Nunca digas de esta agua no beberé

Felicia es una atractiva comunicadora de televisión y comete un desliz que destrozará su familia y hundirá su reputación.

Después de recoger su maleta, cruzó la cristalera que separaba a los pasajeros de los familiares que esperaban al otro lado. Felicia sólo había comunicado su regreso a su abogado, sin embargo, le sobresaltó el fogonazo de un flash en la cara. Lo último que esperaba encontrarse en el aeropuerto era a la prensa rosa apostada a la salida. El hecho de llevar sus gafas de espejo no sirvió de cortapisas para que el paparazzi la reconociera y empezase a disparar su cámara. Felicia ocultó su rostro con el abrigo y avanzó hacia la salida, sin embargo, aquella hiena ávida de morbo no le daba un respiro y avanzaba de espaldas, delante de ella, pulsando una y otra vez el disparador de su cámara.

La escena condujo a que se armase un importante revuelo entre turistas, viajeros y familiares sin saber con certeza qué estaba pasando. Se podía intuir que Felicia era una persona relevante y por eso aquel sujeto intentaba sacarle fotos, pero no sabían quién era la celebridad que pretendía escabullirse del paparazzi.

Cuando salió al exterior, subió a un taxi sin ni siquiera hablar con el propietario y éste, al ver la situación entendió que debía actuar discretamente y con premura. Incluso dentro del vehículo, el paparazzi continuaba haciendo su trabajo sin darle ninguna tregua, como si se tratase de una actriz hollywoodense.

Felicia le dio la dirección de su ático y el taxista se alejó quemando rueda, dejando atrás a aquel sujeto que acosaba a su clienta.

Al llegar le pagó al taxista y subió a su ático, abrió la puerta y le invadió el olor a cerrado. Inmediatamente abrió las ventanas (pese al frio) para que se ventilaran las habitaciones. Todo estaba conforme lo había dejado el último día cuando partió. Deshizo el equipaje, llenó la bañera, echó sales de baño y se metió en ella para relajarse después de tantas horas de vuelo.

Felicia disponía de dos días antes de comparecer ante el juez y pensó en llamarle a Emma, aun a sabiendas que, en el hipotético caso de que la hubiese desbloqueado, posiblemente inventaría cualquier excusa para no verla. Así y todo, la llamó confiando en que su número estuviese operativo, y al escuchar el primer tono le dio un vuelco el corazón, con en el segundo sus pulsaciones se aceleraron y al oír el tercero oyó un “Hola” sin mucha devoción.

—Hola Emma. ¿Cómo estás?

—¿Tú qué crees?, —respondió aséptica.

—Me gustaría verte.

—¿Crees que eso cambiará algo?

—Por favor, —suplicó.

Se hizo un incómodo silencio que rompió Felicia.

—¡Déjame ir a verte! —volvió a suplicar.

—Está bien, —admitió Emma.

—En media hora estoy ahí, ¿de acuerdo?

—Ok.

Felicia se vistió, cogió su cazadora y salió rauda de casa. En la calle no tuvo que esperar mucho a que pasara un taxi, se subió a él, le indicó la dirección al conductor y este enfiló hacia la dirección solicitada, y después de un breve silencio, el taxista le habló mientras miraba por el retrovisor.

—¿Es usted Felicia Cuéllar?

No esperaba que la reconociese, sin embargo, intentó ser lo más cortés posible.

—Sí.

—He escuchado que pasado mañana es el juicio.

—Así es, —respondió.

—Últimamente no se ha sabido mucho de usted.

—¿Todavía quiere saber más? —le increpó.

—No es que yo quiera, es que hace unos meses no se hablaba de otra cosa.

—Pues menos mal que ya hay algo más de lo que hablar, —añadió en su defensa.

—No se ofenda, pero es que aquella noticia fue una bomba.

—¿Lo dice porque murió una persona?

—No exactamente.

—¿Entonces por qué lo dice? —preguntó sabiendo la respuesta.

—Bueno… yo la veía todos los días. Me encantaba escuchar las noticias, pero sólo porque las contaba usted, la verdad, y he de decir en su favor que ahora ya no las veo. Entre políticos que no se ponen de a acuerdo ni en el color de la mierda, entre que siempre se habla de lo mismo y entre que la tipa que la ha sustituido es más sosa que el apio no merece la pena encender la tele.

