Nunca danzarás en el circo del sol (09)

Final. En este capitulo se descubre que detràs de todo lo ocurrido al payaso se oculta una fuerza muy poderosa. La historia narrada en voz de una mujer.

NÚNCA DANZARÁS EN EL CIRCO DEL SOL

IX

El Sol del Circo.

Iba vestida de golfa, con una falda negra y demasiado corta, con medias negras y zapatos altos, con una blusa que dejaba a la vista su abdomen que mostraba alguna grasa que no tenía antes, aunque seguía siendo hermoso. Su blusa, pese a que era corta y dejaba a la vista su ombligo, tenía un escote amplio. Sus pechos no llevaban sostén, cosa visible por los marcados pezones que llamaban a la vista. Sus brazos blancos y pechos abultados escapaban de la presión de la blusita. Su boca estaba muy maquillada con un color carmín bastante vulgar, y dentro brillaban sus dientes blancos, menos uno que estaba enmarcado con un puente de metal. Aquel detalle reparado de manera tan poco elegante me indicaba que se trataba de algún tipo de rebeldía contra su madre, que bien le pudo dejar perfecta la dentadura en un santiamén. Su nariz y pómulos eran los mismos de siempre, sus ojos expresivos aunque más agudos y tristes que antes. Llevaba esta vez el cabello castaño y liso. En su cuello colgaba mi mitad de collar.

Gloria me sonrió, intentó decir algo y descubrió que estaba sin habla. Sus ojos brillaron por un intempestivo surgimiento de lágrimas que se hacían más notorias al reflejar el fuego de la vela.

-Has vuelto...

Fue lo único que dijo antes de comenzar a pasarse el brazo por los labios, limpiándose el labial, como si purificara sus labios para mi, aunque en realidad los purificaba para sí misma.

Tiró una pequeña bolsilla en el suelo y se acercó a mi. Con sus manos me comenzó a tocar el rostro y el cabello, como si quisiera creerme. Yo sentí la danza de sus yemas sobre mi cara, cerré mis ojos para dibujar en mi imaginación los colores de su intención. Ella me acariciaba con un candor casi maternal. Así pasó largo rato.

Luego me dijo con un tono que dejaba en claro que no había ninguna intención oculta en sus palabras, sino expresar simplemente una sensación que le era muy propia.

-Me da mucho gusto que estés aquí-

No dejaba de sonar raro lo que decía, pues esta casa era técnicamente mi casa, pero dadas las circunstancias, todo parecía indicar que por ahora el intruso era yo.

Se empezó a liberar de algunas de sus prendas. Me sentí extraño. Supongo que ningún cliente imagina cómo se ve una prostituta cuando por fin regresa a casa, cómo se empieza a despojar de su uniforme de trabajo y en general de esa actitud combativa y centavera. Debajo de todo subsiste una mujer. Por un momento me sentí como un marido de una puta, de esos que nada pueden hacer para que deje el negocio, que odia su trabajo, pero que disfruta del confort que ello representa y en un arranque de autocompasión ha asimilado que las cosas son como son.

Ella dijo las siguientes palabras con una frescura que en vez de darme confianza me asustó un poco, como demasiado segura de que hablar en pasado era lo correcto:

-¿Qué fue de tu amiga?-

-¿Qué es exactamente lo que quieres saber?-

-Bien. Como parece que traes ánimo de hablar de cosas concretas hablaré yo concretamente. Me es muy difícil tratar esto, pero no hay vuelta atrás. Dime una cosa. ¿Luego del encuentro que tuvimos en el centro comercial tú, tu chica y yo, ella cambió? Es decir. ¿Ella comenzó a dedicarse a la realización de tus sueños exclusivamente, aun a costa de su salud o su vida? Es muy importante lo que me contestes.

-Si, ha pasado como has dicho. Antes de aquel encuentro ella no era mi amante, y desde ese día lo fue... a su manera. En efecto se comenzó a dedicar a cumplir mis deseos y mi sueño primordial. Y como ya has dicho, ella ha muerto también.

Mi voz se entrecortaba pero tenía que decir todo aquello. Por alguna razón sabía que a Gloria no podía, o no debía, ocultarle respuestas. Ella me miraba a los ojos. Advirtió que me causaba mucha curiosidad el efecto que mis palabras podrían traer en su rostro. Pero ella no mostró cambio alguno en su faz, al menos no en sus mejillas, su boca o su nariz, sin embargo, en el interior de sus ojos inmóviles estallaban olas de lágrimas que al borde de salir se detenían con la contracorriente de las lágrimas anteriores, y en medio de ese oleaje flotaba, como un náufrago, su alma. Era como si aquella respuesta, o mejor dicho, aquella confirmación de que las cosas habían pasado como ella predijo, le demostraran que otra gran parte de la explicación de los sucesos era igualmente cierta, que los cambios de Monserrat y aun su muerte venían a darle la razón de algo. Si alguien sabía qué estaba ocurriendo en verdad dentro de aquella habitación, ese alguien era ella. Nunca he visto la cara de una persona en el preciso instante que atestigua un milagro, pero puedo jurar que la cara correcta para tales ocasiones tendría que ser igual a esta conmovida expresión que de manera tan diáfana aparecía en el rostro de Gloria. Sin embargo, ella me dio un poco de entendimiento seguido de una avalancha de dudas con lo que dijo después:

-Entonces era cierto lo que me dijo aquella mujer...

Ella estaba visiblemente alterada. Había hablado de "aquella mujer", y esa era nada más y nada menos que mi Monserrat. Mi ser entero tembló de imaginar la inmensa gama de cosas que ocurrieron aquella tarde en que Monserrat se fue corriendo tras de Gloria y se perdió con ella una tarde entera. Algo había pasado entre ellas, algo que Monserrat había guardado celosamente, aun de mi, algo acerca del único tema común de aquellas dos mujeres: yo.

-Qué te parece si me explicas que es aquello que dices que era cierto...

-Tal vez era cierto que ella era quien dijo ser, y que hizo lo que dijo que iba a hacer, y desde luego es cierto que guardaría el secreto de todo.

-Me gustaría que me contaras.

-Me gustaría contarte. Me costará trabajo. Prométeme que si la historia que voy a narrarte no te conmueve ni siquiera un poco me matarás...

-Qué cosas dices...- Interrumpí sobresaltado ante la simple y remota posibilidad de tener que cumplir aquella promesa, por mucho y que estuviera seguro de conmoverme, de hecho ya lo estaba.

-Prométemelo. Si lo que te cuento no te conmueve entonces mi vida no tiene ningún sentido y al matarme me ayudarás a no perder mi tiempo.

-Está bien.- Dije para continuar, no sé si mintiendo, tal vez sólo seguro de querer escuchar.

-¿Puedo pedirte una cosa?-

-Adelante...-dije.

-¿Puedo apagar la luz?-

-Por supuesto.- Asentí ante aquella petición tan fácil de satisfacer. Ella explicó su proceder.

-Prefiero la negrura de la noche. No quisiera asociar tu regreso a la imagen de verte llorar.

Se inclinó sobre la vela, con su mano tocó la imagen de Lakshmi, dio un soplo pequeño y la flama viva se convirtió en una delgada estela de humo. Quedamos a oscuras, sentados uno frente a otro encima de la cama. Ella encendió un cigarrillo que se avivaba cada vez que ella daba una fumada. Su cara iluminada por las brasas del tabaco era como un sueño repetitivo pero distinto, de esos sueños familiares que uno sueña y no puede sino sonreír. Su voz narró.

"Nuestra historia, has de saber, comienza antes de lo que tú crees. Hiciste mal en pensar que te librarías fácilmente de mi, pues eso sólo me muestra lo ingenuo que eres. Si te hablo con autoridad es porque creo tenerla, al menos la tengo en lo que a mi vida respecta, y tú, mi pequeño, eres parte de mi vida. No te aterres, si en alguien puedes confiar y poner tu vida en sus manos, esa soy yo. Yo soy como el jaguar en la selva, cuando tú lo ves es porque él te ha seguido desde muchos pasos atrás. Sé que todo esto te confunde, pero sábete que el crepúsculo no sólo se da cuando el día se muere, sino también cuando nace. El crepúsculo es la indefinición momentánea, ese eres tú. El día más intenso, la noche más cálida, toda tuya, esa soy yo. Percibo que no vez nuestro compromiso en la misma forma que yo, y es entendible. Yo te explico para que no tiembles.

Hace ya una eternidad de meses un chico me invitó a las librerías del centro. Yo acepté acompañarle más por compromiso que por gusto, sin saber que ese día sería determinante.

Cuando una sale a la calle nunca piensa que habrá de ocurrir un hecho que marcará un antes y después en la vida. Un día sin plan se convierte en el inicio del único plan posible. Debería darnos miedo salir a la calle, pues el destino podría estar deambulando por ahí y atraparte. La intensidad a veces es un poco más fuerte que lo que una es capaz de soportar.

Recuerdo que el chico que me había invitado a la librería quiso hacerse el casual, es decir, invitarme a las librerías como pretexto de que le acompañara a ver la cartelera del Palacio de Bellas Artes, esto como pretexto para invitarme a una función de las que ahí se exhiben, lo cual sería un buen pretexto para invitarme un café, cosa que a veces funciona como pretexto para eventualmente besarme. Inocente. Él no tuvo la culpa, pero sí la mala suerte, de llevarme justo a un sitio en el que desperté todos mis instintos, y no precisamente teniéndolo a él en la mira.

