Nunca danzarás en el circo del sol (01)

(Una sonrisa perfecta) Primera parte de esta saga en la que un payaso desentraña el sentido de su risa. Su dentista le da una sonrisa perfecta, y mucho más.

NÚNCA DANZARÁS EN EL CIRCO DEL SOL

I

Una sonrisa perfecta.

Si miras mi cara no sabrás si te gusta o te molesta. ¿Te atrae? ¿Te inquieta? ¿Te irrita? Probablemente sientas algo de miedo suponiendo que estoy loco y que soy absolutamente impredecible. Tal vez tengas razón, a mi lado no podrías pasar un día normal. Mírala bien, finge que no lo haces pero obsérvala, esa es mi cara.

Probablemente te guste, pues, según he llegado a comprender, es extremadamente armónica. Mis ojos son grandes, de esos que la gente llama expresivos, y no sé si eso sea un atributo porque unos ojos expresivos traicionan a cualquiera que desee mentir alguna vez; yo los tengo así, grandes, negros, con unas pestañas que no sé de dónde saqué, y desesperadamente reveladores de la mayoría de mis estados de ánimo. Mi nariz es recta, algo grande, pero tan afilada que disimula lo enorme que es. La verdad es que el secreto del encanto de mi nariz radica en que esta flanqueada por varias partes del cuerpo que de alguna manera distraen la atención respecto de ella.

De mis ojos ya di pistas, hablaré entonces de mi boca, mi labio superior es considerablemente más pequeño que el inferior, y a suerte de tanto sonreír, tanto el superior como el inferior tienen tantas grietas verticales que pareciera que acabo de besar la parrilla de un radiador de un automóvil en marcha. Son rojos, como si la sangre luego de besar ese filoso radiador estuviese todavía tiñéndolos. Las orejas son pequeñas, con el lóbulo separado de mi cabeza que es sorprendentemente redonda de arriba, cubierta de un cabello tan ensortijado que siempre parezco un fallido lanzador de granadas. Si bien mi cráneo es redondo, este se vuelve triangular hacia la barbilla, que es, irracionalmente, partida. Mis pómulos son carnosos y alzados, y a mitad de ellos se hace un hoyuelo cuando sonrío.

¿Cuándo sonrío he dicho? Bueno, estamos entrando en materia. Imagínense que están pegados a un teléfono concertando una cita a ciegas, lo que quieren es dar una buena impresión a la sensual voz que está del otro lado del auricular, pues, convenciendo en esta descripción podría haberse ganado terreno rumbo a la cama. Si en esa situación describes tu rostro, generalmente hablarás de tus ojos, de tu nariz, de tu boca, y alabarás aquello que sabes tienes bonito y callarás o distorsionarás lo que sabes tienes feo, como amortiguando el golpe. En ambos casos, y salvo que los dientes tengan un problema severo como encías que sangran de la nada, un diente cariento al frente, o algo similar, el común de la gente no hablará de sus dientes, ni de su sonrisa. Yo sí.

Mis dientes tienen una perfección inexplicable, son largos, y al decir largos significa muy largos, uniformes, que enmarcan una lengua larga, muy larga. La gracia de la belleza de la parte interna de mi boca es desconcertante cuando por fin sonrío. No sé a suerte de qué mi sonrisa es muy amplia, se alza hacia los lados haciendo una luna menguante muy aguda y agresiva, si encima sonrío con los dientes bien juntos, sentirás definitivamente que en medio de mi crujir de dientes yace tu alma, o cuando menos tu carne. Es la sonrisa de un ángel mezclado con una hiena, es la alegría diáfana teñida de rabia. No quiere decir que mi vida interior sea tan voluble, sin embargo, es lo que representa mi sonrisa, como si fuera la sonrisa amable de un asesino. Si en vez de sonreír me río, o peor aun, me carcajeo, todo cambia, mi risa es por naturaleza estridente, muy sonora, delirante y contagiosa.

Creo que de todas las partes de mi cuerpo, la que más cuido es mi boca, luego le sigue mi piel. Puede que no vaya al médico general, al urólogo, al otorrinolaringólogo, pero sin duda al dermatólogo sí tengo que ir, más que para curar para prevenir, y de un tiempo para acá, no podría dejar de ir a mi dentista, mi dentista preferida, mi única dentista.

Con ella, cuyo nombre es Aleida, me llevo de maravilla. Creo que el secreto de esta amistad radica en que ella valora mis dientes en una forma que yo no puedo siquiera entender, ella los ve desde dentro, sabe cómo se llama cada diente y si es normal que salgan como han salido, sabe la función de cada pieza, de qué están hechos, qué soportan y qué no soportan, es una experta absoluta. Ella me conoce muy íntimamente y en cierto modo ha concluido la obra que la naturaleza comenzó, Dios me dio unos dientes bellos, pero ella los terminó de acomodar, los libró de la caries, les devolvió su blancura. He sido su boca mimada y nos hemos sabido dar partes, de las mejores partes, que tenemos.

Recuerdo la primera vez que llegué con ella, su consultorio era un buen consultorio ubicado en una zona comercial que exige el pago de rentas muy elevadas. Fuera del consultorio estaba estacionado un automóvil del año, impecable, de esos que son atrevidamente familiares o flojamente deportivos. En el muro se leía un letrero que decía "Estacionamiento exclusivo / Dra. Aleida Merino". Cualquiera que sepa que me gano la vida como payaso callejero sabrá que para mi era un esfuerzo muy significativo el pagar una dentista visiblemente cara, sin embargo, corría con la suerte de tener un medio para pedir un descuento, un medio tan azaroso como inquietante.

La conocí bajo la idea de que Aleida era dentista de una chica rubia a la cual le daban mucha risa mis montajes. Pareciera que el público es quien recuerda al artista y no al revés, por varias razones muy obvias; el artista debe poner atención a su puesta en escena y ello implica que no preste mucha atención a su público, sin embargo el público sí puede centrar toda su atención en el artista porque es parte esencial del espectáculo y desde luego no es mal visto quedársele mirando. Eso es cierto sólo a medias, pues las calles y las plazas no son un teatro en el que el público es mas o menos una masa oscura de cabezas indistintas, en ellas el público está cerca, ellos te ven, tu les ves, y si alguien del público es seguidor de tu trabajo terminas por identificarlos. Yo identificaba al público por el sonido de sus carcajadas, por el brillo de sus ojos al ser felices, por las muecas de indignación divertida que ponían en ciertos de mis actos. Una risa particular la podría identificar de las demás, así la viese y oyese una sola vez en la vida, y más aun, si los dueños de estas risas eran clientes asiduas de mi espectáculo con mayor razón les identificaba.

Así fue como identifiqué a la chica rubia, su risa era tan suave pero tan abierta que cuando estaba ella entre el público inmediatamente inundaba mi acto con su frescura y su suavidad. Dado que su risa me gustaba mucho me ponía todavía más gracioso, y la hacía reír aun más. Yo la identificaba, ella me seguía. Me había visto actuar como cuatro veces y casi puedo jurar que era ella la que depositaba un billete de cincuenta pesos en mi sombrero, cosa inusual, no porque mi acto no valiera la pena, sino porque era lo que podría cobrar un teatro en forma por un acto similar, aunque yo pensaba que no existían actos exactamente similares al que yo presentaba.

Era común que más de una chica viese en mí algo más que un payaso, pues cualquier mujer observadora supondría que mi cuerpo de payaso tendría posibilidades de ser amado o utilizado para el placer una vez que se me despojaba de la ropa ridícula que regularmente uso para mis presentaciones. A la quinta vez que la vi acudir a uno de mis espectáculos por fin cruzamos palabra. Acordamos ir a tomar un helado, algo así como una cita que podía traer algo bueno, y al dar un sorbo a una aguanieve de frambuesa, que es la cosa más fría que ha entrado en mi boca, resentí en los dientes este frío. Me apenó mucho porque la chica me dijo que eso no era normal, me reveló que ella acababa de entrar a estudiar odontología y me pidió que le permitiera echar un vistazo a mis muelas.

Es más común que una chica te pida que le muestres el ancho de tu verga que la salud de tus muelas, sin embargo se las mostré. Me dio pena, repito, no porque no quisiera que me viese las muelas, sino porque sabía que se iba a encontrar con algo seguramente muy desagradable. Según recuerdo, la última vez que había ido al dentista fui del brazo de mi madre, y ésta había muerto cuando yo tenía diez años, dejándome huérfano porque no conocía yo a mi padre ni a ningún familiar, por lo que, considerando que actualmente tengo veintiocho años, significa que, mínimo en los dieciocho años que he tenido que vagar por las calles ganándome el pan en las formas más variadas no había acudido a un dentista.

La chica se sentó en una de las jardineras que están afuera del Palacio de Bellas Artes y me hizo recostar en sus muslos para restarle un poco de frialdad a lo que iba a hacer y me abrió la boca como si se tratase de un inquisidor listo para meter en mi boca un embudo de castigo.

-¡Abre!- Me dijo.

Inspeccionó mis muelas durante un minuto, tiempo suficiente en el que yo maldije que en la mañana se me hubiera olvidado el cepillo de dientes y el hilo dental. Siempre lo cargo, en eso si soy muy disciplinado. Sin embargo precisamente hoy que una linda chica me husmea las muelas no he cargado mi equipo de limpieza bucal. Repasé en mi mente la alimentación del día para imaginar el tipo de residuos que encontraría. Casi nada, me había comido una torta cubana, es decir, esas que concentran una orgía de ingredientes dentro de un pan, además de una barra energética que había devorado antes de iniciar mi acto. Repasaba los ingredientes de la torta, jamón, pastel de pollo, queso de puerco, quesillo, chilpotle, aguacate, lechuga, frijoles, milanesa empanizada, salchicha, huevo, etc., más la fibra y pasas de la barrita, y sólo interrumpí mi inventario de ingredientes cuando escuche su veredicto lindamente anunciado.

-No te va a gustar todo lo que veo-

-Discúlpame, hoy por la mañana olvidé mi cepillo...

-No, tonto, no me importa el jamón- Ay, vio jamón- tienes muchas caries. Si no te atiendes esto vas a perder tus hermosas piezas. No puedes aplazar una visita al dentista. ¿Si sabes lo que es un dentista?-

-Por supuesto. Supongo que no me caen bien.

-Te daré una tarjeta de un dentista que sí te caerá bien, además es una tarjeta que te dará un descuento. Este dentista es muy caro, pero con esta tarjeta especial el gobierno pagará un sesenta por ciento de lo que te hagan, así que los precios serán razonables. Aprovecha y haz que te pongan cerámica de la buena.

Me dio la tarjeta y leí "Dra. Aleida Merino". Seguimos caminando dando vueltas a la alameda, platicamos de algunas cosas, entre ellas, le expliqué que su risa me motivaba a hacer más y más estupideces. Curiosa al igual que todas las mujeres me preguntó el por qué, y se lo dije, le empecé a describir con todo detalle como era su risa, qué sonido hacía, qué tono utilizaba, le expliqué todos aquellos efectos sutiles que sólo un experto en risas como yo puede advertir, y rematé imitándola pobremente pero con la similitud necesaria para que ella entendiera que no estaba contándole mentiras, sino que efectivamente había reconocido su risa entre miles. Yo ese día estaba muy cansado, tanto que pensé que podría dejar para después el cortejo de esta chica, sin embargo, cuando le dije que yo ya me desviaría a mi departamento ella visiblemente se entristeció. La invité a que me ayudara a desmaquillarme, que es un trabajo que presumiblemente resulta mejor si lo hace una chica. Ella aceptó entre gusto y miedo. En realidad esto de pedirle que me ayudara a desmaquillarme era una maniobra nada inocente que, había aprendido con los años, resultaba muy efectiva para que una chica se sintiera más interesada en mi y en cualquier cosa que yo pudiera proponerle.