Felicia sonrió y agradeció el cumplido dejando que el taxista continuara explayándose en su charla.

—Puede escucharlas en otra cadena, —le sugirió.

—No quiero ser grosero, pero la prefería a usted.

—Gracias, es muy amable, —dijo.

—Imagino que pasar de contar las noticias a ser el contenido de ellas sería tremendo.

—No se hace una idea, —añadió.

—La verdad es que fue un shock para su audiencia.

¡Qué sabrá usted! Pensó ella.

—Era usted muy querida, —agregó el taxista.

—Usted lo ha dicho, era.

—No haga demasiado caso de lo que se dice. La gente le quiere, a pesar de todo.

—No estoy muy segura.

—Yo la quiero… quiero decir… como profesional es usted muy buena… y como mujer, ni le cuento… impresionante, —añadió sin poder evitar su admiración.

Felicia no sabía si sentirse complacida u ofendida, pues aquel hombre se estaba tomando unas libertades que quizás no procedían, no obstante, intentó ser cordial, pues su reputación ya estaba lo suficientemente dañada.

—Es muy amable.

—Nada, a mandar señora. Hemos llegado.

Felicia le pagó la cantidad estipulada y añadió diez euros de propina. Cuando bajó del vehículo el taxista la llamó.

—Por cierto, aquí tiene mi tarjeta por si necesita algo.

Felicia levantó las cejas perpleja, miró al taxista y cogió la tarjeta sin saber exactamente si en sus pretensiones se hallaba la necesidad del taxi o del taxista. En cualquier caso, como su reciente reputación le precedía, sospechaba que con la pícara sonrisa que el jovial caballero le dedicó, no le cupo ninguna duda que estaba yéndose por los cerros de Úbeda y Felicia le siguió el juego.

—Lo tendré en cuenta, gracias.

Llamó al timbre desde abajo e inmediatamente se abrió la puerta. Emma la esperaba en el zaguán y se alegró enormemente de verla. Le dio un beso y un abrazo, correspondido por su hija con cierta renuencia. Después la hizo pasar al salón y su yerno salió también a saludarla, a continuación las dejó solas, manteniéndose al margen para que madre e hija hablaran. Fue Emma quien rompió el hielo.

—Bueno, ¿Qué quieres? —preguntó en un tono adusto.

—Tan sólo quería verte. No hace falta que estés tan borde. Hace mucho tiempo que no hablamos, y más que no nos vemos.

—No me apetece mamá. ¿Es que no lo entiendes?

—Sí, sí que lo entiendo. Comprendo que estés disgustada conmigo…

—¿Disgustada? —le cortó. —Disgustada no es la palabra mamá. La verdad es que no sé cual es para definir como me siento, ¿escandalizada, consternada, estafada, engañada, decepcionada, indignada…? Elige la que quieras, aunque todas son válidas y con todas me siento identificada con respecto a ti.

—No he venido a justificar lo que hice. Sé que es injustificable. En mi defensa diré que nuestra vida no fue una mentira como tú crees. Yo quería a tu padre con locura y fueron veinticuatro años maravillosos. Eso es una verdad como un templo. Lo que pasó nunca tuvo que haber pasado. Hubo demasiado alcohol y todo se desmadró.

—Todo no. la que te desmadraste fuiste tú. No pretendas culpar al alcohol de lo que hiciste. No eres tan inocente. ¿Pero por qué mamá? ¿por qué? Estabas con un tío, poniéndole los cuernos a mi padre. Es muy fuerte.

—Lo sé. Perdí la cabeza.

—No, mamá, perdiste la vergüenza y la decencia y, al parecer, encontraste otras cosas que no quiero mencionar.

—Estás siendo muy dura conmigo, ¿no te parece?

—¿Dura? ¿Crees que estoy siendo dura? ¿Cómo se supone que he de sentirme? Si mi madre se dedica a montárselo con otros. ¿Cómo crees que tengo que estar? ¡Dímelo tú!

—He venido porque te quiero. Sé que estás decepcionada y todo lo demás. Lo que hice lo he pagado con creces. Lo que no quiero es perderte a ti también.