Aparentemente no había gran cosa, un payaso callejero y un pequeño público. Todo muy ordinario, por encima. Desde el primer instante la gracia con que se movía aquel payaso me cautivó. Las risas sonaban como cantos de sirena para mi alma. Me acerqué un poco, con miedo, como si adivinara mi destino.

El payaso movía sus manos con tal maestría que, para mi, éstas eran un par de palomas haciendo el amor en medio de un aleteo evanescente. Así como un pájaro nacido en cautiverio siente un frenesí inexplicable cuando mira por la ventana una parvada celeste de aves migratorias, intuyendo quizá su naturaleza inherente, ver esas manos paloma hizo a mi corazón batir las alas por primera vez. En un segundo supe que no estaba sola, que había encontrado a una persona capaz de enseñarme a volar. Quería hacer de ese payaso mi casa.

Toda mi vida se me enseñó que el amor era un proceso paulatino tapizado de cautela, pero mirarle me convenció inmediatamente que todo lo que había escuchado era un puñado de mentiras que consuelan a quien se lía con personas equivocadas. Nunca creí en el amor a primera vista, pero en algo tenía que empezar a creer al ver aquel artista. Esa tarde vi que el payaso terminó su actuación. Con humildad guardó sus cosas. Sentí celos de que una chica le esperara para acompañarle a no sé donde. No la juzgo, yo quería hacer lo mismo. El chico con el que yo iba en vano quería distraerme hacia sí, yo ya no estaba, yo me había ido con el payaso y con la chica.

Durante los días siguientes merodeé aquellos lugares en que suponía encontraría al payaso. Pasaron semanas y no le encontraba. Me aterré de pensar que fuese un artista de paso, de esos que nunca se quedan quietos en un sólo sitio, justo de aquellos que una no vuelve a ver jamás. Había comenzado a temer a la noche, pues estaba perturbada, sabía que caída la oscuridad, al quedar a solas conmigo, la sonrisa del payaso vendría, y me sentiría tonta de no salir a la calle a buscarle.

Un buen día lo volví a ver. Me quedé a ver su acto. Hizo una actuación diferente, sin embargo tomé nota de sus manos, eran largas, exquisitas, se deslizaban en el aire como si él mismo estuviera envuelto en terciopelos y catara su suavidad con los dedos. El viento arrastraba su caricia al eco del aire, de tal forma que daba en mis mejillas y yo inclinaba la cara como si fuese una flor humilde, sintiendo un roce vívido de sus dedos. Era imposible que aquel envío de caricias tan dulces fuera un mero accidente de viento. Estaba segura que él sabía lo que hacía, que detrás del vuelo de sus manos operaba su intención, él me lo hacía y me daba gusto que me dedicara esta atención.

Sus chistes me hacían reír. De inmediato supe que mi risa no le era indiferente. Pensé que ese era un buen idilio, el de mi risa y sus monerías. En algún lugar de la alameda mis risas de trenzaron con su gracia y se hicieron el amor. Sus manos eran tan increíblemente sensuales que hasta muy entrada la actuación empecé a sentir curiosidad por el resto del cuerpo. Tenía buenas nalgas, buenas piernas, no era gordo y su mirada me era completamente enigmática. ¿Era feliz o triste? No lo sé, pero tal vez yo podía hacer algo para que estuviese feliz. Quise dejar de estar segura de nuestra unión con tal de no perderme el titubeo y el juego que implica el conocerse. Mirarle me abría el apetito, me despertaba, de hecho, todos los apetitos posibles.

Un día lo aguardé hasta que se terminara su acto. Le hice plática, aunque en realidad la plática no importaba. Yo ya sabía qué quería para mi y parecía que él lo entendía bien. Platicamos de nada. Fuimos a tomar un helado y una lastimadura en sus dientes me dio la oportunidad de adentrarle en mi mundo. Hablamos de sus dientes y de que yo estudiaba para dentista. Le hice abrir la boca para mi y él se entregó a mis manos, obediente. Le gustó obedecerme. Ya le daría yo muchas órdenes deliciosas qué cumplir en mi cuerpo. Supe que íbamos por buen camino. Mi corazón se puso a temblar cuando me invitó a su apartamento. Yo era virgen en aquel entonces, pero mi himen había comenzado a abrirse como el botón tierno de una rosa desde la primera vez que le había visto.

Todo mi ser le pedía auxilio para apagar mi ardor. La cara interior de mis muslos estaba vaporizando. En realidad mi virginidad era lo último en lo que pensaba, pues sentí que ese artista estaba más allá del mal y el bien, y en todo caso mi cuerpo respondía a su presencia con una entrega casada. Ello no impedía que le diera a cada cosa su lugar. Si en las manos tenía una primera vez y enfrente estaba el amante justo, había que hacer que valiera la pena. Él resultó ser un caballero, no debo decírtelo, pero quiero que sepas que fue todo un caballero.

No esperaba menos de él. A su lado no me importaría ser lo buena o mala que él quisiera. Su lecho era divino, en él se inscribía su vida. Al ver su cama me dije "de manera que esta ha sido tu vida antes de conocerme", y lo creí así, que en el fondo su vida se separaba en dos bloques, uno antes de conocerme en el cual cada latido y cada respiro le preparaba para mi, y la segunda mitad, la historia de sus treinta mil formas de disfrutarme y de hacerme suya. Esta parte de la historia ya la sabes. Inscribí mi primer grabado en esa cama que pasó a ser nuestra cama.

No sé como interpretar el hecho de que el payaso no me invitara a quedarme a vivir con él. Supuse que él tendría en mente a una chica algo mayor para compartir sus días, y yo sería algo mayor en unos años. Era como si aquel hombre renunciara al tesoro que yo le brindaba con una sola intención, que yo viviera por mi cuenta mi pasión, que le alcanzara en morbo y experiencia. Fue un juego que me pareció medianamente justo aunque innecesario. Yo le quería a él, no quería experimentar. Pero al parecer no estaba en sus planes sentar cabeza.

A partir de ahí, me dediqué a experimentar con chicos de mi edad, quería ser tan experta como mi amado, tener una historia igual de oscura, forjarme un pasado para regalárselo. Aquí puedo ya nombrarte por tu nombre, pues aquí es cuando tu nombre se inscribió en mi pecho con letras de fuego. Basil. Tu nombre era Basil.

Nunca había tenido novio. Si alguna vez te dije que había tenido uno seguro fue para no pasar por inexperta. Primero tuve un amante que hizo de mi cuerpo toda una mujer, y sólo hasta después tuve lo que se llama un novio. El que ya te había contado, aquel que tenía tres años menor que tú y que yo supuse que sería al menos la mitad de caballero que tú. A la segunda cita me estaba llevando a un hotel bien barato. La cita había parecido entretenida, pero detrás de cada segundo que duró subyacía una tensión muy fuerte que aniquilaba cualquier gesto de espontaneidad, era como si Fermín, que así se llamaba mi primer novio, estuviese demasiado concentrado en tener éxito, matando el juego y la frescura. Pensé que yendo al hotel y dándole lo que quería se calmaría, que volvería a relajarse y a ser el mismo tipo agradable que me hizo hacerle caso. Sin embargo llegamos al cuartucho y me dio una media docena de besos de trámite, los primeros tres fingiendo romance, los siguientes tres ya con franca desesperación, restregándome la lengua en la boca. Todos los ademanes que utilizó para fingir ternura se desarrollaban con demasiada rapidez, y mal me preguntaba yo si aquello que él hacía debía yo interpretarlo como ternura él pasaba al siguiente escalón de inconciencia. Fue entonces el beso romántico, luego el beso pasional, luego el acto de desnudarse sin encanto. Quise correr en ese momento, pero ya era tarde. Me hice a la idea de disfrutar al menos de lo que tuviera de rescatable aquella cita. Pero había tan poco rescatable. Con sus manos Fermín comenzó a masturbarme. No quise reprimirle pese a que había notado que el muy cabrón ni siquiera se había lavado la mano, pues sentí que aquel reclamo podría ponerlo violento. Me metió el dedo medio en el coño y comenzó a hundirlo sin mucha ternura. Él estaba más al pendiente de cómo se veía su dedo al perderse en mi cuerpo que en intentar comprender qué sería lo que me produciría mayor placer. Pienso que él suponía que no hay cosa más rica para una mujer que tener algo dentro, y nunca pensó que algo mal metido puede no sólo no producir placer, sino que puede llegar a rayar en lo despreciable. Me lamió el coño como si con esto limara todas las anteriores faltas cometidas, e igual, mal comenzó, terminó. Eso sí, me puso de rodillas y me ordenó que le mamara. Tal vez un poco de calentura me hubiera hecho activar mi instinto, pero no estaba caliente, más bien ya quería marcharme de ahí. Supe que fingiendo estar pasándomela muy bien él terminaría pronto y nos iríamos, así que eso hice. Se molestó de que no supiera mamar bien. Me montó y en efecto se vino muy pronto. Al final, se moría por irse de ahí.

Como ves, esa segunda vez fue frustrante. Lo fue porque descubrí que es mentira que cualquier hombre sirve para fornicar. Lo primero que eché de menos fue tu trato. Contigo el juego previo comienza desde la calle, desde como miras, desde tu sonrisa. Ese respeto que siempre me has guardado, que es una confusión entre dejar a mi voluntad decidir si acostarme contigo o no y la vanidad de saberte deseado, me derrite. Además, ya aprendería yo que tu falo es particular, que no todos tienen tan pocos pliegues cuando se hinchan, que su piel es tan tersa, que su olor es dulce pero fuerte, con esa forma de flecha que puede abrir en canal a las piedras, y sobre todo, por cómico que suene, pocos penes tienen la nobleza del tuyo. La segunda vez me sirvió para saber que los hombres no son por naturaleza encantadores, que más bien es cierto el mito de que son patanes en el fondo. Te añoré.

