Nunca danzarás en el circo del sol (04)
(la vida en el reino) Basil tiene que ir a la casa de un excentrico millonario y cumplir dos misiones, una de ellas, no tirarse a la esposa, lo cual será difícil.
NÚNCA DANZARÁS EN EL CIRCO DEL SOL
IV
La vida en el reino.
Hacía mucho que no preparaba una maleta. Lo común es que uno hace una maleta sabiendo a dónde va, y partiendo de eso pueden seleccionarse las prendas que se van a retacar, y analizar si son muchas o pocas, formales o informales, importa también saber si se va en plan de trabajo, placer o ambos. En este caso me quedaba claro que iba yo en plan de no trabajo y antiplacer. En plan de no trabajo porque para cumplir con mi misión tenía que ser yo mismo, lo cual no es trabajo alguno, y más aun, tenía que ser yo mismo pero opacado, no demasiado delirante, no demasiado ostentoso de mi profesión. El viaje era de antiplacer porque debía evitar a toda costa revolcarme con la esposa de Don Jonatán.
Pareciera que iba a entrar en un periodo de esos que uno siente como si fuesen robados a la vida, es decir, disponerme a estar en un lugar recóndito, fuera de mi círculo espacial de vida y de actividades, siendo yo pero siendo otro, abandonando todo registro de mi vida anterior, para después volver. Hacía una maleta y me metía yo mismo en ella.
Abstraído en eso de hacer la maleta no reparé que debajo de mi puerta estaba un recado, dejado probablemente desde muy temprano. Mi mañana había transcurrido sin prisas porque yo no intuía que tenía un recado en mi puerta y menos aun podría imaginar que lo que ese sobre llevaba dentro era precisamente eso, prisas. Era un recado de Aleida en donde me decía que partía para Colombia hoy mismo, a las doce del día, es decir, dentro de una hora con cuarenta minutos. El recado era incomprensible para mi, no porque no entendiera el idioma en el que estaba escrito, sino porque me era difícil aceptar que mi orden de las cosas estaba en ese nivel de vanalidad. Caray, siquiera me hubieran tocado a la puerta para decirme que era importante. Decía.
"Hola Basil. Te comento que por un imprevisto me tengo que ir a Colombia hoy mismo, salgo a las doce del día por Aeroméxico. Ya no nos vimos. Pero nos veremos luego. Estamos en contacto. Ciao."
¿Será que sólo yo me estaba encariñando de ella y yo le representaba un mero provocador de cambios? Tenía que ir al aeropuerto. Me fajé un pantalón de mezclilla, una camisa arrugada y me arranqué. Llegué a las once, ella debería estar ya en trámites de subir al avión, pues so pretexto de la seguridad ahora las cosas son más tardadas. La vi a lo lejos, del brazo de su esposo, no iban acurrucados sino caminando como un matrimonio normal que lleva veinte años de casados. Ya habían cruzado los controles de seguridad, por lo que podía irme olvidando de los abrazos de despedida y toda esa parafernalia. Me sentí impotente al no poder gritar su nombre y simplemente verla caminar sobre unos tacones que no le había visto nunca, de espaldas a mi, alejándose. Por un verdadero milagro pareció recibir una llamada a su teléfono móvil y se detuvo, más bien para decir que no podía hablar mucho, expresar uno o dos respuestas monosílabas y cortar la llamada. Lo milagroso es que se detuvo, como si Dios o mi mente hubiesen marcado su número para llamarle y decirle "Mira hacia atrás, alguien quiere despedirse" Su marido se detuvo a esperarla pero mirando hacia las escalinatas que la conducirían a los andenes, y ella se había vuelto justo en dirección mía.
Algo pasó en ese segundo exacto, algo percibió ella. Me vio y le pareció tierno verme ahí, pegado del cristal, como un simple enamorado que corre a despedir a su amada, su mirada pasó a ser la mirada de quien atiende una llamada incómoda a la mirada de alguien que se conmueve, doblando sus cejas hacia abajo en su parte exterior, como si viese a un cachorro de un perrito. Sus hombros flaquearon de alguna manera y guardó su teléfono sin prestarle atención, viéndome a mi, no donde pone las cosas. Suspiró y con sus labios me lanzó un beso muy pequeño, apenas contrayendo sus labios como quien hace burbujas con saliva, y ese pequeño beso disparó una flecha en mi corazón, hiriéndome, y luego sonrió, y supe que si el beso era la flecha, la sonrisa era el arco con el que la había disparado, y debo asumir que ella terminó por arrojarme ambas cosas, flecha y arco. Yo, le mandé un beso con la mano, justo a tiempo antes de que el marido volteara para avisarle que perderían el avión si no se apura.
No puedo imaginar qué era lo que ella sentía o pensaba yendo camino al andén. Tal vez concluyó que había subestimado mi cariño, que tal vez no se había dado cuenta que en verdad la quería, que no se trataba sólo de sexo. Igual no podía modificar su plan. Noté que Gloria no les acompañaba, y eso era una buena noticia, no porque me quedara a solas con ella, sino porque eso le obligaba a Aleida a regresar. Sólo quien vive esto sabe lo solo que se llega uno a sentir en el aeropuerto luego de que la propia presencia no tiene ya ningún objeto ahí. La ciudad misma parece incompleta. Aleida me dejaba en manos de nadie.
¿Volvería? No lo sé. En ese instante no estaba yo para hacer reír, o tal vez provocaba risa de tan patético que me he de haber visto. Tenía sin embargo un trabajo, hacer reír a una chica que ha olvidado reír. Uno nunca sabe cuándo será la última vez que le hará el amor a alguien, la primera vez puede ser la única y última. A pesar de que los encuentros entre Aleida y yo se veían marcados por cierto desenfreno, la última vez había sido en el orden más básico y elemental. Tenerla en el piso, abierta de piernas, devorándome con su divino ovillo mientras ella y yo permanecíamos besándonos la boca como si nos contáramos lengua a lengua lo que nuestras caderas estaban haciendo de manera furiosa y casi independiente. Mi collar de cornalina con el que rezo mis oraciones era lo suficientemente largo para abrazarnos a los dos y doblándose por en medio formaba un ocho perfecto que en uno de sus aros sostenía el cuello de ella y en el otro sostenía el mío, era su collar y mi collar, y un mismo collar unido, la bendición de la diosa encerrada en las piedras de un naranja fuego cristalino, y así nos entregamos, amarrados por nuestro improvisado lazo de bodas, oficiando nuestro propio rito nupcial, el más primitivo. Tal vez nada había sido tan significativo y sólo mi mente magnificaba todo con tal de darle un sentido a todo esto y pintar de un matiz dramático mi vida. Hoy más que nunca el collar me hacía ver que el calor de los dos había quedado atrapado en la roca, que latía nuestros latidos y brillaba con nuestro fuego. En mi cabeza sólo veía su silueta alejándose de mi, recién amada, con una sonrisa satisfecha.
Triste, llegué a la casa y me desprendí del tibio collar y con unas pincillas lo trocé a la mitad. Conté el número de cornalinas y el número de cuentas de plata, recordé que un amigo artesano me había dejado encargados sus utensilios, así que pude dividir el collar en dos, pues al parecer no íbamos a ser, por un tiempo un nosotros , sino ella, o yo, por separado. Terminé haciendo dos collares de mi inmenso collar, me colgué uno de ellos al cuello, la mitad de ella, para que me abrazara cada vez que quisiera, y la otra mitad, la mía, la dejé sobre las sábanas blancas de mi cama, como trampa en el bosque, por si algún día quisiera ella regresar, una vil trampa, todo estaría en que metiera por accidente su cuello en el collar para que quedara atrapada como por una soga, con mi abrazo que le impediría marcharse de mi lado nunca más. El collar era una trampa abierta, una invitación a quedarse en mi.
Llegué a mi casa, terminé de ordenar algunas cosas, pues no vería mi departamento al menos en un mes. Puse un pequeño buzón que daba a una rendija de la puerta, para poder colocar papel en la hendidura de debajo de la puerta para que no se llenara todo de polvo mientras yo no estuviese. Durante ese tiempo este sitio estaría muerto, inanimado, como una concha sin molusco ni cangrejo. Tenía listas un par de maletas, una con ropa, la otra con artículos muy diversos que sólo un payaso puede guardar. Estaba sentado en la cama, misma que tendí con mucho cuidado, cuando tocaron a la puerta, sin duda era Don Jonatán.
En efecto, era de parte de Don Jonatán, pero él no venía, era Andrés. Me ayudó con la maleta mas pesada y me hizo subir al auto. Durante el camino me atreví a preguntarle algunas cosas.
-Andrés. Supongo que confías en mí porque tu patrón confía en mí. Supongo que al igual que él tu quieres que yo tenga éxito en mi encomienda, ¿Cierto?. Me da algo de pena preguntarle cosas a Don Jonatán, pero tal vez tu puedas ayudarme. Cuéntame, ¿Por qué luce tan acabado Don Jonatán?
-Fundamentalmente no ha estado bien de salud- dijo con su voz grave- y creo que esa disminución en su salud coincide con su decisión de vivir, por fin, en su casa y disfrutando de su hija. Él era sano hasta que decidió sentar cabeza... a su manera. El día de ayer pudimos platicar largo rato, pero eso es una excepción, pues por un detalle que no puedo contarte él pudo salir y ausentarse tres días de casa y estar en condiciones de instruir algo por su cuenta. Su voluntad libre tarda eso, dos días para volver. Generalmente está drogado con calmantes u otras sustancias que le recomienda su psiquiatra. Dopado en gran parte del tiempo e hipnotizado la restante parte del tiempo, no distingue muy bien entre realidad y fantasía, es como un juguete más de doña Ruana.
-Doña Ruana parece ser un tipo muy especial de mujer, ¿No lo crees?
-Te puedo decir que Don Jonatán es muy cabrón, pero con esa mujer él encontró la horma de su zapato. Él pensó que siempre tendría todo a su favor, que en esa relación de desplantes y humillación siempre sería él la parte fuerte, pero subestimó que él tiene menos tiempo de vida útil por venir y que Ruana se encuentra en la mejor forma. Ella le humilla de muchas maneras y puede hacerle creer que todo lo que le ha hecho son simples fantasías o sueños que tuvo. Supongo que Doña Ruana quiere matar a Don Jonatán, pero no si antes no mata a Ligia. Matar a Don Jonatán no tiene sentido si la niña vive, pues la niña heredaría todo lo que Don Jonatán posee, y eso no lo permitiría Ruana.
-Y ella, Ligia, ¿Cómo es?
-Es muy extraña, parece no llamarle la atención nada. Ni el dinero, ni los amigos, ni el sexo. Para que te hagas una idea del estado de las cosas te comentaré un pasaje que describe la armonía familiar que impera en la casa a la que vas ahora a vivir. Un día Don Jonatán le reclamaba a Ruana que Ligia fuese tan abstraída. Esto lo comentaban teniendo Ligia unos dieciséis años, es decir, en edad de comprender una ofensa, y enfrente de ella, no creas que en privado. En esa casa nada es en privado. Don Jonatán se quejaba que a Ligia no le interesaran los muchachos, y Ruana les dijo a los dos, en plena cara, lo siguiente: "No sé por qué a esta niña no le gustan los chicos. Debieran gustarle al menos tanto como me gustan a mi, vaya, por genética, qué se yo. Debieran gustarle, después de todo, cada vez que le di pecho a esta niña mi mente no estaba pensando en su boquita ni en su ternura, sino que sus mordiditas me traían siempre recuerdos de distintos hombres, aunque tu fueras inocente, mientras te amamanté yo siempre pensé en que un hombre me metía su cosa entre las piernas, incluso un par de veces te di pecho mientras un hombre me jodía, no lo sé, no lo recuerdo, ¿tal vez sólo lo soñé?. En cualquier caso debiste tomarle gusto a los hombres después de tomar tanta leche, leche, ¿me entiendes?."
-¿Y Don Jonatán permite que les hable así?
-Don Jonatán no está seguro si lo que oye es la realidad o un delirio de su mente. Ella siempre deja en tela de duda si hizo o no las cosas que confiesa para luego sembrar la duda si lo soñó o si fue real. Probablemente nunca se dejó coger al mismo momento en que amamantaba a Ligia, pero baste con saber de que sería capaz de eso y mas. Y si le reclama Don Jonatán a Ruana, ella le dirá que cómo es capaz de difamarla de esa manera, y le hace creer que no pasó nada. Pero Ligia si escucha, no distingue entre la realidad y la ficción. Ha sido educada por esa arpía. Ha sido el receptáculo de la venganza de Ruana. No sé si eso justifica que Ligia sea un monstruo, algo tendrá que ver ser hija de un par de ellos.
-¿Cómo ha sobrevivido Don Jonatán?