—A mí ya me has perdido mamá. ¿Es que no lo ves? No puedo, de repente, poner una sonrisa en mi cara y aparentar que todo va bien. No puedo. No sé tú.

—No te estoy pidiendo eso. Lo único que te pido es que no me cierres la puerta.

—Tú se la cerraste a papá.

—Yo no le cerré la puerta.

—No, sólo le plantaste unos cuernos para que no pudiera pasar por ella.

—No tienes derecho a hablarme así.

—Ah, ¿no? ¿Y qué estabas haciendo cuando le dio el paro cardíaco a tu becario?

—Fue un accidente—dijo avergonzada.

—¡Ah, perdona por el tecnicismo! Eso te exime de toda culpa. Se le paró el corazón mientras te estaba dando duro mamá. ¿Por qué lo niegas? Papá tenía los cuernos de un toro bravo porque tú te dedicabas a follar por ahí.

—No lo niego, y lo que yo hiciera es asunto mío. No tienes derecho a juzgarme. Yo no te digo lo que tienes que hacer, ni con quien tienes que salir.

—Pero, ¿qué me estás contando? Yo tengo novio. No dejo a mi novio en casa y me voy a fornicar por ahí.

—No. Tú eres doña perfecta. Eres la voz de la experiencia. La que nunca ha roto un plato. ¿Acaso te he dicho yo alguna vez con quien tenías que salir o con quien tenías que follar? Yo también tenía las ideas muy claras a ese respecto y por eso tú eres como eres, porque recibiste una educación y unos valores. La vida te abre senderos, y el camino que creías que era recto, resulta que luego no lo es tanto porque se te van cruzando obstáculos y no te queda más remedio que ir sorteándolos. Unas veces puedes hacerlo y otras te caes. Esto no estaba en mi ruta, Emma, o yo creía que no estaba y no supe sortear el obstáculo. No lo sé. Las vivencias son las que son. Marcan tu viaje y modelan tu personalidad. Las decisiones que tomamos en cada momento las adoptamos porque creemos que son las correctas. A ti también te pasará. Es posible que hoy pienses que nunca harías una determinada cosa, pero después, por circunstancias, la terminas haciendo. Por eso más vale ser cauta antes de decir de esta agua no beberé. Unas veces acertarás y otras te equivocarás, pero siempre habrá sido una decisión tuya con sus aciertos y sus errores, y nadie debería juzgarte por ello, así que no me juzgues tú a mí tan a la ligera porque puede que algún día tus palabras se vuelvan en tu contra. El karma se encarga siempre de ello. Créeme, sé de lo que hablo.

—Siempre has tenido mucha labia, mamá, eso no quita lo que eres.

—¿Y qué soy, según tú?

—Una adultera, y no me tires de la lengua.

—Puedes decir lo que piensas.

—Mejor no.

—Siento que pienses así de mí.

El incómodo silencio entre madre e hija se hizo atronador, y en vista de que Emma no estaba por la labor de ceder ni un ápice por aliviar la pesada carga de su madre, ésta se levantó considerando que era una batalla perdida, ya no olvidar lo ocurrido, sino intentar llevarse bien o, al menos darle una oportunidad para que el tiempo adormeciera las heridas. Felicia fue a darle un beso para despedirse, pero Emma retrocedió para evitarlo, de modo que cogió su cazadora y su bolso y se despidió con un pesaroso “Adiós” respondido con otro más airado.

No cogió ningún taxi. Caminó hasta su casa inmersa en sus reflexiones. No podía hacer nada por cambiar el pasado, ni tampoco podía justificar ante su hija lo que había hecho. Ella parecía tener muy clara su postura, en cambio, Felicia pensaba que era su vida y que nadie tenía derecho a inmiscuirse, y mucho menos a juzgarla, ni siquiera ella. Si había tomado la decisión, buena, o no tan buena de hacer lo que hizo, no tenía por qué sentenciarla, sino, tratar de entenderla o, al menos escucharla. Hasta el momento Felicia no había renunciado a insistir ante la posibilidad de una reconciliación, pero ese día desistió cuando, al parecer, Emma ya había decidido que su madre había muerto para ella. Si no quería tener ya ninguna relación, no sería ella quien se opusiera. Ya lo había intentado por todos los medios, sin éxito.

