Nunca es tarde para confesarlo

Grite el cuarto de los orgasmos aún más fuerte de lo que había gritado los tres primeros. Y sé que, para asegurarse de ser el único león, permaneció durante diez deleitantes minutos duro y dentro hasta cerciorarse de que su semilla era completamente absorbida.

Se acabó.

Te lo voy a contar todo.

Sin remilgos.

Sin arrepentimientos.

Sin encararnos.

Todo.

Sé que llevas tiempo sospechando.

También sé que me amas incondicionalmente.

Por eso no vas a moverte, ni a replicarme.

No dejarás de contemplarme con amor….confiese lo que confiese.

Por eso nunca pedí el divorcio.

Ahora, por fin, encontré el valor.

Tal vez sea algo tarde lo sé.

Pero también reconocerás, que no supone un trago dulce reconocerlo.

Te he sido infiel Sergio.

Te lo he sido desde que nos casamos.

Y supe que lo sería ya de novios.

A pesar de lo enamorada que siempre estuve de ti.

A pesar de tu entrega, de tu lucha diaria por hacerme sonreír.

Siempre fuiste un ser maravilloso.

¿Yo?...no tanto.

Lo hice no por aburrimiento, ni por falta de amor o hartazgo.

Lo hice por puro, duro y placentero vicio.

Fue porque apenas probé las mieles del placer sexual, desbordé los límites de mi conciencia, descubriéndome, sin bragas, la puta, muy puta que era en semejantes circunstancias.

Tú siempre supiste comprender, apreciar y cebar la señora que nunca dejé de ser.

Presumías en todo momento de mi inteligencia, de mis diplomas, de mi capacidad para conversar sobre casi todo.

Pero jamás te vi cerciorarte sobre cómo me miraban otros hombres que, al contrario, lejos de admirar esa señora que tú amabas, olisqueaban el celo siempre enhiesto de mi entrepierna.

Algo que nunca has sido capaz de comprender.

Aquí, incluso delante de ti, con esa mirada tan hundida con que me contemplas, me humedezco tan solo de pensar en quien fue mi primero.

Tu primo Fernando.

¿Te sorprendes?

Vamos Sergio, tu primo siempre fue un espíritu libre, sin ataduras ni malas conciencias que se ocultaba, irónicamente, bajo el uniforme de Guardia Civil.

Hasta yo, durante veinticuatro años, me dejé engañar, pensando que para él, lo más importante, era la disciplina en todos sus aspectos….desde el militar al político….desde el personal al familiar.

Pero no.

Entre nosotros, lo sabes porque eso nunca lo ocultamos, siempre hubo un juego consentido de bromas sexuales que practicábamos delante de todos aunque entre las tripas, ambos supiéramos que, de mediar tiempo y hueco, terminaríamos por consumar.

Sé que lo querías.

Sé que siempre fue el más favorito de tus numerosos primos.

Sé que, confesándolo, te hago un daño irreparable.

Pero es la verdad y hoy toca encender las luces y revelarnos.

Fernando fue quien dio el primer paso.

Yo, hasta entonces, rodeada por esas familias, la tuya, la mía tan protectoras como empalagosas, nunca me hubiera atrevido a poner en peligro el equilibrio.

Menos, en la boda de mi cuñada.

¿Recuerdas su vestido de boda?

No.

Nadie con polla lo recordaría.

Nadie porque ni un solo ojo se retiró de la tela ligera, gaseosa y suelta que rodeaba mi cuerpo, dejando entrever pero sin permitir ver mi culo de gimnasio, mis pechos en su punto exacto, sin estrías ni partos y esa especie de erotismo inutilmente contenido, desbordante y lustroso que exhalan aquellas mujeres que, como yo en aquel entonces, se saben hambrientas y no quieren reconocerlo.

Eran los años setenta y esos modelitos de gasa, estampados en colores horteras estaban en plena boga.

Telas livianas, casi transparentes, causa de mil y una santiguadas en el cura que casó a tu hermana y ciento y una erecciones entre quienes lo miraban….incluido el cura, claro.

Los jóvenes acampanados y con patillas despeinadas, con ganas de que no fueran sus novias quienes estuvieran controlándoles al lado.

Los más abuelos, acartonados, deseando que en lugar del ternasco que paladeaban, lo hicieran con uno cualquiera de mis pezones, adorado entre sus babosos labios.

Pero sería Fernando el único que no solo supo lo que quería, sino que además, dio un paso depredador para apoderarse de ellos….por muy prohibida que estuviera la presa.

Lo hizo pacientemente, aguardando, contando las…una, dos, diez copas de vino que tragué y a que su efecto consiguiera que mi sonrisa fuera cada vez más exagerada y mis defensas más escasas.

Lo hizo discretamente, arrinconado, esperando a que mi vejiga dijera basta y las luces del restaurante se atenuaran para mutar de comedor en salón de baile, con aquella orquesta reducida pero eficaz, que versionaba con buen tino cualquier tema de Massiel, los Brincos o Nino Bravo.

Y si hubieran cantado con el culo, a nadie le habría importado.

Porque todos estábamos borrachos.

