Nunca digas nunca

Cuando el sexo y el amor no se apagan ni con la distancia ni con el paso del tiempo, y cuando nunca deja de ser algo definitivo.

Hay un tango de Carlos Gardel, que se llama "Volver". Y mientras el avión de Iberia descendía lentamente sobre el Aeropuerto Internacional de Ezeiza, yo, como dice ese tango, adivinaba el parpadeo de las luces que a lo lejos iban marcando mi retorno. Volvía a Buenos Aires sólo por unos días, contra mi voluntad. Me había dicho a mi mismo que nunca más volvería. No sé que pudo más si el pedido muy firme casi una órden de mi padre, o el ruego de mi madre: volví porque mi padrino se estaba muriendo. Cinco años antes me había escapado de mi casa, de mi realidad sobreprotegida y predestinada y con la promesa de volver si me iba mal en España, me fui a Madrid poniendo de por medio todo el océano que había, para "hacer mi vida". Eso es al menos lo que dije.

Entonces tenía 18 años, soy único hijo, y quería ser chef. Deseaba convertirme en un maestro de la alta cocina: no me conformaba con llegar a ser algún día el copropietario del restaurante que mi padre tenía en sociedad con mi padrino Raúl, el que se estaba muriendo.

"Rama Parrilla" se llama el restaurante, Ra por Raúl y Ma por Manuel (el nombre de mi padre). Fue y es un lugar muy conocido y exitoso: se promociona como la mejor parrilla de carnes de Buenos Aires. Lo frecuentan por igual turistas y habitantes de esta ciudad enorme. Desconocidos y famosos. Pero el restaurante de mi papá, mi barrio suburbano, mi ciudad, mi país me quedaban chicos. Yo quería irme, volar. Dije que lo mío era Europa, el mundo, y como el perseguido político que se exilia, me refugié en España. Dejé que pensaran que buscaba mi destino, que hablaran de mis delirios de grandeza, pero en realidad, me fui para ocultar que me gustaba otro hombre. Que amaba a otro hombre. Que había cometido el peor de los pecados como decía Borges, ser gay. Puto o como se les ocurra designarme.

De lo mal que lo pasé al principio, cuando pisé la Madre Patria, casi nadie lo supo. Nadie de mi familia claro. España fue dura conmigo como ocurre siempre, cuando no conoces a nadie, no tienes trabajo, ni demasiado dinero para vivir en un país extranjero. La española es una sociedad bastante hostil hacia los inmigrantes, especialmente hacia los sudamericanos. Nunca lo entendí. Los argentinos siempre habíamos sido generosos con los gallegos como les designamos. La Argentina les mató el hambre a millones de españoles, y no les pidió nada a cambio o muy poco.

Cuando te vas de tu país sin planes y huyendo, la vida se hace muy difícil. Cuando nadie ni nada te espera, estás condenado a la soledad más absoluta. Aunque yo tenía pasaporte de la Unión Europea (soy nieto de asturianos), no fue fácil conseguir trabajo, ingresos, vivienda, y poder estudiar.

Trabajé en lo que nunca hubiera trabajado en la Argentina Hice los oficios más humildes y peor remunerados, aquellos que los españoles no querían hacer. Dormí en pocilgas de colchones magros, de cuartos ruinosos con olor a pescado frito, garbanzos en mal estado, droga y adictos, vahos inconfesables , sudores ajenos por jabón ausente, orines varios y excrementos, y finalmente con grandes sacrificios, conseguí mi objetivo, aprendí cocina con excelentes maestros, hice pasantías en muy buenos restaurantes y hasta conseguí un buen trabajo en las cercanías de Terragona en Cataluña. Esas historias de logros, si las conté a mi familia en Buenos Aires. Para que supieran que ya no era el inútil caprichoso medio infantil que habían conocido y porque me habían costado muchas lágrimas.