Podría decir que en los once años que llevo como payaso hay una diferencia sensible entre los primeros tres años en los cuales desconocía el interés de las mujeres por desmaquillarme, y los restantes ocho años en que sabía yo de este interés.

Así, la llevé al sitio en que vivía, un pequeño departamento que tenía a unas cuantas cuadras de la Alameda Central. Es una calle más bien fea, pero cercana a las calles en que trabajo, sin embargo, por fea o insegura que fuese la calle todos me conocían bien, incluso los ladrones, así que había inmunidad para mi y para quienes eventualmente me acompañaran. Sin importar la calle, cruzando el umbral de la entrada a mi casa toda la fealdad se transforma en el acogedor camerino de un artista.

No describiré por ahora todos los detalles de mi pequeño departamento, baste con decir que en el dormitorio había una base de madera muy pesada, con muchas marcas de pirograbado que yo mismo le inflingía, o bien que permitía inflingirle a quien yo quisiera. Era como si la tatuara conforme me sucedían cosas significativas o incluso era como un libro de visitas en el cual quien hubiese estado en mi departamento podía dejar constancia de su visita, la única regla era no escribir palabra alguna. Era en consecuencia algo así como mi diario jeroglífico, mi códice personal, como mi espalda de madera en la cual tatuaba mis días. Encima de esta base de madera inusualmente decorada estaba un amplio y mullido colchón, cubierto de sábanas bien blancas. A lado de la cama un sillón muy cómodo y una lámpara, y frente a la cama un pequeño tocador que era absolutamente discordante con el enorme espejo en forma de óvalo que estaba colocado en el muro justo arriba de su superficie. Frente al tocador había un banquillo de madera, firme, pesado, con un colchoncillo muy cómodo. Pese a que las paredes estaban tapizadas de recortes de diarios, fotos de revistas, un póster de Charles Chaplin, y la base de la cama resultaba ser un artículo muy misterioso, el verdadero centro de la habitación era el pequeño tocador de madera, el enorme espejo, y el banquillo, pues era algo así como el punto energético de donde brotaba toda la posible magia que yo pudiera tener.

Mi casa era un enorme rectángulo en donde todo convivía cama, tocador, una tina de baño, una estufa, un refrigerador, lo único que estaba amurallado era el retrete, fuera de ahí hasta la tina y la regadera estaban dentro del enorme rectángulo, y si bien la tina podía rodearse con unas cortinas, yo nunca las cerraba alrededor.

Una vez llegamos, dejé en un rincón mi mochila de implementos de trabajo y saqué de ella el neceser de mis artículos de maquillaje. Ella se había deslizado hasta el tocador, se había sentado en el banquillo y se miraba en el espejo como si estuviese viendo su propia imagen por primera vez. Su mirada estaba demasiado brillante, como conmovida. Ella no lo sabía, pero si yo fuese un rey mi trono sería ese banquillo del tocador, y ella estaba sentado en él, con un aire de impostora y reina a la vez. Con mi mano abrí el interruptor y ella se llevó a la boca su mano, sorprendida de que el espejo ovalado tuviese distribuidos a lo largo de su circunferencia una serie de focos que le daban al espejo, y a mi departamento en general, un toque farandulezco.

-Has entrado a mi hogar, es justo que sepa tu nombre.

-Me llamo Gloria.

Ella se rió al recordar que el letrero que coloco cuando tengo la oportunidad de presentar mi acto en la Alameda Central, frente al Palacio de Bellas Artes dice "Venga a ver a Basil en Bellas Artes" y me dijo:

-¿Es ese tu nombre, el del letrero? –

-Fíjate que en realidad me iban a llamar Basilio, pero por un error de la oficialía en donde me registraron mi acta de nacimiento dice Basil. Como me gusta más como se escucha abreviado, yo nunca me quejé y mejor dejé que mi nombre quedara así.

Me senté yo en el banquillo y puse mi cara a su disposición. Ella comenzó a desmaquillarme con temor de que la presión de sus dedos me fuera a lastimar, yo sonreí sin mostrar los dientes. Algo pasaba con este acto de desmaquillarme, era como si el hecho de que ella tuviera sus manos en mi cara estableciera un nexo con su feminidad a través de mi, es decir, si nos espiaran por la ventana que mi departamento no tiene, el mirón podría imaginarse dos cosas, que la chica me está desmaquillando o que me está maquillando, al desmaquillarme va descubriendo esa persona que soy debajo de mi disfraz, si me maquilla me convierte en lo que ella es, en una mujer, si me desmaquilla los poros de mi piel que son liberados por el compasivo tacto de sus manos le tienden un abrazo como el que una prisionera rinde a su salvador, si me maquilla me cubre de sí misma, si me desmaquilla comprende que soy un hombre, no un personaje, si me maquilla me crea conforme a su deseo, si me desmaquilla descubre mi belleza, si me maquilla me la inventa, y todo, todo eso pasa mientras Gloria me maquilla y desmaquilla.

Teniéndola así de cerca puedo olerla, su aroma es dulce y fresco, y me entristece que yo no pueda ofrecerle la misma experiencia pulcra, pues he estado en la calle por horas, incluso he de oler a la grasa que me está quitando al desmaquillarme; su aliento despide la fragancia de las cerezas. Estoy muy al pendiente del sonido de su respiración, y ella de la mía. En un momento muy preciso su tacto deja de ser unas manos obreras que se encargan de una tarea impersonal y se convierten en las manos de una amante que acaricia, y en apariencia sus manos siguen haciendo la misma tarea, pero una energía distinta fluye de ellas, sus ojos se han entrecerrado, más que ver lo que desmaquilla lo va sintiendo al tacto. Por fin mi cara ha perdido su máscara de colores y ha quedado tal como es, con un semblante fuerte, cultivado en un instinto de supervivencia que se requiere para subsistir en las calles de la ciudad de México, y ella advierte que mi cuerpo ha experimentado muchas cosas, advierte una pequeña cicatriz que tengo en el cuello y parece gustarle.

Le doy una crema que he de ponerme luego de desmaquillarme y ella me la aplica en el cutis. Yo cierro mis ojos para permitirle que, mientras me aplica la crema, me vea sin precaución alguna, quiero que tome nota de lo que hay, de mi realidad, y decida si quedarse o correr, yo no obligo a nadie a quedarse a mi lado. Pasan varios minutos, la crema ya ha desaparecido pero ella sigue tocándome el rostro, como si me estuviese haciendo de la arcilla del paraíso, y lo que me da vida es ese aliento suyo que me vitaliza y me da el ser. Yo permanezco con los ojos cerrados. Ella me coloca sus manos entre el cuello y las orejas y me planta un beso muy suave, su boca está seca pero no tarda en mojarse, siento sus labios muy hinchados y los míos, algo cuarteados, se curan a su contacto. Por un momento no hay lenguas, sólo labios, como si registráramos la cantidad de comisuras que tiene cada quien. Su respiración se hace más densa. Abro mis ojos y tengo su bendito rostro frente a mi, sus ojos son muy pequeños pero lucen radiantes, los orificios de su nariz son también muy estrechos pero inhalan respiraciones muy profundas. Su cabello es auténticamente de oro. Su rostro blanco se ha sonrojado tanto que por un momento pienso que ella es de color rosa. La miro con ternura y ella me mira con pasión. Advierto que tiene ganas de estar desnuda y junto a mi.

Se ríe de la nada y hace una mueca como si dudara de todo lo que está haciendo. Le pregunto:

-¿Qué pasa? ¿Estas nerviosa?

-Debo pedirte algo.

-Lo que sea.

-Pórtate amable, por favor. No me decepciones.

-Por supuesto que seré amable ¿Qué te hace pensar que no seré amable?

-No es eso... sólo que pudiera ser que yo requiera de un cuidado adicional.

Comprendí que se trataba de su primera vez. Pensé que sería injusto que su primera vez fuese algo sin gracia, así que se me ocurrieron varias ideas. La primera fue abrir una botella de vino dominico, ni más ni menos un vino tinto de Baja California que costaba seiscientos pesos la botella y que había estado conservándola para abrirla en año nuevo, y la segunda fue que la bebiéramos mientras nos bañábamos juntos en la tina de baño; la botella la relajaría de una manera exquisita sin embriagarla, y el baño le daría tiempo de conocer el terreno enemigo y me permitiría además oler igual de bien que ella.

Abrí la botella y ella, que bebía poco según me dijo, pareció disfrutar el sabor del tinto y el calorcillo que produce. Pareciera que todo había tomado un matiz de juego, nos reímos más, se aligeró la atmósfera, sin embargo ambos habíamos hecho la promesa de entregarnos después de nuestros juegos. Ella me hacía preguntas para convencerse aun más de haber elegido al tipo correcto, sus preguntas no iban encaminadas a saber si formalizaríamos una relación, cosa que no parecía interesarle, ni tampoco pretendía saber a cuánto ascendían mis ingresos, más bien quería saber que yo en el fondo era un hombre franco, no un bribón cualquiera, quería convencerse que era un artista, sentir que ella tendría su primera vez con un genio, de esos que no tienen que ver con su vida cotidiana, después de todo, su desvirgamiento no sería algo cotidiano.

Llené la tina de agua caliente y una vez llena comencé a desvestirla, pero ella se negó e insistió que quería ser ella quien me desvistiera a mi primero. Estuve de acuerdo con eso.

Ella comenzó a desvestirme como si mi cuerpo hubiese sido desollado y requiriera de especial cuidado para desvestirlo. La verdad mi cuerpo estaba tan sensible como si efectivamente no tuviera piel entre los músculos y la ropa. A esas alturas yo ya me había quitado los zapatos de payaso y me había puesto unas sandalias, y qué bueno, pues creo que lo único que era poco romántico de quitar eran esos zapatones. Ella comenzó por la camisa, la cual fue abriendo poco a poco, primero destrabó todos los botones del frente y dejó al descubierto mi pecho y mi abdomen. Se sorprendió de ver lo firmes que estaban mis pechos y lo rígido de mi abdomen, después de todo tenía su premio dedicar tanto tiempo a las abdominales. En vez de grasa en los costados había un par de músculos que parecían indicar el camino hacia el interior de mis pantalones. Ella me bajó la camisa hasta que la tiró en el suelo. Con sus manos tocó mi pecho para ver si era de verdad, incluso me merodeó por atrás para tomar nota también de mi espalda. Alzó la mano y me apretó los músculos de los hombros, yo voltee la cara para besarle una de sus manos. Caminó y me abrazó por la espalda, pegando su mejilla detrás de mis omóplatos, reposando su rostro justo ahí donde de ser ángel tendría la parte más mullida de mis alas. Su abrazo me tenía aprisionado, su respiración regía el latido de mi corazón y continuaba masajeando con las palmas de la mano bien abiertas mi abdomen.

