Nunca crezcas

Hay personas especiales. A veces es evidente, lo saben, lo explotan y nos conmueven sólo con su presencia. Otras lo son de manera sutil, tienen el don sin saberlo, son capaces de convertir sus defectos en encantos. Esas son las peores, nos atrapan como arañas, nos arrastran hacia ellas incluso antes de nacer. Así era mi sobrina Sara.

Odio las bodas. Odio las comuniones, puro simulacro de boda. ¿No se hacen simulacros de seísmos o incendios? El mensaje es muy claro: prepararos, mentecatas; bajo ese vestido blanco albergáis el futuro cobijo de una dócil verga domada. Su dueño quizás será el angelito que está junto a vosotras en posición orativa, pulcro, engominado y a punto de soltar un gallo púber y traidor. Sólo sois un desafortunado proyecto, la maqueta de vuestro destino cabrón.

Pero yo regento una zapatería y, en el fondo, a mí me vienen bien esos tinglados. El escenario de mis hipócritas reflexiones no era una comunión sino un banquete de boda, y eso pensaba viendo a ese imbécil babeando sobre Laura, mi ex mujer. Allí, en una mesa pegada a la mía, restregándome por la cara a ese chulo sacado de las páginas de prestaciones sexuales por horas. Mi prima Celia, la novia, había dispuesto las mesas para darme la puntada en el escroto, sabiendo que sólo un terremoto de grado 10 podría liberarme de esa pesadilla dejándome bajo los escombros. No era paranoia -seguro-, mi ex no pintaba nada en esa boda. No había afectos ni consanguinidad entre ellas y Celia la había invitado sólo para joderme.

Yo intentaba prestar atención a mi pareja de mesa, puesta allí por "alcahuetas.com" de Somera, localidad donde se celebraba el feliz acontecimiento. Parecía buena chica, con toda la bondad que nos pueda restar a los treinta, pero ni el vino ni el cava parecían capaces de relajar su tirantez de princesa.

-¿Te vienes al baño? -propuse sonriéndole y sabiendo que ese era último lugar al que iba a acompañarme.

Me miró despavorida. No estaba en celo ni parecía tener sentido del humor. Fui a darme cumplido sin dejar de sonreírle, no quería dejarle mal sabor de boca viéndome desaparecer por la puerta perdiéndose la oportunidad de sacudírmela. ¿Cabía la posibilidad de que se lo hubiese tomado en serio? ¿Difundirían mi vil perversión por toda la comarca de la boca de "alcahuetas.com"?

Allí ya se notaban los excesos. La población masculina filtraba el alcohol contra la loza de los urinarios, alineada y picha fuera; y Oscar potaba entre la pila del lavabo y la solidez del primo Robert que estaba allí para mojarle la frente como si el agua del grifo fuese agua bendita y pudiese curarle la cogorza inoportuna. Me encerré para estar más cómodo y, sentado, sospesé si apuntarme a su fiesta o largarme antes de que sonara la música y tuviese que arrastrar a la pista a Sissi Emperatriz. Sólo me quedaban tres puntos de carnet y el alcalde ya abría pactado algún control con las fuerzas anti-vicio para pillarnos con el sopla-sopla seis curvas más abajo. Tragué un par de omeprazoles mientras descargaba el depósito.

Volví al abrevadero cuando, por fortuna, mi pareja de banquete, Sissi Emperatriz, ya había encontrado a su Francisco José que la volteaba en la improvisada pista de baile, no a ritmo de vals sino a ritmo de Bisbal. A mis espaldas estaba la mesa de los niños, pura trinchera donde los restos de la tarta de chuches eran usados como proyectiles. Sara, mi sobrina, intentaba controlar la situación; pero ni sus buenas maneras ni su estatura parecían imponerles respeto. Me parecía vergonzoso que Celia la hubiese sentado allí, incluso más denigrante que situar a mi ex junto a su chulo frente a mí. Me acerqué.

-Hola, Sara -dije mientras mis nalgas desbordaban en una micro silla que había a su lado.