Luego tuve de novio a Carlos. El muchachito que llevé cuando hiciste un montaje con un silbato. Ese si me gustaba, seríamos tal para cual si la vida no requiriera de sexo. Él era encantador, pero igual al estar a solas se transformaba en un niño presuroso e inquieto, demasiado acomplejado como para tener la paciencia suficiente de dejarme bien servida, o aun de quedar satisfecho él. Un revolcón lamentable era seguido de un ramillete de preguntas acerca si él lo había hecho bien, que cómo calificaba su desempeño y estupideces de ese tipo que no podría contestar honestamente sin herirlo. Claro, él no tenía el mismo tacto al decirme que la chupaba sin gracia. Acostarme con él me repetía la misma lección, que tú eres especial.

Aquella vez que le llevé, que es la vez que tú me referiste como la vez del beso con saliva, sentí un espasmo que nunca había sentido. Veras. La primera vez que te vi acompañada de una chica yo era virgen aun, y aunque suponía que la harías tuya, en realidad no sabía qué envidiar. No sólo ignoraba de qué estábamos hablando cuando pensaba en tu forma de amar, sino que no había experimentado tu cuerpo en el mío, así que tampoco sentía propiedad sobre ti. Pero esa vez que llevé a Carlos tú estabas acompañado de una ayudanta que, como después supe, era ni más ni menos que mi mamacita. Y sabía que la tomarías después de la actuación, y te imaginé montándola con todo tu brío, haciéndola gritar al menos como me hacías gritar a mi, y envidié sus nalgas y su boca, porque recibirían todo el empuje de tu miembro, y envidié su nariz que te respiraría, y su piel que mitigaría su frío con tu tacto templado, y envidié que ella se iría a tu habitación donde encenderías velas, para llenar las paredes de sombras temblorosas, y la envidié porque ella nadaría en tu bañera, y al terminar la secarías, y se deleitaría con tu mirada siempre curiosa que nunca deja de sorprenderse ante la belleza femenina, envidié que sus poros se impregnarían de tu sudor y olerían a ti durante la noche. No sabía que era mi madre, pero igual la envidié. Hasta mucho después pude entender la ironía de aquella tarde, y entendí su mirada debajo de la máscara, y su indignación cuando al despedirme la miré de arriba abajo.

Esa tarde sentí pena por mi porque iría a un hotelucho de mala muerte, no habría velas sino un sórdido foco de neón, el aire olería a desinfectante de baño y a aerosol con aroma de lavanda, no a incienso dedicado a divinidades, en el baño no habría una bañera, sino un retrete y un bidé, pero sobre todo, mi pareja querría irse temprano a su casa para evitar el regaño de sus padres, no sabría cómo secar con una toalla a una mujer porque no sabría secarse él mismo, además no se le ocurriría. Tal vez mi amante quisiera las luces apagadas para que yo no advirtiera sus caras de preocupación, sus piernas no tendrían tu empuje ni tu vocación. En pocas palabras, no sabría qué hacer con la mujer que soy.

Me sentí decaída y frustrada. En casa mis padres parecían avivar su vida sexual y me resultaba aun más intragable no tener yo misma una sexualidad satisfecha. Comparaba y pensaba que ellos, con sus años de matrimonio, sabían vivir mejor ese aspecto, que ni mi juventud compensaba lo desafortunado de mis encuentros. Fue entonces que te visité de nueva cuenta. Llevaba en mente la idea de probar de nueva cuenta tu carne, quería que me sintieras tuya a cambio de ser un poquito mío, o por qué no, sólo mío. Esta vez lo tenía claro, quería analizar la posibilidad de que quisieras hacerme el amor siempre, en exclusiva o compartido, no me importaba. Tú en cualquiera de tus presentaciones resultabas mejor que los flamantes novios que había conseguido.

Esa tarde me sentí viva de nuevo. Nunca había sentido con tanta claridad que mi piel estaba fría y que tus dedos templados eran ideales para calentarme. A cada roce de tus yemas sentía un vibrar intenso, tan intenso que a mis adentros percibía el sonido como el que despliegan las arenas del desierto cuando un sismo las sacude. Tus manos me tocaban pero al instante mis venas se redistribuían, como si el corazón estuviese situado ahí donde tú tocas y de ahí se dirigiera la expansiva sangre al resto de mi cuerpo.

Recuerdo que empezamos bajo unas clases de cómo mamar. Qué juego más pícaro, como si no supiéramos en qué iba a terminar todo. Tú te resistías, supongo que por escrúpulos. Cabrón, te estabas jodiendo a mi madre y no me dijiste. Bueno. No tenías por qué hacerlo, eres un caballero, lo recuerdo. Tú me explicabas algo bien cierto, que para mamar bien, o aun para hacer el amor bien, necesitas tomarle el gusto, me dijiste eso y muchas otras cosas, pero yo te escuchaba sólo la mitad, pues mi mirada estaba como perdida, pues estaba absorta, degustando cada síntoma que sentía, el temblor de mi vulva, el olor que mi entrepierna había comenzado a emanar, las ráfagas de calor que chispeaban desde mi sexo hasta mi plexo, el color de mi piel que cambiaba, y en mis labios ya podía yo anticipar la suave piel de tu verga que, por morena que parezca, encierra una magnificencia sonrosada, y miraba tu pantalón y advertía que debajo de tu bragueta tenías una herramienta bien hinchada y dura, y me enternecía verte explicándome las cosas más procaces con un aire de empírica ciencia, como si tu único interés fuese la divulgación del conocimiento, pero tus labios temblaban, y tu voz, sin tu notarlo, se comenzaba a convertir en un susurro sensual, y tus lecciones se transformaban en tu voz musitando súplicas veladas que me dejaban en claro que verdaderas intenciones detrás de tus lecciones de felación. Y como que no quiere la cosa, en tu explicación me coqueteabas diciéndome frases, a manera de ejemplo claro está, de que podrías mamarle el coño a una mujer cada día de su vida, y según tú sólo me instruías, pero en realidad me estabas ofreciendo eso, chuparme el coño cada día de mi vida, y mi cuerpo todo aceptaba, todo decía que sí, mi vulva se contraía ante tu propuesta de mamarle. Mi cara te daba todas mis respuestas. Y así comenzamos un juego en el que me ilustraste cómo querías que te mamara. Yo propuse el juego de que hiciéramos como que no éramos nosotros, y tú lo aceptaste gozoso, acéptalo, lo aceptaste gozoso porque todo tu cuerpo estaba tan implorante como el mío, y tu conciencia moral se había reducido a un murmullo que te empujaba a aceptar este juego de amo y sirviente que estábamos por comenzar, morías por sentir el envolver acogedor de mi garganta, el placer continuado de mis caricias. Dios, nunca en mi vida he estado más deseosa de amar que esa vez.

Luego te desabroché la bragueta y tuve un pequeño orgasmo sólo de verla de nuevo. La traté con todo mi cariño, disfrutando de su forma en mi lengua, recibiendo todo el vibrar que ofrece su dureza, que aun quieta, su movimiento se concentra en crecer, en mantenerse grande. Luego comenzamos a amarnos más rudamente, me sofocabas porque yo te lo pedía. Luego me ataste a una tabla de ejercicios, recuerdas, y me serviste de manera magnífica. El simple hecho de tenerte dentro ya me volvía loca, y exponerme a tu vigor era ya un exceso. No importaba el dolor de las cuerdas, ni la tensión de mi sangre mal distribuida, me amabas con toda la entereza con que un hombre toma a la mujer que es suya. Mi vientre se hacía a tu forma, no tiene otra forma que le agrade. Tu dedicación me hacía llorar de gusto. Me hiciste correrme muchas veces, y aun así, ante la amenaza de regarte tú, frenabas un poco tu pelvis, para satisfacerme más, para gozarme más. Todo eso fue muy bello.

Pero un buen día, de la nada, desapareciste.

Durante varios días te busqué sin éxito. En los jardines te esperaba, pero no aparecías. Fui a buscarte a su casa, te dejé cien notas en un buzón que instalaste, pero nada. Llamé a un cerrajero y argumenté que mis llaves se me habían quedado dentro, el cerrajero me hizo que le mostrara una identificación y anotó mis datos en una libretilla, como si estuviese presto a denunciarme si se enteraba que me había metido a robar. Me abrió la puerta. Yo entré. Sobre la cama vi un collar y supe que era para mi, que no podía ser de otra manera. Lo tomé con mis manos y me lo colgué al cuello. Al colocarlo sentí un calor tan intenso que por poco me derrito. Tu casa me dio tristeza porque no estabas. Sin saber por qué me recosté en la cama y me quedé quieta unas horas, mirando el techo, satisfecha por el sólo hecho de estar acostada sobre unas sábanas que olían a ti. Intuí que no regresarías esa noche, y probablemente tampoco la siguiente. Mil indicios acusaban en esa dirección.