Mientras caminaba, dos lágrimas resbalaron por sus mejillas y se las limpió con los dedos, pero, en realidad, al haber hablado con Emma sintió que había limpiado su alma y su conciencia, a pesar de que para ella estaba mancillada.

—¿No estás siendo muy dura? Es tu madre, y te quiere. No deberías juzgarla con tanta dureza. ¿No has visto por lo que ha tenido que pasar? ¿No ves lo afligida que está? —le amonestó.

El muchacho siempre había admirado a su suegra, tanto como persona, como profesional, aunque también como mujer.

—¿Lo dices en serio? ¿Qué hubieses hecho tú en mi lugar?

—No lo sé. Lo que tengo claro es que cada cual tiene derecho a vivir su vida como le plazca. A ti nadie te dice como tienes que vivirla. Ella nunca te puso impedimentos para que te vinieses a vivir conmigo, incluso, te pagaba el alquiler y tu manutención, incluso la mía. Ahora decides que no quieres saber nada de ella, pero mientras puedas echar mano de las prebendas de tu padre puedes seguir despreciando la ayuda de tu madre, haciéndole sentirse una furcia.

—Es lo que es, —dijo tajante y, con ello dio por concluida la conversación dando un portazo.

Felicia se encontraba sola, vacía y abandonada por sus seres queridos. ¿Pero cuál tendría que haber sido, según ella, la actitud de su hija? Sabía lo que se jugaba cuando decidió cruzar el umbral de la lujuria y tuvo que pagar el precio al que ese camino conducía. El alcohol y otras sustancias sólo fue el empujón que necesitaba para atreverse a hacer algo que en el fondo le apetecía.

Necesitaba urgentemente hablar con alguien que la comprendiera, un consuelo o unas palabras de aliento para seguir adelante. Creía haber superado la etapa sombría del día después, siempre con la esperanza de reconciliarse con Emma, sin embargo, ella parecía tener muy claro en qué se había convertido. Pasó de ser la persona más importante de su vida a ser una infecta pústula en su existencia que le recordaba cada vez que la veía que su madre se abría de piernas con relativa facilidad.

Aquella fiesta hubiese sido una más de tantas de las que celebraban en la cadena de no haber sido por el incidente de esa noche. El hecho de que muriera un becario de forma fortuita no habría generado tal repercusión, pero era ella la que estaba fornicando en ese momento con él.

Felicia era una profesional de la comunicación y aunque ya llevaba ocho años poniéndole cara a los informativos, su carisma bien le valió durante años para acaparar la mayor audiencia. Su reputación había sido intachable hasta la noche en la que un exceso de alcohol y otras sustancias la condujo por una senda inexplorada hasta el momento, o eso es lo que ella quería pensar.

Unos ojos que parecían haber robado a los cielos su azul, se enmarcaban en unas finas pestañas y una naricilla perfecta, cincelada a base de bisturí separaba los realzados pómulos, fruto también de algún retoque. Su boca, siempre sonriente era ya de por sí su mejor carta de presentación.

En el pasado, recibir elogios y ser siempre centro de atención en su entorno social le agradaba, sin embargo, ahora ese protagonismo se había convertido en el foco de la mala prensa, y hastiada de ese acoso mediático desapareció por un tiempo.

Aunque exenta de culpa alguna, estaba obligada a comparecer en el juzgado para declarar, y por ese motivo regresaba después de dos meses en los cuales no había dejado de ser la protagonista de la prensa rosa.

Aquella no era la primera vez que tonteaba con unos y con otros, siempre claro está, salvando las distancias. Marcos era solícito a sus demandas laborales, pero tras esa fachada servicial y afable se ocultaba un componente sexual, dado que Felicia, con cuarenta y ocho años continuaba emanando sensualidad por todos sus poros y Marcos no era ajeno a ello, si bien, entendía que aquella era una mujer prácticamente inalcanzable, por consiguiente, aprovechó aquel momento de flaqueza para aventurarse en su gesta.

Tampoco era la primera vez que Felicia lo miraba con ojos anhelantes, o eso es lo que él quería pensar. Lo cierto es que el alcohol allanó la ardua senda de la seducción.