Sin pasarse para adelante, es decir, abrazándome por atrás, con sus caderas a la altura de las mías, como si ella me montara, sus manos de dirigieron justo a mi cinto para destrabar la hebilla de una manera fuerte, poco delicada, como si ella, la primeriza, me estuviera advirtiendo de mi inminente violación. Abrió el cinto, abrió el cierre, y una de sus manos se introdujo en el interior de mis pantalones como una serpiente que busca una presa, y la encontró en la figura de una verga bien tiesa; primero la empuñó sobre del calzón, como averiguando sus dimensiones. Su respiración se hizo más agitada y pienso que por una suerte de instinto comenzó a bombear mis nalgas con sus caderas. Separó su mano de mi pene y con las dos manos me bajó el pantalón de un tirón, dejándomelo a la altura de las rodillas. Ella se puso detrás de mi para seguirme abrazando y se dejó guiar por esos músculos que conducían justo a mi pelvis. Primero palpó con sus manos todo el frente de mi trusa, tomando nota exacta del paquete que se hacía debajo de la tela. Por los costados me bajó la trusa y entonces empuñó mi verga con torpeza de principiante pero con un interés y curiosidad que las mujeres no debieran perder nunca. Más que acariciarme me descubría.

Se pasó a mi costado derecho y con sus pechos bien pegados a mi brazo derecho se dedicó a que su mano izquierda me palpara las nalgas y la derecha me empuñara el pene. Yo voltee a ver su cara, ella no me veía el rostro, sino que estaba hipnotizada con la imagen, forma, temperatura y tacto de mi verga. La empuñaba con fuerza y luego sólo rozaba la piel de mi pene con sus yemas, estaba de alguna manera aprendiendo. Yo, para cerciorarme de su situación le pregunté algo que ya suponía.

-¿Qué pasa, nunca habías sentido uno de estos?

-No.

-¿Qué te parece?

-No sé. Es muy distinto a como imaginaba que serían en la vida real.

-Eso puede ser bueno, habrá cosas de ellos que no imagines y sin embargo te parezcan muy buenas.

-En eso tienes razón, te quiero a ti, no a mi imaginación.

-Lo único que me importa es que te de gusto.

-Vamos a ocuparnos de que así sea. Me siento muy afortunada de que me recibas en tu casa.

Ya que ella me hubo inspeccionado un buen rato extendí mi mano en señal de que ahora yo la desnudaría a ella. Lo primero que hice fue arrancarle un gorro tejido que llevaba, se lo quité con el respeto que el amante de la reina le quita la corona antes de poseerla. Le acaricié el cabello dorado. Le toqué el rostro, y el cuello, le besé ambas cosas. Después le desabotoné la blusa y surgió un pecho divino, rosa como era toda ella luego de que su blancura se excitó. Llevaba un sostén negro que acentuaba su rojiza blancura. Cuando le desabroché el sostén como que dejó de respirar para petrificar la forma de sus pechos, ignorando que yo ya los había petrificado en mi memoria. Sus pezones eran de color piñón, con una aureola tan grande que en verdad me sorprendió que se tratara de una primeriza y no de una mujer que había amamantado los labios de un bebé. No los besé ni los toqué, pues ya habría tiempo para eso, de hecho decidí no emprender ninguna caricia fuerte sino hasta que ella demandara toda mi virilidad.

Bajarle la falda de tela liviana fue fácil, pues sólo se sostenía con un elástico que hacía mucho juego. Debajo estaban unas caderas perfectas. Le toqué el abdomen, merodee su ombligo con las yemas de mis dedos, disfrutando de sus vellos rubios, casi imperceptibles. Me hinqué frente a ella para bajarle las bragas como si su sexo fuese el objeto de culto en una mezquita. Una vez que no tenía bragas miré su sexo, era tan diminuto y tan rosa que casi me hace llorar. Acerqué mi nariz y aspiré una bocanada de su perfume más secreto y sonreí. Ella pareció fascinada por toda la aceptación que le di al aspirar de esa manera. Le quité las sandalias a sus pies exquisitos. En lugar de emprender cualquier caricia me puse de pie, la tomé de la mano y la invité a meterse a la bañera.

Ella se adentró al agua caliente, primero respingó, pero al meter su coño al agua sintió un a rara paz, un agresivo alivio. Yo me dirigí a la botella de vino y llené un par de copas, las únicas que tenía, y las coloqué en una mesilla que estaba colocada para esos efectos a lado de la bañera, no porque invite a muchas mujeres a bañarse conmigo, sino que está ahí para cuando deseo reposar luego de un día arduo de trabajo y me consiento con un baño y una copa. Me metí a la bañera y de alguna forma nos entrelazamos. No había penetración, sin embargo, estábamos tan trenzados en la pequeña tina que pudimos toquetearnos mucho debajo del agua. Yo en todo momento respeté su sexo, aunque ella desde hacía un rato ya me estaba toqueteando el mío.

Platicamos.

-Sabes, cada vez que te veo actuando me da mucha risa, pero también me conmuevo mucho. No eres como los otros payasos, de hecho no sé si llamarte payaso.

-Supongo que sería más correcto llamarme provocador de risas.

-Se oye muy complicado. Tal vez sería más fácil dignificar la palabra payaso que darle ese aire solemne de "provocador de risas". Sírveme más vino.

Yo le serví más vino y le conté unas de mis apreciaciones, al hacerlo sobreactué mi narrativa para divertirla, pues advertí que la combinación de vino, sensualidad y risa le estaba sentando muy bien, además, su risa me estaba hechizando.

-Déjame te cuento que en una ocasión vi un programa medianamente desagradable que se llama Actor Studio, que fundamentalmente es una tomada de pelo; en él hay un sujeto soporífero que entrevista a actores invitados. Digo que es una tomada de pelo porque el invitado ya sabe qué le van a preguntar, sabe de qué van a hablar, y aunque se supone que hay riesgos de quedar mal al final porque hay una sesión de preguntas y respuestas con el público, resulta que el público está integrado por estudiantes en una escuela de cinematografía que admiran al personaje invitado, o sea que todo está bellamente arreglado. Además no se transmite en vivo, de manera que si un estudiante hace una pregunta inconveniente los demás pueden echarlo y editar su intervención. Bien, ya que te conté esto te diré que estaba yo cambiando los canales de aquel pequeño e insignificante televisor que ves allá cuando vi que estaba como invitado Jerry Lewis. Desde siempre pensé que Jerry Lewis era un comediante que me exasperaba. Creo haber visto una de sus películas en medio de un desagrado que me abarcaba en muchos niveles. Hacía muecas y gestos que no me provocaban la más mínima risa, además, la película no era sino un pretejo para mostrar sus cualidades chistosas. En fin, me pareció muy desagradable.

-A mi me gusta Jerry Lewis...

-Bien, dejémoslo en que yo no lo comprendo, que yo no comprendo su humor. Te sigo contando. Hay una sección en que le hacen preguntas rápidas para obtener respuestas rápidas, como si ello garantizara que las respuestas son verídicas. Le preguntan que es lo que más le gusta y contestó rápido "La Risa" , luego le preguntan qué es lo que más detesta y contestó rápido "El Aburrimiento" . Más adelante el entrevistador, al cual yo nunca había visto tan humano ni tan acertado, le empieza a preguntar varias cosas interesantes acerca de cómo se sentía al haber sido sometido a una operación del corazón, que cómo se siente de tener una hija de cinco años siendo que él es un viejo, etc. Recuerdo que le dijo "Parece obvia la pregunta, pero tengo qué hacértela ¿Qué es mejor, el drama o la comedia?" y Jerry Lewis con su respuesta definió todo lo que soy. Él contestó. " Hace un momento te comenté que necesito de la risa de los demás para vivir. Imagina esto, un hombre viejo es sometido a una operación de su corazón y sobrevive, lucha por sobrevivir porque a pesar de ser un viejo tiene una hija muy pequeña, y a él lo único que le importa es que esa niña se ría, no importa la payasada que tenga que hacer ni los medios que necesite utilizar, él vive para hacer que esa risa brote, pues para eso vive, vive para que los demás se rían, pues eso es lo que lo mantiene con vida. No tiene elección, debe hacer reír porque esa es su misión. No sé que opines tu, pero para mi la vida de ese hombre que necesita de las risas, de la felicidad de los demás para seguir viviendo me parece la historia más dramática que puedo concebir. Puede ser que te diga que elijo la comedia, pero en el fondo no hay diferencia".

-¡Qué bello!- Exclamó ella en medio de un suspiro.

-Pienso lo mismo. Si no fuera por risas como la tuya yo sencillamente me hubiera quitado le vida hace mucho, pues tal como dice Jerry Lewis, lo peor en esta vida es el aburrimiento. En consecuencia no soy un payaso común, diseño mis rutinas, no las improviso, mezclo situaciones y aprendo de la risa, pues mi deseo es diseñar la rutina cómica perfecta, una rutina que perdure en la mente de quien la ve, que puedan recordarla y sonreír aunque estén en la situación más desesperada. Y he de conseguirla.

Salimos de la tina y no perdimos el tiempo en secarnos. La belleza de Gloria me calaba en los ojos. Era tan perfecta que me resultaba inconcebible que esta lindura se sintiera tan halagada de estar compartiendo su primera vez conmigo, aunque pensándolo bien, puede que su olfato esté en lo correcto, pues soy un amante muy generoso, un caballero que siempre busca primero el placer de mi mujer, pues hacerla feliz es mi principal religión. El vino la había puesto algo contenta, sólo contenta, no ebria. Ella era consciente de absolutamente todo. Encendí unas velas y un incienso. Ella saltó al espejo para quitarse una basurita del ojo, yo vi sus nalgas de gacela saltando y suspiré, ella se colocó frente al espejo, vio que la veía y se rió, se sacó la supuesta basurita y se dispuso a regresar conmigo a la cama, pero antes de regresar se vio unos segundos, con detenimiento, como si ansiara haber sido tomada por mi para regresar al espejo y ver las diferencias, sus diferencias.

Se echó un clavado a la cama y cayó con sus piernas abiertas. Yo la sujeté de las piernas para dejárselas abiertas y ella notó que yo había comenzado a poseerla. No toqué su sexo todavía, simplemente le mantuve abiertas las piernas, adelanté mi cara y le besé en la boca largo rato, ahora si hubo lenguas, ella respiraba agitada y me mordía, como si la virgen que había en ella se resistiera a último momento con mordidas salvajes. Le tomé un pecho con la mano y bajé mi rostro hasta esa altura para lamerle y morderle el pezón, ella lanzó un gemido. Sin más preámbulo la recosté en mi colchón y la comencé a besar camino a su coño, ella respiraba muy profundamente como si estuviese en trabajo de parto, pero cuando pudo predecir que mi boca haría contacto con los labios de su sexo contuvo la respiración. Vi su clítoris bien tenso, tan tenso que casi zumbaba, así que decidí que extraería mi larga lengua y haría contacto justo en ese pequeño botón del placer. Al contacto de mi lengua con su clítoris ella se retorció y lanzó un gemido de llorona, pero era un gemido que envolvía la palabra "si". Empecé a darle la mamada más intensa que hubiese dado en mi vida. Era un coño ya demasiado impaciente, necesitaba tener vida sexual, necesitaba nacer. Así que mantuve mi boca dándole las caricias más hábiles que mi boca conociera. No quería ser procaz, pero siento que ella no me había elegido a mi por taimado o bien educado, sino que ella esperaba de mi lo que yo era, un amante considerado, pero que dejaría bien claro por qué la naturaleza del hombre siempre se ha asociado al vigor. Lo mío no era el exceso de artimañas, sino la penetración vigorosa, fuerte.