-Ha sobrevivido porque Ligia ha sobrevivido. Una vez que muera Ligia tendrá Don Jonatán los días contados. Ya casi llegamos y es probable que no tengamos la oportunidad de cruzar palabra nuevamente, por eso quiero decirte algo justo ahora, Don Jonatán sobrevive porque Ligia vive, así que tienes que mantener a Ligia viva si es que quieres que se ría algún día, y otra cosa, Don Jonatán sólo cuenta con dos aliados, contigo y conmigo. No confíes en nadie, ni en los sirvientes, ni en los doctores ni psicólogos, ya sea que éstos sean hombres o mujeres se han acostado con Ruana y han pasado a pertenecerle. Por eso la advertencia de Don Jonatán de que no te cojas a su mujer. El resultado de esto es incierto, pero vamos a cruzar los dedos. Recuerda lo que Don Jonatán te dijo alguna vez, él es muchas cosas pero no un ingrato.
-Comprendo.
-Mira, esa es la casa, o lo que Don Jonatán llama "su reino".
Por lo visto mi misión era más complicada de cómo me la había pintado Don Jonatán. La casa era un verdadero castillo. La colonia era una de esas colonias formidables de las que uno ignora el nombre, de hecho, es difícil de creer que existan, nadie se percata que tan cerca de tantos pobres haya casas con semejante lujo, tenía un jardín tan enorme que cabrían unos cinco edificios de Tlatelolco en él, y de acuerdo a sus distintas áreas los jardines obedecían a diseños particulares, un pedazo era un pedazo de desierto y a lado de este desierto había un pequeño bosque de coníferas, y en medio un río artificial con peces nadando en él. Había una alberca y una cancha de frontenis. La casa era de una arquitectura que en los años setentas ha de haber sido modernista, pero ahora es retro, sin embargo, había tal aglomeración de tecnología que uno no podría sino sentirse en una película futurista.
Al parecer Don Jonatán no había ido por mi porque se había quedado a explicar en casa que contrataría un nuevo sirviente para atender exclusivamente a Ligia. Ese era el pretexto, no se diría que yo soy un payaso con la misión de hacerla reír, sino que sería un sirviente que atendería sus distintos caprichos. Aparentemente Doña Ruana no se había mostrado nada satisfecha con el hecho de que fuese Don Jonatán quien contratara a ese nuevo sirviente y no ella, y como consecuencia de ese enfado se había ido a encerrar a su habitación, pues no quería verme, no al menos hoy. Don Jonatán se puso muy nervioso porque detrás de nosotros llegó el Dr. Saenz, el siquiatra de Don Jonatán, que acudía en virtud de que la esposa de mi ahora patrón había llamado de emergencia porque Don Jonatán había sufrido una crisis. La crisis, según supongo, era que mi patrón estaba tomando demasiadas decisiones y haciendo valer su voluntad. El doctor era un tipo de unos cincuenta años, con cara y acento de argentino, con cabello cano, de estructura ósea fuerte, y con un pinche maletín que guardaba un estuche completo de cosas para convertir a Don Jonatán en una nulidad. Don Jonatán, conciente de que su rato de libertad llegaba a su fin, me presentó a los sirvientes.
-Mi estimado Basil, ellos serán tus compañeros de trabajo, ellos se encargarán de cosas muy distintas a las que te encargarás tu. Tu te encargarás de servir a la señorita Ligia. Ellos cuatro son Esteban, Tirso, Juan y el señor Durón. Ellos se dedican a servir a La Señora, mi mujer, a la cual te presentaría, pero está algo indispuesta.
Llamó mi atención que los cuatro sirvientes eran mulatos tirando a negros, y en especial el cuarto, el señor Durón, ese sí que parecía estar hecho de obsidiana. El señor Durón no tenía la apariencia de ser muy viejo, acaso sería más joven que Tirso, por lo que me pareció extraño que le llamaran bajo el nombre de señor Durón, pues tampoco tenía pinta de tener ascendientes con apellido en castellano, a no ser que su mote fuese un apodo relacionado con cierta parte de su cuerpo que yo no tendría por qué conocer... y no un apellido.
-Ellas son Carmela y Rosi, las cocineras. A Andrés ya lo conoces. Carmela se encarga de hacer la comida de todos, y Rosi fue estudiante de nutriología y también es enfermera, ella balancea las dietas que Carmela hace y nos ayuda a que cada quien en esta casa tomemos nuestros medicamentos.
Carmela era una señora rechoncha, muda de nacimiento, que probablemente estuviese con Don Jonatán desde antes de que se casara con Ruana. Rosi estaba bastante bien, se veía que tenía buen cuerpo, sus mandíbulas eran muy amplias, así que si portaba su cofia de enfermera se le veía una cara enorme, y si se soltaba sus cabellos rubios la cara parecía más normal. En general supuse que Carmela no estaba ni a favor ni en contra de nada, y Rosi parecía más bien guapa pero algo estúpida.
-Por último, ellas son Romualda y Salomé. Ellas ayudan a los mayordomos en la limpieza de la casa.
Eran dos mujeres de esas que no le hacen voltear a uno en la calle, no porque no tuvieran gracia, sino que toda su imagen estaba hecha para no hacerse notar, como si estuviesen ahí como representantes de una realidad paralela. Romualda era una mujer de unos treinta y cinco años algo corpulenta que podría mandar a cualquier hombre al suelo con un puñetazo, de mirada hosca, con pinta de tener muy mal carácter. Salomé era más exquisita, con ojos grandes y nariz de bolita, con una cofia que la hacía lucir terrible y unos zapatos muy gastados. Su cuerpo sería fuerte, moreno como los antiguos aztecas, muy lejano a la oscuridad de los mayordomos. Bastaba sólo ver la imagen de estas dos mujeres para imaginar que eso de que apoyaban a los mayordomos con las actividades de la casa era una farsa elegante, pues sin duda eran ellas las únicas que hacían todo. Yo tomé nota de su descontento, pues eso podría servirme más adelante.
Mientras la presentación se desarrollaba en la estancia de la casa, sobre las escaleras, detrás de una cortina, había una figura espiando, era una silueta de la cual pude advertir sólo un ojo desquiciado, sin duda esa sería mi principal y secreta adversaria, Doña Ruana.
Siendo un payaso siempre he sostenido que no hay parte más importante de un espectáculo que la entrada. Aplicaba aquí lo mismo, sería presentado a Ligia, mi ama. Supuse que sería un error entrar con ella muy optimista siendo que ella misma no era optimista. Así que me propuse a pensar en que Aleida iría todavía volando rumbo a Colombia para ponerme en una situación igual de desesperada que el de esta chica. Según sabía tendría veinte años, sabía también que era un monstruo, que estaba amargada y que no se reía de nada.
Me condujo Don Jonatán hasta el cuarto de Ligia. Entré y sobre la cama estaba ella sentada, leyendo un libro de no sé qué. Era una chica muy alta, así, sólo de calcular su altura, mediría un metro con noventa. Era pelirroja, con una boca engañosamente delgada de color sangre, su nariz era más bien respingada y sus ojos probablemente eran grandes, aunque estaban cubiertos por unas horribles gafas negras. Su cabello era pelirrojo, largo hasta sus pechos. Cubierta con las sábanas no me pude hacer una imagen concreta de su cuerpo. Me miró con su cara de ratón de biblioteca y me memorizó de pies a cabeza. Su padre le explicó que yo sería su mayordomo personal y que estaría para servirle. Ella espetó que no necesitaba ningún amante. Su padre le aclaró que yo no era eso, sin tener el valor de repetir, quizá por pena, la palabra amante, y le dijo que yo sería su apoyo. Ella manifestó no tener nada qué hacer y por lo tanto no habría nada en qué apoyar. Don Jonatán le aclaró que entonces sencillamente limpiaría su cuarto, y ella hizo una mueca. En realidad tantas negativas en mi cara no me habían sentado nada bien, ella en sí gozaba de mi buena voluntad, pero si seguía con esa actitud me sería muy difícil tomarle siquiera aprecio. Me di cuenta que el libro que leía era El Lobo Estepario de Hermann Hesse, así que abrí la boca sin que se me pidiera.
-Ese libro que lee es de los que más me han gustado. Tal vez yo le sirva de muy poco, pero sería interesante si al hacerlo pudiera escuchar alguna recomendación de un libro que usted me hiciera, y si gusta le comento de otros, podría ira a la librería y traerle libros...
-No- dijo Don Jonatán- no puedes salir.
-Pero...
-No se puede.
Milagrosamente, verme con las alas cortadas no le convenció a Ligia de que yo podría serle de utilidad, pero tal vez le dio una idea de que era rebelde, tal vez como ella, así que consintió que fuese yo su ayudante. Con tantos sirvientes siguiéndonos y con Don Jonatán enfrente, no pude darme a conocer en lo más mínimo. Ella no era ella, sino lo que Don Jonatán esperaba que fuese, y yo no era nadie.
Me retiraron de ahí para decirme dónde quedaría mi habitación. Por alguna razón, Don Jonatán no me había puesto cerca de Ligia, sino cerca de la habitación de Doña Ruana. Cada mayordomo tenía su habitación, Rosi tenía su habitación, yo tendría mi habitación. Carmela no dormía ahí, se iba a las siete de la noche, y Romualda y Salomé dormían en un pequeño edificio adjunto a la casa castillo, que eran los cuartos de la servidumbre. Don Jonatán fue apartado de mi por su siquiatra, que para ese entonces había ya hablado con Doña Ruana. Sería llevado al país de la ignominia e iría a ese lugar de la mano de su siquiatra. Estaba también un médico gordito que acababa de llegar para atender la violenta crisis de Don Jonatán.
Don Jonatán a mi forma de ver estaba bien, es cierto, no era aquel hombre frío que había conocido hace tanto tiempo, ahora llevaba un pelo cano y largo, y unos bigotes ridículos como si hubiese viajado en una máquina del tiempo a 1905 y hubiese adoptado la moda del porfiriato. Caminaba más lento y más torpe. Pero estaba bien, y pareciera que este par de profesionales de la salud estaban ahí para robarle esa salud. Se lo llevaron a una habitación y ahí le darían algunos químicos, le harían algunos estudios y le darían una sesión de hipnosis.
Yo me fui a mi habitación y desempaqué. Me habían dado un trajecito de mayordomo. No me lo puse porque formalmente empezaría a trabajar hasta mañana. Todo pareció enmudecer, era, durante el día, una casona sin vida. Pero llegó la noche.
Advertí que mi baño no estaba en mi habitación, sino en el fondo del pasillo, y desde ese primer día supe a qué se refería Andrés con aquello de que en esta casa nada era privado. Caminé al baño y no reparé en una puerta que estaba medio abierta. Para no hacer ruido hice del baño sentado y no descargué el retrete aprovechando que había hecho orines muy claritos. De regreso la curiosidad natural me hizo asomarme dentro de la habitación.
Quien lo iba a decir, había una función de comedia ahí dentro. Juro que me hubiese carcajeado a no ser porque le tenía un poco de injustificada estima a Don Jonatán. Por alguna suerte de hipnosis él parecía como un pinocho bizarro, como un títere sin hilos que sólo sirve para colocarlo en formas chuscas y cuadradas, condenado a no convertirse en un viejo de verdad. Lo tenían sentado en un sillón de esos que dan masaje corporal, lo habían vestido con una camisa corriente de telas sintéticas muy colorida, con el dibujo de un dragón y de Bruce Lee gritando, le habían puesto también unos pantalones de campana y unos zapatos de plataforma. Enfrente de Don Jonatán estaban los restantes tres mayordomos y Doña Ruana. Sólo les veía la cabeza, y se notaba que se estaban divirtiendo mucho.
El señor Durón estaba haciendo el espectáculo y siento que yo tenía que aprender mucho de ese desgraciado, pues era todo un comediante y estaba provocando verdaderas carcajadas. Las risas que yo arranco pocas veces son tan violentas, pero ello se debe a que la risa que yo provoco no nace de la burla, y esta sí, era risa de villano. El señor Durón aprovechaba alguna sugestión poshipnótica para que Don Jonatán dejara acomodar su cuerpo en la forma en que él quisiese. Cuando yo me asomé, el señor Durón estaba colocando el dedo índice de Don Jonatán en uno de los orificios de su nariz, como si se estuviese sacando un moco, y el titiritero de humanos decía con una voz chusca "Hola, tengo un moco. ¿Dónde está mi esposa?" . Me daba la impresión, a juzgar por la mirada de Don Jonatán, que sí era capaz de darse cuenta de lo que estaba pasando pero no podía hacer nada. Después, el titiritero se sacó la verga, una verga que parecía hecha del más negro palofierro, como de unos veintitrés centímetros de largo y muy gorda, por un momento pensé que se había implantado una de esas iguanas gigantes en el nabo. Ha de ser una apreciación común, pues el señor Durón continuó con su desagradable ventriloquia y, con la vocecilla agregó al momento que volteaba la cabeza de Don Jonatán y le abría la boca para que representara sorpresa "Cuidado compadre, creo que un cocodrilo te está comiendo el pene". Ruana casi se ahoga de la risa.