Allí. cerca de Terragona., conocí a Gertrude, una holandesa rubia con algo de Heidy y otro poco de Xaviera Hollander: una mezcla rara de inocencia y perversión: de angel y de puta , lo que aún me parece, no sin cierta ironía, una buena representación simbólica de su país. Ella trabajaba en el sector pastelería del restaurate. Nos hicimos amigos y una noche de copas y tapa en varias "llesquerías" más copas que tapas, terminamos en la cama. Perdí mi virginidad con las mujeres con ella, y fue mi maestra en el sexo, mi instructora en posiciones sexuales, mi amante de entrecasa,mi paño de lágrimas, mi puta desenfrenada y una suerte de madre incestuosa pues me llevaba doce años. Ella decía que me iba a convertir, pero yo nunca estuve tan seguro. Coger con ella no me hizo heterosexual, solo me permitió poner una cortina de humo, una pausa a mi elección sexual. Fue bueno mientras duró. Nos mudamos juntos a un pequeño piso en un pueblito de pescadores, nos despidieron pero no perdimos el tiempo: en el verano hicimos reemplazos en la Costa Dorada hasta que nos quedamos sin trabajo, "es la crisis" decían, y entramos en el paro. Al tiempo decidimos separarnos, pero no se lo conté a nadie.

El principal mérito de Gertrude, había sido demostrarme que si lo intentaba, podía funcionar como heterosexual: yo era un post-adolescente confundido que quería a las mujeres pero me sentía atraído por los hombres. Y la culpa, la vergüenza y la ignorancia me habían hecho insatisfecho, reprimido y angustiado. Antes de ella salía con amigas que no me excitaban: los besos apasionados eran hielo en los míos: pero acababa, me venía en mis sueños: y cuando los podía recordar en la mañana, eran situaciones en las que me abrazaba un hombre. Bastaba imaginar el contacto con otro cuerpo masculino para que acabara sin tocarme. Pero no lo quería admitir. No quiero ser puto, repetía por lo bajo. Qué diría mi viejo….

Raúl, mi padrino tenía tres hijos: dos mayores, una mujer y un hombre, Angélica y Antonio de su primer matrimonio y uno menor, Marcos de su segunda mujer. Como Raúl y mi padre eran entrañables amigos desde la infancia, nuestras familias eran muy próximas: y los hijos de Raúl, una suerte de hermanos mayores postizos. Angélica y Antonio me adoraban, eran mucho mayores que yo, y durante mis años de infancia, me llenaron de mimos y atenciones. Yo los quería y aún hoy los quiero mucho. Con el menor, Marcos, de edad más próxima a la mía, la relación no era tan buena: quizás porque su madre no se llevaba bien con la mía; o por celos de la atención que me prestaba mi padrino, ó tal vez porque Marcos y yo teníamos poco en común. El era deportista, atlético, sociable y yo nada de eso: sus amigos no eran mis amigos y yo tenía tan pocos amigos que nadie los conocía

Mi papá trataba siempre de que yo estuviera cerca de Marcos: y lo mismo el padrino Raúl que me consentía en todo. Pero aunque yo lo intentaba, había siempre un muro invisible algo en mi o algo en Marcos o en los dos, que nos separaba. Cuando llegué a la adolescencia, me di cuenta que me sentía atraído por él: por su fuerza, su voz, su forma de hablar, sus músculos, su virilidad: era todo lo que yo quería ser, y lo que yo no podía, era, el era mi ídolo, era lo que yo deseaba, lo que era imposible para mí. Al principio no entendía ese deseo de estar cerca de él. Esa fascinación por mirar la espesura sombría de sus axilas, los músculos de sus piernas suavemente peludas, su pecho desnudo, sus pies grandes y masculinos, esa necesidad mía de llamar su atención, de sentarme a su lado: todo eso era extraño, nuevo, amenazante. Me confundía.

Descubrirse diferente es una de las cosas que más afectan a un chico gay. Y yo no quería ser diferente: quería llegar a tener una familia, hijos, era consciente de que el mandato paterno era, como único hijo varón, perpetuar el apellido familiar para nuevas generaciones, eso lo supe siempre. ¿Pero cómo manejar esos sentimientos que afloraban cada vez que Marcos estaba cerca? Me miraba en el espejo y no me veía gay. Yo no era como Basilio el maricón de mi escuela, ni como esa pareja de decoradores que ambientó el restaurante con motivos gauchescos. Yo no era tan femenino, ni tan frívolo, ni tan amanerado. Pero Marcos me calentaba a rabiar, y me pajeaba pensando en él casi todas las noches. Yo no quiero ser puto decía, y me tapaba los ojos. Me mordía la boca, me comía las uñas hasta sangrar.