Tú el primero mi amor, dormitando descaradamente despanzurrado en la silla.

Me levanté y busqué el lavabo.

Cuando entraba Fernando cogió mi brazo con descarada rudeza, arrastrándome dentro de uno de los habitáculos individuales, cerrando la puerta de un estacazo seco justo cuando volvía a abrirse la general, dejando entrar a dos o tres desconocidas.

Por ellas, por vergüenza, por pavor al escándalo o porque lo deseaba, no lo sé, callé.

Y mi silencio fue consentimiento.

Quedamos en pie, a dos palmos, sin rozarnos pero sin apenas hueco.

Nos catamos.

El descaradamente.

Yo, falsamente enrojecida.

Respiraba tan nerviosamente que mis clavículas se mecían, arriba, abajo, preguntándose ellas y cada uno de mis cromosomas, cuál iba a ser el siguiente paso.

Fernando aproximó su mano a uno de mis tirantes y, como quien no quiere la cosa, lo dejó caer a un lado.

Y al caer, mi pecho derecho, grande y turgente, desafiante y jugoso, tembló viéndose liberado, provocando que el pezón, casi de inmediato, se endureciera como fierro en estado puro.

No nos retiramos la vista.

Él ya sabía, por mis retinas, que mis braguitas se caerían sin forzar demasiado.

  • Vas a ser mía –dijo.
  • Lo sé – contesté deseándolo.

No pasó nada más.

Con una sonrisa burlona se retiró, abriendo la portezuela, marchando, dejándome allí dentro, con una teta al viento y un calentón húmedo.

  • Eres un hijo de puta ¿lo sabías? – le grité antes de que desapareciera.

¡Y que cachonda me ponía el que lo fuera!

Era suya.

Completamente suya.

¡Y apenas me había rozado!

Decir que Fernando me penetró por primera vez en su cama de soltero, sería simplificar demasiado.

Sería ofender la prodigiosa genética que exhibió.

Un ADN superior al tuyo cariño.

No te enfades.

No lo hagas por favor.

He decidido ser sincera.

Y ello incluye reconocer que hasta esa tarde de mayo, no había sido verdaderamente bien follada.

Fernando me había fornicado decenas de veces antes de que mi dedo índice, pulsara temblorosamente el timbre de su apartamento.

Lo hizo en mi imaginación mientras tu tratabas de saciar con tu vulgar aperitivo el creciente apetito de mis caderas….lo hizo en los lavabos de la oficina cuando, turbada, debía escaparme fingiendo malestar para acariciar mi clítoris….lo hizo en las prolongadas duchas donde exfoliaba mi piel una y mil veces, tratando de librarme del sudor cálido que tu primo me generaba.

La puerta se abrió y Fernando, tras ella, aguardaba con la toalla al cinto e innumerables gotas acuosas recorriendo su cuerpo.

Bajo la barba, el muy cabrón sonreía.

Y yo, frente a él, no me comprendía.

No, porque desde niña odiaba toda barba o perilla, más cuando se amparaban bajo el aire chulesco de creidillo cinematográfico que mi primo político, en ese momento, exhibía.

No dijo nada.

Se limitó a echarse a un lado.

Entré.

Apenas lo hice, apenas pisé el saloncito con cocina americana dándole la espalda, Fernando se abalanzó, arrastrándome hasta pegar mi rostro contra la pared.

Recuerdo escuchar el portazo, recuerdo su fuerza Neanderthal, recuerdo la facilidad como, de pie, incrustada contra el ladrillo, abrió mis piernas para pasear su mano diestra desde mi rodilla, deslizándola muslo arriba, alzando las faldas hasta llegar justo donde, donde yo, donde los dos queríamos.

  • Ummmm – susurró lascivamente cuando notó que no  encontraba rastro de ropa interior–así me gusta…que me obedezcas cuando ordeno algo.

Cerré los párpados con fuerza, intentando sentir el jugueteo de sus dedos, lacerando delicadamente mi intimidad mientras su boca, sobre mi tímpano, decía todas esas cosas que tú jamás me habrías dicho……”Vienes ya bien húmeda….vas a saber lo que es follar….¿te pones así de cachonda con mi primito?”

  • Si……por favor….nunca….- y al responder lo último, introdujo un dedo largo y gordezuelo que hizo estremecerme hasta echar las manos sobre la pared, crispando los dedos como si pretendiera arrancar el encalado.

Sus dedos, gloriosos, continuaron ascendiendo, aprovechando el movimiento para liberar de toda tela mi piel.

Cuando llegaron al cuello, se deshizo del vestido de manera tan habilidosa que no me di cuenta que, por fin, estaba completamente entregada y desnuda, apenas con los zapatos de tacón, aguja negra, que me causaban un dolor mortificante pero que, resultaron ser otra de las condiciones que me había ido desgranando durante los días que mediaron entre aquel instante y el pecho liberado en el cuerpo de baño.

Sus labios, carnosos, casi sudaneses, besaron lasciva y sonoramente mí nunca, descendiendo con una lentitud casi exasperante, provocando que, instintivamente, mi cadera se echara hacia detrás a medida que mis omoplatos, mis vértebras, mis glúteos y hasta la rabadilla cuyo erótico significado hasta entonces había desconocido, eran visitados por las respiración de Fernando.