Me puse a revisar la cama, quise ver de nuevo el grabado que yo había inscrito, aquel que representaba la entrega de mi virginidad. Mi sorpresa fue completa al ver que mi inscripción estaba rodeada de un grabado más grande. Identifiqué el trazo, era sin duda el trazo de mi madre. A mi mente vinieron mil ideas, primero las más obvias y luego las más rebuscadas. Primero saber mi hombre se había acostado con mi madre, y después las formas en que lo hiciste. Con aquel nuevo dato ataba cabos de muchas situaciones que habían estado sucediendo en casa, e incluso los motivos por los cuales mi madre había deseado marcharse a Colombia. No la juzgo, no juzgo a ninguna mujer por no querer renunciar a un cuerpo y una entrega como la tuya. Mi sexualidad estaba más que despierta, estaba delirante, imparable, y tú ausente.

En el suelo encontré un papelillo que decía "Aeroméxico, doce del día, Colombia". Se que suenan tontas las conclusiones a las que llegué en ese instante, pero comprende que en ese momento acababa de averiguar la identidad del amante de mi madre y no me había agradado descubrir que eras precisamente tú. Me sentía engañada en mi confianza, pues yo te hubiera perdonado eso y más, pero no te perdonaba que me guardases secretos. Tu caballerosidad es un valor importante, pero cada hombre tiene un valor más importante aun: su propia mujer. Hubiera sentido culpa de acostarme con el hombre de mi madre si no estuviese segura de que eras más mío que de ella. Aquel papelillo maldito me restregaba en la cara una aparente verdad, que yo no significaba para ti lo que yo creía significar. Encima, mi mente vivaz concluyó que esa repentina desaparición tuya se debía a que sin duda mi madre te había comprado un boleto a Colombia, total, si había hecho cornudo a mi padre en México, con mayor razón podría seguir haciéndolo pendejo en Colombia. Pensé que tu habías accedido, eligiéndola a ella, una mujer casada, no tuya sino de otro, por encima de mi, consintiendo dejarme tan abandonada como mis padres lo hacían. Créeme, lo pasé muy mal. Muy, muy mal.

Mi mente comenzó a fraguar una venganza, pero no se me ocurrió nada mejor que abandonarme a mi misma. La forma de hacerlo llegó bien pronto de mano de otro novio que tuve, un tal Leonardo. Comenzamos a andar y él no era tan malo en la cama, cuando lo hacía bien lo hacía muy bien, pasable, aunque lo hacía una vez bien y dos mal, su problema era que no parecía tomarme muy en serio, y eso era hasta cierto punto natural, pues yo tampoco lo tomaba muy en serio a él. Era una relación de mera diversión, él no me importaba en el fondo, de hecho nadie me importaba. Tú me importabas, pero en ese momento te odiaba. Su auto era un Camaro muy vistoso y él decía que yo era el complemento ideal para su coche, así de claras estaban las cosas.

A mi no me importaba que él me considerara una rubia descerebrada, cachonda y con un cuerpo de modelo, pues le sonsacaba buenos revolcones y uno que otro regalo costoso, principalmente ropa que él quería que yo usara y que era, en algunas ocasiones, ciertamente caras. Nos convenía a todos, él no era guapo pero era habilidoso, y yo era la novia que él quería presumir en cualquier lugar. En ocasiones le acompañaba a fiestas que tenía en su casa, en veces habían otras chicas y en otras era sólo yo de mujer. Sucedía que tarde que temprano echaba a sus amigos y se quedaba a solas conmigo y disfrutábamos de la alcoba de sus padres, que era una pareja que, se veía, sabían darse gustos.

Un día, y sólo para tantear su generosidad, o su estupidez, le pedí que me comprara un reloj de Cartier. Era considerablemente más costoso que los regalos que él me había hecho. No era lo mismo que me comprase un pantalón de mil quinientos pesos, o una chamarra de piel de tres mil pesos, a que me comprase un reloj con brazalete de oro de sesenta mil pesos. Yo se lo pedí jugando, el me explicó que estaba un poco fuera de su alcance, yo le hice un puchero y le reclamé que me lo merecía, que yo calía eso y más. Algo pasó en su mente, pues fue como si todo el mundo le echara en cara que yo le estaba esquilmando mucho dinero y él se resistiera a creerlo, y que con esta petición inocente viniera yo a darle la razón a todos aquellos que le aconsejaban que no gastara un solo peso en mi.

Un mes después, sus padres salieron al extranjero de nueva cuenta y Leonardo organizó una de sus típicas fiestas. Había algunas chicas y le acompañaban sus amigos de siempre. Yo casi no bebí, acaso un par de tequilas porque nunca me ha gustado mucho el vino. En medio de la fiesta, Leonardo me pidió que nos separáramos de los demás. Yo sabía que estas fiestas siempre acababan con sexo, que él echaba a sus invitados y nos quedábamos solos para fornicar en la cama de sus padres. Esta vez, Leonardo me llevó a una salita en donde había unos preciosos sillones forrados en cuero negro, y en medio había una mesita para jugar cartas o cualquier otra cosa, o simplemente colocar ahí bebidas.

-Siéntate en aquel sillón- Me pidió mi novio y de detrás de un sillón sacó una cámara de video digital y la colocó en un trípode que estaba frente al sillón. Antes de echarla a grabar me pidió permiso para hacerlo y aclaró que quería capturar un momento único en su vida, también aclaró que se relacionaba con la entrega de un regalo. Yo imaginé de inmediato el reloj de Cartier, así que asentí, total, si la cosa se ponía fea, bastaba con que me parara y oprimiera yo misma los botones para que la cámara dejara de grabar.

Echó a grabar la escena.

-Gloria. Hace un mes me pediste un regalo que estaba algo fuera de mis posibilidades, ¿Lo recuerdas?

-Si.

-¿Qué me dirías si te dijera que lo tengo en esta cajita?

-Wow. Diría que eres espléndido.

-¿Te lo muestro? ¿Quieres tocarlo?

-Claro que quiero.

Yo miraba la cámara, lo miraba a él, luego miraba la elegante cajita. Él abrió tal lentamente la cajita del Cartier para que los destellos de su opulencia me calaran en los ojos lentamente. El brillo de aquella pieza era realmente deslumbrante. Antes de tocar el reloj brinqué de gusto. El reloj no me gustaba tanto, pero sabía yo que era un regalo muy caro, así que brinqué de emoción y le di un abrazo a Leonardo, quien no me abrazó con el mismo entusiasmo. Pensé que su fantasía sería que grabásemos un encuentro sexual en video. Me preocupaba la idea de que tal video cayera en malas manos, así que permitiría la filmación a condición de yo quedarme con la única copia y verlo solamente en mi presencia. Al tener el brazalete entre mis dedos, mi boca babeaba de avaricia.

-Te quiero- le dije con mediana convicción a Leonardo, y era cierto, no lo amaba, es más, no me parecía del todo atractivo, pero era el novio que mejor me había tratado hasta ahora.

-Yo también te quiero mucho.

-Me lo pones.

-Por supuesto.

Me colocó el brazalete en la mano izquierda. Era tan delicado que sorprendía su costo. Me sentía como una reina.

-¿No me preguntas cómo pude pagar esa pieza tan costosa?

-Supongo que vendiste algo.

-No.

-¿Cómo fue?

-Mi padre me dio para comprártelo.

-¡Qué lindo!- Solté con un dejo de consternación ante tal muestra de solidaridad.-¿Y qué le dijiste para convencerlo?

-Nada, que querías esa pieza. Y tampoco creas que me regaló el dinero.

-¿Cómo vas a pagarle?

-Le he prometido que podrá disfrutarte...

Enmudecí varios segundos para luego preguntar indignada.

-¿Cómo pudiste?

-Disculpa mi vida, pero es la forma en que una chica puede hacerse de joyas, no hay otra manera. Podremos seguir andando, nadie tiene por qué enterarse de nuestro secreto.

La cámara seguía filmando. Estaba atónita. Era obvio que no había más respeto entre Leonardo y yo. No había forma posible de desvanecer este incidente. Lo nuestro se acabó al instante de proponerme semejante cosa. Entré en un estado de confusión. No me importaba joderme al padre de Leonardo, pues en su madurez tenía un cuerpo espléndido y además era bien parecido. Leonardo no había salido a él, tampoco a su madre, sabe Dios a quién. En ese instante entró el padre de Leonardo vestido con un traje blanco muy fresco que contrastaba con su piel perfectamente bronceada. Sus canas eran un simple murmullo de la mucha plata que tenía. Me sentí atrapada, revisé el abandono en el que estaba, dejada por mis padres, dejada por mi hombre, ahora dejada por mi suerte, vi el brazalete y lo decidí. Decidí aceptar.

Te sorprendería saber el motivo por el cual acepté. Acepté porque el padre de Leonardo parecía ser un hombre de verdad, un macho verdadero, no la burla que era su hijo, me gustaba desde antes y no veía yo pérdida alguna en aquel trato. La mirada de Leonardo me suplicaba que no aceptara, y la de su padre hurgaba en mi rostro sonriéndome con toda la experiencia que le habían dado sus años. Me acerqué al padre de Leonardo, deslicé mis brazos alrededor de su cintura y me fundí con él en un beso muy caliente. Leonardo dio la espalda a la cámara y trazó en su rostro una mueca de humillación que me llenó a mi de placer. Me sentí perversa besando al padre de mi novio, haciendo unos ruidos muy vulgares con su boca mojada por la mía, provocándole vergüenza a ambos, con la diferencia que el hijo lloraba esta vergüenza y el padre se disponía a aprovecharse de esa vergüenza.