A esa altura de mi vida, no sabía cómo manejar esos deseos que me atormentaban: al lado de Marcos el corazón se me agitaba, la pija se me endurecía, el culo se me dilataba, los pelitos de los brazos se me erguían. Me temblaban las piernas. No podía hablar, la lengua se me secaba. Perdía el aliento. Era un perfecto idiota. Quizás aún lo soy. Un día me di cuenta que estaba enamorado de Marcos: un amor inútil e imposible. No sólo porque el era otro muchacho, al que además le gustaban las mujeres. sino porque éramos casi parientes.

Marcos estaba siempre rodeado de chicas hermosas, de compañeros de rugby, de sus amigos y amigas del club, todos mayores a mí, que me llevaban ppor lo menos cinco años Nadie me prestaba mucha atención y menos él: yo era un mocoso pesado, el ahijado favorito de su padre. Una molestia. Ahora me dirían "nerd": un chico tímido, algo gordito, con anteojos de fuerte aumento, de movimientos torpes, un tonto nada deportivo, amante de los libros.

Un día dejé de ir a verlo a sus partidos de rugby, de asistir a sus fiestas en las que era ignorado, de llamarlo por teléfono, de visitarlo en su casa y traté de apartarme, crecer, cambiar, convertirme en un adulto.

Bajé de peso, fui a un gimnasio aunque me desagradaba, cambié mis anteojos por lentes de contacto. Me hice algo más sociable y fanático del rock pesado. Vivía pegado a mi walk-man escuchando bandas antiguas de hard rock como Led Zepellin, Aerosmith, Deep Purple, Iron Maiden, Anthrax, Guns N´Roses, Metallica. Me dejé el pelo largo hasta los hombros. Crecí. Ahora tenía casi la misma estatura que Marcos, claro que no la misma espalda, ni la misma musculatura, ni el mismo atractivo. Era "un nerd" pero rockero y eso me hacía creer algo más presentable. Tocaba en una banda y quería ser un gran artista.

Tuve alguna historia menor con un profesor de musculación y con un chico de la banda, relaciones atormentadas, culposas y cortas. También salí con dos chicas pero mi sexualidad para ellas fue un misterio. Confundido y lleno de dudas dejé de salir, dejé de pretender una normalidad que no me encajaba, evitaba buscar la mirada de otros tipos, los bultos de otros tipos, los culos de machos por la calle. Me dije nunca más, nunca.

También dejé de ir a la iglesia. Eso después de que en plena confesión, el cura me preguntara si había tenido malos pensamientos y no sé porqué me sinceré con él y le dije que me atraían otros muchachos, y allí se interesó por primera vez en lo que le decía y comenzó a preguntarme si me hacía la paja pensando en hombres, si le hacía la paja a otros chicos, si la chupaba, si me la habían chupado, si me había gustado, si era virgen aún, y muchas otras preguntas de curiosidad malsana, que no le contesté. A ese cura tan venerado por mi mamá, le chorreaba el sexo por los oídos y tenía el cerebro inundado de videos porno y de semen. Salí corriendo y dije Nunca más. Nunca.

Cuando terminé la secundaria, quise estudiar gastronomía pero mis padres se opusieron, querían para mí una carrera universitaria: ciencias económicas. Pero esos números no me gustaban, la perspectiva de llevar contabilidades, no me atraía.

Aquella Nochebuena anterior a mi partida, se celebró una gran reunión en la casa de Raúl, y Marcos presentó a su novia. Lucrecia. Una chica simpática pero que me cayó mal desde el principio. No entendía que le había visto él a ella. No era demasiado linda ni demasiado atractiva, casi no tenía tetas, era más bien culona y tenía piernas musculosas. Si, es verdad, sentí celos. Comprendí definitivamente que Marcos era un imposible para mí. Y me dije, nunca más. Pero esa noche, esa noche de vísperas de la Navidad, Marcos me estuvo mirando todo el tiempo, buscando mi mirada. Como ya éramos casi extraños. al principio pensé que lo hacía como alardeando de su éxito: una mujer lo amaba locamente, y se iban a casar y la quería exhibir a todo el mundo. Se paseaban del brazo por la casa de mi padrino y ella sonreía complacida y feliz.