Hubo un instante, hay que ver lo ilusa que era, en que creí que no pasaría de allí.

Que un haz de culpabilidad nos dominaría, deteniendo nuestros movimientos, obligándonos a recomponernos, a mirarnos avergonzados, a pedir disculpas y disolvernos rápidamente camino del confesionario más cercano.

Pero esa posibilidad se diluyó cuando desde la cara interior de mis muslos, una lengua inmensa y ensalivada hizo un recorrido lujurioso desde mi vagina, directa al ano.

Tan lento que me desesperaba tratando de echar el culo aún más atrás para buscar que rozara más intensamente con su nariz.

Sentí como limpiaba los jugos de mi coñito, trasladándolos hacia detrás justo a la entrada de lo prohibido…un reducto que recorría dibujando círculos rápidos, acompasados con tres o cuatro incisivas penetraciones con la lengua, instante en que ya no era capaz de reprimir un sobresaltado grito.

  • ¿Qué me haces Fernando?
  • Llámame primo – ordenó con acento de tener la boca más ocupada en derretir mi culito que en dar una respuesta – Me corro solo de oírlo.

Lo hizo alzándose para dejar, con su roce, que su toalla había desaparecido.

Lo supe al gozar del palpitar de su polla entre mis nalgas.

  • Ya basta – zanjó – Vamos.

Asiendo mis brazos, estirando de ellos hacia atrás mientras lamía mi cuello, tiró del cuerpo hacia su cama, provocando que el roce de mis muslos, uno contra otro al andar, estuviera a punto de hacerme llegar al orgasmo.

Sin miramientos ni caballerosidad, me arrojó sobre ella y cerró la puerta para que no nos incordiara el puñetero perro.

Durante las siguientes dos horas, el chucho, un apestoso doggo canario, se las pasaría inquietos, deleitado por la orgia de gritos, de gemidos y chapoteos carnales, de los empentones del cabecero y sobre todo, por aquel “Oggggg” final con que Fernando me agasajó cuando, tras saciarme, culminarme, llenarme, ocuparme, invadirme, derretirme, poseerme y gozarme, se corrió, sin preocupaciones ni condones, en los más profundo de mis entrañas.

Allá donde su polla no llegó, lo hizo su semen, disparado a chorros, inundando cada vaguada de mi vagina hasta acalorarla, hasta reventarla hasta hacerme desear, por primera vez en mi vida, que de aquella eyaculación coordinada, saliera yo totalmente preñada.

Para ello, así su trasero para obligarlo, para que derramara hasta la última gota.

Sé que grité.

Grite el cuarto de los orgasmos aún más fuerte de lo que había gritado los tres primeros.

Y sé que, para asegurarse de ser el único león, permaneció durante diez deleitantes minutos duro y dentro hasta cerciorarse de que su semilla era completamente absorbida.

Su leche, si, puede absorberlo.

Esa misma tarde, cuando al regresar nos dimos el beso de bienvenida, todavía podía sentirla correteando por dentro.

Lo que no fui capaz de absorber, fue a nuestro primo.

Su carnalidad, su hipnótico dominio se imponía silenciosamente entre nosotros y nuestro cotidiano….mientras cenábamos tomate con embutido, haciendo la compra semanas en el Sabeco, paseando la jornada dominical entre goles y escaparates cerrados, conectando el despertador un martes para comenzar el siguiente e insípido miércoles.

Fernando estaba allí, ordenándome fecha y hora para volver a postrarme, arrodillada ante su falo en la oscuridad secreta de su apartamento.

Fuimos amantes durante casi cinco años.

Discreta, eficaz y placenteramente.

Nunca perdí la pasión ni las ganas de que el teléfono, zumbara recibiendo su telegráfico mensaje indicando cuando.

Tras ese tiempo, pidió destino en Málaga.

Lo hizo para escapar de mi pues, inocente, comenzaba a considerar que, tras tanto tiempo acostándonos, tal vez era hora de hacer de lo íntimo lo público y cambiar de primo.

Creía, tonta pude llegar a ser, que la compenetración de pareja comienza por la del orgasmo.

Y no era así, eso desde luego.

Quería no escondernos más a pesar de saber que no era la única y exclusiva, que muchas veces, mientras me desnudaba, todavía no se había diluido el aroma de la que me había precedido.

Más de alguna, gozando de sus arremetidas, con los pies en sus hombros, giraba la cabeza para observar, arrojado en el suelo, el condón repleto que había satisfecho a la otra….alguna casada, alguna niñata, alguna madura en sus últimos cartuchos.

  • ¿Y me dejas así, como si no fuera nadie?

Fue lo único que supe objetar.

Yo, diplomada, exitosa, impositiva en mi oficio y matrimonio, me humillaba como una gilipollas ante aquel niñato que apenas sabía poner multas en mal castellano.

  • Pensaba en ti como algo más – le confesé.
  • Te equivocaste.

Le hubiera matado.