-Hola, tío Dani -contestó sonriendo y sin dejar que la metralla del pastel alcanzara a una mocosa de tres años refugiada en su regazo.

-¿Te ayudo?

-¿Eres del G.E.O.?

Reímos. Estaba guapa ceñida por aquel vestido tan sexy y calzada en esos zapatos de tacón de número imposible. Levantada, apenas llegaba a mi altura; se arregló el vestido tirando de él con sus manitas y dio la vuelta a la mesa con sus pasos cortos y coquetos hasta alcanzar a un repelente bruto de cinco años que noqueba a otro de tres. Apenas podía con él. Forcejeaba y la tela ascendía por sus muslos mostrándome la puntilla de las bragas. Sus piernas temblaban por el esfuerzo de una manera muy excitante, parecían trémulas tras una maratón de orgasmos. Me levanté y fui a echarle una mano. Agarré al monstruo "amorosamente" y le dije con el mismo cariño:

-Oye, capullo, por culpa de personajes como tú el mundo va mal. A los cinco, amorras a otro más pequeño y débil contra las baldosas, y a los treinta deslocalizarás la empresa para tener una planta llena de pringados currando por un tazón de arroz con cucarachas. Por culpa de gente como tú me mandan zapatos de cartón; jodéis a los de allí; y a los de aquí, también.

Oía esas palabras como si no salieran de mi boca. Estaba cabreado con Celia, con mi ex, con el chulo, conmigo mismo, con el niño y con la madre que lo parió..., pero ¿me había vuelto loco? El niño hacía pucheros aterrorizado y boqueaba «¡mamá!» como si le fuera la vida en ello. Se hizo el silencio y sólo se oía a la Carrá vociferando: «explota explota m'expló , explota explota mi corazón». Lo solté antes de que explotara el mío y antes de que se acercara su papá para partirme la cara, momento que aprovechó para escabullirse y encontrar el socorrido regazo materno. Me senté en una silla pensando en que me había pasado tres pueblos, pero seguí en esta línea y, para que no se le vieran fisuras a la autoridad, solté:

-¡Se acabó el recreo, a sentarse todo el mundo!

Quedaron intimidados mirándome de refilón mientras jugaban pacíficamente o hacían cohetes y barcos con servilletas de papel. Sólo mi sobrina me miraba divertida. Yo era trece años mayor que ella y aún recuerdo lo que dijo mi hermana cuando la puso por primera vez en mis brazos: «agárrala bien, Dani».

¡Cómo iba a soltarla! Sus ojos me buscaban confiados y yo la apretaba contra mí para comerle las mejillas a besos. Me adoraba, me buscaba siempre. Fui el hermano mayor que no tuvo. Llegaron las comparaciones, las preguntas, los porqués; y, tras una dura travesía por un sinfín de hospitales, el diagnóstico. Después, la crueldad que ella aguantaba con firmeza. Su retraso en el crecimiento físico la situaba en el límite de la normalidad, pero bastó para convertirla en objetivo de la crueldad infantil. Al salir de clase, se refugiaba en la zapatería que yo entonces tenía en el pueblo y, en la trastienda, lloraba en silencio para que los clientes no la oyeran y así fue como me convertí en cómplice de su dolor, en su mejor y único amigo.

Cuando se iban, empezaba el juego. Le encantaban los zapatos de tacón y siempre le reservaba algunos de la talla más pequeña. Le enloquecía el aroma de la piel más que el de cualquier golosina. Ella los tomaba con sus manitas y un respeto que en ningún adulto observé jamás, y calzaba esos zapatos donde sus pies se perdían entre tiras de piel y hebillas imposibles. Daba vueltas con taconeos de fantasía como una enloquecida peonza frente al espejo, y yo la abrazaba sin tocarla como esos cercos de mimbre con que se envuelven a las plantas delicadas, protegiéndola de una caída segura. Ese juego, al que todas las niñas juegan, tenía para ella la transcendencia de un conjuro, iluminaba su cara con la esperanza de que lo imposible se cumpliera, y yo tenía suficiente con la felicidad que mostraba en esos breves momentos a pesar de que mi corazón se rompiera en mil pedazos. Entonces, nada deseaba más en el mundo que tener una varita mágica con la que cumplir su sueño que también era el mío.

