Nunca he dejado de pensarte
Posaste tu boca de arenas húmedas en mi pecho, en mis muslos, en la comisura de mis labios, en el nacimiento de mi pelo, en la planta de mis pies, en mi sexo que para siempre sería tuyo.
Recuerdo que era invierno. Que los árboles desnudos echaban de menos la primavera en sus ramas. Recuerdo también la monotonía del agua deslizándose por los cristales de la ventana. Anochecía y te esperaba. Sabía que vendrías y traerías contigo el más temible de los regalos: la despedida, la noche eterna, la presencia gris de tu ausencia.
Oí la llave girando en la cerradura. Era un ruido que formaba parte de mi vida. ¡Tantas veces lo había esperado sentada, desnuda, con el deseo brotando por cada unos de los poros de mi piel!
Sentí tu aliento en mi nuca y el calor de tus labios depositando un beso abrasador en mi cuello.
Nos conocimos de forma casual un viernes en una cena de amigos comunes. Entraste en mi vida como un huracán devastador y le diste la vuelta a mis principios. Y empezaron a unirnos las mismas cosas: una pasión desbordante por la vida, la música, la guitarra, el buen vino, las noches de misterio y confidencias con el alma y el cuerpo empapados de ron. Las cenas en tu casa de campo seguidas de tertulias con los amigos hasta el amanecer alrededor de un buen fuego. Y nos separaban las mismas cosas también: una vida ordenada, una pareja estable que no compartía nada con nosotros, una posición destacada en la sociedad, y unos hijos.
¡Cuántas noches de amor, de pasión incontrolable, de sexo desenfrenado vivimos! Tus manos dibujaban paraísos en mi piel. Tatuabas mi cuerpo con besos calientes, lacerantes. Tu lengua curiosa descubría cada uno de los rincones inexplorados de mi cuerpo. Te gustaba poseerme por completo, dominarme, que te dijera que solamente era tuya, que te pertenecía, que eras mi dueño, mi señor. Mi hombre. Y como dueño me follabas, me cubrías con fuerza, casi con rabia, como los animales en celo, me llenabas por completo con tu miembro hinchado de placer y descargabas en mí hasta la última gota de macho. Y como hombre, como mi hombre, me hacías el amor enseñándome a disfrutar de mi cuerpo y del tuyo, elevándome hasta las más altas cotas de placer. "Gime, disfruta, no tengas prisas, regálame el mejor de tus orgasmos", me decías. Y me follabas una y otra vez mientras me hacías el amor.
"Quiero hacerte el amor", susurraste a mi oído. Me levanté. Cogí dos vasos y una botella de ron añejo del que tanto nos gusta y volviéndome hacia ti, te dije: primero bebamos. Sabía el efecto que el ron producía en nuestros sentidos. No quería que me hicieras el amor, no quería plabras suaves y dulces; no quería que te enredases en mi piel como hiedra húmeda; no quería que te llevaras mi alma prendida con el último beso.
Bebimos y reímos y cantamos. La despedida tenía que ser una fiesta. Una fiesta de los sentidos. Fuera llovía y hacía frío. Dentro el calor del ron y de la música nos invadía. Fóllame y después vete, te dije. Fóllame como si yo fuera la primera, la única, la última mujer en el mundo. Me levanté y empecé a desabrochar los botones de mi blusa. Te acercaste y comenzaste a arrancarme la ropa con desesperación. Me pusiste cara a la pared abriéndome las piernas." Asi como a mí me gusta", dijiste. Tus manos se paseaban por mi vagina, tus dedos se introducían en mi sexo húmedo y jugaban con mi clítoris erecto. Me hablabas al oído: "¿Esto es lo que quieres? Pues ahí lo tienes". Me penetraste con fuerza, con furia, casi con rabia. Más fuerte, más adentro. El dolor y el placer inundaban mi cuerpo. No quería besos, ni palabras bonitas, ni movimientos suaves. Aceleramos el ritmo, hasta que te vaciaste en mí y mi cuerpo explotó.
Nos separamos con lágrimas en los ojos. Preparé una cena fría y me contaste tus proyectos. Te ibas, no podías despreciar el puesto que te ofrecían. No por ti, sino por tus hijos y por tu mujer. Te miré y sonreímos. Los dos sabíamos que yo no te iba a pedir que te quedaras y que tú tampoco me pedirías que te acompañara. Era mejor así. Charlamos mucho aquella noche. De las cosas que nos unían, de las que nos separaban y sobre todo de nuestra cobardía.
Se hacía tarde." Déjame dormir contigo esta noche", me suplicaste.
Nos acostamos desnudos sin decir palabra. Me enredaste entre tus brazos y me dormí.
Me despertó la suave penumbra del amanecer y tus manos paseándose lentamente por mi espalda. Tu boca antes lacerante, intransigente, salvaje se volvía ahora suave brisa caliente, acariciando mi columna. Posaste tu boca de arenas húmedas en mi pecho, en mis muslos, en la comisura de mis labios, en el nacimiento de mi pelo, en la planta de mis pies, en mi sexo que para siempre sería tuyo. Introdujiste tu miembro en lo más profundo de mi cuerpo, lentamente, recreándote en cada pliegue de mi vagina grabando a fuego el sello de tu vida en mi interior. Te movías lentamente sobre mí sin separar un momento tu mirada de mis ojos. Pidiéndome perdón en cada una de tus dulces embestidas, suplicándome que te dejara marchar sin reproches.
Y gocé de cada milímetro de tu piel, engullí el dulce tesoro de tu sexo, te regalé cada una de las gotas de saliva que escaparon de mi boca, grabé en mi pecho hasta el más mínimo de tus gemidos y sentí que me hacías el amor como si fuera la primera, la única, la última mujer de tu vida mientras penetrabas mi cuerpo, poseías por completo mi alma y descargabas la tuya en mi vientre.
Miré atentamente como te preparabas para irte. Ya en la puerta te volviste y me dijiste:" El olvido es la peor de las muertes. No dejes nunca de pensarme y seguiré vivo".
Hoy después de mucho tiempo, te he visto en televisión. Parece que por fin alcanzaste el puesto que ansíabas dentro de la política nacional. Sigues endemoniadamente guapo y tu voz sigue acariciando el aire.
Y mientras veo deslizarse lentamente las gotas de agua en el cristal en esta tarde lluviosa y fría de invierno como aquella, tomo un trago de ron y sigo sintiendo en mis labios el gusto de tu boca a arenas húmedas. Ya no me duele tanto tu ausencia. Alzo mi copa a tu salud: Nunca he dejado de pensarte.