Los brazos bronceados del padre de Leonardo me rodearon a mi, eran unos brazos fuertes, musculosos, con un color café tenue que en su brillo marcaban con ímpetu sus azules venas. Eran unas manos grandes que en su palma eran capaces de sostener por completo mis pechos. La parte interna de mis muslos comenzó a mojarse verdaderamente. Los brazos del señor eran tan duros que sentía que me fajaba un árbol. Se despojó del saco blanco y de la camisa, dejando desnudo unos perfectos pechos abultados seguidos de un abdomen con los músculos bien trazados, su piel estaba cubierta de vellos entrecanos que hacían le hacían lucir más sexual. En sus costados había una lonja pequeña, apenas indispensable para la edad del señor, quien tendría unos cuarenta y cinco años. Su constitución era fuerte. Con mis manos toqué aquel torso desnudo, gozando de verdad de rozar con mis yemas aquella dureza. El señor era viril por donde se le viera. Sé que tú serás igual o más viril que él, pero para que luzcas igual debo esperar años. El sonido de sus pulmones era intenso. Con mis uñas le rascaba sus vellos y con mi boca le mordía las tetillas, y él sonreía, disfrutando.

Si su pecho tenía un bosque de vello, esta cordillera de negros guerreros se hacía más tupida conforme bajaba hacia el ombligo. Desaté el cinto. Bajé el pantalón y la trusa al mismo tiempo. Dios mío, frente a mi tenía una verga excepcional. Se erguía entre una negrísima mata de vello, una cama abundante de cabello que flanqueaba un pene grande, verdaderamente grande, bronceado a sol, con un color oscuro, azulado, aterciopelado, con su glande rosa oculto dentro de un cuero potencialmente prieto, rico en longitud, grosor, dureza y peso. Voltee a ver a Leonardo, su cara era triste porque sabía que su padre era mejor que él en todo, y estaba a punto de comprobarlo aun más. Esta verga superaba la suya, era fácil notarlo. Sin pedirle permiso hice lo que él temía, no pude resistirme a aquella herramienta, así que abrí mis mandíbulas y de un trago llené mi boca con aquella divina carne que aun destilaba energía solar. Era su novia puta, su padre tenía razón, estaba con él por el dinero que gastaba en mi, pero le mamaría la verga a quien yo quisiese, aun encima de él. La verga del señor no me cabía en la boca, así debía ser, estaba destinada a que este hombre fuese superior a mis posibilidades, y ya se encargaría él de desquitar su inversión. Pasé a chuparle los testículos con fuertes succiones, cuidando de masturbarle el palo. A Leonardo nunca le había hecho esto, y ello se debía a que esta otra verga me gustaba más. Eso es lo delicioso de ser mujer, que las vergas difieren tanto unas de otras que es fácil explicar por qué unas nos gustan más que otras. Las pelotas de mi suegro estaban muy duritas y yo disfrutaba presionándolas con mi boca, jugando con ellas con mi lengua una vez que las hube tragado, pasándolas de un lado a otro como si me hubiese zambutido dentro de mis mejillas un par de cubos de hielo que me quemaban, con la lengua los movía de un lado a otro. El olor del sudor ligero reposando en su vello me ponía loca, animalmente loca. No veía yo el momento de que este palo se me metiera entre las piernas. Me dediqué a lamer aquel tronco con verdadera avidez. Rodeaba su carne con mi lengua y mi paladar, la sentía vibrante y caliente. Era suave en su piel, pero dura en su presencia. Las comisuras de mis labios estaban abiertas en un abanico completo. En los ojos de Leonardo se veía un brillo que sólo producen las lágrimas contenidas, pero en sus pantalones había una pequeña carpa. Era una bestia, como todos.

Frente a mi suegro yo era una mujer apenas menudita. Él era todo un ejemplar de hombría, alto, robusto, muy hormonal. Me puse de pié y él se inclinó para besarme la boca, como premiándome por la excelente chupada que le acababa yo de dar. Con su mano me limpió el rastro brilloso de saliva que marcaba toda mi mejilla izquierda, lo cual sentí como un detalle de caballerosidad enternecedor. Con sus manos me separó las nalgas y yo me dejaba hacer con suma obediencia. Él me levantó el vestido de algodón que llevaba puesto y me tendió sobre el sillón, colocándome un poco de lado, supongo para que la cámara tomara un mejor ángulo de la lamida que estaba a punto de darme. Su mamada, está de más decirlo, era experta. Metía su lengua sin miedo, sin contemplación alguna, como si quisiera llegar a mi matriz con su lengua, jugando con mi vulva, con mi hendidura, con mis labios, usándome como a un juguete, pues eso era yo para él, un juguete bonito y caro, y a mi me gustaba ser sólo eso, pues ese señor no me gustaba para nada más, sino sólo para esto, para que me sirviera una chupada en el coño sin ningún tipo de tapujo, sin la falsa modestia o comprensión que presumen los jóvenes. A un hombre así de maduro no le queda hacerse el aprendiz, sino que más bien una espera que sea un semental con mucho recorrido, que entre las piernas tenga una verga nutrida por una vida de años de remojarse en húmedas vaginas, ejercitada por el cálido abrazo de un viaje sin fin a través de las vulvas que se le hubiesen rendido.

Mi coño estaba en pleno incendio cuando se alzó, se llevó la palma de la mano a la lengua para llenarla de saliva y luego la bajó para lubricar su pene. Yo ya ansiaba ser atravesada. Colocó la punta de su miembro en los labios de mi coño y empujó. Dios mío, que manera de llenarle a una el cuerpo. Mis piernas, por instinto, se abrieron en un compás bien bonito, y el señor cumplió, y cumplió muy bien. Sentí cada pliegue y cada vena, y el grosor reinventaba mi cuerpo, pues desde que me había acostado contigo sólo había recibido vergas más estrechas. El padre de Leonardo la tenía más grande que tú, si te lo preguntas, y la movía con mucha fuerza. Luego él se tendió en el sillón y yo la monté gustosa. Por momentos yo lo cabalgaba, encajándome de manera inclemente en aquel duro mastil, y en ratos alzaba las caderas para que fuese él el que me barrenara con rapidez y brío. Él aprovechaba estos momentos en que yo me alzaba para tentar con sus dedos lo mojado que estaba su cilindro y lo hinchado de mi coño. Con nuestros propios jugos batía sus dedos y trasladaba aquella baba de placer a mi culito, deslizando su dedo con suavidad a lo largo de la estrecha circunferencia de mi ano, que se abría gustoso ante sus caricias. Poco a poco el señor se fue descarando, y me hizo objeto de una posesión más ruda, como si meter el dedo en mi culo le pusiera muy caliente, como si imaginara que me penetraba brutalmente por la cola. Me sentí saturada. Apenada reconocía que me gustaba ser su muñeca de placer. Sin darme cuenta Leonardo se estaba colocando detrás de mi para tirarme por detrás mientras su padre abría a los lados mis nalgas con sus manotas.

Leonardo me penetró por el ano y sentí una sensación muy fuerte, como si mi piel estuviera dando de sí, el padre de Leonardo me abría las nalgas con una rudeza engañosa, pues por la fuerza utilizada podría pensarse que me rasgaría por mitades como un paño de algodón, pero en realidad su fuerza sólo se quedaba en el límite que me convirtiera a mi en un campo de placer lo más despejado posible. Estaban los dos bien encajados en mi, batiénsode en un duelo realmente desventajoso para mi novio, pues en nada podía competir con el portento y el empuje de su maduro padre. Leonardo hacía su lucha intentando sacar el pene de su padre a puntalazos, pero lejos de conseguirlo, parecía excitar más al señor, provocando que la verga se le pusiera más hinchada. Con sus garras, el señor me tomó de la cintura y me pegó a su cuerpo para luego empezar a moverse con un vaivén ondulado, encarrerándose a su única meta, vaciarse por completo en mis entrañas. Su verga comenzó a manar lava dentro de mi, y mi cuerpo bebió sus jugos como si de ello dependiera mi vida. Todo el señor tembló cuando me dejó ir todo su miembro hasta el fondo, para abrirme un poquito más con sus chorros calientes de leche. Me mordía los pechos, sin dañarme, respiraba profundamente, descansando del esfuerzo físico. Una vez que se hubo aquietado. Me miró, ya no con la mirada galante de antes, sino con una mirada más bien de desprecio o algo parecido. Ya no le interesaba convencerme de nada. Se paró del sillón, como de trámite, y se retiró, dejando a Leonardo metido en mi culo, bombeando.

La noche no terminó de forma tan sencilla. El padre de Leonardo llamó a los amigos de mi novio y los invitó a unirse al festín. Uno a uno tuve que mamarlos y dejar que me penetraran por el orificio que más les gustara. Era una situación que ya estaba fuera de mi control. Todos ellos habían sido amigos míos durante los últimos meses, reían conmigo, platicaban conmigo, me respetaban en cierto modo, pero ahora todo había desaparecido, eran desconocidos, no podría identificar ni siquiera sus nombres, todos se sentían con derecho de meterse en mi y moverse a su antojo. Uno a uno fueron regando su leche en mi cuerpo. Al final, el padre de Leonardo apagó la cámara, no sin antes dar muchos picotazos a unos botones. Convocó a los diez muchachos exhaustos, cada uno le entregó en efectivo una suma de dinero.

-Ves Leonardo- dijo- siempre te dije que tu novia era una puta. Yo no pierdo muchacha, acabo de recuperar lo del brazalete. Es tuyo, te lo ganaste. Eres una puta, nunca lo olvides.

