Nunca es tarde para perder el virgo
¿Es posible que una mujer llegue inmaculada a los 39 y vaya a un burdel para que la desvirguen y la ofrezcan de puta? Suena rocambolesco, pero también parece raro lo de que el hombre llegó a la Luna y pocos lo discuten. Así me lo contó Lorenzo y yo apuesto por su historia:
Hay veces que, sin ser violento, hay que ser resolutivo. Ella gritó como un caniche al que le hubieran pisado la patita sin querer. Fueron unos chillidos agudos, entrecortados, que poco a poco se fueron apagando en la medida que el recto dilataba. La saqué suavemente y volví a metérsela mientras acariciaba sus pechos con mis manos. Iba a correrme dentro de Silvia, esa mujer que yo no había buscado, sino que había acudido a ofrecerse. ¿Debía sentir culpa por verla convertirse en puta, partida por mi verga?
De acuerdo. Pensarás que soy un depravado y que gestionar un burdel no sea tarea honorable para quien se matriculó en Económicas, pero mientras algunos de mi promoción tuvieron que lidiar y perder el culo en los parqués bursátiles durante la última crisis; yo he mantenido a flote el negocio con la digna economía de servicios y mi eficiente plantilla.
La sede de tal negocio, Madurita, sabrosa, muy caliente y siempre a punto, está en un edifico funcional. Por funcional, entiéndeme: un pisito en un bloque sin pretensiones pero digno. Intento ser un buen empresario y considero que la complicidad con mis empleadas mejora el rendimiento. Solidaridad con ellas no me falta: me sirvo de un circuito de cámaras camufladas para verificar su trabajo y así poder mejorarlo si la situación lo requiere. La erección de mi verga es el marcador de calidad y, cuando su labor es buena, siento la irreprimible necesidad de darles puntuación, sacudiéndomela con el puño y procurando correrme al mismo ritmo que ellas. A veces se desmotivan por culpa de esa plaga: la eyaculación precoz, y es mi responsabilidad que recuperen la motivación aunque sea con mi rabo como último recurso. También hay clientes que quieren ver sexo en directo sin implicarse demasiado, y entonces yo debo aplicarme y consumar dentro o fuera de ellas ante sus miradas apremiantes.
Los enterados le llamarían a eso: avaricia, lujuria, vicio, adicción al sexo -lo que quieras que a mí me da igual- porque yo lo llamó rentabilidad económica y vocación a secas, y las considero cualidades imprescindibles para la realización personal. La vocación está más que probada, sobre todo la de Silvia.
Silvia llamó un día al anuncio de contactos pidiendo trabajo. Su voz tenía cierto timbre ligero y sospeché que era demasiado joven, pero ella me confirmó que ya tenía 39. Acordamos una entrevista a la que acudió puntualmente. Era bajita, ni fea ni guapa, y no tenía aspecto de profesional. Llevaba el pelo recogido, unas viejas gafas de concha y ni rastro de maquillaje ni joyas. Tampoco lucía anillo de casada o huellas de el en los dedos. Sus ropas eran sencillas, un suéter gris de pico sobre una camisa blanca y una falda plisada de un gris más oscuro. Los zapatos, tipo mocasines. Era difícil ver su feminidad bajo ese atuendo, ya que parecía diseñado más para diluirla que para realzarla, pero soy capaz de encontrar una perla en un estercolero y eso sólo se puede conseguir cribando hasta el último desecho.
