver a eyacular sin dejar de mirarme a los ojos. Hasta cuatro veces conté que te habías corrido sin dejar de escrutar en lo más profundos de mis ojos verdes, con el objeto de percibir a flor de piel lo que yo estaba viviendo y sobre todo para transmitirme desde la distancia, lo mucho que estabas disfrutando en nuestra noche de bodas.

Ya cuando el sueño pudo con los ánimos amatorios, fue cuando decidí acercarme a ti, que estabas en el séptimo cielo. Me coloqué sobre tu cuerpo desnudo con la intención de acariciarte con todo el amor que tenía para darte esa noche, ya que mi cariño se me derramaba por los cuatro costados y rebosaba en mis manos. Tenía la necesidad imperiosa de sentirte dentro de mí y que percibieras la cantidad de amor que estaba dispuesta a dar con tal de estar siempre a tu lado. Me senté a horcajadas sobre ti arremangándome la falda de mi hermoso vestido blanco y fui agarrando tu todavía flácida polla con la intención de restregándomela por mi rajita, que a estas alturas estaba saturada de fluidos por la excitación del momento y por el deseo velado e incontenible de poseer en mi interior al hombre de mi vida y que al fin ya era mi marido.

Pero entonces reparé en tu asco y tu repulsión, noté como me reprochabas con tu transparente mirada lo que yo te había hecho. No querías que me mantuviera allí a tu lado. Fue algo que no me esperaba. Me dolió esa mirada tan dura en señal de rechazo y yo no me lo podía creer. No quise hacer caso a esos indicios de desprecio, pues creí que mi entrega absoluta apaciguaría a mi marido, sin sospechar que me dirigía hacia el más repugnante de los repudios. Sin embargo, conseguí dominar tu voluntad para consumar nuestro matrimonio, muy a tu pesar, si bien fue con una triste penetración sin apenas fuerzas ni deseo, ya que después de todas las veces que te habías corrido durante toda la noche lejos de mí, en ese momento te querías hacer el digno simulando que te molestaba. Pero mi vagina se abría por ti deseosa, succionadora y desafiante a tu desgana. Y fue el momento mágico de nuestra noche de bodas, el instante en que mis hadas lograron que la más bonita de las pollas consiguiera la dureza suficiente para entrar en mí, me perforaras el coño y te vaciaras por quinta vez esa noche. Logré que tu polla descargara tu dulce simiente en mi vagina dilatada y lubricada por la excitación en la que me encontraba

Aquella noche, mientras Alex, Jose y Pau descansaban de la terrible sesión de sexo que se habían concedido, y yo, no sin esfuerzo, logré consumar nuestro matrimonio con una ansiada penetración de la más bonita de las pollas del mundo, y me hallaba tan feliz al notar como tu semen se escurría por mis piernas, tenía la certeza de que nuestro matrimonio no tendría fisuras y sería fuerte ya que se antepondría la inmensidad de mi amor a todas las vicisitudes que se presentaran y quisieran destruirnos.

Te miraba extasiada, plenamente satisfecha, aunque yo no hubiera alcanzado el orgasmo contigo, ya que tu esencia secretaba desde mi interior a través de mis labios vaginales. No hay nada más grande en el sexo que hacerlo con la persona que amas, nada más satisfactorio que entregarte libremente y con pasión a ella. Creía que este primer capricho que quisiste darte el día de nuestra boda lo íbamos a superar, y que en adelante, romperías tu propia resistencia y seríamos el uno para el otro, sin restricciones ni reproches.

Y a pesar de lo anhelante que estaba en aquel momento de ti, supe que siempre me rechazarías, que no me perdonarías nunca, por más que tú fueras el máximo culpable de la situación, aun así me recriminabas con ojos rabiosos haberte quitado la libertad y amarrarte para siempre en el despertar de tu juventud… y rabiabas porque te corriste conmigo, sin ganas, pero te corriste en mi interior y vi que en el fondo te había gustado mucho cuando lograste alcanzar el clímax. Como te he dicho, yo no alcancé el orgasmo, tampoco he tenido ninguno contigo durante estos años, pero no me afectó. Yo estaba enamorada de ti como la colegiala que era, y me importaba muy poco como te pusieras conmigo.

Tenía claro que permanecerías mucho tiempo enfadado, un enojo cuasi infantil que iría para largo, sin embargo, por primera vez en toda la noche te dignaste en dirigirme la palabra, lamentablemente solo para decirme con despercio:

–¡Qué zorra que eres, Aina!