Me sentí ofuscada. El esfuerzo físico había sido agotador, me sentí sucia de una manera que no se le desea a nadie. Le exigí al padre de Leonardo que me entregara el video. Retiró la memoria de la cámara y me la entregó. Me vestí como pude, sin deseos de despedirme de ninguno de los chicos. Leonardo lloraba, su padre tenía razón y se lo había demostrado bien claramente. Ahí me di cuenta que el chico sí me quería, pero que había tenido mala suerte.

Me retiré esa noche. Al día siguiente no fui a la escuela, y me paré ahí hasta el martes. Ahí estaba Leonardo, quien no me obsequió ningún saludo. Yo llevaba puesto el brazalete, pero nunca me sentí más pobre. Me enteré después que ese picoteo de botones que había dado el padre de Leonardo era que la cámara que usó permitía conectarse a sistemas satelitales que permitían enviar, desde ahí, y sin que mediara cable de por medio, videos a correos electrónicos. Cada uno de los chicos tenía ya una copia de mi barrida. Puedes verla en internet en este instante si tienes un poco de habilidad y paciencia. Esa exhibición me llevó a un estado de paranoia. Cualquier chico podría saludarme y saber que soy una puta. Me salí de la escuela.

Así empecé una carrera de prostitución en la que no me ha ido nada mal. Soy de esas que se dan el taco de sólo aceptar negocios con gente limpia y que medianamente me gusta, aunque siempre hay espacio para las sorpresas, gente que se transforma en una bestia una vez que está desnudo y cosas así. Sin embargo no creo que esa historia te interese. Cada vez le tomé menor importancia al sexo, y una sensación de vacío estaba siempre constante en mi mente. Comencé a marcar la cama, comencé a entrelazar tu pasado con el mío, como si esa comunión hiciera congruente todo lo que hacía.

La vida es difícil si se está sola, y no importa la cantidad de noches y la cantidad de hombres que había sumado en mi cuenta, me sentía en el fondo decepcionada, y con ello no quiero decir que no disfrutara la compañía de los hombres, sino que, penosamente, era durante la entrega física en que me sentía medianamente viva, pues el resto del día me resultaba sin propósito, y reconocer esta realidad tan pobre, es decir, que mis momentos de plenitud eran durante el sexo porque en ellos me olvidaba de quien soy, me quebraban. Sólo estaba viva mientras no era yo, pues por lo común estaba extraviada de mi misma. Tú seguías desaparecido. Yo seguía, en secreto, buscándote. Pero buscándote llena de miedo. Eras como el hilo conductual que me devolvía a mí misma, mi punto de apoyo, mi faro. Encontrarte era aterrador, pues si te encontraba y descubría que no sentía nada, entonces sí estaría en problemas, pues era la incertidumbre de encontrarte la que me mantenía a flote. Eras la certeza de vida, o la certeza de muerte.

Fue entonces que te volví a ver. Estabas dando tu show afuera del Palacio de Bellas Artes. Mi risa fue hacia ti. Fui feliz. No había sexo, eras sólo tú, y fui feliz. Sentí alivio de saber que era capaz de interesarme por las cosas. No era tu ausencia la que me mataba, sino cierta certeza de que habías prescindido de mi. Verte me llenó de sorpresa, pues te hacía en Colombia. Vi tu piel y no la vi quemada por el sol. Concluí que mi torpeza había sido mucha porque sin duda no te habías ido a Colombia con mi madre. Pero ¿Entonces dónde habías estado? ¿Con quién? ¿En qué misión te habías metido que me tenías tan abandonada?

Te miré, primero en silencio, comencé a tomar nota de lo mucho que habías cambiado. Tu cabeza estaba casi al rape, que era lo más notorio a simple vista, y tu movilidad, y tu risa. Algo te había transformado al margen de mi. Me acongojé porque siento que tú eres de esos hombres que sólo pueden ser transformados por mujeres. La idea de que existía una mujer que te transforma me llenaba de tristeza. ¿Qué era lo correcto? ¿debía haberte acaparado por encima de tu aire de libertad? ¿Debía haberte forzado para que te quedaras a mi lado? ¿Debí darme prisa? Perderte por falta de audacia, por exceso de respeto, me sumía en una ridiculez existencial.

Si recuerdas bien, platicamos, te desmaquillé. Cuando me negaste un beso me sentí morir. Luego intenté mayores acciones, igual me rechazaste. En unos cuantos minutos me rechazaste como mujer y me rechazaste como simple puta. Cuando, después de que te insistí, por fin hablaste de Monserrat, escuchaba tu voz tristemente melodiosa. La querías. Me dolía. No te voy a referir todo lo que pensé, quería desacreditarte, hacerte ver que estabas en un error, pero no podía, de alguna forma y en el fondo seguía confiando en ti, y sabía que si te mantenías a lado de aquella mujer era atendiendo a alguna razón poderosa.

Ese encuentro me transformó, me dio un poco de luz, sentí deseo y tristeza, pero también admiración por ti, quería ser como tú, y ello me recordaba mis primeras impresiones respecto de ti, cuando me decía a mí misma que quería que tú fueras mi casa. Era algo que seguía queriendo, si me lo preguntas. Detrás de lo que dije y dijiste noté que yo al parecer había traicionado todo lo que creía ser, mientras que tú, inmiscuido en no sé qué relación complicada, viviendo no sé cómo, o dedicándote a oficios que no eran el tuyo, seguías fielmente apegado a ti mismo. Esa entereza me llenó de brío, así que decidí que mi vida valía la pena. Venías a mostrármelo nuevamente, y así lo has hecho en todas y cada una de las veces que te he visto.

No entendía cómo era que estabas con otra, pero lo respetaba. No cambié mi manera de vivir. En cambio, quise dibujar tu figura en el muro. Por más inspirada que estuve nunca pude retratarte bien. Sé que te parece un dibujo espléndido, no lo hice yo, fue Monserrat, pero eso ya forma parte de lo siguiente.

Durante un tiempo llegué a traer amantes a este lugar. Les dejaba poseerme en nuestra cama porque tal era mi decepción, y mientras me metían su carne y mi cuerpo emanaba sin voluntad mi jugo animal, yo mantenía mi vista fija en tu dibujo, y me rompía que me vieses siendo tomada por otros hombres que no amaba. Si ellos percibían algún tipo de energía parecida al amor, ello se debía a que pensaba en ti, y en ocasiones de plano cerraba los ojos e intentaba imaginar que eras tú quien abría mis carnes con las manos para adentrarse hasta el fondo de mis entrañas, queriendo imaginar que, si bien entre la forma de amar y las formas del cuerpo de los hombres hay diferencias, no hay distinción alguna entre la sensación que ofrece una gota de esperma y otra, y sin embargo, por increíble que te resulte, ni siquiera la temperatura caliente de tu semen podía imitarse bien sobre mi piel. En más de una ocasión mi fantasía se rompía a media cópula y despertaba de mi ensueño, sintiéndome violada, aceptando que ese barrenar de mi culo sin sentido era algo merecido, dando un servicio pueril, entregando mi carne carente de amor. Caí cada vez más abajo, no en mi físico tal vez, pero sí en mi ánimo. Estaba segura de no ser nadie.

Claro. Lo que más te importa saber es lo que ocurrió aquella tarde. Ese día iba acompañada de Ubaldo. Supongo no te pondrás celoso de él, así como no deberías de sentirte celoso de todos los que pagaron por disfrutar de mi cuerpo, después de todo fuiste tú quien se alejó de mi. Ubaldo era un buen tipo. Tenía, como todos, sus detalles, tales como que su mayor manía era penetrar y dar de nalgadas de verdad fuertes. Salvo eso era un caballero. Aquella tarde habíamos estado juntos. No me disgustaba nada su trato. A mi manera, y por razones de oficio, no le prestaba más atención que la necesaria. Me sentí tan miserable esa tarde que decidí darme a la intención de él, dejé que me tratara como él quería, recibí su miembro y soporté sus manotazos. Me puso las nalgas rojas y se descargó dentro de mi. Lo hizo muy rápido, y no por que fuera un mal amante, sino que yo le apreté el pene con mis músculos internos para producirle una satisfacción que no pudiera resistir, así que cuando le ordené que se viniera dentro él no pudo contenerse más. Él supo advertir, como buen caballero que era, que había recibido un regalo especial de mi parte, sabía que lo que me pagaba no alcanzaba para comprar aquello que espontáneamente quise darle esa tarde. Esa tarde me dijo que se divorciaba de sus esposa, y me lo dijo para ver mi reacción, como cruzando los dedos y rogando al cielo que yo abriera tema sugiriendo que podría yo ocupar el lugar de su mujer, pero yo nada sugerí. Él, apenado y agradecido, me dijo que quería hacerme un regalo. Que aquella tarde especial merecía un final igualmente especial.