Pero las miradas de él siguieron durante toda esa noche. Las notaba en mi piel, las sentía en mis piernas. en mi pecho, en mi bulto. en el culo. Ya no me parecieron miradas de alarde sino de interés. Pero traté de no prestarles importancia. Hablé con la hermana de Marcos y con su marido, conversé con todo el mundo, pero a él ni le dirigí la palabra. Evitaba encontrarme con esos ojos que querían decirme algo que no terminaban de expresar. Cuando hicieron el brindis, traté de alejarme, de pasar desapercibido, pero no pude evitar, sentir su mirada en mis ojos, advertir que él, abrazado a la cintura de su novia, en presencia de sus futuros suegros, delante de sus padres y hermanos, me seguía mirando a mí. Yo miraba para otro lado y cada vez que lo tenía frente de mí, sus ojos claros y húmedos, parecían hablarme. Pero yo no quise o no pude o no supe entender su idioma. A veces he fantaseado que me miraba para pedirme ayuda. Sacame de esto por favor…. Claro era mis Ilusiones. Ilusiones de puto

Más tarde cuando Lucrecia pasó al baño con una prima de Marcos, él se me acercó con una copa en cada mano, y me ofreció champagne. Yo no solía beber pero la acepté y brindamos. Sentí de nuevo esa mirada y casi no escuché lo que dijo "estás cambiado, pareces más grande, que facha te echaste, sos pintón". En la Argentina ser "pintón" o tener "facha", significa ser buen mozo, ser guapo. El me estaba diciendo sin ningún reparo que yo, la horrible oruga se había transformado en mariposa, que "el nerd" ya no era tan "nerd", que ahora yo había dejado de ser invisible. Me estaba diciendo, tal vez sin pensar, tal vez ebrio, quizás intencionadamente, que yo le gustaba.

Marcos parecía estar borracho., porque se me acercaba demasiado, y aunque estábamos solos, en el extremo más oscuro de un balcón, y había mucho espacio, yo no entendía porque su cuerpo estaba tan cerca que casi tocaba el mío, porqué sus manos se posaban en mis hombros, sus dedos subían y bajaban por el medio de mi pecho, porqué me miraba así a los ojos, porqué esa sonrisa blanca y brillante sobre su piel tostada, porqué se le notaba tanto el bulto de la pija en el pantalón claro que llevaba puesto

Me calenté a rabiar: mi pija apretada en el slip hace rato que mojaba la tela de toalla del calzón, sentí como un mareo: la sangre no me subía a la cabeza, se había concentrado en mi verga adolescente. Por un rato no escuché la música, ni las voces ni las risas de la fiesta. Sólo vi sus ojos que me miraban, su boca que sonreía, sus manos que gesticulaban nerviosas muy cerca de mis manos. Pero no pude soportar ese momento, no supe reaccionar con frialdad. A lo lejos estallaban los primeros cohetes y artefactos de pirotecnia. En un momento vi fuegos artificiales en el cielo estrellado y los ojos se me llenaron de lágrimas. Pero disimulé. Todo gay es un artista en el arte del disimulo y yo ya lo había aprendido. Lucrecia retornó y pidiendo disculpas, lo tomó del brazo con alguna excusa. El era su trofeo, su posesión. Esa era su noche. Al rato me fui del balcón y más tarde y casi sin despedirme, puse una excusa a mis padres y me fui.

Caminé hasta la estación del ferrocarril sabiendo que esa noche sería imposible conseguir un taxi. Las calles estaban iluminadas, se oían los cohetes, los petardos. las cañitas voladoras, los ladridos de los perros asustados, las risas de los vecinos, los gritos de los niños. Feliz Navidad. Feliz Navidad. Cuando me senté en el tren casi vacío, me largué a llorar. Nunca más. Nunca.

Vendí la moto que me habían regalado mis viejos para mis 18 años, saqué mis ahorros del Banco, mal vendí mi guitarra, mi equipo de música, mi walk man, mis compactos, mis libros y otras pertenencias, incluso los anillos y el reloj, y con la falsa promesa a mis padres de volver si las cosas no me salían bien, conseguí su permiso y saqué el pasaje más barato a Madrid. Pasaje de ida. Nunca más nunca.