Allí mismo, frente a aquel asqueroso chucho que babeaba sobre el entarimado.

Pero en lugar de eso, permití que me empitonara una postrera vez, sobre la mesa del comedor, con mi orgullo destruido por aquellos espasmos de placer que coronaron nuestra despedida.

Fue la peor época que sufrió nuestro matrimonio.

Y no fue culpa tuya.

A esas alturas Sergio, tras tantos años despreocupada con tu primo, ya sabía que no iba a tener hijos.

Y hubieran sido un consuelo.

Porque aunque tú siempre te sacrificabas para hacerme feliz, multiplicando tu presencia y paciencia antes mis desprecios, lo cierto era que la partida de Fernando, terminó por hundir aún más mi soledad.

Casi dejé de comunicarme contigo.

Y si lo hacía, era con borderías, subyugada por el recuerdo del amante perdido y su desprecio, incapacitada para regar lo nuestro, elucubrando con que Fernando se arrepintiera, regresando para volver a encontrar lo que durante cinco años había sido solo suyo.

Callé.

Nada de divorcios.

Tú no cedías en amarme y yo callé para deslizarme voluntariamente en el ostracismo matrimonial.

Hasta que apareció Bernardo.

Bernardo, mi primer amor quinceañero que, en los baños del instituto nunca pasó de cuatro torpes besos y el temblor de sus manos acariciando por encima del sujetador.

Recuerdo el enrojecimiento mutuo cuando lo hizo y sus pantalones mojados tras tocarlos.

Bernardo había desaparecido completamente de mi vida justo cuando tú entraste.

Marchó a Madrid, se casó, tuvo dos hijos y regresó cuando la crisis lo dejó en paro, buscando una nueva oportunidad.

Regresó y eso significaba que, en un pueblo grande como el nuestro, era solo cuestión de tiempo que nos reencontráramos.

Y el reencuentro fue comprando el pan, en la misma panadería donde lo hacíamos cuando éramos fugaces, despreocupados y chicos.

Bernardo no era Fernando.

Bernardo era tranquilo, sosegado, tenue, sutil, prudente.

Pero no un santo.

Desde los dos primeros besos en cada carrillo…”hola cuanto tiempo”….supe ver tras sus gestos, el deseo de encontrar bajo mi sujetador lo que años antes, la rapidez y su eyaculación precoz le habían incapacitado.

Ya no éramos unos críos por lo que sabíamos perfectamente adonde nos iba a conducir aquel aparente inocente café para el que quedamos una semana más tarde.

Bernardo no era Fernando insisto.

Él se molestó en tentar previamente mis resistencias que realmente fueron nulas.

Él impuso también sus condiciones.

Pero estas no versaron en la ausencia de braguitas sobre mi coñito, sino en la garantía de discreción, fundamental cuando se estaba casado con una mujer con aspiraciones castrenses, como lo era la suya.

Y como yo no quería problemas y el tampoco, el acuerdo fue sellado esa misma tarde cuando Bernardo, se desvistió ante a mí, en un hotel barato pero muy limpio de la nacional que comunicaba el pueblo con el resto del mundo.

No teníamos mucho tiempo por lo que, cuando sus pantalones cayeron al suelo, hacía mucho que le había arrojado mis faldas a la cabeza.

Bernardo amaba con el ardor propio de quienes recobran la novedad que el matrimonio les ha hurtado.

Ellos gozan del segundo transformándolos en horas de detenida contemplación del cuerpo que gozan, penetrando con lentitud, palpando menos piel que sensaciones, besando mientras tratan de retener en la memoria cada aroma, cada gesto y gemido.

La novedad.

La maravillosa novedad que les cercenaron.

Y era esa lentitud, esa sensación de sentirme adorada, provocada en mi pubis, la que conseguía que mi vagina brillara con ese inconfundible ardor que Bernardo, ya con cuarenta y tantos, supo enseguida saciar con su eficaz polla.

La diferencia fundamental radicaba en que, mientras Fernando controlaba cada nanosegundo de nuestros tórridos encuentros, Bernardo prefería dejar que fuera yo quien impusiera mis deseos.

Bernardo se dejaba, acostumbrado ya a no abrir la boca ante a una esposa dura a la hora de poner una lavadora y ausente entre sábanas.

Bernardo gozaba asiendo mis pechos mientras lo cabalgaba.

Y lo cabalgaba como solo se cabalga a un jamelgo entusiasta y enhiesto, a una polla que, sin ser grande ni pequeña, gustaba de ser succionada con semejante furia.

Bajo mis directrices, Bernardo abandonó en mis recuerdos su juvenal torpeza, perfeccionando una innata habilidad para el cunnilingus, para apretar el perineo al punto de la eyaculación retrasando así el culmen, para pellizcarme los pezones casi hasta lo dañino justo cuando intuyera que aquel gesto podía hacerme ver el cielo, para aumentar la profundidad de sus penetraciones calculando el grado de humedad con que lo estuviera recibiendo.

Sin embargo, lo que me desarmaba, aquello que conseguía hacerme regresar a la cama con él, no era el recuerdo de la juventud perdida ni que fuera un prodigioso amante…pues lo primero nunca me causó morriñas y lo segundo no lo era.