Pero la vida nos separó y yo no hice nada por evitarlo. Cumplí el servicio militar y conocí a Laura en la capital durante uno de los permisos. Nos casamos cuando me licencié y allí trasladé el negocio. Sara estaba allí el día de nuestra boda, pero apenas conseguí ver la sonrisa triste de la que fuera mi muñeca, su cara desaparecía entre el bullicio, pero siempre reaparecía con esa expresión teñida de reproche de la que quería olvidarme a toda costa. La evité miserablemente. No quería que nada empañase ese momento.

Sabía por mis padres que vivíamos en la misma ciudad y que había conseguido una plaza de funcionaria en el ayuntamiento. Gozaba -según ellos- de una autonomía que muchos de sus primos de talla normal, aferrados al buen vivir que proporciona la tutela familiar, jamás alcanzarían. Estuve a punto de verbalizar frases como: «estás igual» o «el tiempo no pasa para ti», pero conseguí decir algo más oportuno:

-Estás muy guapa.

-Y a ti el traje te sienta de fábula, y las entradas no digamos... -dijo mientras extendía sus manitas y me centraba el nudo de la corbata para tirar seguidamente de él y ajustármela.

-Esto es un golpe bajo... -contesté para seguidamente corregir-: Lo siento..., no quería decir eso.

-Jajjajajajaja..., no seas burro. ¿Crees que me voy a venir A-BA-JO?

Nos reímos. Parecía toda una mujer, y sus tetas enmarcadas por un provocativo escote vibraban con las risas y lucían perladas de pequeñas gotas sudor. Llevaba un vestido de lino color pistacho con pespuntes dorados y verdes que, junto a una gargantilla ancha de nácar a juego con la pulsera y los pendientes, contrastaba agradablemente con el moreno de su piel.

-¿Vas a quedarte el fin de semana? -pregunté sabiendo que las relaciones con sus padres no eran del todo buenas.

-He venido con tía Marga y su marido, y regresaré con ellos -contestó con expresión sombría y desviando la mirada.

Bajé la vista para no incomodarla. Ahí estaban sus zapatos de tacón, preciosos, impolutos, ajustados como nunca los había visto en la trastienda y esperando su oportunidad de lucirse. Sonreí, y en un arrebato súbito le dije tomándole una mano:

-Creo que llegó tu hora, Cenicienta...

-Jajajajajaja..., pero espera... los niños...

-Ya sabes lo que dice el refrán: «Quien le hizo el bazo, que lo tenga en el brazo», ya es hora de que sus padres asuman la paternidad.

La llevé de la mano hasta la pista. Nos abrimos paso entre parejas de todas las edades; las más viejas, desinhibidas por el alcohol y apurando los últimos juegos de cadera que la artrosis permitiera; las más jóvenes, cortadas al sentir la proximidad de tanto dinosaurio embravecido. Extendí el brazo sobre ella; y ella, a su vez, alzó el suyo para alcanzar mi mano. Trazamos un eje invisible a través del cual Sara empezó a girar como lo hiciera antaño frente a los espejos pareados de la trastienda desdoblando su imagen en infinidad de mágicas posturas. Flexionó una pierna y la velocidad aumentó convirtiéndola en un torbellino que fue aplastándose hasta casi rozar el suelo.

La alcé de nuevo y, poco a poco, aminoró la rotación para finalmente detenerse con las pupilas trémulas buscando un punto donde detener la inercia. Apreté su cuerpo contra el mío, y ella se dejó llevar, palpitante, sus senos contra mi sexo y, mientras recuperaba la estabilidad y el resuello, yo los perdía con su cálido contacto. Seguimos bailando, pieza tras pieza, alzando su cuerpo sobre mi cabeza o deslizándolo entre mis piernas. La gente se apartó formando un corro.