Cuando volví cinco años después, tenía unos euros ahorrados y, preferí alojarme en un apart hotel para disgusto de mi mamá y el juicio molesto de mi padre. Vos tenés casa, Rodrigo, esta es tu casa, me dijo mi viejo. Pero yo no era ya un chico adolescente y resguardaba mi intimidad: la casita de mis viejos era un tango también, pero antiguo para mi. No se me aplicaba. Y yo no volvía con la frente marchita, ni vencido. Cuando uno se va, ya no quiere volver. Alardes de emigrante "exitoso" de 23 años. De chef en el paro orgulloso y rebelde que volvía por una semana

Mi padre me llevó a visitar a Raúl al sanatorio. Mi padrino pareció alegrarse al verme, pero en su piel demacrada, consumida, en los pómulos huesudos, en su fragilidad, en su respiración dificultosa, en sus ojos extraviados, presentí la inminencia del final. Pobre Raúl pensé: tan buena persona, tan generoso conmigo, tan amable. La cara de mi padre denotaba un dolor que no le había conocido antes. Si bien nuestras relaciones nunca fueron excelentes, y hubo incomprensión mutua, yo a mi padre lo quiero. No importa que no nos entendamos, lo quiero. Y verlo así, con ese rostro tan serio y emocionado por ese amigo que se le moría, me resultaba muy doloroso. La sangre es más espesa que el agua.

Al rato, para mi sorpresa, llegó Marcos, y nos saludamos cordialmente Hacía cinco años que no nos veíamos. No hubo cartas, ni postales, ni mails, ni llamados, ni saludos ni fotos. Él era parte central de ese pasado al que había decidido olvidar entre las piernas de Gertrude, entre las cacerolas y fuentes de un restaurante, entre platos de pez azul y cassoles de romesco, entre "arrossejat" y vino mistela, entre salsas y guarniciones, entre almendras y avellanas, ese pasado que quise enterrar en las callejuelas tortuosas, empinadas y casi medievales de una aldea de pescadores española cerca de Terragona.

Pero cuando nos abrazamos con Marcos, delante de nuestros padres, me di cuenta que no lo había olvidado. Ese abrazo fue el saludo más cálido que había sentido desde mi llegada, salvo el de mis padres. Marcos me besó en las mejillas, y yo le devolví el beso, lo que es costumbre en la Argentina, y que asombra a ciertos extranjeros. Uds. parecen todos gay me dicen, porque los hombres se saludan a los besos. Aclaro que son besos castos en las mejillas.

Después llegaron una enfermeras, a cambiar los sueros, a tomarle los signos vitales al enfermo y yo me despedí de Raúl pensando que tal vez no lo vería más. Te quiero mucho padrino, le dije, y no sé si me oyó, pero me sentí mejor después de habérselo dicho.

En el pasillo, mi padre se despidió pues tenía una reunión y Marcos se ofreció a acercarme al centro de la ciudad en su auto. No quería ir con él, pero me callé la boca. Me resultaba incómodo. Era como volver a mis años adolescentes, poner sal en lo que ahora comprobaba que era una herida sin cerrar, era como revivir aquella pena que pensé que había dejado atrás, la de amar y no ser correspondido.

En el camino al estacionamiento me tomó del hombro y aunque me sentí algo molesto, no le dije nada. Ya en el auto, hablamos de de lo bueno que era su padre, de su gravedad, de su pronóstico inexorable y vi por primera vez en su rostro fuerte, el asomo de la pena.

Encendió el motor y mientras salíamos a la calle, me pidió repentinamente que yo cuidara a mi padre. No recuerdo las palabras exactas que pronunció, pero en un momento me dio a entender que la pérdida de Raúl sería un golpe demasiado fuerte para mi papá. Son tan amigos que podrían haber sido pareja, dijo en algún momento. Lo miré sorprendido, hasta que agregó "si no fueran heterosexuales fanáticos como son". Sonrió. Su sonrisa le hacía fruncir el entrecejo, palpitar la vena de su frente, entrecerrar los ojos, agitar la boca. Cinco años después, estaba bien bueno como diría la canción. Seguía calentándome de una manera increíble. Estaba más corpulento, más peludo, más fuerte. El muy guacho todavía me calentaba horrores.