El señor Durón comenzó a restregar la punta de su verga en los blancos bigotes de Don Jonatán, como si su enorme tronco fuese un habano y él apagase el extremo encendido en los bigotes del inmóvil viejo, alborotándolos completamente, luego jaló un banquillo y se puso detrás de Don Jonatán y con la verga le daba de golpes en la cabeza, como si fuese un juez de la corte que en vez de un mazo usa su miembro. "Lo declaro culpable" decía con una cara de pingo, como si fuese un niño travieso lleno de alegría. A cada golpe que daba en la blanca cabeza de Don Jonatán, éste pestañeaba lastimosamente, y una lágrima rodó por su mejilla. El señor Durón siguió golpeando y una estela del blanco cabello de Don Jonatán se despeinaba como la cabeza de un indigente.
Luego, el señor Durón le juntó las piernas a Don Jonatán y acomodó los brazos de éste en los descansabrazos del sillón, en una posición como si estuviese rezando una oración, con las manos con las palmas hacia arriba, sosteniéndose sobre los codos. En eso, se paró Ruana. Era el cuerpo más espectacular que hubiese visto, mediría un metro setenta y cinco, tenía una cinturita minúscula, unas tetas demasiado paradas, seguramente fruto de la cirugía, unas piernas fuertes y un culo maravilloso. Su piel era muy blanca pero tendiendo al naranja, con muchas pecas. Su cabello era largo y abundante, y su rostro era absolutamente precioso. Caminó muy despacio y se sentó encima de Don Jonatán, quien permanecía quieto, y si bien segundos antes el falso pinocho parecía un hombre rezando, ahora parecía una cama de partera humana. En las manos abiertas y alzadas puso Ruana sus corvas, quedando con las piernas bien abiertas, dejando a la vista un coño enorme de color rosa y un ano de color piñón. El olor de ese coño llegó hasta mis fosas nasales y pude imaginar lo jugoso y caliente que estaba. Era como el canto de las sirenas, pero debía yo de resistir mis impulsos. Sólo de pensar que estaría un mes sin coger y que, probablemente esta mujer estaba más que accesible, me ponía nervioso, por lo pronto mi bragueta estaba que reventaba.
Ella comenzó a masturbarse y Esteban, Tirso y Juan se habían puesto en cuatro patas, como si fuesen un trío de perros civilizados que analizaran el aspecto de un pequeño ovillo de donde manaba miel. La mano de Ruana era frenética e instruía a quien la viese de la forma en que le gusta ser fornicada, era un ajetreo violento, se metía los dedos y se los sacaba, no uno o dos, sino todos. Dio unos golpecitos a su clítoris y luego comenzó a frotarlo muy violentamente hasta que lanzó un grito de plañidera sensual, un grito nada discreto, seguro lo había escuchado Ligia, y seguro lo habría escuchado yo también en mi habitación si estuviese ahí. A su grito, los tres hombres perro se abalanzaron sobre su coño intentando mamarlo al mismo tiempo, obvio, sus lenguas tuvieron que tocarse en repetidas ocasiones y sus labios también, pero por un momento uno de ellos estaba lamiendo el culo con gran entusiasmo mientras que otro de ellos se hacía cargo de trabajar el labio izquierdo del coño y el otro el derecho. En veces se gruñían, como si fuesen fieras, peleando por mamar más a la señora Ruana. La cara de ella quedaba más o menos a la altura de la cara de Don Jonatán, y pidió la verga del señor Durón.
El señor Durón sin pena alguna le encajó la verga en la boca, y el negro de aquella barra contrastaba con la cara de muñeca de Ruana, y con lo blanco de su cutis. El señor Durón no tuvo ningún escrúpulo en fornicarle la boca a Ruana, quien salivaba como una res con la mandíbula rota, el tronco de la verga de Durón en repetidas ocasiones le golpeteaba la nariz al inmóvil Don Jonatán. Durón me dio una muestra de lo que era ahogar a una mujer con la verga, pues de alguna manera se trepó en el sillón y le atascó su negra verga a Ruana, en posición casi vertical, para que ella, una verdadera tragasables, pudiera engullirla completa, y créanme, veintitantos centímetros de verga si son como para intimidad a cualquiera. Así, Duron metía y sacaba la iguana de la boca de Ruana, y para acrecentar más la asfixia, al tener la verga bien clavada, con los dedos le cerraba los orificios nasales a Ruana. Esta, luego de cada empalada, se deshacía en una bocanada que tenía más que ver con la supervivencia que con el placer sexual normal, sin embargo, mal se reponía miraba a Durón con esa carita angelical y con una sonrisa tierna le pedía que se la atascara una vez más. Abajo, los hombres perro ya se habían hartado un poco de chupar. Estaban los tres chupando a la vez el coño de Ruana cuando de repente dejaron de hacerlo. Tirso, que era el más grande y más viejo, les gruñó a los otros dos, quienes se hicieron a un lado, y le clavó la jabalina a Ruana hasta el fondo. Decir que estaban en desventaja con el señor Durón era un decir, pues ninguno bajaba de veinte centímetros de verga. El más curioso era Esteban, que la tenía larga pero delgada, como si fuese una verga especializada sólo para ciertas tareas. Don Jonatán seguía firme, hipnotizado, como los cabrones esos que se dejan encajar un fierro en el cuello y que no se dan cuenta de nada porque están en trance, pero en este caso él estaba inmóvil, era como un mueble que acomodaba su esposa a su gusto para que otros la jodieran. Tirso hacía unos sonidos muy extraños mientras penetraba, como si en realidad no fuese humano, sino una bestia en celo.
El señor Durón sacó su verga de la boca de Ruana y se retiró, la saliva de ella era tan abundante que no pudo evitar que un chorro de saliva resbalara sobre el impávido rostro de Don Jonatán. Tirso también dejó de penetrarla. Ella se bajó de su mueble ergonómico para fornicar y se entregó a las manos de sus mulatos. Tirso se dejó abrazar por Ruana, quien se sujetó del cuello de él y se dejó ensartar por la gruesa verga, Tirso la sujetó de las piernas y la fornicaba sosteniéndola en el aire con facilidad. Por detrás vino el señor Durón y le penetró el culo, y así, en el aire los dos negros cilindros entraban y salían a granel. Ruana se abrazó con su brazo derecho del cuello del señor Durón, y con el izquierdo al cuello de Tirso, y ello no significaba que sus caderas se voltearan ni tantito, pues estas seguían siendo barrenadas por aquel par de varas, lo que sí cambió es que en esa posición ella podía besar en la boca a Tirso y a Durón de manera alternada.
Mientras, Juan y Esteban jugaban con las orejas de Don Jonatán, las cuales azotaban con sus vergas. Luego, jalaron a Don Jonatán y lo acostaron en la cama, como si estuviese muerto, y colocaron sus manos como si sostuviera una bandeja invisible a la altura de la cadera.
La vara del señor Durón era una herramienta sorprendente, y aun así parecía meterla bastante en el culo de Ruana. Tirso se salió del coño de Ruana y ayudó a que el señor Durón llevara a Ruana hasta la Cama. De alguna forma extraña, como si fuesen un par de arañas fusionadas, Ruana y Durón se transportaron armónicamente hasta la cama, e incluso el señor Durón colocó sus nalgas en las manos de Don Jonatán, pues él sería esa bandeja, y clavada encima de él estaba Ruana. Aplastaban a Don Jonatán, pero este no estaba en condiciones de quejarse. Esteban se puso en el sitio adecuado y para mi sorpresa vi cómo Esteban encajaba su verga también en el culo. La posición era incómoda pero se las ingeniaban para que, un poco ladeadito, cupieran los dos. En realidad ahí se estaban gozando Esteban y Durón, pues eran ellos los que en todo caso estaban friccionando uno con el otro. Ruana gemía y gritaba con tanta bestialidad y sin pudor de ningún tipo. Su culo era muy elástico.
Estando así, Juan se puso a un lado para que Ruana le diera una mamada, lo cual hizo con agrado. Poco tiempo después, tanto el señor Durón como Esteban comenzaron a convulsionarse al mismo tiempo, corriéndose los dos en el distendido culo de Ruana. La leche comenzó a caer por efecto de la gravedad, fuera de aquella cavidad. Ambos, Esteban y Durón, siguieron restregando la verga la de uno con la del otro una vez que habían eyaculado, y eso sólo provocaba que gruesas gotas de leche blanca salieran del ano, cayendo justo ahí donde había caído el sudor del culo de Durón, y los jugos de Ruana, y el sudor de los testículos de Esteban, es decir, en las manos de Don Jonatán, y no sólo ahí, era como una fuente en la cual el vino espumoso cae cada vez a un nivel inferior, y así, cayó la gruesa gota de leche en las entrañas de Ruana, y bajó a la Verga de Esteban, y luego humectó los contraídos testículos del señor Durón, luego la gota beso el negro culo del propio Durón y luego cayó en la línea de la felicidad de la palma de la mano de Don Jonatán, y al no poder quedarse ahí, cayó finalmente en la bragueta de este último, manchando su pantalón como quien ha tenido un sueño húmedo.
El señor Durón y Esteban estaban exhaustos, pero quedaban todavía dos vergas muy en forma, bueno, tres, pero la mía no contaba. Ruana les indicó a Juan y a Tirso que se acomodaran cruzando sus piernas, tipo engrane, casi besándose culo con culo, a manera que los testículos de ambos prácticamente se rozaran también. Ella se empinó y comenzó a mamarlos, primero uno, luego otro, mojando con su saliva aquel par de falos que, ahora que lo veo, eran algo así como vergas gemelas. Unas cuantas chupadas de parte de Ruana y los dos palos quedaron de un color negro intenso, brillantes por la humedad. Ruana se tragaba de manera casi completa aquellas vergas descomunales, primero una y luego otra, hasta que las juntó para que quedaran como una verga súper gruesa, y abrazándolas con las dos manos como si sujetara un mazo de espaguetti listo para echar a la olla, comenzó a lamerlas a la vez y eventualmente se las metía las dos a la boca. Tanto grosor en realidad le restaba mucho confort a la mamada, pero era obvio que ella no buscaba confort, sino llegar a sus propios límites.
El señor Durón desde luego no era apodado así por ser un hombre común que a la primera corrida jubilara su verga de la acción, no, él lo seguía teniendo tan tieso como antes, incluso ahora parecía que su miembro no era sólo negro, sino que de una tonalidad guinda. Aprovechando que Ruana estaba empinada se puso detrás de ella y comenzó a cojérsela como un perro, no sujetándola con las manos de la cadera y viendo rebotar las nalgas que barrenaba con su pelvis, no, sino que literalmente como un perro, empujando con ese ímpetu visceral que muestran los perros cuando han conseguido ser ellos los que acceden al tan peleado coño de la perra, no tocaba el cuerpo de Ruana con sus manos, sino que doblaba las muñecas convirtiendo sus manos en un muñón sin efectos prensiles, y basaba su presión, como lo hacen los perros, en sus antebrazos, dando un abrazo que no considera la comodidad ni el placer de la hembra, sino asegurar que por ningún motivo escape antes de que la leche que ha de preñarla se vacíe completamente. La espalda del señor Durón estaba arqueada en una contracción trabada, y él pegaba su mejilla en la espalda de Ruana, cerrando los ojos, dibujando una sonrisa delirante en su boca y sacando su lengua. Ruana seguía con las dos vergas en la boca, mismas que sacó para chupar sólo aquel par de glandes y comenzar a agitar los dos miembros de una manera rápida y uniforme. Tanto Tirso como Juan comenzaron a estirar los brazos y a arrugar la sábana con sus puños. Como si se tratara de una suerte circense ya muy practicada, ambos se repusieron un poco sobre la cama. Ruana soltó de sus manos el par de vergas, lo hizo con sumo cuidado, como si acabase de acomodar una carta muy nerviosa en un alto castillo de naipes, y así como el constructor del castillo de naipes retira sus manos con lentitud, como temeroso de que el magnetismo de las manos o el aire arrastren hasta el suelo todo el montón de cartas, así retiró las manos Ruana, dejando las dos vergas en el aro de su boca, mismas que se mantenían juntas por estar sujetas por aquel arillo que hacían sus labios. Los dos mulatos comenzaron a moverse con una sincronía que sólo tienen algunas parejas de patinadores sobre hielo, con una gracia y un equilibrio incomprensibles, ingeniándoselas para seguir los dos clavados en la boca de Ruana, resbalando la verga del otro, pero en perfecta armonía para que ninguna de las dos vergas saliera de la boca. Se metían a la garganta y se retiraban sin la ayuda de las manos de Ruana que las acorralara. Era una maniobra difícil, pues el perro negro que follaba a Ruana se ponía más brutal cada vez, era como si ellos hubiesen intentado esta rutina antes.