La acompañé a mi despacho que tiene el aspecto serio de una consulta médica: una habitación interior con una mesa de oficina a un lado, dos sillas para atender y una camilla en una esquina donde explorar el material. Tras ofrecerle asiento, me senté tras la mesa y le pregunté que se le ofrecía. Suspiró y me dijo:
-Mire, le seré franca. Fui hija única y mis padres me criaron siendo ya mayores, por lo que he pasado los mejores años de mi vida cuidando de ellos en su vejez y no tuve tiempo de acabar los estudios ni de iniciarme en ningún oficio. Hace una semana que volqué las cenizas de mi padre en el mar y apuré el par de ceros que quedaban en su cuenta. He buscado algún indicio de trabajo que encajara con mi perfil y lo único que he encontrado es eso. En cuanto a mis cualidades, pues ya lo ve: Que soy Madurita es más que evidente; lo de sabrosa es un valor relativo pues hay gustos para todo, hay a quien le encanta el dulce y hay a quien le pierde el amargo; y en cuanto a lo de muy caliente , pues supongo que será como el agua del cazo, depende del fogón donde se ponga. Lo que si le puedo garantizar es lo de siempre a punto : Silvia, tráeme la cuña que me hago pis... , Silvia, y la merienda...?, Silvia, ya me has dado la pastilla...?, y así lo que usted quiera, que disponibilidad he aprendido.
La observé. Parecía muy segura de si misma o quizá demasiado desesperada para andarse con rodeos.
-¿Sabe? La plantilla la conforman maduras como usted, pero ya se dedicaron a ese trabajo de jóvenes. Son mujeres curtidas, motivadas no tan solo por el dinero sino por la vocación, que conocen todas las estrategias del oficio. Con ellas cubro un nicho de mercado que sólo los más selectos valoran. Al contrario de lo que muchos piensan, hay quien prefiere la mujer en edad plena.
-Sé que está algo confundido conmigo -contestó- pero le ruego que me de una oportunidad.
-Lo intentaré y quizá esté en mi mano hacerlo, pero tendré que ser directo. Sospecho que es usted virgen...
-Cómo no. De nacimiento.
-Verá, ahora tengo una plaza vacante porque una de mis operarias libró por asuntos personales. Tenga claro que su condición de virgen no es compatible con el oficio. Es un trabajo demasiado duro para quien no tenga vocación, y creo que si usted la tuviera -perdone que se lo diga tan claro- ya habría empezado antes y no habría ese impedimento entre sus piernas. Pero voy a ser justo y darle la oportunidad de pasar la prueba. ¿La ha tragado alguna vez?
-Imagino a lo que se refiere. En mi vida no he tragado más que bebida y alimento, y siempre masticándolo bien.
-Pues ahora hará bien en no masticar demasiado. Deberá arrodillarse ante mi.
-Silvia obedeció y se arrodilló sin rechistar.
-Abra la bragueta y sáquemela, por favor -dije cuando estuvo situada
Y sin decir ni "mu", obedeció. Oí el "russss" de la cremallera al bajarse y sentí sus manos hurgar en la entrepierna. La situación tenía su morbo y yo la tenía morcillona sin llegar a erecta. Sentí sus dedos fríos al extraerla.
-¿Y ahora?
-¿A usted que le parece? Menéela como si batiera manteca -dije, suspirando y moviendo la cabeza con resignación.
La tomó y la acarició como si la meciera. Tenía unos dedos suaves. Me desnudó el capullo delicadamente como si desvistiera una muñeca, tomó todo el mango y acarició los huevos. Acabó por encontrarle el ritmo y por hacerme una buena paja con sus manos cada vez más cálidas y firmes, y sentí que iba a correrme si seguía.
-¡Qué maravilla y como crece! -dijo, asombrada-. Eso sí es un milagro. Dígame qué debo hacer ahora.
-¿No tiene ADSL en casa para ponerse un poco al día? Perdóneme, pero no sé si es realmente así de ingenua o lo está fingiendo -contesté, impaciente-. Métasela en la boca y chupe, por favor.
Tras una sombra de duda que pareció paralizarla, así lo hizo. Empezó con lametones tímidos y cortos mientras seguía acariciándola. La ciñó con sus labios y, así atrapada, poco a poco la tragó. Metió y sacó durante un rato y le dio vueltas con la lengua. Entonces me desconcertó y, de no haber sido por algún apretón de dientes discordante, la hubiese tomado por experta. Ya no pude contenerme y me corrí dentro de ella, lechada tras lechada, y eso la agarró por sorpresa. Se atragantó y entró en sofoco mientras le decía:
-No tiene porque tragarlo todo si no quiere.