El coño de Gloria estaba muy hinchadito. Ella estaba tendida en la cama sin moverse, como dejándome a mi todo el trabajo de empezar, poniéndose en mis manos. Yo tomé un poco del lubricante que siempre tengo en casa y me embadurné la verga. Aunque tal vez no fuese necesario por la cantidad de jugos que estaba derramando Gloria, quise colocarme ese apoyo para hacer más fáciles las cosas. Tomé la mano de Gloria e hice que con ella tomara mi verga, quería que ella la orientara hacia donde la quería, ella me hizo la invitación final colocándose la punta de mi verga en el coño. Ya no había marcha atrás. Había sido objeto de la invitación más sublime. Así que fui bombeando suavemente, dilatando aun más su cavidad, aunque estaba ya bastante preparada con el hábil trabajo de mi lengua. Ella gemía muy dulce, tan dulce como es su risa. Yo llegué a sentir su himen, primero bombee un poco sólo hasta ahí, pero luego con un embiste certero rompí la frágil tela. Ella sonrió de descubrir que no había dolido tanto. Yo me quedé metido un rato antes de empezar a bombear. Salió un poco de sangre, pero la experiencia había sido fácil. Ella estaba feliz, pues era un momento que temía que fuera traumático.

Ahí yo ya comencé a considerar que tenía en mi cama una mujer y no una adolescente, así que comencé a tratarla como tal. Le abrí las piernas y coloqué mis manos debajo de sus nalgas para dejarle ir toda la longitud de mi verga, ella seguía gimiendo, gozando de cada impulso mío. Luego la coloqué sentada encima de mi para que me montara un rato, así, ella me montaba a su ritmo y por momentos ella alzaba y dejaba quieta su cadera y yo la barrenaba con gran rapidez. Mientras ella estaba sentada y bien empaladita yo voltee al tocador y vi una escena bellísima, mi cuerpo tendido bajo el de ella, metiendo el grueso y venudo cilindro en aquel aro rosa que yacía bajo unas nalgas tan redondas como el durazno más bello. La curvatura de la cintura de gloria marcaba sus músculos con una fortaleza admirable y mis manos casi abarcaban por completo su cintura. Le pedí que volteara al espejo y viese lo que yo estaba disfrutando y a ella le agradó mucho ver su propio cuerpo empalado, de hecho siguió con la vista fija en el espejo y curveó más sus caderas para dejar salir al máximo mi pene y ver cómo resbalaba nuevamente a su interior. La vi tan interesada que en definitiva me alcé de la cama con ella encima. Mis fuerzas eran suficientes para cargar el exquisito y frágil cuerpo de Gloria. Ella vio más de cerca, más en vivo, lo que le estaba pasando. Moví la silla del escritorio y la empiné de cara al espejo. Ella quedó tan cerca del espejo que casi besa el reflejo de su propia cara, y detrás se veía un hombre que se la tiraba con mucha energía. Ella se hipnotizaba a si misma, le gustaba ver que era ella la que estaba siendo penetrada, ella viviendo por fin su sexualidad.

La llevé a la cama y le hice el amor de ladito, como si estuviera empinada a lo perro, pero ambos recostados. Ella seguía viéndose al espejo, yo le mordía muy levemente los hombros, las orejas, detrás de las orejas, el cuello, y ella más gemía. Era muy ligera, podía acomodarla como yo quisiera, penetrarla en los ángulos más inverosímiles, pero la idea no era darle un trato de actriz porno, sino sencillamente que aprendiera a gozar del amor.

La hice acostarse con los brazos justo a sus costados y con las piernas cerradas. Esta posición no era un espectáculo fascinante para verse en el espejo, pero ella comprendió bien pronto de olvidarse del espejo y sencillamente dejarse penetrar. En esta posición el huesito de mi pelvis se apoya indirectamente con el clítoris, presionándolo con mi pubis y el tronco de mi pene, mismo que tiende a doblarse justo en el necesitado clítoris. La tomé así, le coloqué las manos en las nalgas, quise tocarle el arillo del culo pero decidí dejar esos excesos para una futura ocasión, si es que la había, y seguí penetrando; no tardó mucho en que su respiración se hiciera notoriamente más agitada, hasta que estalló en un grito de placer, al suceder esto yo pegué aun más mi pene para presionar el clítoris, provocando un segundo orgasmo casi inmediato. Intenté seguir pero al parecer el clítoris había quedado tan sensible que no soportaba más presión, así que opté por penetrarla de lado, en una posición que casi no toca el clítoris pero sin embargo coloca al pene en una posición tan placentera que obliga a regar el semen. Ella miraba mi rostro y por fin me conoció. Cuando hago el amor, y sobre todo cuando estoy a punto de regarme, empiezo a sonreír de dicha. Yo no soy como casi todos los hombres que al hacer el amor ponen cara de angustia, de estar realizando un trabajo muy rudo, y que al eyacular ponen cara de muerte, no, a mi me da por reflejar mi dicha como la dicha se refleja, es decir, con una risa, la risa más pura y diáfana que proclama a los cuatro vientos que soy feliz, feliz, feliz, y ahí es donde mi vigorosa forma de hacer el amor, por fuerte y ruda que parezca, está exenta de violencia, porque no es mi deseo destrozar a la dama que me regala su placer, tampoco quiero someterla de ningún tipo, ni dominarla, sino sólo hacerle aquello que le gusta tanto y yo ser feliz con ello. Desde luego es una sonrisa, no una carcajada que extinguiría todo el fuego, sino una risa de dicha y de gozo. Ella había puesto una de sus manos en mi cadera, como siguiendo una instrucción primitiva de ordenarme que me regara en su matriz. Desde luego usaba un condón, pero eso se olvida. Ella con su mano me exigía el semen, y yo habría de dárselo. Mi risa emitió un chasquido y comencé a verter toda mi leche, haciendo que ella sintiera los estertores de mi verga. Ella también se rió. ¡Se rió! Nos besamos muy tiernamente. Ambos estábamos sudados.

Yo hubiera preferido que se quedara a dormir, pero ella me comentó que la esperaban en casa. Mientras se vestía caminó sin falda, sólo con bragas, hasta el espejo, y divisé que su cadera había nacido, que su mujer había nacido. Sus caderas eran una belleza y podría estarlas penetrando toda una vida. Sin embargo, era como si fuéramos uno del otro, por ahora que todavía el perfume común de nosotros flotaba en el aire, pero presentí que eso duraría tal vez hasta que ella saliera de mi departamento, de mis dominios.

-Camino distinto, ¿Verdad?- me dijo cuando me sorprendió viéndole las nalgas a través del reflejo del espejo.

-Es lo que suele suceder cuando ya no se es la misma.

-¿No me vas a felicitar?

-Felicidades. Por cierto, quiero pedirte algo que es muy importante para mi.- le dije a la vez que tenía en la mano el pirógrafo encendido al rojo vivo.

-Como no sea dejarme quemar con eso o que te queme yo a ti, acepto.

-Quiero que inscribas tu marca, lo que significó este momento para ti, a través de un dibujo, nada de letras ni palabras, sólo un dibujo. Toma el pirógrafo y dibuja ese símbolo en las maderas de mi cama, es como si me lo marcaras en la piel, así, en las noches que me sienta solo podré invocar el gozo de tu signo, y soñar contigo.

Ella tomó el pirógrafo con su mano izquierda y comenzó a dibujar una flor muy sencilla, de esas que se trazan dibujando una bolita, luego cuatro semicírculos que hacen las veces de pétalos, luego un tallito que hace las veces del cuerpo de la flor y hojitas. En el circulo de la flor dibujó una carita sonriente y muy tierna. En el tallo dibujó un corazón. Hay estudios que dicen que los dibujos infantiles revelan cuando el niño es feliz, y en este caso este dibujo casi infantil revelaba la historia de una niña feliz. Encima, casi a lado de los pétalos, dibujó una luna menguante.

-Desde que era niña dibujo esta flor, pero si bien siempre ha sonreído porque siempre he sido una niña feliz, nunca le había dibujado corazón. Ahora lo tiene porque el corazón se me ha activado. El tallo nunca tenía estas ramitas así, abiertas, y es porque antes mis piernas estaban cerradas, y ahora están felizmente abiertas. Esta luna eres tu, es tu sonrisa cuando estás teniendo tu orgasmo. Fue lindo.

Se quedó viendo su dibujo y acaso se le humedecieron los ojos. Luego desvió su mirada al resto de la base de mi cama, sus cejas se fruncieron un poco, tal vez de notar que había más de doscientas inscripciones en la base de madera. Tuve que aclararle:

-No creas que cada marca corresponde a una cita. No soy tan atractivo. Lo que sí te puedo asegurar que cada una corresponde a un recuerdo intenso. No siempre es la huella de amar, una plática o un suceso pueden estar ahí. Algunos, la mayoría, los inscribo yo, el resto quienes yo quiero y les permito hacerlo. Tu desde luego tenías que estar acompañándome aquí, para siempre.

Aceptó mi explicación, se puso su falda y me hizo saber que debía irse. Me ofrecí a acompañarla. Hablamos poco en el camino, ella si acaso me daba las gracias, y yo no cabía de la impresión de escuchar semejante cosa, aquella belleza agradeciéndome. Tal vez debería valorarme más a mi mismo.

La llevé hasta muy cerca de su casa, que era en colonias de dinero. No quiso que la llevara más allá. Prometí ir al dentista durante la próxima semana, y lo cumpliría.

Para cumplir la promesa que hice de acudir al dentista es que estaba ahora en el lujoso consultorio. Había que repararme la dentadura y afortunadamente tenía algunos ahorros, pues no me va mal con mis actuaciones, además Gloria me había advertido que era inaplazable que me atendiera los dientes.

Por fin me pasaron con la dentista. Era una mujer que tendría unos cuarenta años, quizá más, pero muy bien conservados. Su tez era morena, su cara redonda, su cabello ondulado. Sus ojos eran bonitos a su manera y reflejaban una dulzura interminable, acaso también reflejaban una pena oculta. Sus labios eran muy delgados, su nariz más bien puntiaguda. Su cabello, al menos lo que alcanzaba a verse más allá del gorro que llevaba puesto, era castaño oscuro y ondulado. Su rostro era redondo y me inspiro confianza a la primera. Como hombre no pude evitar intentar descifrar si mi dentista estaba buena o no, así que la observé, pero quedé en las mismas, sabía que no era gorda y que desde luego no carecía de pechos ni caderas, pero ignoré si había cintura o lo que sea, pues la ropa médica no permitía conocer nada.