Quise imaginar la concentración que cada uno de ellos debía tener para lograr esto. La tendencia natural de la verga no es permanecer en ángulo recto del cuerpo, su tendencia es, si se está acostado, pegarse al abdomen, sin embargo Juan y Tirso se las ingeniaban para ser una sola y gruesa herramienta, trabajando en un margen tan pequeño, que era la boca de Ruana, y ésta, siendo empalada ahora por el culo, debía tener una concentración casi de yoga para no mover su cabeza de aquel pequeño espacio en el que las vergas y su boca mantenían el contacto, mientras que el señor Durón debería ser un equilibrista, pues si bien estaba bombeando con furia el rosado ano de Ruana, tal aplomo no sería posible si estuviese parado en el colchón, así que todo su peso se sostenía en un muy pequeño reborde de madera de la cama. Todos eran artistas. El señor Durón empezó a bufar y los otros dos, Juan y Tirso, parecieron recibir una orden. Pronto aquel trío de machos parecía una horda de simios gritones que, sin embargo, gritaban a un ritmo muy parecido. El señor Durón lanzó un alarido, síntoma de que se estaba corriendo en el culo de Ruana, y como si fuese el director de una orquesta que decide qué platillo suene y qué flauta se calle, Tirso y Juan comenzaron a regarse en la garganta de Ruana, ingeniándoselas para tener los estertores propios del orgasmo y sin embargo mantenerse metidos en la boca. El esperma de los dos comenzó a escurrir hasta los testículos de ambos. El semen, resbalando por aquellas vergas tan oscuras, brillaba iridiscente. Ruana alejó la boca, que estaba llena de esperma, y aquel par de miembros salieron disparados libres por fin y hacia los lados. Juan y Tirso se enderezaron aun más y besaron en la boca a Ruana, saboreando el sabor de los tres.
Fue hasta ese instante que advertí la existencia de Esteban, quien virtualmente había desaparecido de la escena. Apareció con unas toallitas húmedas y comenzó a limpiarles los labios y las mejillas a sus compañeros, pesó a Ruana como para saborear lo que sus colegas habían vaciado en ella y luego la limpió también. Limpió con cuidado el coño y el ano de Ruana, y puso especial cuidado en la limpieza del miembro del señor Durón. Dejó todo limpio y Esteban, Tirso y Juan, se fueron por una portezuela que había en el fondo de la habitación, y se quedaron ahí Ruana y el señor Durón, quien todavía la tenía muy grande. Ella se recostó a su lado y le acariciaba la verga con una dulzura increíble, no porque sea extraño que una mujer sea tierna, sino que esas caricias llenas de ternura venían de esta mujer que minutos antes era el demonio encarnado. Ella se recostó en el pecho de él y él con su mano jugó con su cabello, se reían, se contaban cosas, y mientras ella sucedía, ella seguía tocando suavemente el báculo negro del señor Durón. Aprecié que Ruana quería al señor Durón y que éste se dejaba querer, o la quería también, o tendría algún interés, no sé. Lo que sé es que tener esta visión de cómo se quedaban allí después del sexo, platicando y riendo, cambió un poco mi apreciación de Ruana y su semental negro, pues parecían no ser muy diferentes a Aleida y a mi. Claro que había una diferencia, Aleida y yo nos quedábamos en la cama a platicar, nos queríamos, reíamos, pero yo nunca dejé sobre la misma cama en que hacíamos el amor al esposo de Aleida, drogado, hipnotizado, sacándole la verga fláccida y colocándole la mano inerte como si se masturbara mientras le coloco la otra mano en la nariz como si se sacara un moco, éramos casi iguales, a excepción de la presencia de ese juguete humano, somos quizá muy parecidos, pero hay también diferencias muy grandes.
De puntillas regresé a mi habitación, sin embargo, otra puerta del pasillo estaba igualmente abierta y detrás de ella alguien espiaba también, era Ligia, que me espiaba a mi mientras yo espiaba a Ruana y sus sirvientes. Eso, supuse, era malo. Aunque no tan malo, peor hubiese sido que hubiese seguido mis instintos de masturbarme mientras veía aquella orgía.
Llegué a mi habitación y supe que no podría dormir sin antes masturbarme. Quise pensar en Aleida, pero fue imposible, quise fantasear con que era yo el perro que se tiraba por el culo a Ruana, pero comprendí que fantasear siempre puede ser el principio de la acción real, pues ahí a donde va tu fantasía tu corazón puede sentir el ímpetu de ir, y eso no convenía, además esa mujer se veía algo perceptiva y de inmediato sabría de mi deseo, así que la deseché, me puse a recordar películas o situaciones que me hubiesen sido excitantes, o el recuerdo de alguien a quien nunca hubiese podido tener, cosa que tampoco funcionó, y terminé con la imagen de Gloria, quien se adentró en mi fantasía y finalmente, envuelto en culpa, le regalé mi leche a su coño imaginario. Me sorprendió que no fue su imagen lo que me hizo feliz, sino el recuerdo de su calor y de su energía particular. Luego de masturbarme me sentí exhausto, era lo que necesitaba, no tener opción de dormir. Me recosté sobre las almohadas preguntándome por qué hasta masturbarme me resultaba tan complicado a veces.
Al día siguiente me apuré para llevarle el almuerzo a mi ama, obviamente a la habitación. Bajé a la cocina y parada frente a la bandeja que contenía el almuerzo estaba Rosi, y la vi echando algunos polvos al jugo de naranja. Yo entré saludando y ella se puso muy nerviosa. No quise dar a notar lo sospechoso que me había parecido verla agregándole ese misterioso complemento al vaso de jugo, pues de ser medicamento no habría ocultado la mano de esa forma tan temerosa. Le sonreí con la más simpáticas de mis sonrisas, y le pregunté cómo había amanecido. Ella no fue ella misma hasta una vez que guardó en un estante el botecillo que según ella no había visto yo que escondía. Liberada de esa evidencia en sus manos, me sonrió.
Mis actos tienen distintos niveles de comicidad, algunos chistes tienen algún mensaje social y de ellos ríe la gente con este tipo de compromisos, algunos otros chistes se ríen de la cotidianeidad y de la suerte diaria de los hombres, y esos hacen reír al hombre y mujer comunes, otros giran alrededor del sentido de pertenencia que el ser humano tiene, esos casi aplican para todos, pero entre chiste y chiste hay pequeñas inflexiones y ademanes que hacen reír a la gente que es incapaz de seguirle la huella a cualquier trama, a la gente que tiene la mente puesta en idioteces y que se deja manejar por las revistas de farándula para establecer su forma de vida. Al instante supe que Rosi era de aquellas que ameritaban este tipo de chistes, así que, aprovechando que el tema que era común para ambos era que nos acabábamos de alzar de la cama, escenifiqué un bostezo haciendo caras como de perro recién levantado y haciendo todo tipo de ruiditos, luego me estiré en forma chistosa y fingí un pedillo nada ofensivo. Ella por supuesto se rió.
Cualquiera sabe que para llegar al corazón de una mujer es preciso que la hagas reír, no importa si eres guapísimo o si tienes mucho dinero, si no sabes hacer reír a tu mujer estás condenado al fracaso. Tampoco es bueno hacerla reír siempre, pues entonces creerá que eres un payaso absurdo y terminarás poniéndola muy entusiasta pero ella se irá a abrirle las piernas a otro. Yo soy un payaso y no debería pensar así, pero lo cierto es que en mis actos soy mucho más que un payaso, por eso hago reír, por eso mucha gente me respeta pese a que hago muchas tonterías. La belleza y el dinero aburridos no sirven para nada. Si eres capaz de hacer reír a una mujer es muy probable que también puedas llevártela a la cama, pues hay una alegría que les es común, una vez que se convence de que eres divertido, el paso siguiente es que veas la forma de derribar todas aquellas barreras que le impiden descubrir que dentro de los pantalones guardas mucha diversión también. Mi propósito no era hacerle el amor a Rosi, pero sí tenía que ganar su simpatía, pues no quería vivir en esta casa rodeado de extraños un mes, además, parecía que había mucha información por saber, mucha de ella que me colocaría en una mejor posición de conseguir mi cometido. Nos reímos, aunque llegó Carmela y en el acto Rosi fingió que no me hacía caso.
Aproveché un descuido de Rosi y cambié el vaso de jugo por uno que estaba en otra bandeja que probablemente era de Ruana o del señor Durón, lo supe por la gran cantidad de fruta y nueces que estas bandejas tenían y las demás no. Tomé la bandeja de Ligia y me encaminé a su cuarto. Estaba atrancado, ella pidió un momento y luego abrió. Era alta como había sospechado, mediría un metro noventa y caminaba con la espalda algo jorobaza, como si quisiera bailar una conga o ya de plano arranarse un poco para estar más a la altura de los demás que vivíamos en la casa. Esa idea de que ella hiciera esfuerzos para verse más pequeña para igualarnos no me resultaba congruente, es decir, con mis principios vitales en general.
-No eres un mayordomo, ¿cierto? ¿De dónde te sacó mi padre y por qué?
No quise decir que era un payaso, pero por otra parte sentí que mentir no era lo adecuado, después de todo Don Jonatán me había instruido para que fuese yo mismo, y en ese orden, ante una pregunta como esa habría que contestar, si no con una mentira, si con una verdad general.
-Soy algo parecido a un ambulante, he hecho de todo, he limpiado cristales de los autos en los cruceros, he lanzado llamas, he entretenido a la gente; su padre me conoció un día en el que hacía gracias en la calle. Supongo que le pareció divertido lo que hacía y triste que fuese tan mal remunerado, así que me contrató...
-No. Mi padre no contrata a nadie porque sea gracioso. ¿Vienes a espiar a mi madre?
-No...
-Anoche parecía que si.
-Fue curiosidad. Como la que siente cualquiera que mira por la rendija de una puerta.
-Entiendo. La curiosidad te matará algún día. En esta casa no se necesita ser un espía, todo se hace con el mayor descaro. Puedes retirarte. Mi madre me pidió que le apoyaras en la atención de un almuerzo que tendrá en unos minutos en el jardín, yo le dije que sí, que dispusiera de ti. No le caes bien. Más vale que tengas experiencia de mesero.
Me fui de ahí, no sin advertir que Ligia tenía al pie de su enorme ventanal un telescopio cubierto con una sábana. Ella espiaba, pero quería ocultarlo, cualquier cosa que ocurriera en el jardín ella lo vería. Sentí envida de su ventanal, pues entraba un sol maravilloso. Ella notó que con una de mis manos atajé los rayos el sol para sentir el calorcillo, y eso pareció llamarle mucho la atención. Y en efecto, sí sabía ser mesero, bueno, uno de mis actos corresponde a un mesero ebrio.
El desayuno era en el punto más recóndito del jardín, justamente un pequeño paraje que pretendía imitar la antigua Atenas. Las bancas eran de mármol y la mesa también. Me hicieron vestirme de una manera ridícula, según esto, como un mesero de la antigua Grecia. Yo me preguntaba ¿Cómo coño sabían cómo se vestía un mesero de la antigua Grecia? ¿Había meseros? Ahí voy, con una faldilla de tela blanca, con unas sandalias atadas con correas de cuero.
Cuando me vio la señora Ruana me dijo.
-Tu has de ser el nuevo sirviente. Deberás de tener listo ocho copas y estas tres botellas de vino, deberás llevarlas allá abajo, como mesero tu misión será que ninguna copa se termine por vaciar y ninguna bandeja de bocadillos se vacíe demasiado como para hacer parecer a nuestros invitados unos muertos de hambre. Nos visita gente muy distinguida, así que cualquier indiscreción se castiga fuertemente. Ya que estemos allá, veremos para qué más puedes servirnos.
Hice lo que se me pidió e incluso acomodé todo con gran distinción. Sonó el timbre y llegaron los invitados. Era un político de esos que llaman presidenciables, de apellido Carvajal, su esposa, Doña Ariatna de Carvajal, y la hija de ambos a la que llamaban Dianita, que en verdad ya no merecía ese diminutivo en virtud de que estaba bastante bien desarrollada, aunque seguía siendo muy joven. Les recibió el señor Durón, que cuando quería podía verse hasta elegante. El mayordomo de obsidiana los encaminó a través de la casa y los encaminó al patio, ahí esperaba Esteban, vestido de atleta Griego negro, en un callito de golf. Se subieron los invitados al carro y Esteban los llevó hasta el recóndito rincón griego, donde ya esperaba Ruana, que se había cambiado y lucía una túnica blanca y una corona de olivo en la cabeza, como si mereciera mucha gloria. Pude advertir que debajo de las blancas telas no llevaba nada, pues sus rojos pezones se notaban claramente a través de la túnica.