-Lo siento... ¿se refiere al salpicón ese blanco? -preguntó
-Llámelo como quiera. En mi pueblo lo llaman lefa -dije mientras iba a por un vaso de agua.
Cuando volví ya estaba recompuesta, con una mano recogía el cesto y con la otra se limpiaba la boca con un pañuelo.
-¿Ya se va? -dije, sonriéndole sarcástico.
-Lo siento -dijo, ruborizándose y ajustándose las gafas- debo asimilar todo lo vivido y necesito tiempo.
La acompañé hasta la puerta y salió presurosa. La cerré tras ella y me apoyé de espaldas contra la madera. Sonreí. Tenía su morbo con esa ingenuidad que imaginé forzada. Me dije a mi mismo: «Volverás, ya probaste la miel y te gustó demasiado». Pasaron los días y casi había olvidado el incidente cuando llamaron a la puerta. Abrí y, a pesar de que su aspecto me resultaba familiar, no la reconocí.
-¿No se acuerda de mí? -preguntó.
-Que quiere que le diga, señora, lo siento pero no.
-Soy Silvia. Estuve aquí el otro día -dijo con cierto rubor.
Esa mujer era un pozo de sorpresas. No la identifiqué porque llevaba el cabello suelto, iba profusamente maquillada y con cierta torpeza, como lo haría una niña o alguien que no estuviera acostumbrado a hacerlo. Una gabardina gris la cubría hasta media pierna. Esta vez no llevaba ese cesto de rafia sino un bolso acharolado de aspecto barato. Sonreí y le dije franqueándole la puerta:
-Oh, sí claro, cómo no. Pase usted. Me dije a mi mismo que volvería.
-Pues ya lo ve, acertó. ¿No vamos a completar la prueba? -preguntó.
-Su conducta fue bastante irregular y yo necesito empleadas estables. El otro día me decepcionó, aunque siendo virgen -como dice ser- es comprensible que se asustara. Pase a mi despacho, por favor.
La acompañé hasta el garito y allí le pedí que se quitara el abrigo. Lo hizo con cierto reparo y con motivo: Debajo llevaba una falda cortísima y unas medias de fantasía que se perdían dentro de unos zapatos de tacón. Una camiseta apenas le cubría los pezones de sus rotundas tetas. La piel blanca y delicada mostraba que no había catado el sol de la playa en mucho tiempo. Aunque parecía más disfrazada que vestida, estaba realmente excitante y yo lo noté en mi verga empinándose por momentos.
-¿No se ha precipitado un poco? -pregunté-. Está claro que no es una mujer de matices, sino de extremos. O nada o todo. Pero no crea que por vestirse de puta lo será más, veremos sus posibilidades. Póngase de cara a la pared como si yo fuera a cachearla, ya sabe, como hacen los policías con los delincuentes...
Se movía frente a mi con sus nalgas oscilantes a causa de la altura de los tacones y se situó tal como le había pedido. Emanaba un perfume tibio, mitad natural y mitad de bote. Me embargó el morbo y me apresuré para agarrarla y apretarla contra mi cuerpo. Le metí la mano para bajarle las bragas. Busqué la vulva encontrando la humedad que me pringó. Abrí sus labios explorando lo que alcancé de su vagina y buscando sus puntos más calientes que, como sensores, detectaron mis dedos y hacían que empujara su culo contra ellos al ritmo del gusto que le daban. Gemía de espaldas a mí, montada sobre esos tacones suicidas, sacando culo, abierta de piernas y mojando la mano que la abría. No podía creer que esa mujer tan ardiente aun fuera virgen a su edad e iba a comprobarlo. Le di la vuelta y la puse de espaldas contra la pared. Sin dejar de masturbarla, posé los labios sobre sus pezones, para lamerlos, chuparlos, morderlos. Me saqué la verga dura por la excitante situación y la aferré por las nalgas entre suspiros. La alcé y la tanteé para encontrar su vagina: allí estaba la funda apretándome el capullo. El cuadrito que tenía en la pared, la reproducción de una gordita deliciosa de Botero, cayó al suelo.