Pobre mi viejo, exclamó más tarde y un suspiro muy triste, casi un sollozo, colmó el interior del auto. Su coche tenía palanca al piso, y en ese momento casi sin querer, conmovido por su tristeza, apoyé mi mano en la suya, y ante mi vergüenza al advertirlo. intenté retirarla, pero él me dijo, muy bajito, dejala, no me molesta.

Sin que yo preguntara, el me contó lo que ya sabía por mi madre, de su matrimonio fracasado con Lucrecia, del hijo de dos años que vivía con la madre en Miami, de su insatisfacción como adicionista en el Restaurante Rama, de su programa nocturno que tenía en una radio FM poco conocida donde era musicalizador y conductor. Ese muchacho está muy desorientado, me había dicho mi mamá. No sabe qué hacer con su vida, había agregado mi viejo. Con la loca de su madre, y la sin vergüenza de su ex mujer , siguió mi mamá.

Cuando cruzamos un estadio de recitales me preguntó ¿Seguís siendo fanático del rock pesado? Lo negué , eso había sido una fase. Ojalá mi pasión por él hubiera sido eso, una fase, ojalá mi deseo por Marcos hubiese sido tan pasajero como mi interés por el hard rock. Pero no dije nada más.

Marcos manejaba lentamente y muy concentrado en el tránsito, con un brazo en la ventanilla, y con su cuerpo contenido por el cinturón de seguridad, pero de tanto en tanto me miraba por el espejo, o giraba su cara hacia mí, cuando el tránsito se lo permitía.

Estás cambiado, me dijo. Claro que lo estaba. Cinco años no habían pasado en vano. Vos también, le respondí. Para mejor, me dijo él. Cambiaste para mejor repitió. Vos también le contesté. ¿Vos crees ? preguntó. Sin mirarlo advertí que sonreía. Intercambio educado de elogios. Cruce de flores. Permuta de atenciones. Éramos dos gladiadores midiendo sus fuerzas, evaluándose. Dos estrategas buscando nuestros puntos débiles.

Extrañamente el paso del tiempo nos había acercado, la distancia no nos había traído una cuota de olvido. La falta de contacto durante cinco años no significaba mucho. Estábamos como ayer. Como aquella noche en el balcón. Una onda de calentura, un aura de seducción, recorría los cuatro rincones de aquel automóvil. El abrió más las piernas y tocó las mías, lo miré pero no moví mis piernas. Ya no huía. El calor de su cuerpo, la temperatura de su sangre, fue como una descarga de electricidad, me hizo temblar, el corazón me dio una puntada.

Fuimos al restaurante. Ya había estado una vez desde mi regreso, pero entrar con él, no sé porque me hizo comprobar el paso del tiempo en las paredes, en la decoración del local, en los clientes habituales. Advertí que así como el negocio había envejecido, pronto inexorablemente Raúl ya no estaría más, yo me volvería a España y mi viejo, mi pobre viejo, se quedaría más solo.

Lo llamé al celular. Mi papá atendió al segundo timbrazo. ¿Qué querés Rodrigo? , preguntó defensivo, y ante mi silencio demasiado largo, su voz sonó preocupada, ¿ Te pasa algo, che?. Yo no podía contestar, tenía miedo que el llanto se colara por el teléfono. Al fin hablé. Nada no me pasa nada, quería decirte que te quiero mucho papá, atiné a balbucear. Casi las mismas palabras que le había dicho a Raúl en el sanatorio, pero pude decirlo cuando aún lo tenía a mi padre sano y no como una despedida. Se hizo un silencio. Mi viejo no estaba acostumbrado a esas demostraciones de afecto, acusó el impacto y con voz emocionada, me dijo lo que yo siempre había esperado escuchar "Yo también te quiero, hijo". Colgué y me sentí mucho mas aliviado.

Comimos juntos con Marcos. En una mesa del fondo. Pidió vino, y brindamos. Por la vida, por el reencuentro, por Raúl, por mi papá, por la vuelta. Me guiñó un ojo, me sonrió con su dentadura de Colgate Ultra White, me miró con esos ojos claros y brillantes que tanto me excitaban y con sus piernas, por debajo de la mesa, acercó las mías a las suyas, realizó un acto posesorio completamente íntimo y ajeno a los ruidos de platos y copas y cubiertos del lugar. En el suelo, mis pies entre los suyos, aprisionados por sus piernas, fueron felices por ese breve instante. En la superficie, las conversaciones de los comensales continuaron como si nada hubiera ocurrido.l. Por debajo al ras del piso, nuestro mundo privado y distinto.