Yo debía revisar que hubiese suficiente vino y Salomé tenía que ir a la casa por las cosas que yo le pidiese, y estar lista por si alguien derramaba algo, limpiarlo. Habían vestido a Salomé con una faldilla blanca, según esto también griega, que estaba ya muy al ras de las caderas. Ella no mostraba un porte orgulloso, sino que tenía toda la postura de un animal de carga. A ella no le habían dado sandalias, sino que seguía con sus mismos zapatos. Adivine bien pronto que el problema con esos zapatos que ella llevaba era que ya no le quedaban, que le apretaban, lo cual sería un suplicio.
Llegar a la casa era algo tormentoso. Los mayordomos consentidos subían y bajaban en el carrito de golf, yo y Salomé teníamos que recorrer los cerca de seiscientos escalones y sus respectivas explanadas que llevaban a la casa. La pobre de Salomé tuvo que recorrer ese trayecto varias veces, con sus zapatos apretados, para cumplir caprichos insignificantes, tales como "El señor quiere aceitunas, trae aceitunas"
Las cosas marcharon así de extrañas. Los cuatro sirvientes estaban detrás de Ruana. Yo estaba sirviendo sus copas y vigilando que todo estuviera en orden. Dianita no me quitaba la vista de encima. Era linda en verdad. Voltee hacia el ventanal de la casa y noté el chispazo de un reflejo del sol, sería sin duda el telescopio. Saber que era observado me hacía que guardara aun más la compostura.
-¿Estás aburrida hijita? preguntó la señora Ariatna a Dianita.
-Si
-Vete a jugar al jardín, ahí cerca de la fuente, si quieres acuéstate en esa hamaca.
-Si, que vaya a la hamaca- dijo Ruana mirando de reojo a sus mayordomos.
-Desde la primera vez que la trajimos le encanta venir a tu casa, y eso que no hay muchachitos de su edad.
La chica se fue y yo no pude evitar verle el culo, mismo que se movía delicioso por debajo de un vestidito muy sencillo color melón. Ruana me vio mientras veía el culo de la chica y sonreía como si hubiese descubierto mi debilidad, y no le importó que yo la atrapara atrapándome, pues a ella no le daba miedo nada en aquella casa. La chica llegó a la fuente, acaso a unos cuatro metros de donde estábamos. Ruana chasqueó un sonido con los labios y como si fuesen un trío de mascotas, Esteban, Tirso y Juan fueron a donde estaba la chica, se acercaron sonriendo, como si la estuviesen conociendo en una plaza cualquiera. Dianita se había subido a la hamaca y se mecía como si estuviese en un columpio.
No pasó mucho tiempo cuando Juan ya se estaba sacando la verga y colocándose cerca de la cara de Dianita. La exquisita boca de la muchacha apenas y si se daba abasto para que la descomunal verga de Juan se le metiera. Tirso ya se había hincado en el césped y le había levantado el vestidillo para mamarle el coño. Esteban no hallaba donde acomodarse.
Mientras tanto, Carvajal y su mujer seguían muy a gusto, viendo como su niña les mamaba la verga a Juan y cómo la cabeza de Tirso se batía entre las piernas de si hija. Ellos proseguían bebiendo en sus copas, como si estuviesen viendo a su hija jugar al columpio. Carvajal comenzó a sudar. Las mujeres hablaban de lo ocurrido en una junta de beneficencia a un orfanato. Mientras, Dianita gemía en la medida que la gruesa verga de Juan se lo permitía. Esteban se colocó del otro lado y la chica alternaba las mamadas entre uno y otro. Juan y Esteban bajaron el vestidillo melón para dejar al viento un par de pechos pequeñitos, con un pezón que apenas y si era un punto arrugado y tieso, mismo que los dos hombres pellizcaban con suavidad. Tirso se puso de pie y aprovechando la altura de la hamaca empaló a Dianita, dejándole ir toda la longitud de su gruesa herramienta. La chica gritó. A través de la hamaca se veían las blancas nalgas de Diana apretándose a las redes, quedando éstas marcadas con rombos. Tirso estaba tirándosela durísimo, y la chica sólo tartamudeaba incoherencias, y de vez en vez volteaba a ver a sus padres y los saludaba, y estos agitaban la mano saludándole. Tirso dio muestras de salirse de la vagina y comenzar a barrenar por el otro orificio, pero la chica al parecer no pudo con él, así que acudió Esteban al rescate con su pija larga pero no tan ancha. Esteban sí pudo metérsela en el culo y la muchacha comenzó a jadear como una parturienta.
-Que buena servidumbre tienes- Dijo la señora Ariatna. Su marido seguía sudando y viendo con atención cómo los tres mayordomos hacían lo que les daba la gana con Dianita. Ruana contestó.
-Son buenos, pero no son lo mejor que tengo...
-¿Hay algo que yo no conozca?
Ruana tronó los dedos y el señor Durón desenfundó su temible verga de ébano.
-¡Wow!-exclamó la señora Ariatna, para luego preguntar-¿Es real? ¿No tiene implantes?
-Por supuesto que no tiene implantes- contestó Ruana fingiendo indignación.
La señora Ariatna le preguntó a su marido -¿Me das permiso de probar, cariño?
Carvajal asintió con la cabeza. A lado mío, parada como un mueble de madera, estaba Salomé, observando todo, restregando suavemente sus propias piernas, mitigando de una manera muy sutil su deseo. Yo estaba ahí, satisfecho de haber acomodado mi verga en mis calzones y que no se pudiera notar la erección que tenía. Escuchaba la respiración de Salomé agitada y eso me ponía muy caliente, pero por fuera era yo tan insensible como cualquier eunuco. La señora Ariatna vio en trance cómo el señor Durón se acercaba a ella, sus ojos de color miel chispeaban de impaciencia y con su lengua ya comenzaba a humedecer sus labios, su nariz se había puesto roja. Ella estaba algo mayorcita y las arrugas de su cuello temblaban de nervios al verse acercar el tremendo palo del señor Durón. Primero extendió ella sus manos para tocar la seca piel de aquella verga negra, manipulándola como si fuese una pieza de porcelana tan fina como frágil, cerrando sus ojos para dibujarla en su mente mientras la tocaba, luego acercó su cara y se puso a oler la enorme pija como si se tratara de un habano de la mejor calidad. Abrió la boca y un chorro de saliva ligera cayó sin control al suelo, se le estaba haciendo la boca como quien tiene frente a sus narices una bandeja de tamarindo con chile y limones muy ácidos. Con la mano alzó el pene y se fue directo a mamar los testículos. Los mordió con verdadera hambre y luego restregó su mejilla en el duro tronco, para luego recorrerlo por uno de sus lados.
-Parece el de un caballo- Balbuceó.
-No bromees- dijo Ruana- Tu no lo harías con un caballo, ¿O si?
-Te diré que con piezas como ésta los caballos ya no son necesarios. ¿Se riega igual de abundante?
-Averígualo.
La señora Ariatna pretendió meterse de frente la verga del señor Durón, sin éxito. Ruana sonreía, pues estaba segura que para satisfacer esa verga nada más su cuerpo servía, que no había boca en la que cupiera, ni coño, ni culo, sólo el suyo. La señora Ariatna perdió todo el estilo al tener aquella verga en su garganta, y pasó a ser una depravada completa.
En la hamaca Tirso se había ya acomodado a lo largo y Dianita se había subido encima de él para montarlo. Dianita era en verdad muy buena para montar, pues sus nalgas eran pequeñitas pero muy fuertes, y se subía y se bajaba con una convicción que sólo tienen aquellas que les gusta una buena verga, y la verga de Tirso se doblaba viscosa debajo de ella, como un gusano negro que reptaba en busca de alimento. El arillo que se hacía con los labios de Diana era muy bonito, rebosante de juventud, Como si fuese una liga gruesa que recorre a lo largo un pene. Las nalgas, aunque pequeñas, tenían una forma redonda que parecían dos globos aerostáticos invertidos que se desplomaban sobre el tronco de una violenta araucaria, y la araucaria era la resbalosa verga de Tirso. Diana tenía en su coca la verga de Juan, y también la mamaba con gran empeño, manipulando muy hábilmente el tronco con el puño, como si llevara años practicando mamadas, lo cual daba mucho morbo. Esteban vio el momento de penetrarla por el culo también. Dada la altura de la Hamaca no podría tocar el suelo, así que se subió él también a la hamaca. Se acomodó y empaló a la chica. Por momentos Tirso y Esteban parecían estar riñendo acerca de quien penetraba más fuerte, y el campo de competencia eran los dos hoyos de Diana. Dado que los gritos de Diana no prometían que le siguiera mamando a Juan, éste se retiró un poco para mecer la hamaca. Era como si jugaran al columpio de las vergas, volando en el aire, danzando como un péndulo, sintiendo el juego de la gravedad, pero el rigor de un culo y un ano abiertos por la anchura de aquel par de mulatos, y la tensión de un par de falos queriendo reventar.
En la mesa de almorzar la señora Ariatna estaba almorzándose al señor Durón. Había progresado, pero ni por asomo hacía competencia a las habilidades de Ruana, quien estaba ahí pero a la vez estaba muy lejos. La señora Ariatna dijo.
-Caray, esta verga está riquísima. Cariño, deberías probar esto.
Carvajal asintió con la cabeza. Ruana también. Él para aceptar la invitación de su mujer de probar en carne propia la verga del señor Durón, y Ruana para indicarle al sirviente que hiciera lo que habían pactado.
Carvajal sudó más que nadie al ver acercarse la tremenda verga del señor Durón. Ya que la tuvo lo suficientemente se convirtió en una ramera y engulló casi completamente la verga de ébano. Desde luego Carvajal tenía más talento que su mujer para mamar, y se atragantó varias veces hasta tener casi por completo la verga de Durón en la garganta. Ruana alzaba las cejas, sorprendida. La mirada de Carvajal, hace un rato viciosa, ahora se había dulcificado con una mirada de nena violada. Salomé dibujo en su rostro una mueca de asco que Ruana no pudo evitar ver, así que le gritó que fuera por una vara de apio, y Salomé, algo turbada, comenzó a dirigirse a la inacabable escalera. Cando ella estaba a punto de subir al primer escalón, Ruana tapó intempestivamente una de las botellas, la más barata de todas, a la que le quedaban sólo unos tres tragos de vino, le habó a Salomé y le pidió que se llevara esa botella, y luego se la arrojó. Salomé no estaba en sus cabales y era obvio que no atraparía la botella, misma que rodó al suelo. Con furia fingida, Ruana se paró y le dijo cuan estúpida y poca cosa era. Le pidió que se acercara y la hizo empinarse a lado de la señora Ariatna, y ordenó.
-Ariatna, por favor concédeme el honor de que seas tu la que reprende a esta malnacida.
Ariatna desde luego estuvo de acuerdo y, previo que Ruana le levantara la minúscula falda, comenzó a darle de nalgadas con la palma de su mano, marcándole las nalgas de rojo. Salomé ya ni lloraba, se dejaba pegar. En la hamaca Tirso y Esteban se estaban regando dentro de Dianita, y Juan se le estaba corriendo en la boca. Acá, Durón había tomado a Carvajal de la garganta y le empezó a bañar de leche la laringe. Yo aprovechando la confusión que produjeron todos aquellos alaridos de placer, me atravesé donde le estaban pegando a Salome, y con la mano señalé a Durón y Carvajal, Ruana y Ariatna voltearon a ver el espectáculo de sus hombres simulando una manguera de gasolinera metida en el tanque de un automóvil, el uno vertiendo el combustible y el otro tragándolo, ambos gruñendo. Me estuvieron agradecidas de distraerlas del acto vulgar de castigar a una criada y encaminarlas a lo verdaderamente importante, que era ver el clímax de todos. Sin embargo, yo lo hice por Salomé, a quien encaminé por las escaleras. Iríamos a la mitad del camino cuando nos alcanzó el carrito de golf y en él estaban, Carvajal, quien todavía saboreaba el esperma, y a su lado, indignadísimas, Ruana y Ariatna, quienes habían descubierto, ya muy tarde, que con mi estrategia les había robado a su víctima.
A nuestro lado Ruana nos dijo.
-¿Crees que la salvaste? Solo hay una cosa más mala que cometer un error, y esto es, escapar al castigo merecido. Desde ahora te digo, criada lista, esta huida no fue buena idea. La próxima fiesta que demos te tocará estar dentro del cilindro, y pobre de ti que no hagas un buen trabajo. Había querido dejarte al margen de todas estas actividades, pero con esta insolencia me orillas a no tener otra opción que tratarte como te mereces. Por lo pronto, te ordeno que juntes el mugrero que quedó abajo, pero cosa por cosa, uva por uva, copa por copa, así tengas que dar veinte vueltas hasta abajo. Luego dijo volviendo la vista a carvajal- Usted se encarga mi candidato de meterla en el cilindro.
Llegué a mi habitación, Salomé no había quedado precisamente agradecida con mi heroísmo. Me vestí de mayordomo otra vez y fui por la bandeja de comida de Ligia. Al ir con ella permitió que le acompañara un poco mientras comía. Su plática me pareció cercana, y eso era ganancia.