-Lo siento -dijo.
-Yo también lo siento. Creo que acabo de rasgarle la tela -dije, viendo su camiseta prendida del gancho de la pared.
-¿Ya? ¿Y como ha sido? Ni siquiera me dolió.
-No lo crea, aun no he entrado.
-Entonces, ¿me hará mucho daño? -preguntó inquieta.
-El que requiera. Se acabaron los juegos. No se si es usted puta, monja o una excéntrica aburrida que ha venido a calentarme, pero de esa no se salva -contesté, dejando caer su cuerpo y hundiéndosela hasta que topé con su telilla: era cierto.
Aunque empujé con dureza, parecía resistirse como si los años la hubiesen curtido como un cuero. Por fin, tras nuevas embestidas, se rompió empalándose en mi verga. Noté la humedad intensa y oí su aullido rabioso. Fue sublime. Su funda de virgen ceñía prieta mi mango. Sentía su latido en el. La solté, y mi verga se deslizó dentro de ella hasta el tope de mis huevos. Como era paticorta, sus pies no alcanzaban el suelo ni con tacones y, aunque buscaba un apoyo, no hacia más que penetrarse con sus movimientos. Empuje contra la pared y hacia arriba y ella sollozó, enganchada en ese garfio. Su cuerpo intentaba entender tan intensas sensaciones y un temblor la agitaba. La alcé y la dejé caer de nuevo. Repetí la operación una y otra vez. Ya no buscaba apoyo con la punta de los pies y se dejaba hacer, sus piernas colgando a mis lados. Al cabo de un rato de maniobrar le pregunté:
-¿Le gusta el oficio?
-Ooooohhh, síííííí... -gimió-, ese dolor no se parece a ninguno y me da un gusto extremo. Deme... deme, sin piedad, ábrame para siempre... sííííí...
Yo seguí alzando y descargando su cuerpo contra mi verga, gozando del coño virgen. Unos vigorosos envites le hicieron retorcerse y expulsar sus fluidos entre gritos y sollozos. La mantuve en ese estado un buen rato hasta que pareció rendirse entre patadas al aire y arqueos. Estaba claro que Silvia había alcanzado un buen orgasmo, quizá el primero de su vida. Cuando recuperó el aliento siguió empalada y colgando. Le pasé las manos por la parte interna de los muslos y ahí encontré la viscosidad del desgarro mezclada con los flujos del placer. Dejé que resbalara por la pared, que se apoyara en el suelo e intenté que se sostuviera, pero no pudo. Le flaqueaban las piernas pero aun no había acabado con ella. Estaba aturdida y, cuidadosamente, dejé que se doblara sobre la alfombra.
-Bueno, bueno, bueno... -dije- ya, probamos los dos agujeros y parecen excelentes. Ahora falta el tercero, la trastienda. Ahí es donde se hacen a veces los negocios más suculentos.
Fui hasta un cajón donde tenía una fusta y la agarré con la mano. Me puse junto a ella y me senté en la silla. Acerqué su cuerpo y lo puse sobre mis piernas. Liberé sus tetas atrapadas y acaricié sus pezones duros y calientes, mientras le subía la falda y sus nalgas grandes quedaban al aire. Palpé esa piel blanca y delicada y la pellizqué con los dedos...
-¿Está agotada? -pregunté
-Agotada no, traspuesta -contestó-. Lamento que me haya desvirgado, no por haberme robado la telilla, sino por no poderme dar tanto gusto desgarrándome de nuevo.