Su comunicación era muy técnica, como impersonal, sin embargo, casi de inmediato e inevitablemente mi oficio salió a flote y le robé una risita, misma que emitió muy a su pesar. Su risa era linda, sin embargo, mal se rió, reprimió su risa volviendo al orden. Desde un inicio esta mujer me pareció un misterio, como si fuese una alacena de felicidad pero la llave estuviese momentáneamente perdida. Nos simpatizamos, según pienso, lo cual era además conveniente porque me puso a ver en un monitor aquello que una camarita muy pequeña registraba en mi boca, ella decía:

-¿Cuál es su nombre?

-Basil.

-¿Es de aquí?- lo preguntaba como de rutina, como si les hubiesen instruido en la escuela cómo distraer al paciente antes de empezar a hacer una carnicería en sus bocas. Me sacaba plática pero no estaba seguro de que fuesen sinceras sus preguntas.

-Si, nací aquí, en la ciudad de México? ¿Y Usted?

No me contestó, en cambio me dijo –Mire Basil, ¿Ve en la pantalla esas manchas negras? Son caries, esta y esta y esta muela son las más dañadas. Definitivamente hay que poner empastes, al menos a esas tres que están en riesgo de que llegue al nervio. Pero si quiere de una vez solucionar su problema, en total son trece las piezas que necesitan atención, además una limpieza, y si quiere lucir esos dientes que tiene, una blanqueada.

-Me gustaría, pero, ¿Cuánto sería?

-Costaría mil cien pesos por cada pieza, con la mejor porcelana importada.

-¿Y con esta tarjeta?

-Serían cinco mil setecientos veinte de los puros empastes, más ochocientos de la blanqueada. La limpieza te la regalaría. Sólo que hay un inconveniente, esas tarjetas sólo valen hasta el día último de este mes, pues el programa de apoyos del gobierno se termina, así que tendríamos que hacer el trabajo en los próximos diez días. Tendrías que venir a las horas en que yo pueda, una vez en la mañana y otra vez en la tarde, o en la noche si es necesario, dos piezas por día. Ha venido muy tarde.

-Por favor no me hable de usted, me siento raro. Puede tutearme.

-Está bien. ¿Qué decides?

-Si, me someteré a sus condiciones.

-¿Traes dinero para pagar un adelanto?

-Si.

-Pasa con mi secretaria, le pagas y regresas conmigo, un cliente canceló una de sus citas y podría atenderte una pieza en este momento.

Hice lo que me pidió y regresé. Mi dermatólogo era hombre, y casi nunca me toca, sin embargo, en esta ocasión mi dentista era mujer y me tocaría mucho. Se puso unos guantes de látex, me recostó en una camilla y me colocó encima una lupa gigante con luz. Al otro lado de la lupa pude ver a detalle sus ojos, que eran color miel, intenté meterme a su interior, pero me atrapó y volteó un poco la luz para que me diera en plena cara, mis ojos comenzaron a llorar y me dijo:

-Disculpa, si te irrita los ojos te voy a pasar un pañuelo para que te cubras.

Me dio un pañuelo de papel y me cubrió los ojos. Así, ella me convirtió en un invidente y me condenó a que mi contacto con el mundo dependiera de mi oído. Ella comenzó a manipular mis labios como si le pertenecieran, con su dedo enguantado me colocó vaselina en los labios para que no se partieran al abrirme la boca como la de un tiburón blanco saltando por un bocadillo, y yo comencé a hacerme preguntas acerca de la ética médica, pues para mi sí importa tocarle los labios a alguien extraño, pero a la doctora al parecer le da lo mismo. Me pregunto si a algunos se las pone con más suavidad que a otros, y me río de la imposibilidad que tales sujetos tendrían de comprobarlo.

-Te va a doler un pequeño pinchazo, es la anestesia.

Sentí como un pellizquito. Ella, luego de ponerme la pequeña inyección, me comenzó a dar masaje a la altura de la encía anestesiada, por afuera de la mejilla, claro está. Me metió las manos en la boca para verificar si estaba ya insensible la parte inyectada, yo asentí con la cabeza. Me puso una manguera que me absorbía la saliva y la tiraba en un bote. Encendió un taladro cuyo zumbido ha traumatizado a muchos y comenzó a destruirme una muela para luego repararla.

En repetidas veces ella me decía que tal o cual cosa me iba a doler, y ella presionaba y en veces dolía y en otras no. La verdad era un suplicio porque la doctora me amenazaba muy seguido de que algo me iba a doler, así, yo me ponía tenso por el futuro dolor, y luego me decepcionaría del daño tan leve. Sus manos entraban y salían de mi boca como Juan por su casa. Suponía que no sería agradable verme ahí tendido, con la mandíbula abierta como una lamprea de mar, con un tubo sacándome saliva. La doctora hacía su trabajo en silencio, claro está, pues no es conveniente que cuente chistes o que hable de su vida con alguien que no puede ni reírse ni contestarle, en cambio ponía música en una pequeña grabadora, discos soporíferos de Kenny G , alguno de New Age y otro de oldies. Desde la primera vez noté que cuando empezaba una canción de Neil Daimond que se llama Love on the rocks ella le subía un poquito, y eso me desconcertaba, ¿Cómo una mujer tan aparentemente robótica sentía alegría con una canción cuyo principal fuerte es la pasión? Sin querer comencé a distinguir el sonido de sus pies, comencé a contabilizar su peso, su volumen. Construí con mi mente una visión de aquello que no alcanzaba a ver, aprendí a identificar el aliento de la doctora y hasta el ritmo de su respiración, pues era lo único de interés estando ahí tendido, pues por lo demás sólo quedaba sentir todo lo que ella hacía en mis piezas dentales.

Terminó ese día y me preguntó cómo me había sentido. Le contesté que bien. Ella me dio un vasito con agua y me invitó a enjuagarme. No sé si a propósito dejó de advertirme que con la anestesia no controlaba bien mi mandíbula, que ni sentiría la cara interna de mis mejillas, y esperó a que intentara absorber el agua para enjuagarme y escupir, sólo para ver el patético cuadro de cómo el agua se derramaba de mi boca como la papilla de un bebé que voltea en el momento justo en que su madre le ofrece una cucharada, algo así como un vómito causado por la estupidez de la boca al retenerlo. En medio de esa aclaración tácita de que yo estaba en sus manos nos despedimos. Ella no sé en qué momento digitalizó mi sonrisa y me puso frente a un monitor y me dijo:

-Así quedará tu sonrisa luego del tratamiento.

-Bien. No me contestó.

-¿Qué?

-De donde era.

-Oh. Disculpe, disculpa. No soy de aquí, sino de Colombia. Pero me vine a acá a estudiar y aquí me casé y me quedé.

Pude notar que apuró a intercalar entre su primera referencia personal que era casada. ¿Me prevenía o me retaba? Me prevenía, supongo. Volví a ver la foto que me mostraba. Y ahí estaba, mi sonrisota en mi carota, blanca como la nieve, pero igual de delirante que siempre. Esa foto arreglada es la que iría a parar a mi expediente. Vaya cosa, la foto arreglada era la que iba estar en mi carpeta, como si ya hubiesen terminado todo el trabajo. Mi sonrisa tal vez no serviría para anunciar pastas dentales, pues la gente supondría que la pasta en cuestión produce locura; tampoco sirve para ser modelo, pues no siento que pueda atraparse en una fotografía fija, pues su esencia es dinámica, pero en definitiva sí es la sonrisa adecuada para mi oficio: payaso ambulante.

Entre los días del tratamiento trabajé poco, pues las citas con la dentista eran impredecibles. En una de las pocas funciones que pude ofrecer, escuche de nuevo la risa de Gloria. La busqué con la mirada y descubrí que ahí estaba, pero dejándose abrazar por un muchacho más de su edad. Sentí no sé qué, sentí tal vez alegría de haber dado el banderazo de arranque a aquella mujer, pero en secreto me había quedado un poco prendado de su trato. Me preguntaba si esta incomodidad al verla acompañada no se trataría de pura vanidad de mi parte, del deseo de enseñarle más cosas, en fin, ella se rió de mi acto como siempre, me saludó desde lo lejos y el chico que la acompañaba se sorprendió, y puedo decir que se sintió orgulloso, de ver que su chica conocía personajes tan emblemáticos de la fauna local de la ciudad de México como yo. Me sentí así, como un personaje de diversión, como una especie más de la fauna local, como una atracción, pero ni cabe renegar de eso, pues eso es lo que soy.

Durante los siguientes días que duró el tratamiento tuve que estar viendo a la doctora, tratarla más. Los discos que ella ponía eran aburridísimos, y descubrí que eran sólo tres. Dado que noté que era recurrente que en la canción de Neil Daimond le subía un poquito, decidí llevarle un regalo que sus pacientes, y en especial yo, agradecería: un disco doble que agrupaba lo mejor de las primeras épocas de Neil Daimond , entre otras canciones estaba la choteadísima Love on the rocks , pero también venían otras, unas de las cuales me encantaban, tales como Girl you´ll be a woman soon . Al recibirlo su postura ante mi cambió. Sonrió y con agrado confirmaba que sonreía muy bonito. Me dio una sensación muy extraña su reacción, pues noté como si no hubiese recibido un obsequio tan inesperado desde hace mucho tiempo, y no era el disco en sí, sino el hecho de que alguien estuviese atento a sus deseos y los materializara gratuitamente, sin interés de sacar provecho, como si fuese una muestra de estima inesperada.

Ese mismo día, durante el tratamiento, lo primero que hizo fue estrenar sus discos de Neil Daimond. Eso al menos me liberó de la tortura de escuchar a Kenny G. Al regalarle los discos le hice saber que había notado su gusto por Neil Daimond, le aclaré que no soy un fanático de este cantante pero que había canciones que me parecían geniales, como la de Girl you´ll be a woman soon. Fue sorpresivo para mi que ese día, le subió no sólo a la canción que le gustaba a ella, sino que recordó la que me gustaba a mi y también le subió en esa. Eso era un mensaje de amabilidad. Resulta que a esta mujer le importaba hacer felices a los demás, no solamente era una carnicera de muelas. Aproveché, al final de la sesión, las muchas veces que me había prevenido del dolor y le dije:

-Mire doctora. Hagamos un trato. No todo lo que produce sensaciones debe llamársele dolor. Algunas cosas son dolor y otras cosas simplemente son una sensación inusual. Aun así, si fuera dolor, hay dolores buenos y dolores malos. Los dolores buenos van a ser bienvenidos. Los dolores malos son otra cosa. Aun si son dolores malos, podrían lastimarme o podrían incluso gustarme de algún modo. Hagamos esto. Yo le haré saber cuándo un dolor me resulta insoportable o molesto. Los demás dolores que me infrinja no deben preocuparle. Yo sé que de todas maneras no encontraría manos más hábiles para esto que las suyas. Si sus manos no pueden hacerlo más compasivamente, nadie lo hará.

-De acuerdo. Podemos hacer otro trato. Yo te tuteo desde el primer día y tu sigues hablándome de Usted, ¿Podríamos cambiar eso?

-Sin duda que podemos. ¿Cómo se tutea a la dentista de uno?

-La dentista de uno tiene nombre, y puede llamársele...

-Aleida- Me apresuré a decir.