-Vi lo que hiciste por Salomé. Fue lindo pero tonto.-El que me dijera eso era muy bueno porque daba por sentado que ya era capaz de aceptar ante mí que ella había espiado, y compartírmelo.
-No sentí tener alternativas.
-No, seguro no las tuviste, pero el castigo hubiera durado unos cinco minutos más solamente, la gente como esos invitados se aburre fácilmente. En cambio, ahora ella tiene que subir y bajar esa escalera muchas veces y no acabará sino hasta la tarde.
-¿Usted cómo sabe que ese es el castigo?
-No es la primera vez que se lo imponen. La vez pasada se resistió ella misma, ahora interviniste tu.
-¿Qué es el cilindro?
-Es uno de esos juegos tontos de mi madre. Como ves, el sexo no es precisamente un tabú en esta casa, así es cada noche, gritos, euforia, todo secamente intenso y absurdo. Luchan con el aburrimiento pero es imposible que lo venzan porque sus diversiones probablemente no son tales. Pienso que tal vez lo que ellos llaman diversión no es sino distracción, hacen el sexo porque les aterra sentir que no lo hacen, no por ganas de hacerlo. Como ves, la escalera que sube a la terraza tiene en medio una columna demasiado gruesa que tiene una hendidura con un protector de terciopelo, bien, básicamente meten a alguna prostituta ahí y cualquiera de los patanes amigos de mi madre puede meter su pene por la hendidura. La prostituta, supongo, debe satisfacer a cuanto pene aparezca de entre los terciopelos. Es una noche extenuante, pues cada uno de los fulanos que asiste a las fiestas de mi madre desea meter su cosa en algún momento de la noche. Las prostitutas que salen de ahí quedan hechas una lástima, no porque se dediquen a ese oficio, sino que en los días de fiesta colocan unas palancas que van a dar hasta un tanque. Si el sujeto de que se trate no queda satisfecho con el trabajo que le hicieron en sus genitales, jala la palanca, e instantáneamente se descarga un chorro de agua helada sobre la chica. Es como un calabozo, pero con tareas. Pero, ¿Por qué lo preguntas?
-Amenazaron a Salomé con meterla ahí en la próxima fiesta.
-Oh. Es una lástima. Hasta ahora ella sólo había sido una sirviente y era castigada, pero con esto entrará al mundo en que vive mi madre.
-¿Y cuando es esa fiesta?
-En quince días, estimo. Pero qué pretendes, ¿Impedirlo?
-No sé. Algo puede ocurrírseme. Por cierto, y sin querer ser indiscreto, ¿No se aburre aquí?
Empezamos a hablar del aburrimiento, no profundizamos, le conté lo de la entrevista de Jerry Lewis y me escuchó con mucha atención. Duramos una hora platicando, y eso parecía no ser lo más normal. Dije varias cosas que en el resto de las personas hubieran provocado risas, pero ella ni se inmutó. Una cosa era cierta, me daba la impresión que no reía porque no quería, no porque fuese incapaz o porque fuese infeliz, y eso era otro dato que yo debía tomar en cuenta, sin embargo, todas mis convicciones apuntaban a que no había felicidad sin risa, y ahí las cosas adquirían otra dimensión de reto.
Salí de ahí sin ganas de irme, y ella se quedó como sin ganas de quedarse, pero así eran las cosas por ahora. Me hubiera gustado quedarme más tiempo, pero tocó a la puerta Rosi, anunciando que el doctor estaba en casa. Verla opinando me hacía apreciarla mejor, era un ser definitivamente con una vida intelectual muy intensa, y detrás de sus gruesos lentes brillaban un par de ojos verdes. No quería verla así, pero se me figuró que era la parte noble de Ruana, parecida a ella físicamente, aunque sin la belleza de la madre.
Ella recibió al médico de muy mala gana. Yo me fui a la biblioteca, que era una importante biblioteca con distintos estantes de libros, tantos que hacían unos cinco pasillos de libros, mismos que quedaban frente al estudio, que tenía un par de sillones de piel, muy cómodos. Estaba yo husmeando los ejemplares cuando escuché ruido. Por instinto me agaché, pese a que un muro de libros me cubría bastante bien. Eran Ruana y el doctor, que era el mismo doctor matasanos que atendía a Don Jonatán.
Ella evidentemente coqueteaba con él, se había puesto un vestido con un escote apabullante. Ella se recargó en la mesa del estudio y él se puso detrás. Él le levantó la falda y no fue sorpresa ver que ella no llevaba bragas. Su culo era magnífico, y dudo que algún día dejara de sorprenderme verlo. El médico se sacó su verga, era una verga promedio de unos trece centímetros, quizá doce, nada que preocupara a Ruana, definitivamente. El doctor sacó un botecito de vaselina de su saco y se lo untó con frialdad médica a Ruana en el ano, y sin muchas palabras comenzó a bombear. El doctor estaba entusiasmado metiendo y sacando su verga mientras Ruana estaba ahí, como un costal puesto para la violación, dejándose utilizar nada más, sin disfrutarlo, nada más poniéndose para que el doctor la gozara. Comenzaron a platicar. Ella serena, como si no tuviera una verga en el ano, y él en cambio, asombrado de estarla metiendo en aquel culo tan maravilloso, sabiéndose inmerecedor de tanta belleza, gozoso de que la vida lo hubiese colocado en cierto punto de ventaja en el cual podía tener acceso a esto. Él sabía que un tipo viejo como él, gordo como él, más bien feo como él, nunca, nunca podría tener en exclusiva y para sí una mujer tan linda, así que esta migaja era para él la locura. El monopolio de la belleza ha privado a la mayoría de la humanidad de probar, al menos una vez, la belleza extrema, él lo sentía así y se aprovechaba.
Ella dijo- Entonces, ¿Cuánto tiempo más debo soportar esta situación?
Él contestó tartamudeando, perdido en sus esfuerzos por disfrutar un segundo más de aquellas nalgas- Pronto. Ya pronto.
-No me digas "ya pronto". La chica ya debería haber muerto.
-No es tan fácil, no puedes envenenarla con sustancias que luego salgan en la autopsia.
-¿No entiendes que ese no es problema? Culparé a la enfermera, es una estúpida. Además a Jonatán lo veo cada vez peor, y si se muere antes que Ligia todo se habrá ido a la jodida.
-Vamos bien, el arsénico ya debe haber allanado el terreno lo bastante bien, pero me traerán otras sustancias que actuaran de manera fulminante, y no sólo eso, borrarán la huella del arsénico. Sólo encárgate de que se lo tome.
-¿Cuántos días? Estoy harta.
-En unas dos semanas, para no aguarte la fiesta.
Al parecer esa era toda la información que tenían que comunicarse uno al otro. Agotado el tema, Ruana apretó sus nalgas, cosa que yo debo interpretar como que también cerró su esfínter anal, y el médico casi al instante comenzó a eyacular dentro de ella, que recibió el esperma con la misma indiferencia con la que había recibido cada embiste. Yo me encontraba demasiado sorprendido por la información recibida como para excitarme por la inmensa putedad de esta mujer. Ella sólo se bajó la falda y salió, el doctor estuvo sin reponerse un par de minutos.
Me quedaba claro que tanto a Don Jonatán como a Ligia les quedaban días contados. ¿Cuánto veneno le habrán dejado en las venas a mi ama? Al parecer todos en esta casa necesitaban un héroe. Me fui a mi habitación y comencé a mascullar planes. Había que sacar a Ligia de aquí, pero no tendría sentido pensar en semejante cosa si ella no confiaba en mi, esto era mucho más grave de lo que pensaba, pues tendría que sacarla de aquí y llevármela a algún lugar en el que no puedan localizarnos, no Don Jonatán ni Ruana, pues una cosa lleva a la otra, ya que Don Jonatán al parecer no tiene el más leve rastro de voluntad. No pude quedarme más tiempo en la cama, pues el griterío de Ruana había comenzado muy temprano el día de hoy. Supe de inmediato la forma de huir de aquellos gemidos y a la vez purgar una culpa que sentía.
Salí de la casa y toqué en la puerta de la habitación de Salomé. Ella me abrió la puerta y se fue a acostar a su cama, que era una cama individual con una base de madera, apenas suficiente para su cuerpo. Las condiciones en que ella vivía, y que supongo eran similares a las de Romualda, eran absolutamente contrastantes con aquellas en que vivíamos el resto de habitantes de esta casa. Ella estaba viendo una pequeña televisión en blanco y negro.
-Quiero disculparme por haberte metido en problemas.
-En problemas estoy desde que entré aquí.
Me ofrecí a reconfortarla un poco sin, desde luego, incomodarla en su intimidad. Le dije que en alguna ocasión había tomado un curso de masaje y me ofrecí a darle uno en sus pies. Ella se me quedó viendo, como preguntándose si podía confiar en mi. Yo le brindé la mirada más franca que pude darle y ella se mostró de acuerdo con permitirme que le diera yo esa atención. Así sucede a veces, alguien necesita algo con urgencia pero si alguien se ofrece a ayudar le rechazan. Ella no me rechazó. Levantó su sábana y cuando vi sus pies una lágrima rodó por mi mejilla. Sus pobres pies tenían varias ampollas rotas y descarnadas, y en sus huesos sobresalían unos moretes ocasionados por los zapatos apretados. Me dieron tanta tristeza sus pies que voltee a verla y ella sintió mi compasión, que no mi lástima. Abrí el botecito de ungüento que cargaba en el bolsillo y comencé a curar sus pies. Debajo de la piel había huesos y músculos fuertes que tronaban a mi contacto. Los traté como si fuesen de vidrio. Sus pies eran muy bellos, su talón era lindo, redondo y de un color café precioso, su empeine estaba muy lastimado, su arco estaba bien definido y sus dedos eran largos y sanos. Sus uñas no estaban del todo limpias, así que las limpié.
Mientras le daba aquel masaje pudimos platicar un poco. Ella provenía de una ciudad llamada Apatzingán, de la meritita Tierra Caliente del estado de Michoacán. Según pude entender la vida vale bien poco ahí, pues abunda el narco y el dinero mal habido, puede uno ser un pobre diablo que no tiene nada, o un sicario que se revuelca en dinero, las mujeres son muy lindas y el calor hace que tanto las chicas como los chicos estén casi desnudos y que eso sea normal, me dice que las pasiones rigen gran parte de la vida. Sin que yo le pidiera justificaciones comenzó a explicarme los motivos por los cuales trabajaba en esta casa, pues a un día de estar ahí yo ya había entendido que nadie en su sano juicio, o con un mínimo de autoestima, trabajaría ahí por propia voluntad. A grandes rasgos ella se había hecho novia de un muchacho matón dedicado al narcotráfico, él, como muchos delincuentes, no tienen la fidelidad como uno de sus valores más arraigados, y así, el muchacho tenía dos mujeres aparte de ella. Ella, pretendiendo que formalizar la relación meterá en orden a su pareja, se casó con él. El muchacho no sólo no cambió, sino que se sintió en mayor derecho de pedirle cosas. Ella un día fue con una mujer que leía cartas para pedirle consejo, y ella le dijo que su futuro era negro, no porque la fuera a pasar mal, sino porque no había futuro. Ella entonces huyó. Su esposo fue con la misma adivina para que le adivinara su paradero, y al no obtener respuesta la mató. Yo le dije que por qué no había ido a la policía, y ella se rió mucho de mi inocencia y me explicó que la policía ahí no existe, que la policía sirve para aquellos que suponen siquiera la existencia de las leyes, no para quienes están acostumbrados a hacer lo que les viene en gana, y desde luego, el castigo que recibiera su marido por matarla no sería algo que ella estuviera siquiera en aptitud de disfrutar, pues los muertos no disfrutan venganza alguna. Entonces se vino para acá, a trabajar con Don Jonatán, en un lugar en el que no entra ningún civil. Ahí, en esa casa, ella sobrevive, nadie sabe su paradero, no existe. Comentaba:
-La vida no era tan mala cuando Don Jonatán estaba más sano. Todo cambió desde que la señora quiere quedarse con todo. Antes podíamos salir un rato, durante la tarde del domingo, pero ahora nadie sale. No te has dado cuenta porque no lo has intentado, pero un día inténtalo y te darás cuenta que estás secuestrado.
-¿O sea que no tienen vida propia?
-No. Antes podíamos salir una tarde, lo suficiente para que alguien te invitara a comer, a amar, al cine, o de compras.
-¿Desde hace cuando que Don Jonatán no cuenta en esta casa?
-Va cerca de un año y medio.
-¿Y en ese año y medio...?
-Nada, en ese año y medio no ha pasado nada.
-Discúlpame por lo ocurrido esta mañana, pues por mi culpa tuviste que penar el día entero en las escaleras, y sin contar la amenaza de que te meterán en El cilindro .