Un poco hastiada ya de repetir siempre lo mismo y de corresponder a todas las felicitaciones por ser lideres de audiencia, —en parte, gracias a ella—decidió escabullirse entre el gentío, pues tenía la cabeza embotada después de dos gin tonics. Marcos esperó a que se quedara sola y fue a su encuentro antes de que otro acaparara su atención.

—Menudo ambiente, —dijo.

—Sí, —añadió de forma escueta.

—¿Siempre es así? —quiso saber él.

—Desde luego, —afirmó.

—Todo esto es por ti, —le hizo saber él.

—No lo es. No os quitéis méritos. El éxito es de todos. Esto es un equipo y todos formamos parte de él.

—No seas tan modesta. Concédete el cincuenta por cien.

—¿Cómo que el cincuenta? Yo había pensado en un setenta.

—Bueno, podemos discutirlo.

—¡Qué capullo! —le regañó dándole un cariñoso cachete con el que Marcos se sintió halagado.

—¿Te traigo algo de beber?

—No, te lo agradezco. Creo que ya he superado mi tope. Tengo la cabeza embotada.

—Tengo algo que te ayudará.

Felicia observó interesada como Marcos extraía del bolsillo de su chaqueta un sobrecito de polvo y lo depositaba sobre la mesa para seguidamente partirlo con una tarjeta de crédito en dos rayas completamente simétricas.

—Pareces todo un experto, —le dijo, y él asintió ratificando su interpretación. Después hizo un canutillo con un billete y esnifó el polvillo. A continuación se lo ofreció a ella y aspiró profundamente de la otra raya. Inmediatamente notó un subidón y el letargo de minutos antes le cedió el paso a una euforia desacostumbrada y, al mismo tiempo vigorizante en la que sus sentidos se acentuaron, algo que hasta ese momento no había advertido. Aparte del perfume, reparó en su olor corporal, como si fuese capaz de captar sus feromonas reclamándola, y sintió cierta atracción irracional hacia él.

—¡Ven! Quiero enseñarte algo, —le dijo cogiéndola de la mano y quebrando ese sensorial instante.

Felicia lo siguió intrigada por el pasillo de los despachos hasta una habitáculo que servía de almacén de cachivaches en desuso, como trípodes, sillas, una mesa, estantes con cajas, papeles y otros enseres.

Marcos abrió la puerta y le cedió el paso. Después cerró y Felicia lo miró desconcertada hasta que sintió su lengua intentado enroscarse con la suya. Su primera reacción moral fue de rechazo, en cambio su cuerpo no estaba de acuerdo y sus terminaciones nerviosas se pusieron alerta dando paso a una receptividad y a una predisposición con la que su mente batalló un instante hasta que sintió como fuego unas manos que bajaban por su espalda deteniéndose en sus nalgas para presionarlas con firmeza, de tal manera que no quedase resquicio alguno entre los dos cuerpos, y de ese modo percibió su hinchazón a la altura de su sexo. Con todo ello Felicia se dejó llevar y se unió a la comida de boca en la que ambos buscaron hasta la campanilla del otro, y sin apenas preámbulos, Marcos le levantó el vestido, con la mano indagó en su entrepierna y presionó haciéndole abrir la boca deseosa. A su vez, ella llevó la suya hasta su miembro apretándolo y calibrando su envergadura.

Marcos desplazó la tela del tanga a un lado y con dos dedos la penetró con brusquedad, de tal modo que empezó a follarla con una fiereza desatada en un sonoro chapoteo en el que los caldos se le iban desparramando entre las ingles. Un tercer dedo se incorporó a las sacudidas y Felicia gimió de gusto, mientras intentaba liberar el miembro con ciertas dificultades que él remedió liberando una verga deseosa de clavársele en el coño.

La sentó en la mesa, abrió sus piernas de par en par, se cogió a ellas y la ensartó de un estacazo. Felicia sintió una efervescencia interior como si la polla que percutía en sus entrañas fuese una barra de hierro candente. Era un placer difícil de describir, y desconocía si era producto de la coca, del morbo implícito o de deseos reprimidos, y sin llegar a ninguna conclusión se corrió cogiéndose a los brazos del joven en un orgasmo tan rápido como placentero. A continuación echó la cabeza hacia atrás buscando el sostén de la mesa y respirando aceleradamente. En su lugar, Marcos le dio la vuelta colocándola sobre la mesa y contempló aquel par de nalgas que tantas veces había visualizado en sus pajas nocturnas y que ahora las tenía a su entera disposición.