Yo noté que con los días ella era menos cortante, aunque no podía evitar comportarse así en ciertos casos. Noté que seguía aumentando el volumen del disco de Neil Daimond en nuestras canciones . Incluso, sentí como que ahora me ponía la vaselina con más cariño, me pinchaba las encías con mayor dulzura y destrozaba mis muelas con más compasión. Supongo que éramos algo parecido a amigos, y debíamos serlo luego de que ella tenía sus manos en mi boca tan seguido. En veces para atenderme llegaba a reposar uno o dos segundos alguno de sus pechos en mi cuerpo, pero era algo tan incidental que no llegué a considerar que fuese a propósito. Ella conocía instantes deplorables de mi, conocía mis caries, conocía lo mal que me lavo los dientes, me veía escupiendo saliva en un lavabo porque la anestesia me impedía sentir si tenía agua o no en la boca. Fueron días entretenidos con todo y que eran extenuantes. Mis quijadas ya estaban bastante maltrechas de tanto castigo.

Por fin se llegó el último día de tratamiento, la cita fue casi en la noche, ella me había dado a escoger entre ir a la última cita de en la noche o a la primera del día siguiente, a eso de las ocho de la mañana, yo sin titubear elegí la cita de la noche. Al llegar a su consultorio vi que ese día ella iba demasiado arreglada, lo que nunca, llevaba tacones y exhibía lo bonitos que eran sus pies mientras que el cintillo que apretaba su tobillo me decía lo bien formado de sus chamorros. Se veía un pequeño borde de vestido debajo de su bata médica, su cara estaba maquillada y su gorro médico estaba muy mal acomodado porque seguro se estaba preocupando por no estropear su peinado.

Me puso un trapito en los ojos, pude oler su perfume delicioso, estaba vestida para una fiesta o cena, no sé. No era un día común. Yo, anticipando que extrañaría ser torturado por esta mujer que había llegado a apreciar, me dediqué a absorber cada detalle de esta consulta, su tacto, cómo me abría la boca, todo lo que me hacía, el sonido de sus pasos, de su respiración, cada detalle lo guardé en mi corazón. A medio tratamiento escuche que sonó el teléfono. Me pidió permiso para ir a contestar porque su secretaria ya se había marchado y ella esperaba una llamada de su marido. Cuando aclaró lo de su marido me sentí estúpidamente envidioso. Pude escuchar los pasos que dio para llegar al teléfono, veintitrés en total, y pude incluso parar la oreja y escuchar lo que ella decía al teléfono, como un vil chismoso, y noté que se enfadó con su marido, seguramente porque algo había pasado que canceló el baile o cena planeados. Escuché "¿Cómo que tienes que irte a Querétaro de urgencias?" Silencio. "No, no me importa si llegas mañana al mediodía o pasado mañana. Adiós." Colgó con furia. No me quité el pañuelo de los ojos, pero la oí moquear, seguro que hasta lloró un poco. Yo me enderecé y fingí estar más dopado de lo que en realidad estaba, como dándole la pauta de callar su secreto. Sin embargo, cuando regresó conmigo a la camilla, ya era la misma y profesional doctora de siempre.

-Voy a subirle a todo el disco de NeilDaimond, al cabo no hay ya nadie en el consultorio.

Terminó la consulta y me sentí en ánimos y deseo de invitarle un café. Con la encía adormecida y con un hablar torpe, le dije:

-Aleida, ha sido un placer estar en tus manos, me has dejado una dentadura perfecta. Nada me gustaría más que agradecerte tu trabajo invitándote un café.

-No sé, no ha sido un buen día para mi.

-Precisamente.

-Debo llegar a mi casa...

-Soy un payaso profesional, permíteme hacer algo por tu alegría.

-Es que me esperan mi marido...

Me le quedé mirando y ella comprendió que yo no le creí. Por fin dijo:

-Está bien, no me espera nadie, vamos por ese café.

Se quitó la bata de médico y lo que vi fue una mujer muy bella, se quitó el gorro y pasó de bella a hermosa. Me encantaba ver con qué firmeza pisaba sus tacones, era una mujer a la cual la vida no le cerraba caminos, autosuficiente, segura de sí misma. Eso me fascinó. Cuando preguntó a dónde íbamos le dije que al centro, previendo que quizá más noche no quisiera ella llevarme hasta mi casa. Ir al Samborns de los Azulejos no sólo era una excelente opción, sino que además me dejaría cerca de mi departamento. Ella tuvo que dejar su coche en el estacionamiento público de un hotel porque el tipo del estacionamiento de Bellas Artes nos dijo que sí había sitio pero que hoy había un cóctel muy exclusivo, que básicamente se expondría el trabajo de no sé que artista desconocido pero a la vez famoso, y estarían actores de la televisión y demás. Yo miré a la entrada de Bellas Artes y efectivamente estaba atiborrada por una multitud de gente cualquiera y reporteros que flanqueaban una alfombra roja. En ese instante estaba bajando de un elegante aunque no ostentoso auto Joan Manuel Serrat. Aleida se emocionó al verlo y dijo "¡Mira, es Serrat!", y lo dijo con una alegría tan infantil que pude descifrar mil datos acerca de su entusiasmo con sólo verla emocionándose con el buen Serrat. Obviamente a ella le encantaría saludarle de manera personal. Me parecía muy extraño imaginarme a Serrat en un evento tan frívolo, pero supuse que lo organizaba alguna dependencia cultural, o se relacionaba con alguna causa social, o algo que pudiera interesar al cantautor catalán, no sé, lo único que sé es que mi mente comenzó a fraguar la forma de colarnos en ese lugar.

Por más que pensé no se me ocurrió nada, aunque alcancé a notar que no había mucho control en la entrada. En el instante en que cruzábamos la calle vi algo que no pude sino interpretar como una ayuda divina, por la calle transitaba Andrés, el chofer de Don Jonatán. El coche que manejaba era un Jaguar adaptado para que tuviera dimensiones espectaculares de amplitud sin perder el estilo de la casa Jaguar, un armatoste imponente, digno de la altura de un personaje tan distinguido. Me le atravesé y éste frenó sólo porque me identificó, pues de lo contrario me hubiera arrollado. Se orilló. Yo me abalancé sobre el cristal y Aleida sólo se quedó mirándome sin comprender nada de lo que pasaba.

-Necesito un favor- le dije a Andrés.

-No viene el señor...

-No importa, recuerda que Don Jonatán me está eternamente agradecido. Además tu y yo somos más amigos que enemigos. ¿No querrás que él se entere que dejaste desamparado a un amigo, verdad?

-¿Cuánto necesita?

-No es dinero. Necesito un favor.

-Usted disponga.

Le conté mi plan. Aleida y yo subimos al Jaguar y Andrés se desvió hacia un callejón más bien oscuro. Dentro del callejón le pedí a Aleida que mirase a otro lado para permitir que Andrés se despojara de su siempre impecable traje sastre y que yo me quitara la ropa, así, intercambiamos la ropa. Luego, Aleida y yo nos sentamos en el asiento trasero del vehículo para dar la impresión de gente que es llevada por un chofer, como era verdad.

Tal como pensé, el simple hecho de que llegáramos en el auto en el que íbamos despejaría cualquier duda de que éramos personajes importantes, y si no importantes, al menos muy ricos. Nadie que tuviera una reputación qué guardar acudiría a la fiesta sin invitación, pues el riesgo de ser la comidilla social sería muy alto, sin embargo, en cuanto el Jaguar se paró frente a la alfombra roja, un mayordomo se apresuró a abrirnos la puerta, yo salí del auto y con gentileza le extendí la mano a Aleida para que se apoyara al salir. El mayordomo no sabía quien era invitado y quien no. Yo alcé la mano saludando a los reporteros y con el otro brazo hice un triangulo para que Aleida me asiera del brazo. Al alzar la mano los reporteros desde luego no me reconocieron, sin embargo cada uno de ellos pensó que si no me conocían era por ignorancia y tal vez se perderían de la foto de la noche, así que instintivamente llovieron los flashazos, ¿Ella es actriz famosa? ¿Él es político, actor? Sabrá Dios. Todos nos tomaron fotos preventivas y después averiguarían nuestras identidades. Incluso una chica tan histérica como ignorante me pidió un autógrafo, sin saber quien coño era yo ni qué hacía yo ahí. Desde luego le firmé "Para Lisa con todo cariño" y puse una firma ininteligible. Los de la puerta, que tampoco estaban obligados a conocer a todos los invitados, supusieron que si los reporteros nos habían retratado sin duda seríamos alguien famoso y potencialmente invitado, así que supusieron que estábamos invitados e igualmente nos dejaron pasar, además sería muy mal visto, en medio de tanta prensa, que echaran a dos personas tan distinguidas como Aleida y yo.

Una vez dentro, Aleida exhaló tranquila. Lo interesante es que ella no sabía qué haríamos exactamente, sencillamente se dejaría llevar por mis circunstancias. Una vez dentro se limpió el sudor que le había arrancado tanta tensión y me regaló una sonrisa, ya no de dentista, sino de mujer. Yo no perdí la ocasión de decirle lo lindo que era verla sonreír, y ella se sonrojó. Le dije lo linda que se veía sonrojándose, y se sonrojó más.

Estábamos adentro, comenzamos a consumir canapés y copas de vino blanco que ofrecían los meseros. Nos paseábamos por el Palacio de Bellas Artes como si fuésemos parte de la realeza. Aleida localizó a Serrat y estrechó su mano, incluso platicaron por unos cinco minutos, después de los cuales requirieron la presencia del cantautor y ya no lo vimos más. Había ahí muchos actores que Aleida quiso saludar, y lo hizo, y con todos tenía dos o tres frases que intercambiar. Luego de un rato salimos a uno de los balcones y nos tomamos una copa ahí. Ella me dio las gracias de haberla sacado del consultorio, pues resultaba una noche maravillosa y sobre todo inesperada. Yo le aclaré que era muy prematuro que me diera las gracias ahora, pues la noche no había terminado y aun no nos habíamos tomado nuestro café. Ella no estuvo en desacuerdo de que la noche continuara. Cuando por fin salimos del cóctel estábamos con mucha ansiedad en el alma, pues era como si nos hubiésemos cargado de entusiasmo y energía positiva. Cuando intentamos entrar al Samborns de los azulejos estaba ya cerrado. Titubeamos y ella preguntó:

-Está cerrado. ¿a dónde vamos?

Yo decidí apostarlo todo. –Yo vivo cerca de aquí y sería un honor que conocieras donde vivo.

Ella sonrió y me dijo –Vamos.

Nos fuimos caminando y ella inesperadamente me abrazó por la cintura, so pretexto del frío, y yo pasé mi brazo por su hombro. Hasta ahí éramos simplemente camaradas.

Entramos a mi departamento y ella estaba fascinada con la cantidad de cosas que vio, los posters, el tocador, el sillón, la lámpara, etc. Estaba feliz como una niña que entra a una casa de muñecas en donde hay toda serie de chucherías. Preparé café y nos sentamos en una mesita. Ella preguntó:

-¿De dónde sacaste a ese tal Andrés?

-Es el chofer de un tal Don Jonatán que me está eternamente agradecido porque le salvé la vida.

-Qué interesante. ¿Podrías contármelo?

-Puedo contarte lo que sea que me pidas que te cuente, pero agradecería que esa historia me la preguntaras en otra ocasión, pues es muy larga y complicada. De hecho me costó esta cicatriz que ves en mi cuello.