Fue entonces que nos dirigimos al centro comercial en que nos encontramos. Yo iba muy a gusto, pero al entrar en aquel lugar sentí un río de emociones que no eran congruentes con la avaricia que debía yo sentir. Tan inquieta estaba que no podía elegir entre las gafas que Ubaldo quería comprarme, ni en el reloj, ni en los pendientes. Veíamos un escaparate de una zapatería pero no veíamos los zapatos, pues es una zapatería cuyos zapatos están pensados en la mujer española, así que los zapatos exhibidos, pese a que me parecen extraordinarios, tienen algo en la horma que manejan que hace que nunca me queden ajustados del empeine. "¿Qué mirábamos entonces?", te preguntarás. Cuando Monserrat apareció Ubaldo acababa de preguntarme si había yo notado lo bellos que se miraban mis pies enfundados en los zapatos que llevaba puestos, así que parecía que miraba el escaparate, pero en verdad miraba el espejo que había en el escaparate porque en él se reflejaban mis pies. Es una treta de esa tienda. Ves los modelos bellísimos y en los espejos ves los gastados zapatos que llevas, y así, comparas y sientes la necesidad de renovar tus zapatos.

Miraba yo el espejo cuando vi acercarse un par de zapatones de mujer, vi que venían hacia mi. Temblé con un pavor como el que no había tenido nunca. Sentí un jirón en el aire y una ráfaga del más dulce perfume. Por segundos me sentí plenamente lesbiana, orgullosa de mi género, deseosa de perderme en él. Me alcé y vi a mi costado a Monserrat. Su imagen me desconcertó por completo y su estatura me resultó apabullante. Ante una figura tan imponente me sentí en cierto discipulado, sin embargo me dije a mí misma que yo tenía cualidades que ella sin duda podría apreciar, y una de ellas era la fortaleza. Me sentí fuerte un par de segundos, quise que me abrazara, me besara, o algo, pero entonces te vi.

Fue una triangulación terrible. Estaba yo ahí, como un panecillo crudo, como un capullo dormido, como un sol intranquilo. Y estaba ahí ella, como un horno dispuesto, como un llamado exterior, como un horizonte al cual iluminar.

Debió darme alegría verte, pues mi alma te había estado llamando desde hacía semanas durante cada día que pasaba. Ya de plano contemplaba el mundo desde tu perspectiva, lo medía a razón de la risa que me provocabas y lo feliz que me hacías, pero nada me había preparado para verte ahí. Ubaldo, que no tenía la culpa de ser mi cliente, me causó inmediata vergüenza y asumí que sólo de verme haciendo de puta te haría despreciarme. Fui una tonta, pues sola me hice de culpas, pues tú no podías saber que era una puta, por mucho que fuese evidente que andaba con Ubaldo por interés. Vestía igual de fácil que muchas chicas que andan por ahí en la calle. Sin embargo, el peso de mi conciencia no me dejó tranquila, y en toda mi inmadurez voltee a ver a Monserrat y luego a ti, y sentí tanta bajeza que asumí que ella era mucho mejor que yo para ti, que ante ella no era yo una rival adecuada, y que además yo nada valía. Te veías tan suyo que sentí que nada tenía yo qué hacer cerca de ti. Tu cara era de miedo, tú también te sabías atrapado en algo, pero no me quedé a preguntártelo. Así que huí como una chiquilla.

Salí por la puerta principal y llamé un taxi. El auto se acercó lento hacia donde yo estaba, dando tiempo a que Monserrat detuviera aquel taxi que ya había yo abordado y me hablara desde el otro lado de la ventanilla. Yo no quería saber nada de ella, la odiaba, pero cuando me preguntó que si me acompañaba, te juro que no sé qué extraña fuerza se apoderó de mí que me entró un sagrado desdén por todo lo que ocurría, sentí una paz inmediata y no pude negarme a aceptar cualquier cosa que me sugiriera con aquella voz de terciopelo que tú bien has de conocer.

Ya le había dicho al chofer que me trajera aquí, a este departamento. Sé que no querrás que abunde en los detalles de cómo fue que ella hurgó cada parte de tu apartamento y de las cosas que me preguntó acerca de tu cama... ¿Qué? ¿Qué quieres que abunde en los detalles? Bien. No tengo prisa. Estoy segura que mis palabras van a consternarte, no sólo porque refieren a un trozo de vida que de alguna manera te fue oculto, sino porque proponen cosas tan inverosímiles y profundas.

Cuando la traje no habíamos hablado casi nada. Nos daba la impresión que el taxista tenía cara de chismoso y además hicimos un acuerdo secreto que no diríamos nada hasta estar en un espacio más íntimo. Llegamos aquí. Ella de inmediato identificó que el cangrejo original de esta hermosa caracola eras tú, sin embargo respetó el hecho de que ahora la ocupara yo. Ella tenía la cara de un niño en un parque de atracciones. Yo no le impedí hurgar lo que fuese, por mucho que me desgarraran sus risas. Cada cosa tuya que tocaba le enternecía y le hacía asentir con la cabeza, como si dijese "sí, esto es muy de él". Le conmovían en sobremanera aquellas cosas que a mi me llenaban de entusiasmo, y ver que éramos tan parecidas me llenaba de una rabia indescriptible. Era bella pero rara, del tipo de bellezas raras que te volverían loco. Yo era bella, pero con una belleza clásica, ¿Cómo podrías tú decidir por alguna de las dos?.

Me hacía preguntas acerca de cosas tuyas y yo no podía evitar darle santo y seña de todo. Pareciera que a ella no le importaban mis respuestas, sino escuchar con qué devoción mi garganta pronunciaba tu nombre y con qué dulzura hablaba de ti.

Con sus manos tocó tu cama y yo sentí celos, unos celos irracionales, peor aun que si ella tocara tu propia piel. Para mi cualquiera podría acostarse contigo, pero tu cama era tu alma, y nadie estaba más en ella que yo, pues comencé a inscribir mi historia en las mismas maderas, y por ende la cama era nuestra alma, y ella la tocaba con sus manos. Sin embargo, ella se inclinó ante la cama, se postró de rodillas y le hizo reverencia como si se inclinara a los pies de un santo, y después besó uno de los costados de la cama. Colocó sus labios ni más ni menos que en el primero de los dibujos que yo hice, aquel que inscribí el día que te entregué mi virginidad.

Algo sucedió. Me sentí virgen al instante, podría jurar que el himen se me reconstituyó al momento en que ella besó el dibujo de la flor, de mi flor, de mi. Un calor invadió todo mi organismo como si se emanara una radiación desde mi corazón hasta el resto del cuerpo. Los pensamientos de despecho se perdieron y puedo decir que amé a Monserrat de repente.

Ella comenzó a hablar. Créeme, no era su voz. Era como si hablase detrás de su propia voz, como si su laringe fuese una caverna y los sonidos que emite encerraran en su resonancia una profundidad mucho más amplia que la que se alcanza a ver. Yo estaba encantada, deseando creer lo que decía pero a la vez retorciéndome en mi sentido crítico porque lo que decía no tenía sentido en este plano material. Quien me oyera repetir lo que ella dijo pensaría, y con justa razón, que he enloquecido.

Pero escucha y juzga por ti mismo, o mejor dicho, siente por ti mismo.

Me dijo que yo era tu alma gemela, que tú y yo estábamos predestinados desde siempre, me dijo que ella comprendía perfectamente eso pero que no podía hacer las cosas de otra manera que como las estaba haciendo. Había tenido ella que entrar en tu vida y yo tenía que aceptar eso con resignación. Nunca estuve más triste que en ese instante en que comprendí que no podía rebatirle eso. Me puso al tanto que ella no era, en estricto, aquel cuerpo que yo tenía enfrente. Me pidió que la describiera, y yo lo hice, creyendo no omitir ningún detalle. Enumeré muchas virtudes y atributos, y conforme describía su magnificencia sentía cada vez más ligereza, como si las cargas de mi vida y mi pasado reciente se diluyeran, era tan hermosa, sutil como una princesa joven que se ha alimentado con las mejores leches y frutas, con nobleza en sus ojos y en su piel, despidiendo un perfume embriagador, con sus cabellos rojos como de fuego. Sus formas eran una exquisitez, su parpadeo era como un juego hechizante de abanicos, sus pestañas la danza de las piernas de un ciempiés divino, su nariz larga era como una empinada montaña que implica gran reto, su boca húmeda la puerta del paraíso, su aliento fragante como si acabase de besar a Dios en la boca, su osamenta era el perfecto andamio para escalar al cielo y su dureza la prueba misma de la vitalidad, su mirada inteligente inspiraba al conocimiento del ser, mientras que su temperatura llamaba al placer, su voz convencía de una forma muy profunda, y si esos eran los atributos físicos, imagina los atributos de su alma que pude citar, esa gracia con que era capaz de habitar aquel cuerpo, el tono cálido de su corazón que se batía como un tambor de cuna, toda la amabilidad y el buen humor, toda la franqueza y entrega, y así, continué describiendo todas esas cualidades que tú ya bien conoces, con cierto pesar, quizá, de saber que no era yo competencia frente a ella.

Ella dijo entonces:

-Presta atención a todo lo que has descrito, pues uno no puede advertir sino lo que uno es, y si puedes ser conciente de toda la belleza que has descrito, imagina cuánto de ello posees tú misma. Posees todo eso, y más aún.

Lloré, no sé si de consuelo o de desconsuelo. De nada me servía saberme bella si el destinatario de mi belleza no quería saber nada de mi. De nada me sirve el universo si no puedo disfrutarlo, si no puede disfrutarme. Pensando en eso ella dio paso a un acto absolutamente increíble. Me pidió permiso para manifestarse tal como era. Yo desde luego no entendí, pero acepté.