Le dio varios azotes para cerciorarse de que aquello era real y la volvió a penetrar.

—Menudo culo, —dijo pensando en voz alta.

Felicia aún no se había recuperado del orgasmo y ya estaba sintiendo el inicio de un segundo, pero una contundente nalgada hizo que se quejara, y una segunda aplicada con relativa intensidad le dejó su impronta en un tono rojizo, al tiempo que su coño engullía la polla del becario en su interior, haciendo que despareciera aquel picor provocado por los fuertes cachetes. La percusión de su becario fue ganando en pasión y virulencia con su polla entrando y saliendo del coño de su jefa, mientras ella gemía en un tono que se intensificaba en cada golpe de caderas. Sus pupilas desaparecieron detrás de sus párpados en señal de un placer desbocado y salvaje en el que ninguno de los dos se andaba con ñoñeces.

Marcos la agarró del pelo y tiró de su melena hacia él mientras la intensidad y rapidez con la que arremetía le iba arrancando gemidos apasionados en cada embate.

—¡Qué buena estás, Felicia, —le declaró, mientras ella le reclamaba más polla.

—¡Dámelo todo! —le exigió exaltada. —¡Fóllame más fuerte, cabrón! —demandó sin reconocerse en ese momento ella misma. —¡Dame tu leche que me voy a correr! —gritó, y el becario aceleró las acometidas para correrse a la vez en un penetrante orgasmo, en el que ambos gritaron de gozo y sin cuartel, compartiendo un clímax que se vio truncado por la interrupción en seco del joven becario que se desplomó segundos después en el suelo.

Felicia quedó un instante vacilante sin haber procesado lo que había pasado, ni la magnitud del suceso. Lo que estaba claro era que Marcos había pasado a mejor vida. Debió de haber hecho caso al doctor y haber controlado esas arritmias que le diagnosticaron años atrás. Ahora ya era tarde, no obstante, se fue de este mundo de la mejor manera posible, pensarían muchos. Otros reflexionarían sobre qué poner en su epitafio, y aparecieron propuestas de todo tipo en las redes como: “Desapareció en combate”, “Murió vivo”, “Polvo al polvo” y otros muchos.

Los intentos por reanimar al joven alertaron a varios miembros de la cadena, entre ellos el director de programa que no daba crédito a la estampa que tenía delante. Por su parte, Felicia empezaba a tomar conciencia de la dimensión del infortunio. Aparte de que se había visto envuelta en una muerte, su pequeño desliz iba a ser trending topic. Estaba hecha un manojo de nervios, su desconcierto era manifiesto, pero nada comparado con el caos que se le avecinaba, y por tanto, lo primero que le vino a la mente al desaparecer su euforia fue Emma, lo segundo, su esposo.

A las doce de la noche el local estaba a rebosar de gente, mayormente eran universitarios. Los jueves por la noche era cita obligada para una gran mayoría, pues los viernes, muchos de ellos no tenían clases y otros volvían a sus casas, de tal manera que era casi un ritual salir y olvidar durante unas horas el esfuerzo intelectual.

El volumen de la música en el local impedía mantener una conversación y se hacía necesario acercarse al oído del compañero y levantar la voz para hacerse oír.

Todos en el garito parecían haberse percatado de la presencia de aquel hombre, excepto el grupo de amigas que charlaba amigablemente en una mesa, pero ante la mirada indiscreta de gran parte de los allí presentes, fue inevitable que también ellas repararan en aquel semidiós recién bajado del Olimpo, y el impacto que causó en las amigas, no fue menor. El hombre intentó acceder a la barra y, al aproximarse, la muchedumbre iba apartándose, abriéndose a su paso, al igual que lo hicieran las aguas del mar rojo cuando Moisés las separó, y por tanto, no le fue difícil hacerse con un hueco en la barra. Tenía ciertos problemas con el idioma, pero se hizo entender para pedir su bebida.