Ella alzó la mano y sin timidez la tocó. Sus dedos estaban fríos. Yo temblé y le dije que sus manos estaban muy frías. Ella abrazó la taza de café. Ella se puso de pie y comenzó a husmear mi cama, estaba destendida y se veían las marcas de pirograbado.

-¿Qué significan todas estas marcas?

-Son fragmentos importantes de mi vida.

-¿Qué tan importantes?

-Basta con que sean importantes para mi corazón.

-Los grabas tu.

-Yo u otra persona.

-¿Son algo así como tatuajes? ¿Representan noches de amor?

-No todos representan noches de amor. Puedo pasármela bien sin hacer el amor y sencillamente lo inscribo.

Ella merodeó la cama y parecía sorprenderse con algunos de los grabados que sí resultaban demasiado gráficos respecto a que eran orgasmos inscritos. Se detuvo a ver varios, pero uno llamó especialmente su atención. Yo no sabía cuál, sólo la vi interesada.

-Acabas de decir que podrías contarme cualquier cosa que te pidiera que me cuentes. ¿Me cumplirás eso?

-Dirás que soy un embustero, pero esa promesa sólo podría cumplírtela parcialmente.

-Explícame...

-Podría decirte la circunstancia, pero no la identidad de la persona relacionada, primero porque no recuerdo todos los nombres, y segundo porque ellas desearían que su historia permaneciera anónima.

-¿Ellas? ¿No hay ninguna historia que trate de Él o Ellos?

No había pensado en eso, pero tenía razón, mi cama sólo ostentaba tatuajes de historias en las cuales el elemento entrañable era una mujer. Con agrado noté que ya no me estaba tratando como a su paciente, sino como un hombre, que ella no era dentista, sino mujer, y que ella y yo teníamos la misma edad, la suficiente, y yo moría por que tuviéramos un propósito, el mismo.

-Puedo contarte la historia de alguna inscripción.

-¿La que yo te pida?

-La que me pidas.

-¿Con detalle?

-Con el detalle que tu me permitas contar.

-Yo te permito todo.

-Esta. Es tan distinta a las demás, es inocente pero fuerte a la vez.

Me acerqué y vi que había elegido precisamente la inscripción que había hecho Gloria. Ella se sentó a la orilla de la cama, sus piernas pendían de ésta. Yo encendí velas y apagué las luces, y me tendí en el suelo, casi a sus pies, para quedar de frente a la inscripción de Gloria, como si ésta fuese a ser mi inspiración para poder contar su historia. Comencé a contarle.

Le expliqué la risa de Gloria, a la cual sólo referí como La Niña Rubia, la describí justo como su risa es, incluso la imité; ella al escuchar mi imitación se rió con mucha ternura, como si en su mente imaginara a la verdadera Gloria. Le conté también que la había visto merodeando mi actuación, le explique lo que yo creía que la niña rubia veía en mi y lo que esperaba de mi, le dije que me daba la impresión de que sólo me quería como aquel que inaugurara su cuerpo, tal vez para nada más, le dije que al final de todo sentí como si ella me estuviera cazando a mi y no al revés; le conté una radiografía de Gloria y le conté lo que sucedió una vez que estuvimos en el departamento, le conté de la desmaquillada y lo que yo creo que sucede cuando ésta ocurre, le conté de la bañera. Ella insistió que fuese muy puntual al contarle el momento exacto en el que la desvirgué, y yo le conté. Ella pareció conmoverse en sobremanera con mi descripción del desvirgamiento, quizá porque expliqué lo que la virginidad es en realidad y la naturaleza que nace cuando ésta muere, o tal vez sus ojos se humedecieron de recordar su propio desvirgamiento. Pareció estar muy conforme con que hubiese usado condón, e incluso intervino para aclararme los beneficios de su correcto uso, como que no quiere la cosa me preguntó cuándo había sido la última vez que me había hecho exámenes del SIDA y pareció conforme con mi aclaración de que hacía cerca de un mes y que no había tenido sexo más que con la chica rubia. Al final insistió en que hiciera un recuento de la experiencia, y yo le dije que suponía que había sido todo un éxito.

Mi narración había durado cerca de media hora, en esta fue como si ella y yo hubiésemos revivido la noche en que Gloria perdió su virginidad, imaginando que ella hubiese sido Gloria y yo mi propia persona. La posición en que estábamos, ella viéndome hacia abajo y yo a la altura de sus lindos pies era sumamente erótica, pues era como si sus tobillos llamaran a mis labios. Sus ojos se habían abierto ansiosos un sin número de veces, su tez se había puesto rojiza. Su lengua había mojado sus labios tantas veces que casi podría jurar que su entrepierna estaba hecha agua.

Cuando terminé se quedó muy pensativa y dijo:

-Mi primera vez no fue tan linda. Fue en noche de bodas y con todo en regla, pero no fue tan linda. Hay mucha magia que no está al alcance de todos. ¿No crees?

-Supongo que sí, el mundo es así. Respecto de mi, cualquier magia que pueda yo tener está a tu alcance.

Al decir esto mi mano reptó por el suelo lentamente, justo como una serpiente que gusta de comenzar a desatar los cintillos de los zapatos de las damas. Ella me miró, no se opuso, más bien su expresión entera revelaba un sí inmenso. Mis manos le despojaron de sus zapatos con mucha delicadeza, fingiendo torpeza para tocar la piel. Las lianas de su calzado le habían dejado parcas en el empeine y cerca de los dedos, y una más profunda en su tobillo. Mis dedos comenzaron a recorrer cada una de esas marcas con la intención de darle algo de alivio por medio del placer. Ella cerró los ojos y alzó la cara con dirección al techo en signo de placer, en su boca se dibujaba una sonrisa, su cuello se veía precioso así estirado. Yo mismo repte y me puse frente a ella, en una actitud devocional, parecida a la posición con que había empezado a amar a Gloria, aunque supe de inmediato que amar a esta mujer sería algo completamente diferente, algo mucho más salvaje y primitivo. Estando en posición de adoración no me quedó más que adorarle, así que besé sus pies.

Mi boca había dejado de sentir el adormecimiento de la anestesia, y si bien ya me había ejercitado con los canapés y el vino blanco, aun sentía extraña la lengua. Esta extrañez en mi lengua hizo que recorrer las marcas de las lianas con la lengua fuese una experiencia deliciosa. Tomé alternadamente y con mis manos cada uno de sus pies y comencé a morderle el arco de sus pies. Ella seguía con su cara en dirección al techo, con sus ojos cerrados, con su sonrisa, pero cuando le mordía los arcos de los pies o cuando engullía sus dedos para meter mi lengua caliente entre ellos, su espalda se arqueaba y su cuello se extendía aun más. Con mis manos hice para atrás su rojo vestido y dejé al descubierto sus rodillas, las mordí. Uno no espera que las rodillas no se noten, que sean lisas como si debajo de la piel no hubiesen fuertes articulaciones, y ella tenía unas rodillas morenas muy fuertes, muy marcadas, maravillosas. Subí besando la entrepierna u alcé el vestido hasta la cintura. Las bragas eran de un color rosa pastel que había sido estropeado por las manchas de la humedad que su sexo había destilado. Dios mío, el aroma de su sexo me embriagó al instante y despertó la parte más rapaz de mi, poniéndome la verga en un punto de longitud y grandeza insuperables. Le quité las bragas y vi que su sexo estaba rodeado por una abundante mata de vellos. Su sexo emanaba calor. Sin previo aviso clavé mi cara entre las piernas y comencé a jugar con los labios de su sexo. Ella no soportó más y se tendió por fin de espaldas en el colchón, cuidando de colocar sus manos en mi cabeza, empujando mi cara hacia su sexo como si quisiera que metiera mi cabeza entera ahí. Este gesto de rudeza no sólo no me disgustaba, sino que me encantaba. Pareciera que ella buscaría egoístamente su placer al dominar mi cabeza así, pero no hay engaño alguno, porque a mi me gusta mamar tanto como a ella le estaba gustando que le mamen. Metí la boca entera en su sexo y la moví frenéticamente, ahora mis labios aprisionaban su clítoris, ahora el labio derecho de su sexo, ahora el labio izquierdo, luego encajaba mi larga y caliente lengua y la sacudía como la cola de una serpiente de cascabel, y en medio de esas maniobras me daba el gusto de oler su sudor y su miel, y beber directamente sus jugos. Con mis manos le tomé las piernas y se las alcé para no sólo mamarle el coño, sino también el ano. Era un ano precioso, con sus líneas bien definidas, fuertes, como los labios contraídos de una corista que envía un beso a un rico admirador. Yo era ese admirador y le correspondía el beso. En un principio como que se resistió a que yo tuviera qué ver con su culo, pero sucumbió a la mórbida sensación y se abandonó a todos los atrevimientos que yo quisiera tener.

Desaté el cintillo de su vestido y lo abrí de par en par. Ella tenía su vientre algo abultado, lo normal para una mujer de su edad, pero, recordé que nuestra edad era la misma. Ella aprovechó para desatarse su sostén, cuyo broche estaba al frente, dejando caer hacia los lados un par de pechos turgentes, coronados por unas aureolas de unos seis centímetros de diámetro cada una, éstas de un dulce color canela con forma de revés de un durazno. Mientras yo, con la boca abierta ante tanta belleza, y lamiéndome los dientes con la lengua, aproveché para quitarme velozmente la ropa. Obvio ella se desató el sostén antes de que yo me desnudara, así que ella aprovechó para quedar completamente desnuda.

Me dirigí a la grabadora y le dije:

-No me creerás que por ti compré el disco de Neil Daimond para mi.

-Ajá- dijo ella como si Neil Daimond le importara una puta madre en este instante.

-Pondré Love on the rocks para que se repita una y otra ves, ¿Te parece?

-No- dijo como ebria- pon si quieres Girl you´ll be a woman soon. Love on the rocks pertenece a otra historia, y no quiero recordar historias, sino inventar nuevas.

La desvergüenza y la seguridad con que se desnuda una mujer casada que sabe lo que va a hacer y en perjuicio de quien genera una energía de lujuria que se alterna con el amor y el desamor, provocando pasiones inexplicables. Ella estaba desnuda y yo también. Le iba yo a besar los pechos cuando ella se enderezó y sin más ni más se echó a la boca mi verga. De alguna manera se las ingenió para llenar su boca de saliva y hacer de aquella mamada algo muy húmedo, mojado. Su mamada era frenética e intensa, como si fuese un pájaro carpintero que engulle con vigor una rama de carne. Se escuchaba muy sucio el batir de la saliva y los rugidos del líquido cuando impedía su respiración. Era una mamada muy golosa. Con sus manos acariciaba mis testículos mientras su cabeza iba y venía. Retiraba su boca y con sus manos agarraba mi pene y lo sacudía como la cola de un pez que huye, y con su lengua de serpiente lamía el glande con movimientos igual de rápidos, luego volvía a tragar mi barra, lastimándola a propósito con sus dientes y presionándola contra la cara interna de sus mejillas.