-Tal vez y sea lo mejor. No ha pasado nada, nada de nada, nada de sexo tampoco. Tal vez estar en el cilindro me mantenga a flote un tiempo más, cuestión de meterse ahí y pensar que uno no es un ser humano, sino un cuerpo con necesidades.
-¿Pero es que los mayordomos, ninguno...?
Ella se rió y completó No, ellos son de la Señora, para eso están y esos no meten sus vergas en ninguna hendidura que no les deje dinero. Una vez intente coquetear con Esteban y éste me miró con desprecio, como si él valiera más que yo o que cualquiera. Todos tienen sus intereses. La Señora quiere que muera el patrón, pero quiere que antes se muera la Señorita. El señor Durón quiere que el patrón se muera para quedarse a vivir después él mismo como el patrón, y quedarse con sus propiedades y con la Señora, a la cual seguramente también matará luego de un tiempo para quedarse con todo. El amor del señor Durón parece real, pero no es cierto. Esteban y Tirso se aman. Cierta vez los vi a ellos dos solos, queriéndose. Ellos no dejarán a Durón quedarse con todo. Y Juan es aliado de Durón, pero una vez que ya no sea necesario algo va a pasar, Durón desechará a Juan, o Juan matará a Durón, aunque no sé para qué, el culo de la Señora sólo suspira por el pene de Durón y los demás son meros juguetes.
-Pero el cilindro no es precisamente lo que deseas, ¿Cierto?
-No, a mi el amor me gusta más típico.
-¿Y qué hay de Rosi?-
-Es tan tonta. Ella fue traída aquí por el patrón. Como a todos los sirvientes de dentro de la casa, los traen para algún tipo de satisfacción sexual, a ella la usó el patrón en sus fiestas, para su uso personal. Ella se enamoró de verdad del patrón, y éste le dio a entender que si no se hubiera casado con la patrona, se hubiera casado con ella. Es una fantasía, Don Jonatán ya no volverá al mundo de los vivos y no se casará con él. Ella cree que si, que es cuestión de esperar, que la Señora se morirá algún día y ella pasará a ser la dueña de esta casa. Pero eso no pasará, se necesita ser muy ingenua para creer semejante cosa.
-Dijiste que todos los sirvientes de dentro de la casa son para servir sexualmente. Yo soy uno de esos que tu llamas "sirvientes de dentro de la casa" y no siento que esté aquí para el servicio sexual de nadie.
-Eso dices ahora. ¿Cuánto tiempo tardarás en sentir ganas de la patrona? Aunque, como pensamos Romualda y yo, a ti te trajeron para que te revolcaras con la niña Ligia.
-Eso no es cierto.
-¿Con qué pretexto te contrataron?
-No hubo pretexto, fui contratado... para ser yo mismo.
Ella se rió con entusiasmo -¿Para ser tu mismo? Ja, ja, ja. Tal vez la patrona ya tenga un destino trazado para ti. El patrón y la patrona no son tan distintos como puedes llegar a creer, pueden darte sorpresas, y nada dejan al azar. Controlan todo y a todos. A veces pienso que el patrón eligió hacer de su muerte algo muy complicado y planeó todo esto.
Yo seguía dándole un masaje muy tenue en sus adoloridos pies. Bajo mis manos, sus huesos y tendones resbalaban de la enfermedad a la salud, del dolor a la comodidad. Sentía como se acomodaba cada cosa en su lugar. Eran unos pies morenos y bellos, fuertes, acaso opacados por los callos que habían surgido como fruto de los zapatos estrechos. Le pregunté cuál era su número de calzado. Veinticinco, contestó. De masajear sus dedos, sus cojines y su talón, me pasé a su tobillo.
-Hacía tanto tiempo que nadie me tocaba con ternura- dijo.
-¿Cuánto tiempo?- pregunté.
-Toda la vida.
Me conmovió. Mi plan era darle un masaje y no convertir esto en un revolcón. De hecho, ahora que la veía con su bata, recién bañada y sin maquillaje, descubría una belleza fresca que durante el día se ocultaba en su disfraz de sirvienta opacada. Sin embargo, no sé por qué razón nosotros los hombres pensamos que al momento en que uno empieza a sacar partido sexual de una situación tierna la ternura se anula, el masaje bien intencionado, de convertirse en sexo, dejaría de ser bien intencionado y pasaría a ser alevoso. ¿No podían confluir las dos cosas? Había entrado con un ánimo limpio de reconfortar sus pobres pies, darle ese raro homenaje que llamamos respeto, pero a la vez sus explicaciones me hacían ver que sería mucho más compasivo hacerle el amor, que no hacérselo sería un desprecio que, la verdad, no se merecía. No quise yo ser el dueño de esa decisión y decidí dejarlo en manos de ella.
Ella se recostó boca abajo. Yo me alcé un poco y comencé a untarle crema en la nuca, sintiendo en mis manos sus vértebras. Era como si mis manos desmenuzaran dentro de su piel un montón de bolas y músculos tensos. Ella dobló su cuello, realmente relajada. Yo de ahí me pasé a sus hombros, le coloqué los brazos hacia arriba y comencé a masajearle la parte exterior de las axilas. A cada paso de mis manos ella lanzaba un suspiro de alivio, un gemido de descanso. Estaba tendida, disfrutando al máximo de aquel masaje. Ella notó que su bata me impedía trabajar a gusto y me preguntó.
-¿Vas a darme un masaje profesional?
-Si tu lo aceptas, si.
-Claro que lo acepto. Deja me quito esto. Voltéate.
Me voltee, y ella se arrancó la bata de un jalón y se volvió a tender boca abajo. Imaginé que estaba en ropa interior y no quería que yo la mirase, pero al volver mi vista me sorprendió ver que estaba completamente desnuda. Su cuerpo era algo pequeño, pero muy lindo. Su piel de la espalda me dejó absorto, pues no tenía absolutamente ninguna irregularidad, era un pliego de piel perfecta, acaso irrumpido por un par de lunares que tenía a la altura de la base de la espalda.
Le masajeaba con ambas manos la nuca, alzando un poco su altura, dejando que las vértebras se acomodaran. Estaba yo inmerso en esa tarea cuando una de sus manos se fue a posar en mis pantalones, y sobre la tela sostuvo en su palma mi tronco indiscreto. Ella lo apretó como evaluando el contenido y dijo con una voz dislocada.
-Dios sabe que me muero por una montada, pero muero más por lo que estás haciéndome ahora. La montada la ansío como algo que quiero revivir, y tu masaje es algo que, estoy descubriendo, me encanta. ¿Me perdonas si no hacemos nada hoy y lo hacemos mañana? Me gustaría que me dieras este masaje y quedarme dormida, olvidando muchas cosas.
Yo asentí con la cabeza. Dediqué más tiempo a sus hombros y me pasé a vivificar su espalda. El recorrido de mis manos por su piel era una fiesta para sus músculos, los cuales se distendían, quedando dulces y laxos. Debajo de su piel sentía cada costilla y cada hueso. Sus omóplatos eran como dos piedras de río donde yo me sostenía para beber agua, quedaron bien abiertos. Sus costillas acariciaban mis manos, y al bajar a la parte baja de su espalda deslicé mis manos resbalosas a su vientre para luego dejarlas resbalar hacia arriba, dándole masaje a sus órganos internos que felices se mecían dentro como en un columpio. Aprovechando que era casi de noche y no había tenido la oportunidad de cantar mis himnos devocionales, me puse a cantarlos mientras me entregaba a esta tarea de amor. Mi voz sonaba tan frágil que mi canto se elevó al cielo y a los oídos de ella como una canción de cuna. La Diosa sin duda se sentía complacida de mí sólo de ver lo noble de mi acción, y sobre todo, que era como si homenajeara a uno de sus muchos templos, a uno de sus muchos cuerpos en que ocasionalmente encarna para hacernos felices. Llegué a las caderas y las traté con la mayor ética posible. Eran un par de hemiciclos de carne, firmes en extremo, fragantes. Dediqué mucha de mi atención al cóccix, que es el sitio donde reside la divinidad humana, y distendí ese encanto a lo largo de toda la columna. Coloqué una de mis manos a cada una de sus nalgas y las apretaba como quien intenta asirse de una pendiente blanda y circular. Lo inevitable sucedió, pues un buen masaje se acerca siempre al ano, y el calorcillo que éste despide siempre atrae de una forma inevitable. No es usual, pero un masaje de ano es una práctica terapéutica comprobada, así que, aprovechando que ella alzó de manera natural sus caderas, coloqué una almohada debajo de su pelvis y comencé a darle un masaje en su arillo, como si tuviese intención de eliminar las arrugas, como si quisiera dejarlo tan liso como una camisa de seda planchada. La cara de ella tenía los ojos cerrados, en su boca había una sonrisa amplia, satisfecha, y en sus mejillas se apreciaba la huella temblorosa de una lágrima que había rodado hace unos segundos. Seguí hasta sus muslos, yo seguía cantando. En sus corvas puse mucha atención, al igual que en sus pantorrillas. Afuera se escuchaban los gritos de placer de Ruana, y en la habitación de la sirvienta se escuchaba un bostezo lleno de paz. Recorrí de nuevo aquel cuerpo y llegué de nuevo a la nuca. De ahí me pasé al cuero cabelludo y le rasqué la cabeza con suavidad. Llevaba cerca de una hora atendiendo su cuerpo cuando sentí que su deseo se había cumplido, su respiración era profunda y pacífica, estaba ya viajando en un sueño seguramente amable. Me incliné y le besé la mejilla, llevándome su lágrima en mis labios, saliendo de puntillas de su habitación.
Me cubrí un poco del fresco y emprendí el regreso a la mansión, sin embargo, al voltear a los jardines pude ver a lo lejos una luciérnaga roja, y luego una bocanada de humo que se elevaba al cielo. La luna era llena, pude divisar que alguien estaba en el jardín. En vez de regresar tomé camino en dirección del misterioso fumador. Me fui por el pasto para hacer menos ruido. Ya que estuve cerca me di cuenta que se trataba de Rosi. Estaba acostada en el pasto, viendo la luna enorme, fumándose un cigarrillo de marihuana.
-Hola- dije
-Hola-
-¿Me permites acompañarte?
-Está bien. ¿Gustas un poco?
Hacía años que no fumaba marihuana. Era muy joven cuando lo hice, pero en este caso sentí que de ello dependía que pudiéramos sentirnos un poco en confianza, mi mano tomó el cigarrillo prácticamente de su boca y lo llevé a la mía para darle una fumada. La falta de práctica hizo que el humo me calara durísimo en la garganta, y sin importar de que ella pensara que yo era un novato, tosí cubriéndome la boca. Ella se rió. Luego de reír ella me preguntó.
-¿Por qué te huelen las manos a pomada de árnica?
-Me sentí en deuda con Salomé y le ofrecí un masaje en sus pies. Está mal que yo lo diga, pero soy una especie de profesional en eso.
-Dame a mi también un masaje entonces.
-Si quieres. Aunque me gustaría que hiciéramos un trato- dije contrayendo el humo en los pulmones para luego soltarlo.
-Suena misterioso. ¿De qué trato se trata?- dijo para luego reírse sin aparente motivo. Probablemente ella estaba pacheca desde hace algún rato.
-¿De qué número calzas?
-Veinticinco. ¿Y tu?- Se rió como si me hubiese atrapado en un albur demasiado obvio y predecible.
-Veintiocho y medio.
-Mmmm.
-El trato es que te doy unos masajes si me regalas un par de zapatos usados que tengas, siempre y cuando sean cómodos.
-De acuerdo. ¿Sirven unos zapatos de enfermera con suela de goma? Tengo unos negros que no combinan con ningún uniforme.
-Es un trato.