Apoyado en la barra, miró en rededor el ambiente y pronto las palomas revolotearon en torno a él, haciéndose notar. Las más osadas se aproximaron e intentaron entablar conversación con él. Unas desistían por falta de entendimiento, otras estaban dispuestas a hacerse entender, aunque fuese a fuerza de acentuar su escote soltando botones, otras renunciaban, pues, al parecer, aquel mulato parecía no mostrar interés en mujeres, y ante su indiferencia, las moscas que revoloteaban alrededor de comida potencial desistieron en su empeño, considerando que aquel hombre tenía otros apetitos que para el sector femenino se traducía en un desperdicio de las delicias que atesoraba.

Aun así, el galán no dejaba de sonreírle a una de las amigas que charlaban en una de las mesas. Todas examinaban al forastero, pese a que él sólo parecía tener ojos para la muchacha de pelo castaño y ojos azules, y cuando se dio cuenta de que todas las amigas estaban de acuerdo en que así era, ella ratificó sus observaciones. Se puso nerviosa sin entender por qué era ella presa de aquel hostigamiento visual, sin entender tampoco por qué su cuerpo le estaba mandando señales fuera de discusión.

Estaba meridianamente claro que, de todas las beldades allí presentes, la muchacha de cabello castaño y ojos azules estaba en el punto de mira de aquel inalcanzable semidiós. Muchas habían merodeado a su alrededor buscando una oportunidad, y todas ellas sintieron cierta frustración, dadas sus supuestas inclinaciones, si bien, aquel moreno seductor le sonreía a la muchacha, manifestando por ella cierto interés, desestimándose por tanto los rumores que empezaban a pulular por el local.

Iba muy elegante, pero informal. Vestía unos pantalones chinos color granate y una camisa de un blanco nuclear perfectamente planchada (con dos vueltas de manga), dibujando el contorno de su torso. Su piel morena contrastaba con el color claro de sus ojos, otorgándole el calificativo de bello, si es que a un hombre se le podía conceder tal título. Era difícil para una mujer resistirse a mirar semejante espécimen, incluso a un hombre le resultaba complicado no hacerlo, aunque sólo fuese por interés meramente llamativo, reconociendo que Dios había sido muy generoso en las dádivas que le otorgó a aquel hombre y muy cicatero con las que les concedió a otros.

Las amigas animaron a la joven a acercarse a él. Las había rechazado a todas, pero todas ellas tenían claro en quien se centraba la atención del mulato de ojos claros.

—Tengo novio, —dijo la muchacha.

—¿Y quién no? —Si este tío me mirara a mi conforme te está mirando a ti, esta noche mi novio no podría darse la vuelta en la cama. ¿Pero tú le has visto? Si su atractivo no te convence, mira más abajo. ¡Joder tía! ¿Cómo puedes ser tan santurrona? —se quejó una de sus amigas.

Después de ser espoleada por ellas reiteradas veces, la muchacha, se levantó a regañadientes. Coincidía con sus compañeras en que aquel adonis era extremadamente atractivo, si bien, continuaba sin entender que entre todas las chicas atractivas del lugar, la eligiera a ella como su musa, y por ello, su ego se pronunció y doblegó sus buenas costumbres. Cogió su chaqueta y su bolso y se acercó a la barra, pero, en el último momento su nerviosismo la hizo cambiar de tercio y siguió caminando hasta la puerta, así que no tuvo más remedio que abrirla y salir. Se quedó unos segundos en la calle sin saber muy bien qué hacer, pero entendiendo que había metido la pata desperdiciando la oportunidad, ¿o no? A los pocos segundos, salió el apuesto mulato de ojos claros y la saludó con un “Hola” que revelaba su acento extranjero.

—Hola, —le contestó la muchacha con una tímida, pero complaciente sonrisa, agradeciendo que el moreno le allanara el camino y que sus opciones continuaban permaneciendo intactas.

—Me llamo George, —dijo con un acento inglés-americano, dándole la mano.

—Emma, —dijo ella asintiendo y ofreciéndole la suya con una sonrisa que ya era más decidida, y después de una breve conversación, ambos se alejaron por la acera.

A treinta metros, en la acera de enfrente, Felicia observó a la pareja alejarse y los siguió durante unos minutos hasta que subieron a un coche y desaparecieron del lugar, y una taimada sonrisa se perfiló en sus labios reafirmándose en su verdad: “Nunca digas de esta agua no beberé por muy turbia que esté”.