Estando ya muy caliente la arrojé a la cama dispuesto a penetrarla. Me distraje para untarme un poco de lubricante y ella aprovecho para masturbarse un poco. La visión de que con una mano se vulneraba el culo mientras dos dedos de la otra se perdían entre los vellos de su vulva casi me hace correrme en seco. Me perfilé y coloqué mi verga en dirección, y de manera violenta la empalé. Ella lanzó un alarido cuando mi verga estuvo bien metida hasta el fondo. Así, con las piernas abiertas y yo encima la bombee largo rato. Coloqué la parte trasera de sus tobillos en mis hombros para poder penetrarla más profundamente, cosa que le encantó, pues además bastaba voltear hacia un lado u otro para barrenarle las nalgas y morderle los pies al mismo tiempo.

La voltee para que quedara en cuatro patas y comencé a penetrarla de esa manera. Mis caderazos sacudían sus enormes nalgas de un lado para otro, y yo me deleitaba viendo la densidad de sus caderas temblando violentamente luego de que las mías chocaban con ellas de manera salvaje. Desde mi posición veía lo bellas que estaban ese par de nalgas, veía cómo mi verga se perdía entre esos dos valles y veía su culo dilatado y oscuro quedándome con la sensación de que ese culo también me miraba a mi. Hechizado por ese oscuro agujero comencé a bombear con más fuerza mientras con mi mano recorría las comisuras del culo con una lentitud desesperante. Me hubiese gustado tener la lengua lo suficientemente larga para lamérselo mientras la penetraba con fuerza. Los sonidos que emitía Aleida me ponían frenético, pues reflejaban una lujuria que rayaba en la libertad, como si fuese la declaración clara y enfática de que no hay nada de malo en que a una mujer le encante una verga bien maciza, que no hay nada de extraño en desear un macho vigoroso que te agarra las nalgas mientras de tunde a arietazos en el coño, que no está nada mal que alguien te quiera, sea o no tu marido, y que esté dispuesto a sacarte el partido que te mereces y que se aproveche todo el placer que el cuerpo puede dar, que no hay nada más amargo que el desperdicio de furor, de calor, de sexo.

Coloqué a Aleida en posición recta para ofrecerle mi especialidad, mi penetración con alto estímulo al clítoris. La penetré como unos diez minutos así, de los cuales los cinco últimos creí firmemente que tendría un orgasmo. Es decir, se empieza por juego sexual, luego viene una agitación especial, casi desesperada que sólo se libera cuando todo estalla en ríos de jugo y placer que se vierten de la fuente de un orgasmo. Esta antesala previa al alivio suele durar poco, pues no es sino la caída más absoluta a un vacío, sin embargo en Aleida duró como cinco minutos, y estalló de una manera que le hizo justicia a tan particular antesala. Todo su cuerpo se estremeció, y cuando comencé a bombear de nueva cuenta no sólo tembló, sino que volvió a correrse, y así, con ligeras variantes de ángulo se corrió siete u ocho veces más.

Bajo sus nalgas tenía yo mi mano y no me había dado yo cuenta lo mucho que le había yo metido un dedo en su caliente ano. Saqué mi verga de su coño y bajé a lamerle todo el jugo que sus múltiples orgasmos habían regado. Era un manjar delicioso, y a ella le parecía igualmente delicioso que le estuviese libando su flor. Cuando comenzó a recobrar el conocimiento comenzó a buscar si mi verga estaba al alcance de su boca. Y lo estaba.

Comenzó a chuparme con muchísima habilidad, utilizando su mano para agitar mi miembro mientras su lengua y sus labios me deparaban un arco iris de sensaciones. Su mamada era tan deliciosa que ya no pude concentrarme en mamarle yo también, así que de manera egoísta me tendí sobre la cama para dejar que ella hiciera su tarea acaparando toda mi sensibilidad. Ella estaba hincada sobre la cama haciendo maravillas con su boca y con su mano. Sentí como si toda la sangre de mi cuerpo huyera en dirección de mi pene, poniéndolo más ancho y largo. Otros fluidos en cambio comenzaron a buscar una salida de emergencia urgente. Y así, con su mano empuñándome la verga y su boca apoderada de mi glande, comencé a verter mi blanco esperma en el interior de su boca. Ella, concentró su tarea en su mano y abrió la boca, liberando la presión, recibiendo la blanca lluvia invertida en su paladar y lengua, dejando que gruesas gotas de semen resbalasen espesamente por el dorso de la mano con que me empuñaba. Yo lancé un rugido, mi orgasmo había equivalido a lo más cercano a sus nueve orgasmos. Ella se abalanzó a mi cara y me besó en la boca con su lengua envuelta en semen.

En alguna ocasión una chica recibió mi semen en la boca y corrió a escupir asustada, y me explicó que el semen se siente muy extraño en la lengua. Yo le pregunté cómo se sentía pero ella concluyó que era sencillamente inexplicable, que necesitaba verterme en la boca un hombre su leche para saberlo. Cosas del destino, no pensaba descubrir eso hoy, y sin embargo estaba ahí, jugando con mi propio jugo entre nuestras lenguas, sintiendo la tersura del esperma, la sensación abrasiva de tener algo latente en la boca, el sabor indescriptible de mi propia hormona. Aleida al besarme en esas condiciones me participaba de su gozo, aunque este gozo fuese muy femenino como para que yo lo aceptara abiertamente, y sin embargo lo acepté por ella. Ella, sólo de besarme en tan morbosas condiciones, volvió a sentir ganas de estar empalada. Mi verga, recién exprimida, por alguna suerte de inaceptada mariconeo se puso muy tiesa al contacto de su lengua blanca, así que casi de manera independiente a nuestras bocas que se besaban nuestros genitales se pusieron de acuerdo para embonar de nuevo. Ella emitió un gemido cuando sintió que todo comenzaría de nuevo. Ahora estaba ella sentada sobre mi, y yo la penetraba con fuerza apretando sus temblorinas nalgas con mis manos. Poco tardé en encontrar de nuevo su culo y meterle no un dedo, sino dos. Era una doble penetración ficticia, la única que ella podía permitirse por ahora, pero tanto ella como yo fantaseamos que esos dedos eran otro yo que la atacaba por detrás mientras mi verga la barrenaba con fuerza y calor. No tardó mucho que su mente le hizo una jugada gozosa y, sin que mi verga hiciera gran contacto con su botón del placer, ella se desbaratara una vez más, y yo, al sentir el apretón de su vagina comencé a sentir los estertores de una corrida falsa, o tal vez real, pero sin mucho semen qué gastar. Esta segunda regada llegó incluso a dolerme de tan placentera que fue, y luego de esto, quedamos tendidos sobre la cama.

No tuve que rogar tanto para que ella se quedara a dormir. Dispuse las cobijas, pues hacía frío, y nos dormimos desnudos, sin lavar ninguno de los líquidos que nos habíamos obsequiado. Ella se puso a mi lado derecho en posición casi fetal y yo la rodee como si fuese la concha adecuada a su forma. Mi mano derecha la coloqué bajo su cuello cuidando que la almohada impidiera que me hormigueara pronto, y con la otra mano la abracé, colocando mi mano en su abultado vientre. Con mi mano derecha le acaricié el cuero cabelludo, u al paso de mis dedos el crujir de los cabellos cantaba como un grupo de grillos haciendo el amor, y con mi otra mano le acaricié el vientre, que era un vientre opuesto al de una adolescente, y precisamente por eso con un encanto diferente, su peso, su textura, su calor. No era firme, pero era delicioso manipularlo y tocarla como a una gata recostada. Nos dimos un beso antes de dormir y supongo que eso significa algo.

Al despertar estábamos con la cabeza justo al otro extremo de donde la teníamos al acostarnos, y nuestros cuerpos no estaban abrazados, sino que sólo hacían contacto en el área sexual. Ella y yo nos reímos. Supusimos que, en caso de haber tenido un sueño húmedo, seguro nuestros cuerpos se habrían encargado de representarlo muy bien.

Nos dimos un baño muy rápido, pues Aleida debía regresar a su casa. Yo estaba inquieto por una razón, y ella me leyó la mente.

-¿No sientes que falta que hagas algo?-

-Si, ¿Qué será?- Dijo bromeando.

-No me has regalado tu signo particular. Desde luego te lo has ganado.

-Pensaré si tu te ganaste mi signo. Mmmm. Sí, creo que te esforzaste muy bien.

Tomó el pirógrafo. Aunque puedo hacerme a una idea de dónde imprimen sus signos, nunca fisgoneo mientras lo hacen, pues mi intención no es reprimir a nadie. Noté que ella estaría haciendo el suyo muy cerca del de Gloria. Cuando terminó me permitió verlo. Había dibujado detrás de la flor de Gloria una flor radicalmente distinta, con pétalos puntiagudos pero hermosos, con un amplio pistilo. A manera de aureola había diez símbolos de rayos que rodeaban la cabeza de la flor. Sus manitas reflejaban protección a la Flor de Gloria y de la flor de Aleida emanaban dos pares de alas, unas con las puntas hacia el cielo, y las otras daban algún tipo de cobijo a la flor de Gloria. No supe qué pensar, pues si me hubieran preguntado no permitiría que un símbolo interactuara de manera tan violenta con el espacio vital de otro símbolo, y en este caso el signo de Gloria y el de Aleida parecían uno sólo.

-¿Puedo saber por qué te acercaste tanto a este otro símbolo? Prácticamente el tuyo está sobre el de ella.

-Sobre el de la Niña Rubia.

-Exacto.

-Querrás decir sobre el de mi hija Gloria.

Enmudecí de asombro. No saqué cuentas que podrían tener parentesco, ella morena, Gloria rubia. Por supuesto, ella conocería el dibujo de Gloria, probablemente ella le enseñó como dibujar flores.

-No pongas esa cara, es mentira que te apena de verdad. Te repito lo que te dije ayer, lo tuyo y de ella fue lindo. No es de mi agrado que mi niña crezca, pero si ha de crecer de todas maneras, tal vez fue bueno que creciera en tus brazos. Veo que te sorprendes. Tal como pudiste notar anoche, el hecho de que viva absorta en mi mundo y en mi matrimonio no significa que por dentro no tenga una gran libertad. Créeme que en mi interior nadie me limita. No importa si el mundo se entera o no, soy muy capaz de muchas cosas. Soy muy capaz de entender por qué mi hija te eligió. Soy muy capaz de identificar que eres un excelente cómplice, lo supe en cuanto te vi, y me resistí a ti, pero no pude resistir aquello que representas.

-¿Y qué represento?

-Un vendedor de alas.

-Tal vez sea sólo una historia que se escribe...

-No lo creo. Creo que eres más que una simple historia. Siento que estabas en mí antes de llegar y que estarás después ya que todo termine. En una cosa tienes razón, es mejor Girl you´ll be a woman soon.

Nos fuimos caminando casi en silencio hasta su coche. Ya a punto de marcharse me dijo que no me salvaría de contarle la anécdota de la cicatriz. Yo le dije que sí, que desde luego. Era real, se lo contaría y ella se dará cuenta que mi mundo pudiera resultar muy extraño para ella. Nos dimos un beso en la boca con el que entendimos que ella podría venir a mi cuando lo necesitase, pero no viceversa. No sabía que la vería hasta dentro de dos meses, que me exigiría le contara la historia de mi cicatriz, y que iría a mi departamento con un amigo suyo .