Levantó la copa de vino, como en aquella Nochebuena de cinco años atrás Lo miré a los ojos y casi me orino encima, su semblante había cambiado radicalmente, ahor la suya era una mirada desolada, y yo no podía soportar verlo triste. Chocamos las copas. Nos volvimos a mirar. No te vayas, me dijo.

Eran casi las tres de la madrugada, cuando salimos del restaurante. El había terminado con su trabajo de adicionista por el día, y yo simbólicamente me iba despidiendo de esas calles por las que caminábamos. Me volvía a España en menos de veinticuatro horas. Recorrimos muchas cuadras, casi desiertas, silenciosas , dormidas. Hacía algo de frío. Paraná, Montevideo, Viamonte, Tucumán, Rodriguez Peña, Callao, Rio Bamba, Uriburu: dábamos vueltas por esas calles , porque no queríamos despedirnos. En la plaza del Palacio Pizzurno, nos sentamos en un banco viejo de madera verde. El subió las solapas de mi abrigo, yo subí las suyas. Acercó su pierna a la mía y me miró una vez más como queriendo retener para siempre mi imagen. Se hizo un silencio hasta que de repente me pidió de nuevo, esta vez casi sin voz, que no me fuera. No te vayas Ro, me dijo. No te vayas

No contesté, me paré y empecé a caminar, se incorporó y se puso a mi lado, y como en la mañana me tomó del hombro, y sin decir palabra fuimos hasta mi apart hotel. Cuando llegamos yo no quería separarme. Le dije subí y él me sonrió tímidamente. ¿Te parece? preguntó.

En el ascensor, me abrazó y al entrar al cuarto nos besamos. Ya no recuerdo bien ese beso de boca, de lengua, de deseo. Ni tengo presente la irritación , el raspado de su barba dura en mi cara, ni la suavidad de sus labios, ni las pequeñas muecas, ni las voces entrecortadas. Ya me olvidé de los ruegos, de los susurros, de las luces de neón de la calle. De nuestras risas, Sólo me acuerdo de su piel desnuda, de su cuerpo maravillosamente desnudo, de sus manos en mi piel, de mi cuerpo temblando de frío, de la gloriosa dureza de su verga tan erguida y tan necesitada, de sus huevos grandes, de la infinita ternura con que me desnudó, y me sacó los zapatos, el reloj, las sombras oscuras de mis medias, mi slip blanco, que salió volando por el aire como un pájaro minúsculo y casto. Recuerdo mi calentura insoportable, mis gemidos, mi pija lloriqueando deseo, sus manos en mi espalda, en mis nalgas, su pija en mis piernas. Me abrazó, y ese abrazo ya no fue, el gesto amistoso de reencuentro del sanatorio, sino el abrazo del amante tantas veces negado.

Mi amor, me dijo. Y yo simulé no escuchar esas palabras tan definitivas como soñadas. Tan nuevas, y tan antiguas pero no por eso menos increíbles. Mi dulce amor, dijo. Era como un sueño. Una película de largometraje a alta velocidad. Pero esos besos eran reales, esa lengua pedigüeña recorriendo mi cuello, mis orejas, mi garganta, mis tetillas erectas, esos dientes mordiéndome el pecho, esa mano fuerte acercándome a su cuerpo peludo, también eran reales. No sabés lo que esperé este momento, me dijo y yo asentí. Toda la vida hermoso, toda la vida. agregó.. Me preguntó si me sentía bien, adivinaba el mareo de mis sentidos, la necesidad de su sexo en mi cuerpo, de su saliva en la mía, de su piel hirviente, la ansiedad del deseo reprimido.

El recorría mi espalda con sus manos grandes y yo buscaba su pecho, repasando una y otra vez sus tetillas peludas, su cara de barba crecida, el interior de sus muslos calientes y excitados. La humedad de sus huevos, de sus ingles, de su pija parada y de su culo, la fuerza de sus brazos.