Lo que me excitaba sobremanera, curiosamente, era el pavor que Bernardo sentía a ser descubierto.

Y no era de extrañar.

En cierta ocasión, merendando entre amigas, apareció el con toda su prole.

Dos guapísimos recentales que casi me hicieron lamentar que no pudiera ser fecundada por él.

Y tras los tres, su señora, cuya apariencia física y comportamiento público, me convencieron de que los genes, al menos, parecían haber sido justos con sus dos hijos.

La mujer, una fealdad en toda su esencia, no compensaba su malograda fisonomía con un carácter dulce, abierto, generoso, tierno.

Se trataba de un ogro tipo Andersen que doblegaba a su marido con una mirada taxativa para indicarle que se sentarían junto a la ventana porque a ella le apetecía y que todos tomarían pan tostado, café descafeinado y los niños zumos naturales sin azúcar ni brumos.

Bernardo, que por el discreto guiño supo enseguida que lo estaba observando, no dijo nada.

Acató como un esclavo romano.

Y dos días después, se dejó felar la polla vigorosamente, con ansia descaradamente vengativa.

  • Tengo la sensación – le dije tras tragarme toda su leche mientras limpiaba mis labios – que tu mujer hace mucho no te hace esto.
  • No me lo ha hecho nunca – reveló – Todo lo que tenga que ver con el placer por el placer, lo dejó abandonado hace mucho.
  • Ella se lo pierde – añadí contemplando como se levantaba intentando llegar a los pantalones - ¿Ya te vas?
  • Pensé que….
  • Nada de pensar monín y saca la lengua – ordené retumbándome y abriendo las piernas – Me debes una. Cumple.

Y cumplió.

El terror de Bernardo a su mujer, conseguía que yo culminara en orgasmos casi antológicos que disfrutaba a horcajadas sobre su cuerpo, clavando mis uñas en sus pectorales algo fofos hasta conseguir que su rostro se contrariara de dolor, asustado por un lado, incapaz de detenerme por el otro.

Mis gritos espasmódicos, eran sin duda escuchados por todos los clientes del motel, por todo su personal y hasta por la carcoma del techo.

Bernardo, temeroso, se pasaba luego un rato comprobando que su cuerpo no guardaba señales de nuestros pasionales ayuntamientos…un moratón, un chupetón, una herida fina, imperceptible aguda de uña.

Y yo, viéndolo en ese estado, me deleitaba tanto que volvía a ponerme cachonda, sabiendo que estaba en mis manos el futuro de su matrimonio.

Si.

Bernardo era un buen hombre.

Por eso no mereció lo que, tras tres años de escarceos, calló sobre el, a plomo.

Una mañana, sin más, regresó del trabajo para encontrarse a su mujer, plantada frente a él, pidiéndole el divorcio.

  • Porque hace años que no me buscas.

Una solemne injusticia escupida por alguien a quien el sexo le complacía, tan solo cuando una constelación interplanetaria conseguía que el resto de sus factores vitales estuvieran coordinados…desde su nómina hasta las verrugas de su espalda.

No.

No fue justo.

Bernardo se quedó con lo puesto, incluyendo perder a sus dos hijos para quienes comenzó a convertirse en “ese tío que nos visita cada diez días”.

Y encima su mujer, después de tomar la decisión, adoptó unas posición vengativa, presentándose ante la jueza por nimiedades tales como que su exmarido pretendiera encontrar un trabajo a una hora en coche del pueblo, lo cual le restaba tiempo para estar con los niños o que quisiera irse un fin de semana a visitar a sus octogenarios padres porque justo ese mismo fin de semana, no otro, ella había decidido marcharse de vacaciones con su hermana.

Solo, arruinado, divorciado pero aun sometido a la tiranía de su amargada expareja, Bernardo, una mañana, desapareció.

La guardia civil fue a buscarlo a su casa bajo requerimiento judicial para exigir que fuera a cumplir el régimen de visita y no lo encontraron.

En el lugar fue objeto de mil y un dimes y diretes….que si se había tirado al río, que si estaba en los Alpes de eremita.

Solo yo supe y callé su verdad, durante toda la vida.

Bernardo me llamó a las tres y media de la madrugada.

No me importó que sospecharas.

No me importó inventarme una excusa que estoy segura, nunca creíste de veras.

El necesitaba decirme dos cosas; una que huía lejos y solo.

Dos, que nunca dejaría de pasar la pensión a sus hijos.

Por eso supe, que cuando su exmujer fue diciendo por allí que la había abandonado por una prostituta dominicana, abandonando a sus hijos en la indigencia, que estaba antes una soberana mentirosa.

Fea y mentirosa.

El tercero, el último, fue Nicolás.

Si Nico….tu sobrino.

No te sorprendas.

Yo, en aquel entonces acababa de alcanzar los cincuenta, más de la mitad de ellos junto a ti y me pasaba la vida contemplando como el espejo me devolvía una imagen crecientemente disgustada.

Nunca fui una modelo, una mujer despampanante que, paseando, quiebra cuellos.