Le di un masaje a sus pies. Llevaba un abrigo, pero debajo no llevaba nada. Ella de vez en vez rompía el silencio para decir que se sentía delicioso. Toda ella transpiraba deseo y la verdad estar tocando a Salomé durante tantos minutos me había dejado con muchas ganas. De los pies me pasé a los tobillos y de ellos a las rodillas. Me pasé un buen rato tocando la rótula y el inmediato nacimiento del muslo. Subí mis manos. Sus piernas eran largas y bellísimas. Ella estaba gozando, pero su placer no era un placer pacífico como el de Salomé, un gusto contemplativo, no, el placer de Rosi era una rara mezcla de estar gozando del masaje y además estar gozando de un magreo a sus carnes, era como si hubiese pagado en un establecimiento por una boleada de calzado y pervertidamente estuviese disfrutando el placer sexual de las manos del bolero tocando sus pies. Yo pensé que una buena forma de excitarla era fingirme frío y profesional. Así que le dije que el masaje podría comprender sus partes íntimas, mentí al decirle que en oriente se sabía de técnicas rejuvenecedoras basadas en el masaje de las partes íntimas, que se basaban en principios de acupuntura. Es cierto que nuestras partes íntimas tienen una importancia en acupuntura, pero no era del todo cierto lo que decía. Ella me dio por mi lado y me dijo que, de ser así, consentía que le diese un masaje. Me senté frente de ella con una postura de yoga que le hiciera creer que era yo un médico de oriente, con un estoicismo inquietante, como quien hace algo porque es su deber, no porque lo disfrute, y con mis manos algo resbalosas llegué a su entrepierna y comencé a tratar cada uno de los labios de su vagina en forma independiente, como si fuesen las orejas. Ella comenzó a disfrutar de mi manipulación. Le di un masaje al clítoris. Puse mis manos juntas, formando la virtual punta de una lanza, pero no palma contra palma, como cuando uno reza, sino que dorso contra dorso, así, metía un poco la punta de esta lanza y ya que estaba metida cerca de dos falanges, con sumo cuidado separaba las manos para que las yemas de mis dedos tocaran las paredes internas de su coño, haciendo una fricción, resbalando hasta tener mis manos fuera. Así una y otra vez la penetraba con los dedos y luego restregaba sus paredes internas. Lo hacía con mucho cuidado para no causarle dolor. Ella estaba tendida sobre su abrigo abierto, con las piernas bien abiertas, recibiendo mi inventada terapia oriental. Luego comencé a meter varios dedos de mi mano, para luego girarla dentro, o tocar en distintos rumbos. El clítoris estaba ya muy duro, así que le dediqué una serie de tocamientos muy exquisitos que luego reventaban en una presión que mitigaba la evidente ansiedad de Rosi. Su coño no necesitaba de pomada o lubricante alguno, pues chorreaba muchos líquidos. Le alcé las piernas y comencé a masajearle el ano y ella comenzó a atenderse a sí misma, llevando una de sus manos a su coño para agitarla frenéticamente sobre de él. Yo no soporté más y me saqué la verga, la coloque en la entrada del culo y me dejé ir completamente. Ella lanzó un gemido que algo tenía que ver con la piedad y mientras yo la empalaba por el culo su mano no dejaba de fregar su coño. Esta chica sí que sabía cómo masturbarse. El efecto del cigarrillo me había llenado de calor todo el cuerpo, y cada parte de nuestra piel que se tocaba representaba para mi un choque eléctrico. El arillo del culo abrazando la viajera piel de mi verga me daba un placer inexplicable. Ella por fin recibió un orgasmo en sus manos, y con su mano húmeda del jugo que éste había arrojado, metió la mano en mi camisa para tallarme con sus dedos resbalosos la tetilla izquierda. Saqué mi pene y se lo deposité en la vagina, y me perdí en aquel par de piernas abiertas. Mientras la penetraba con fuerza le mordía los pezones. No nos besamos en la boca ni nos dijimos nada. Me resultaba extraño pero gratificante estar haciéndolo sin el menor pretexto de amor, ni ella me quería, ni yo la quería, pero ella tenía algo que yo deseaba, y yo tenía algo que le brindaba mucho alivio. Cuando estuve ya a punto de correrme, me saqué la verga y la dejé prisionera entre su abdomen y el mío, y así, prisionera en esas dos paredes de piel, mi verga comenzó a regarse, dejándonos el vientre resbaloso. Nos quedamos así un tiempo, luego ella sacó un pañuelo y se limpió el vientre, luego limpió mi abdomen.
Nos quedamos tendidos sobre el pasto. La invité a que nos acostáramos un rato en la hamaca que estaba en el apartado griego. Ella estuvo de acuerdo. Nuestras mentes estaban ebrias, todavía estábamos enternecidos por la entrega que nos habíamos hecho, que, aunque simple, había sido muy gratificante.
Nos sentamos como un par de niños buenos. Eventualmente me paraba y hacía algunos pedazos de mis actos y tenía a Rosi hecha una carcajada. Conté chistes, hice tonterías. Me sentí bien dándole esta demostración gratuita a Rosi, pues habían ya transcurrido varios días en los que no había hecho ni una sola payasada. Me sentía atrapado y este momento era un breve espacio de libertad. Reírnos tanto tendió un puente de frágil confianza, mucho más que la que pudimos generar por el hecho de acostarnos. Al tener sexo el intercambio fue muy justo, cada cosa que hice gozar pagó con similar cantidad de gozo. La marihuana me puso en una posición en que hice preguntas que no hubiera hecho sobrio, pues eran comprometidas o comprometedoras, y me hubieran hecho menos gracia que la que me hacían en este estado.
-Ya en serio Rosi, ¿En realidad eres enfermera?
-No. Cuando Don Jonatán me conoció yo era bailarina en un bar muy exclusivo. Esa noche vestía de enfermera, para mi número. Al final él me invitó a salir con él y me hizo la misma pregunta que tu, y le contesté que si. Desde ahí me vine a trabajar para acá, y se me conoció como la enfermera. Pero no lo soy.
-No comprendo. ¿Cómo entonces dosificas medicinas a todos?
-Eso no es nada. La patrona me ha hecho ponerle inyecciones a Jonatán cuando éste está con la mente perdida. Pobrecito, en veces si lo he lastimado de verdad.
Noté que ella le hablaba de tu a Don Jonatán. Mi curiosidad creció. Rosi no era alguien en quien uno pudiera confiar, no porque fuese desleal, sino porque era tan tonta que cualquier persona medianamente villana le sacaría información de inmediato, o le robaría indiscreciones importantes.
-¿O sea que no sabes ni qué les estás dando?
-No, la señora me dice qué darles.
Yo hice un comentario muy inadecuado, pero una vez que lo hice ya no pude reprimirlo. Al hacerlo arriesgué mi misión por completo. Le dije.
-No sé. Pudiera ser que lo que le estás dando a Jonatán y a Ligia sea algo que los está matando lentamente. Claro, si ellos mueren envenenados la Señora dirá que todo es obra tuya.
-No la creo capaz de...
-Segura.
-No. Si es capaz de todo. Dios santo, debo decirle a Jonatán.
-No tiene sentido, Jonatán no es dueño, por ahora, de su voluntad. A leguas se ve que Jonatán te quiere y que si no estuviera doña Ruana se casaría contigo, -mentí- pero eso sólo será posible si tu le ayudas.
-¿Cómo?
-Solo dale aquellos medicamentos que tienen etiqueta. Los que tengan alguna etiqueta misteriosa no se los des.
-¿Y qué hago con los otros botes?
-No los tires. Hazte la tonta y dile a tu patrona que te confundes con las cantidades, toma un bolígrafo y dile que te anote en las etiquetas la frecuencia y cantidad con que debes darle esas otras medicinas.
-¿Para qué?
-Los botes tienen tus huellas digitales tuve que seguir mintiéndole con cosas dignas de una serie televisiva, por ejemplo esto de las huellas digitales, ella se sentiría criminal, pero esta mentira no tenía comparación con el supuesto castigo que le darían si la atrapaban- si los encuentran te colgarán o te quemarán en la hoguera. Si tienen las indicaciones de ella, todo mundo sabrá que es ella la que planeó el envenenamiento.
Ella, ignorante que desde hace mucho tiempo no estábamos en el viejo oeste ni en la inquisición, se vio a si misma ahorcada y quemada. Expresó, sin embargo, una preocupación que me sorprendió. Se echó a llorar y dijo.
-Pero yo quiero que Jonatán viva. No me interesa ver a Ruana en la cárcel por haberle matado. ¿Qué puedo hacer para evitarlo?
-Tendrías que llevarte a Jonatán de aquí.
-Pero no se puede. Él sale solo con orden de su siquiatra, y cuando salen alguien los sigue siempre. Ruana siempre sabe donde está.
-Tu espera a ver qué se me ocurre. Si no se me ocurre nada sólo hay algo que debes saber. El único en quien puedes confiar es en Andrés.
A la mañana siguiente que le llevé el almuerzo a Ligia me sentí muy triste de que alrededor suyo se tejiera una intriga tan inevitable. Todo estaba aparentemente escrito respecto de ella. Platicamos, muy poco en realidad, pero yo tenía la sensación de estar hablando con un inminente cadáver. Yo me conozco, antes que permitir su muerte intentaría algo. Ella me resultaba simpática, pero desconfiaba absolutamente de todos. Obviamente no le podía yo arrancar ninguna risa. Ella seguía con sus delirios fatalistas y no deseaba salir de su cuarto, aunque me daba la impresión que no tenía problemas de motricidad como tanto presumía.
Al día siguiente fui con Salomé y le regalé el par de zapatos que Rosi me había dado. Se puso alegre de una manera muy agria, pero vaya, era la única forma en que podía yo apoyar que tirara sus insufribles zapatos. Por otra parte me satisfizo mucho que Rosi me llevara los zapatos a primera hora, pues eso me permitía suponer que lo que habíamos platicado la noche anterior no había sido echado en saco roto. Por la noche fui al cuarto de Salomé, a cumplirle la otra promesa que le había hecho. Le hice el amor de una manera muy intensa. Duramos toda la noche encerrados en su habitación, gozándonos en repetidas veces. Tiene un cuerpo fenomenal. Después de hacerlo, estaba recostada en mi pecho cuando me expresó que en verdad no quería meterse en el cilindro. Yo le dije que pensaría en algo. Lo raro es que ya tenía varias promesas en la bolsa, todas ellas muy fuertes, todas ellas muy difíciles de cumplir.
Ruana veía con sumo desagrado mi gentileza con los demás sirvientes, y acaso intuía que yo estaba fuera de su alcance, pues el arma principal de aquella mujer era la codicia, ya sea que codiciaras el dinero o sus carnes, necesitarla era morir, pero yo no la necesitaba. Ella, sabiendo que mi fortaleza era ese rasgo de no quererla, se llenaba de indignación. Utilizaba sus encantos para provocarme muchas veces al día. Y me hizo saber, no de forma indirecta ni velada, sino abierta, que me atraparía. Me dijo un día que pasó a lado mío.
-Tengo muchas ganas de tenerte dentro de mis piernas. Y se que te mueres por estar conmigo. Hay un problema, que como hombre no me poseerás, pues no somos iguales, pero como sirviente un día te llamaré y tendrás que atenderme bien. Te lo cuento para que vayas pensando qué diablos deberás hacer para sorprenderme.
Una buena noticia. Rosi había conseguido que Ruana le anotara en los botecillos de arsénico, con su propia letra, el nombre del paciente, Jonatán o Ligia, la dosis, y la periodicidad. Por alguna razón no me entregó los botes, sólo me dijo que lo había logrado. Parecía como si lo tonto se le hubiera quitado una vez que le asigné una tarea que requería de una chica hábil y entusiasta. Tal vez lo único que Rosi ocupaba era una jodienda y una misión qué cumplir.
Pese a todo, el plazo para la muerte de Ligia se acercaba, pues la fiesta ya estaba a un día de distancia. Advertí que me había hecho de las simpatías de todos los sirvientes, excepción hecha de los sirvientes particulares de Ruana, pero sin embargo mi principal causa seguía siendo perdida, no había hecho reír a Ligia, y si lo hiciera probablemente no cumpliría con mi cometido porque Don Jonatán no estaría en salud mental de verla sonreír y ser consciente de ello. Ligia seguía siendo muy hermética, siempre con un talante cerrado. En pocas palabras, ella no me había abierto su mundo, tal vez me había abierto el mundo que le había dispuesto Ruana, pero no su mundo. Ella era mucho más que la chica enferma que no se desplegaba de ningún tipo. No importa qué idea se me ocurriese, ni cuantos aliados tuviera, si no contaba con la complicidad de Ligia no podría salvarle la vida, y mucho menos hacerla reír.
Todo habría de definirse en el día de la fiesta, faltaba poco tiempo y no tenía yo ningún plan. Caminé a mi habitación, cabizbajo, y en el pasillo, en el umbral de su habitación, estaba Ruana, con un vestido rojo que no dejaba nada a la imaginación. Al pasar yo, ella me dijo con una voz ronca de bruja puta:
-Hoy.
-¿Hoy qué?
-Hoy te quiero aquí...
Cuando dijo aquí, se alzó el vestido y llevó su mano a su pelvis, no llevaba nada puesto, y hundió sus dedos en su siempre húmedo coño. Al final del pasillo la rendija de la puerta de Ligia se cerró y su sombra hizo teatro guiñol en la hendidura de la base de su puerta.
Siempre que uno piensa en los héroes nunca imagina que éstos necesiten ayuda. Salvar una vida es una especie de heroísmo, y a mi me hubiese gustado que alguien en este mundo estuviese rezando por mi, pidiendo al cielo que la suerte me acompañe, teniéndome en mente cuando menos. Me sentí solo. Mi collar se agitó en mi cuello como una serpiente convulsa, ¿Acaso Aleida estaba pensando en mí? ¿Acaso alguien había entrado a robar a mi casa y caído accidentalmente en la trampa que estaba en mi cama? No lo sé, pero un tibio viento pareció bañar mi cuerpo, y pasé a sentirme lejanamente protegido.