Del cuerpo de Monserrat se desprendió una luz, como si esta luz la deshabitara por un momento breve. El cuerpo cayó a un costado, como dormido, inanimado, adquiriendo una palidez casi mortuoria. Sus cabellos, antes de fuego, se tornaron como un campo de trigo que se extingue, sus labios de flor pasaron a ser una flor virtualmente marchita, su sonrisa una luna menguante, su peso pasó a ser demasiado peso. El brillo de la mujer se esfumó en gran medida, se fue su olor, su calor, su perfección. Y a lado de ella se erguía una figura etérea casi transparente con figura femenina, una figura absolutamente materna, absolutamente amante, absolutamente niña y absolutamente Diosa. Me dijo con una voz que aun ahora que la recuerdo retumban en mi pecho provocándome llanto:

-Tus ojos me dicen que tu vida se ha convertido en la de una novia plantada que espera en un templo la llegada de su novio, que tus días son esa constante espera y quienes te rodean se han transformado en los invitados que cuchichean lo triste de tu tragedia. Tu vestido blanco te convierte en un tesoro sin dueño. Te pido una disculpa por hacerte sentir así, espero comprendas que es lo mejor, incluso para ti. Si no puedes confiar en la forma, date el permiso de confiar al menos en el propósito, pues es un propósito bueno.

Yo estaba destruida pero anestesiada por la presencia de aquella figura. ¿Cómo se compite con una Diosa? ¿Qué expectativa puede una guardar si la Diosa primordial desea a nuestra pareja? Nada me quedaba bien claro. Me sabía al margen de todo.

Me comentó la situación de ese cuerpo alto y pelirrojo, me contó que ese cuerpo pertenecía a una chica llamada Ligia, me narró que ese cuerpo estaba condenado ya a una muerte infructuosa. La voz se presentó a mí como la Diosa, me explicó, intentando en vano dar una explicación sencilla, que en veces los dioses consienten en intervenir en nuestras vidas, pero que no pueden actuar en el plano material de una manera irresponsable, pues antes que El Poder está La Obediencia a un orden divino.

Me contó que ella vio que el cuerpo de Ligia iba a abandonar el ser, así que intervino, dotándole vitalidad y virtudes. Dijo:

-Sé que no darías nada por ese cuerpo que ves ahí, tirado y arrumbado, casi a punto de querer descomponerse sobre tu suelo. Tal vez no entiendas que para esa mujer que vez ahí tirada estos meses han sido los mejores que ha tenido en todas sus vidas. Tu hombre ha venido a salvarla en mil formas, pues él ha conjuntado los elementos para que ella haya decidido alojarme a mi, y créeme, muchos santos entregarían la totalidad de sus vidas a cambio de que yo los poseyera siquiera un minuto. Y por simple justicia, le debes mucho amor a esa mujer, pues ella también les ha salvado a ustedes dos en formas que no pueden siquiera comprender. Juntos me han invitado a jugar, y yo he aceptado, y esta intersección entre ustedes y yo les une en un pacto eterno que les conducirá a la comprensión profunda del amor divino.

Al intervenir la divinidad un cuerpo humano lo nutre de su gracia, pero esa gracia se vicia con los caprichos de la mente del intervenido. Y no se trata que los dioses puedan contaminarse con lo que un simple mortal sea capaz de ensuciar, sino que, para que se respete el libre albedrío y el desarrollo no sea gratuito, el orden de los hechos debe ser apoyado por la voluntad de la persona dueña del cuerpo inspirado o intervenido. La Diosa me dijo que Ligia había caído mucho, que su corazón estaba seco y muerto mucho antes de que tú llegaras a su vida, y que aquello era tan crónico que no lograrías que en ella naciera el entusiasmo. Sin embargo, ella se conmovió de ti y deseó, por un segundo deseó, acercarse a la luz, y este segundo fue suficiente para que Ella acudiera. El toque de la Diosa perturbó el alma de Ligia y la dotó al menos de entusiasmo, y todo lo demás lo decidió ella, bajo inspiración divina, claro está.

Me comentó que trabajaban en un proyecto que te acercaría a ti a un momento muy importante de tu desarrollo interior.

Surgió el tema de que, si ella era una Diosa, ¿Por qué nos había separado? Ella dijo sentirse muy compasiva al verme, dijo que esa separación era necesaria pero que funcionaba en bien de los dos. Ligia se benefició porque en los últimos meses de su vida comprendió muchas cosas bajo la tutela de la Diosa, sencillamente su vida pasó de ser una vida perdida a una vida ganada, de una vida inútil y seca a una vida plena y positiva. Pasó de no ser a ser. Tú por tu parte, te colocaste en posición de encontrar claves muy importantes de tu propio desarrollo, casi nada, el secreto de la perenne diversión, del entusiasmo constante. Sentenció que mi vida no encontraría paz por un tiempo, que seguiría viviendo en la forma en que lo estaba haciendo, pero que ofreciera mi trabajo a la divinidad y al amor, que esa era la forma de extirpar muchas cosas. Dijo que al verme se daba cuenta que debía actuar rápido, que no era sano separar a dos que se pertenecen, por mucho que la intención fuese buena, así que me adelantó que se marcharía en breve, procurando nuestro reencuentro.

La Diosa entonces trazó con una pluma el muro en el que estaba el dibujo tuyo, dejándolo con esa extraordinaria fidelidad. Volvió entonces la luz al cuerpo de Ligia, o Monserrat, como tu la llamas, y todo en ella floreció. Yo no podía mirarla con recelo nunca más. Mi corazón estaba completamente inflamado por ella, así que la invité a amarnos. Esa tarde era yo su ama y su sirviente, la quise en la forma más delicada en que he podido querer, era ella un cervatillo a mi cuidado, un león en mi defensa, ella lo era fundamentalmente todo. Al final, nos quedamos tumbadas sobre la cama y ella me abrazó con aire maternal, y lloré como una chiquilla en sus pechos, con un llanto tan liberador que salía desde el fondo de mí. Me sentía perdida y ella me había encontrado. No creía en lo conceptual de sus palabras pero sí en la paz y la fe que éstas me trajeron. Me dormí en sus brazos y de mi cuerpo brotaba un perfume de pureza. Pude dejarla ir, y soltarte a ti, creyendo la promesa de que volverías, viéndola alejarse con esa belleza que sería tuya, para ti. Suspiré y un pinchazo de amor se me clavó bien hondo en el corazón. Había renacido".

Yo me quedé pasmado de aquella historia de Gloria. Era estridente y yo quería, sin embargo, creerla con todo mi corazón. Eso explicaba los poderes de Gloria, y explicaba la atracción tan irremediable que esta rubia hoy castaña me producía cada vez que la veía. Rectifiqué. No era Gloria el alma abandonada que dejé, sino que al dejarla era yo quien me desviaba de mi camino, yo quien renegaba de lo que soy, yo que me perdía en el laberinto de mi destino. En todo caso me distraje en la dirección correcta.

El sueño de Monserrat, aquel en el que yo era Caín y ella me suplantaba, tomaba un nuevo significado para mí. No porque me parezca que yo era Caín y ella mi suplente, o viceversa, tal vez ella no supo interpretar que ella misma era Caín, y ella misma quien se suplantaba a sí misma, y yo era tal vez sólo el pretexto de su cambio. En cualquier caso uno debe bendecir al suplente, quien quiera que sea, que nos mueve a volar. O tal vez ella soñó a la humanidad completa, toda una humanidad de Caínes, reinventándose, redefiniéndose. En su sueño ella se cambiaba de ropa conmigo, un virtual Caín, y me permitía, por fin, descansar. Una vida divertida y plena no cansa, un segundo de aburrimiento cansa demasiado. En esta historia todos nos reinventamos, Monserrat, Gloria, yo. Todo era como un sueño real.

Era de todas maneras una estupidez ponerme a analizar la realidad o la fantasía de lo expresado por Gloria, ¿Acaso toda esta historia no es francamente increíble? No importan los detalles, pues éstos no varían en nada la esencia de las cosas.

Abracé a Gloria. Sentí culpa de haber supuesto que ella era el alma gemela que se sabe abandonada, que igual le da morir que entregarse a cualquiera por no tener misión en este mundo. Era ella la mitad de collar que late, que llama, que suplica el "vuelve" más profundo. Sin embargo, nuestra fe nos sigue, nos respalda, nos protege. Ella es el regalo que Lakshmi me dio, y me siento libre. ¿Qué más puedo pedir? Por momentos creí que aquel treinta de abril la Diosa me había regalado la liberación y por ende ya mi paso por este mundo era más bien inútil, sin embargo, tener a Gloria frente a mi le daba coherencia a todo, la dicha mundana y la liberación van siempre juntas, qué tonto, cómo no lo noté antes.

Me pasó a mi, puede pasarle a cualquiera. Pudiera ser que en este instante alguna Diosa esté disfrazada de quien menos imaginas, y esté dispuesta a entregarte la riqueza de la vida, la realización plena, la entrega total, justo aquella que seas capaz de recibir. Mira a los ojos a quien ames, pregúntale quién está ahí dentro. Una punzada te lo contestará. A mí, mi corazón me confirma que mi novia eterna es ésta, que la búsqueda ha terminado, que aquí estoy yo para quererla, soportarla, salvarla, aprovecharla, hacerla feliz, disfrutarla y recibir sus lecciones, las únicas que verdaderamente me enseñan. Tuve la sensación de vivir una noche de verdad. Los dioses dan regalos como éste. Como al final de un acto, tal vez era momento de volver a mi única casa. Toda ella estaba abierta.

Uruapan, Mich., México, a 08 de marzo de 2005.

Día Internacional de la Mujer.

Mahashivaratri.