Pero no me gustaba ver como la grasa no menguaba, como las flacideces crecían, como mis pechos, que volvieron locos a dos hombres y un marido, daban claras muestras de perder el combate frente al inevitable paso del tiempo.

Y como suele suceder entre quienes estamos dispuestas, quise recuperar en algo lo que no podía rescatarse, recurriendo al viejo truco de encamarme con un muchacho treinta años más joven, rabiosamente vigoroso y guapo.

Nico.

Nunca pude creerme que aquel bebé al que hacía carantoñas y que sonreía con dos dientes de leche mal ensamblados, acabaría convirtiéndose en mi último, pasional y delicioso capricho.

Pero lo hizo.

Y ninguno de los dos tuvimos la menor tentación de arrepentirnos.

Nico vino a recibir clases particulares de matemática.

Se las di sencillamente porque me lo pediste.

Sus padres estaban en serios apuros tras quebrar su negocio metalúrgico y el chaval, por lo general cumplidor con las notas, daba muestras de andarse a malas con la aritmética.

Se las di y, para mi sorpresa, a los tres días, no hablábamos prácticamente de funciones trigonometrías sino de todas las ideas e ideales que acosaban la mente de aquel ser aún demasiado empavado.

Ideas que le habían inculcado las niñatas que se dejaban meter mano sobre el noviazgo, las relaciones serias, el amor perpetuo, el placer, la fidelidad y el deseo de que un guaperas con Visa Oro las rescatara de una existencia como prostituta.

  • La vida será muy diferente  a como piensas.
  • Podrías….

Debí sospecharlo.

  • Podrías enseñarme como será.

Debí sospechar que lo mismo que para mí, con cincuenta, un recental sabroso y enérgico como él podía ser un motivo de desvelo, para Nico, una madura canosa pero aun en posición de fornicable, podría constituirse en otro.

  • ¿Qué te parece? – acompasó poniendo una mano sobre mi brazo izquierdo, el mismo que sustentaba un boli Bic con el previamente habíamos estado trazando derivadas.
  • Me parece que puedes llegar a asustarte e irte de la boca.

Y entonces Nico actuó.

Se levantó y con una rapidez pasmosa, sin resquicio para objetar cosa, se desnudó, dejando tan solo aquellos cutres calcetines deportivos blancos que horrorizan tan solo de recordarlos.

No fui capaz de levantar la vista de su entrepierna.

El resto del cuerpo sabía que era fino, flaco, fibroso, tal vez con algún tatuaje de los que en su quinta se llevaban tanto.

Pero el falo que calzaba tu sobrino era inmenso, descomunal, temible.

Pornográfico en toda su esencia.

Tan grande que, morcillón como estaba, no bajaba de dieciséis o diecisiete….y excitado, tocaba los veinticinco con un grosor de morcilla burgalesa.

  • Nico – intenté, idiota estaba, objetar y detener aquello.
  • Esto es tan grande -  se la tocó obscenamente delante mio – como callada es mi boca. Lo que me hagas, quedará entre nosotros.

Lo que te haga dijo.

Aun me rio solo de recordarlo.

  • Aquí no – le dije – Mi marido está al caer.
  • Tengo coche.
  • Ja, ja, ja….Nico cielo – no pude evitar adoptar esa mirada tierna, casi maternal ante semejante afirmación – A mis años y con eso que tienes…¿piensas que voy a disfrutarlo sin espacio ni tiempo? Eso lo dejas para las mojigatas que hasta ahora te has tirado. A mi…sobrino (lo recalqué para que no olvidara mi superioridad en aquel asunto) se me folla como a una mujer. ¿Entendido?

El viejo motel donde Bernardo y yo nos habías disfrutado, echó el cierre al poco.

Es lo que tienen negocios con fama de ilegal picadero.

Que al tanto, aparece una esposa con el cuchillo en mano, y, sin saber a quién busca, saltan todos en pelotas por la ventana más cercana.

Tuve que hacer mil encajes hasta conseguir sacar un día entero y reservar en aquel hotel de cristales oscuros, sin recepcionistas, sin camareras, con entrada detectivesca y prepago de tarjeta, sito a tres horas en coche del pueblo.

Un hotel para nuestras circunstancias donde Nico no pudo evitar lanzar un resoplido admirativo cuando vio que entre sus muchos servicios, paraba una jacuzzi gigantesca.

  • Tienes pasta tía. Ya sabía yo.
  • Tú métete allí adentro con tu cosa – señalé con la barbilla al burbujeante medio Y espérame. Antes debo hacer un par de llamadas.

No hice ninguna llamada.

En su lugar, me metí en el vestidor, me desnudé, respiré hondo rezando para que Nico no saliera corriendo en cuanto viera lo que le esperaba….salí.

Cuando el chaval me vio acercándome, caminando descalza sobre el entarimado,

se incorporó saliendo de las burbujas, mostrando algo que nunca había visto…en semejante dimensión.

Su pene, flácido por el efecto del agua, fue levantándose con una velocidad sorprendente ante la visión de mi cuerpo sin ropa.

Nunca vi una erección tan repentina, tan perfecta….y el gigantesco tamaño que alcanzó en apenas…seis o siete segundos.