Le pregunté si estaba seguro. El abrió los ojos, antes desfigurados por la pasión mas fuerte que podría haber sentido, y mordiéndome la boca me preguntó susurrando si tenía alguna duda. Lo firmó con una carcajada. Era feliz.

Tomó mi pija entre sus manos y la acarició con vigor y con fuerza. Apretó mis huevos doloridos y los levantó con ternura. Acercó su cabeza a mi cuerpo, y con la lengua dibujó extrañas figuras de adoración en mi pija dura, en mis pelitos, en el interior de mis piernas, en los huevos. Después me lamió la cabecita de la pija, como si fuera un helado de frutilla, y dejó que mi poronga penetrara sus labios, su sonrisa, su boca deseada, y la recibió con su lengua húmeda y rugosa, y con su garganta, hasta hacerme gritar, gritar de ganas y de deseo, de locura, de desenfreno. No puedo más, pensé. Voy a acabarle en la boca, voy a llenarle esa boca de mi leche contenida. Lo voy a inundar con mi leche. Pero él lo advirtió y me miró a los ojos como alardeando del efecto demoledor que tenía en mi. ¿Te gusta? preguntó y por respuesta tomé su cabeza y la acerqué a la mía y por enésima vez lo besé enloquecidamente, porque quería comprobar que no estaba soñando y que ese cuerpo entregado al mío, era el cuerpo de mi deseo, el motivo de mi huída, la razón de tantos de mis dolores y la causa única de mi alegría de ese instante.

Subí sobre su cuerpo desnudo, apoyé mi pecho sobre su pecho desbocado, bebí la savia de su boca entreabierta, besé sus ojos y sus orejas, y sentí la urgencia de mi pija, jugando al florete con la suya. Pijas de machos calientes, húmedas y orgullosas, pijas a punto de estallar pero no, todavía no. El placer había que prolongarlo, había que hacer de ese instante único, precioso y definitivo, algo eterno, y su pija húmeda pintó con su jugo mi pierna y la mía humedeció su entrepierna y me dijo "te amo boludo" y después "amor", y yo, que no sabía que decir, repetía como el eco en una montaña, esas mismas palabras. "te amo boludo, cómo te amo. Ay boludo como te amo. Mi amor".

Me di vuelta, necesitaba sentirlo, dentro mío. Necesitaba que su cuerpo atravesara mis entrañas, conquistara mis conductos, calentara con su sangre y con su semen los caminos de mi hoguera. Con él era por primera vez yo mismo. Puto. Su puto. Para gritarlo a los cuatro vientos del mundo. El se rió por fin: vení que te quiero romper el culo mi putazo, me dijo, como si me amenzara, como un personaje de terror. Rompémelo pensé pero no lo dije. Lo guardé para mi, mientras el se apropiaba de mis piernas, se adueñaba de mi piel, se hacía amo de mi deseo, capitán de mi lujuria.

Su carne en mi carne. La agonía dulce de la entrada, la ruptura de las fronteras, el deseo desbocado que se hunde en mis entrañas mientas mi boca busca su boca, estirando el cuello hasta parecer una caricatura. Como te amo boludo, cuanto te amo boludo. Mi amor. Luego el avance sutil, paciente y delicado del amante por su amado. La extraña perfección de la daga en la carne, del leño en la hoguera, los gritos, los gemidos, el placer que se hace locura, aullido, plegaria. "Cogeme, amor cógeme… Si cógeme asi, hasta el fondo. Cogeme. Cogeme." Su pisa gorda en mi culo. Su verga hirviendo en mi orto. Su leche disponiéndose al disparo que no mata porque da vida. Sus manos en mi boca para acallar los quejidos, su piel pegada a la mía, deshaciéndose en sudor y deseo, su brazo reteniendo mi pierna en alto, su boca lamiendo mi oreja, mordiendo mi nuca, besando mi cuello, aplastando mi cara, repitiendo mi nombre como una letanía. nunca igual, siempre distinta, con un timbre desconocido, como quien grita otra vez en la montaña con una voz que no le pertenece, para estremercerse con el eco y para contarle al mundo que ama y es amado.

galansoy. Para los que me piden finales felices e historias de amor. Para los que se erotizan con el sexo con sentimientos y no tienen vergüenza de ello. También para quienes me condenan por ser romántico. O cursi. Con afecto g.