-No se preocupe. Ya aprenderá a sentirlo cada vez que se la metan -le dije mientras alzaba la fusta y la descargaba en una nalgas. Dio un respingo-. A algunos clientes les gusta esa práctica, porque les erotiza un culo azotado -proseguí.
Lo mereciera o no, me apliqué en ello. A cada azote, sus nalgas generosas temblaban como gelatina y los trazos rojos se cruzaban en su piel, mientras suspiraba entre dientes. Su capacidad para gozar con todos los estímulos, aunque fuesen dolorosos, me parecía una cualidad perfecta en una profesional. Yo aun no me había corrido y tenía la verga fuera. La levanté e hice que se agachara sobre la camilla con los pies en el suelo. Recogí un poco de líquido preseminal y se lo unté en el ano. Exprimí un poco más y esta vez deslicé un dedo en su interior, moviéndolo durante un rato mientras ella se caldeaba. Bajé a su vulva, mojé allí y, con dos dedos en su recto, la dilaté un poco más. Me puse tras ella porque tenía el vergajo y los huevos a punto de estallar y ya no podía contenerme. Tanteé el orificio y le hundí el capullo con decisión y pensé que sería difícil aguantar sin correrme, tan apretado lo tenía.
-¡Aaaaay como duele, quítela de ahí por favor! -gimió.
-No desespere y relájese, eso es sólo al principio, verá que gusto da luego. Concéntrese en la quemazón agradable de su culo castigado por la fusta -contesté, empujando lo que faltaba hasta el fondo de su recto. Metí y saqué cada vez con más brío en una follada imparable mientras le decía:
-Ahora si va a ser una putilla con todas las calificaciones, da gusto por todos sus agujeros e igualmente lo goza, no mienta.
-Qué razón tiene y qué placer que da ahora, señor... ¿cómo pudo ser penada en otro tiempo cosa tan agradable? Alguien se equivocó al labrar los santos mandamientos... estoy segura... Creo que la maldad sería no gozar de eso... -dijo a trompicones porque su cuerpo se movía al ritmo de mis envites.
Mis cojones golpeaban en su raja y ya no podía controlar más mi semen. No me imagino desvirgando con condón, como no veo una inauguración sin cinta ni burbujas. Lo solté en el fondo de su recto en largas y gustosas lechadas mientras exprimía su coño. Me bañó la mano mientras se corría con un nuevo orgasmo, quizá el segundo de su vida. Seguí dándole duro para prolongárselo y lo conseguí, hasta que se partió bajo mi cuerpo, arqueándose de gusto.
-Ahora ya está estrenada -le dije cuando recuperamos el aliento- aunque el rodaje y la experiencia sólo se la dará el tiempo. Eso será cosa suya y también mía si se queda.
-Me quedo -contestó-. Tengo mucho trabajo atrasado y ese es muy placentero. Soy muy laboriosa y le prometo que no se arrepentirá de mí.
Cerramos nuestro trato y ahora considero a Silvia una de mis mejores inversiones. Atiende con el mismo gusto a jóvenes que a maduros y no ha perdido ese espíritu de entrega responsable que me mostró en la primera entrevista.
EPÍLOGO
Lorenzo me contó esa historia mientras nos tomábamos un par de cervezas en una recoleta terraza. La grabé por si me traicionaba la memoria. Imaginé ese cuchitril que él llama: despacho, con su camilla vieja forrada de hule blanco, roto en los cantos; su mesa, sus sillas. Había cierto trasiego en el piso: taconeos, risas, los gemidos de algún orgasmo en las habitaciones contiguas y el agua correr en un bidé. Él atendía el teléfono y tomaba nota de las citas con los pies sobre la mesa y una colilla en la boca. Silvia seguía allí. Suspiré, pensando en lo cerca que está el placer del dolor, y el cielo del infierno.