Y sin hacer nada más que acercarme desnuda.

Allí fue cuando borré toda duda sobre el poder inmenso que paraba en mí ser, cuando se presentaba la oportunidad de darle de comer al cuerpo.

Nico, propio de los veinte, malgastaba su maravillosa anatomía e congénitas cualidades con una precipitación de manual.

No sabía dónde poner las manos, ignoraba el efecto de sus labios sobre la piel femenina y, lo que era peor, desconocía el secreto de intuir, de presentir el deseo que subyace en el amante y que indica que, como y cuando debes hacerlo.

Aquella primera vez, en aquel hotel para amantes sin licencia, tuve que decirle que me apretara los pechos, tuve que enseñarle como adorar labialmente mi coñito, tuve que mostrarle como posicionarse para obtener agarre, para incrementar la potencia sin molestar ni asfixiar a quien te estas follando.

Pero todas aquellas torpezas, las compensó de todas, cuando su polla, su inmensa polla, entró dentro.

  • Despacito Nico…despacito.

La humedad, a medias por los preliminares más instructivos que placenteros, no era excesiva.

El miembro, duro, mucho más duro de lo que nunca había visto, se abrió paso con paciencia, permitiendo que las paredes se adaptaran a su exigente tamaño.

  • Siiiii sigue siii asiiii

Pero no tocaba fondo.

El muy cabrón no lo tocaba.

Y yo sentía un ligero pero soportable dolor, mezclado por el temor de saber que nunca había sido penetrada hasta tan adentro.

  • ¿Sigo?
  • Sí, no te pares. Sí.
  • Las demás siempre me piden que pare aquí.
  • No. Lo que tienessss lo quieroooo enteroooo.

Y siguió hasta que por fin, tras dos minutos su fibrosa tripa tocó contra mi bajo vientre ayudando con el roce a que el clítoris, definitivamente, se desperezara.

  • Uffff Nico que cosa esa que tienes aquí.
  • Toda tuya tía.
  • Ahora sigue, muévete, hazlo de menosssss a mássssss

Nico arreció demasiado deprisa, apurado, pensando que las mujeres gozamos con la teatralidad física del porno.

Pero bastó aquel gesto, bastó sentir como estaba llena de arriba abajo y como su cuerpo se flexibilizaba para penetrarme con mayor ritmo, para que mi vagina se humedeciera tan rápidamente como aquella polla se había erigido.

  • Tía me corro.

Fui lista.

No dije “¿ya?”….aunque lo pensaba.

No lamente que aquello apenas fuera a durar tres minutos…aunque lo lamentaba.

En su lugar abrí mis piernas para asirme a sus caderas, aferré su culo para apretarlo aún más y me dispuse a sentir una venida monumental, breve pero violenta donde, una vez más la ausencia de paredes artificiales facilitó el que pudiera sentir todo el líquido que brotaba de sus testículos de niñato.

  • Lo siento tía – se disculpó aun jadeando, desaparecido todo ese aire de falsa seguridad de un criajo de veinte años y que se hunde cuando encuentra una auténtica hembra que para su sorpresa, le hace caso– Lo siento.
  • No – le puse el dedo en los labios – Pronto seré yo quien te pida perdón Nico.
  • ¿Por qué?
  • Lo sabrás.

Nico se recuperó pronto, antes de acabarse el cocktail que le había preparado y que sentenció con un “Joder que cosa más cojonuda”.

Tumbado en la cama “superking size”, vi como su falo se recuperaba mientras el aun sorbía sonoramente de la pajita.

Sin pensarlo, me dispuse a horcajadas, la cogí y, sin darle tiempo a más, me ensarté, esta vez con algo más de avidez, exhalando un gemido largo que atajé para que no se convirtiera en grito y que el chico se excitara de más.

Cuando los abrí, los ojos de Nico aceptaban el reto y su cadera, inicio el acompañamiento.

  • Lleva mi ritmo Nico. No te aceleres.

Y obedeció.

Nico, esta vez sí, tuvo aguante y supo, aun con malas trazas, incorporarse cuando notó que mi ritmo aumentaba para lamer mis pezones e incluso, mordisquearlos justo en el momento en que deseaban ser mordisqueados.

Allí fue cuando sentí como nunca que la mezcla entre un miembro de tamaño anormal y una cualidad para usarlo sin pulir pero cualidad al fin y al cabo, eran algo que ni Fernando, ni Bernardo ni tú, querido.

Y encima estaba la dichosa juventud que le hacía ensartarme con un vigor a mi edad envidiado y que tú, desde luego, nunca me demostraste ni tan siquiera de recién casados.

Sobre el, unida a el, inició un ritmo frenético que me llevo al éxtasis con la cara hundida entre su cuello, asiendo sus omoplatos mientras Nico aceleraba para unirse en nuestro orgasmo y caer ambos, hundidos, agotados, sobre el enorme camastro.

Habían sido apenas seis minutos.

¡Pero qué minutos!

Nico aprovechó aquel año y medio para pulir sus torpezas en beneficio mío claro, transformándose en un amante de ensueño que conseguía hacerse desear apenas despidamos nuestro último encuentro.

Fue el único que me hizo perder las precauciones….en una clase fui incapaz de reprimirme y me dejé follar tumbando mis pechos sobre el cristal de la mesa del aparador mientras el, de pie, acosaba enérgicamente mi vagina.

Luego viniste y, viendo la marca de mis pezones, preguntaste como se habían llegado allí.

  • Debió ser la cafetera al ponerla.

Y lo creíste.

En otra lo hicimos en un rincón oscuro del parking, cabalgándolo con rapidez pues apenas hacía un minuto que se habían apagado las luces automáticas, cuando marchó el Seat Arosa del vecino.

Viste mis medias llenas de polvo y te dije que me había resbalado en el ascensor.

  • Esas gomas habrás que mirarlas. Mañana mismo hablo con el portero.

Año y medio tardé en pedirle perdón.

Lo hice cuando, en una de nuestras tardes largas, levanté bandera blanca al iniciar Nico los preliminares de lo que iba a ser nuestro el tercer polvo.

  • Nico lo siento….pero yo no tengo tus años.

Y comprendió.

Nico era leal.

Por eso y porque el pueblo no podía ofrecerle más, hizo las maletas y se fue a la gran ciudad en un tren con billete sin vuelta.

No fui a despedirle.

En su lugar, le abracé intensamente cuando tuvo la delicadeza de acercarse a casa para decírmelo personalmente.

Yo lo abrazaba sintiendo como su falo crecía entre nosotros.

  • Siempre te agradeceré el que me hicieras un hombre.
  • No me hagas reír –casi lloré, lo reconozco – Solo pulí la maravilla que tienes dentro.

Nico fue el último.

Te lo juro.

Tras su partida, lo sabes bien, perdí completamente el apetito.

En parte saciada, en parte conmovida por la inesperada y cruel muerte de Fernando.

Fue en un control rutinario, un conductor porreado que se dio a la fuga, robándole en el intento aquello que siempre es lo más valioso.

Lloré mucho.

En aquellos años apenas nos habíamos visto.

Pero desde que nos llamaron para decírnoslo, el recuerdo pudo más y la depresión se apoderó de mí.

Una depresión y una bilis que terminaron cuajando en aquel cruel diagnóstico.

Fue hace cuatro años.

Aquel diagnóstico que nos obligó a sentarnos, contigo al lado, tratando de convencernos de que podría llegar a comer los próximos turrones.

Y luego llegó aquel asqueroso tratamiento.

Veneno que me hizo decaer físicamente ya sin remedio….calva, ajada, deslucida, rematadamente fea.

Lo curioso fue que aquella lucha, provocó sin pretenderlo, que resurgiera nuevamente la libido.

El psicólogo advirtió al respecto que, lo mismo desaparecía, aplastada por el método o lo mismo regresaba, fruto, lo dijo sin decirlo, de que el cuerpo pretenda experimentar los últimos placeres antes de convertirse en polvo.

Y fue entonces, en el peor momento, cuando regresó a mi vida un amante al quien ya tenía olvidado y nunca había echado de menos.

Tú.

Tú, siempre leal desde los pies a la cabeza, tu apoyándome con fe ciega, tu, con un repertorio de inagotables piropos a poco que intuyeras que había llorado poniéndome la peluca o tratando de recomponer con maquillaje el último desconchón descubierto.

Como siempre lo hacías, sutilmente, una noche, me abrazaste por la espalda, besaste mi cuello, besaste mis lóbulos, acariciaste mis pechos desde atrás y te arrimaste tanto que no era capaz de creer que aquel cuerpo roto, enflaquecido hasta en el costillar, derrengado, descascarillado, fuera capaz de excitarte tanto como lo estaba notando.

Al día siguiente amanecimos desnudos, abrazados después de habernos gozado durante dos interminables acometidas en las que, al placer carnal, se unió la maravillosa sensación de sentirse fundida con un ser honesto, humano y profundo.

Tú Sergio fuiste el único que supo verme.

Verme como lo haces ahora, mientras, con las manos entrelazadas, recibo el último adiós de aquellos que compartieron con nosotros el diario.

Conseguimos pasar los turrones amor mío…pero no superarlo.

Lloras contenidamente mientras el yo no físico, de pie, contemplo la retahíla de familiares y amigos que no saben que les estoy contemplando.

Bernardo ha enviado un ramo de margaritas sin postal ni recordatorio.

Tal y como solía hacer para animar el ambiente, cuando quedábamos en aquel motel barato.

Nico aparecerá a última hora, cuando sepa que nadie lo verá llorando.

Solo entonces, cuando los funerarios cierren el velatorio, en la otra esquina, reaparecerá Fernando.

Y yo, sabré que para sentir el cosquilleo, también hay vida después de haber muerto.

Lo sé porque, aunque tal vez sea demasiado honesta y desde luego Sergio, no soy justa contigo, cuando Fernando camina hacia mí, en este, el otro lado, me sorprendo llevando el mismo vaporoso vestido de seda, cuyo tirante, el deslizó hace mucho, en aquel baño.