Vi a Celia mirándonos con desaprobación como si nos reprochara robarles ese momento mágico. La enana y el adúltero de la familia restando protagonismo a los novios en ese espectáculo circense en el que no sólo éramos monstruos de feria sino tío y sobrina bailando obscenamente. Esos dos personajes, que en una boda molestan y nadie sabe donde situar, se llevaban todas las miradas que ya no eran de pena o burla sino de esa fascinación que ejerce lo incomprensible, porque nadie parecía entender cómo podíamos movernos con esa complicidad. Ignoraban lo que habíamos forjado en la trastienda, día tras día, y que todos esos pasos de baile se habían aprendido sin querer, sin maestros ni reglas, sólo con el hábito y la intuición; y yo era el primer sorprendido.

-Vámonos -le susurré tras envolverme con su cuerpo, deslizarlo por la espalda como un chal y hacerlo aparecer frente a mí en un bucle que jamás imaginé capaz de hacer .

Sara se echó el pelo hacia atrás y me siguió como si no se esperase otra cosa de ella. Los invitados abrieron paso y pude ver a mi ex junto a su chulo mirándome con la misma expresión atónita. Sonreí y le dediqué un guiño. Salimos al exterior corriendo, exultantes, y nos sentamos en un banco para recuperarnos. Era noche cerrada y había lluvia de estrellas. Sacó unos pañuelos del bolso, extendió uno hacia a mí y después se secó el sudor con otro.

-Ya no estoy para eso -gemí ronco y sofocado mientras me secaba el sudor-, tu tío ya no es lo que era.

-Jajajajaja... ya será menos... Estás en la flor de la vida, tío Dani... Mira -dijo señalando el firmamento.

-Son lágrimas de San Lorenzo; ya sabes, hay que formular un deseo. Cierra los ojos, Sara; piensa en ello.

Sabía cual era su deseo. Extendí mi mano para alcanzar la suya. Rodeé sus dedos, sus pequeños dedos que se fundieron con los míos. La miré. Seguía con los ojos cerrados. El trastorno había respetado las proporciones de su cuerpo, la armonía de su cara que seguía siendo delicada como la de una niña. Era hermosa. Abrió los ojos y me devolvió la mirada. Pensé en besarla pero me contuve. Nuestros besos habían sido amistosos hasta el momento, ¿a qué sabrían ahora?, ¿a nostalgia de esas tardes en la zapatería?, ¿a reproche por ignorarla durante ese tiempo?, ¿a reencuentro? ¿Pero en que estaba pensando? Era mi sobrina y nada más que eso, carne de mi carne, sangre de mi sangre. Solo tenía que repetírmelo como un mantra salvador. Lo intenté durante un rato pero la lengua me traicionó.

-Puedes regresar conmigo si quieres -le dije con un nudo en la garganta y una sorda excitación gestándose.

-De acuerdo -contestó tras un breve silencio en que vi caer dos estrellas y formulé dos deseos- Espérame aquí. Voy a despedirme.

Regresó al rato y nos fuimos. Durante el trayecto hablamos de nuestras vidas, especialmente del trabajo, tema neutro que nos permitió no abordar nuestros más íntimos sentimientos. Había comprado un adosado en las afueras y viajaba a menudo. Parecía llevar una vida laboral y social muy activa comparada con la mía, por eso me sorprendió que no condujera.

-¿No has pensado en sacarte el permiso? -pregunté.

-Podría pero me da respeto. Habría que adaptar el vehículo y no lo veo necesario por ahora.

Aminoré la marcha, puse el intermitente y me detuve en un recodo.

-Vas a conducir -le dije.

-Jajajajajajajaja...., ¿estás loco?

-Súbete -dije invitándola a sentarse en mi regazo.

-¿Quieres que nos matemos?

-No hay peros que valgan. ¿Una mujer emancipada como tú, sin conducir? Debes experimentarlo o vamos a quedarnos aquí hasta el alba -dije cómicamente serio y plegando los brazos con un fingido mohín de disgusto.

-Jajajajajaja... bueno, si te vas a poner así... Tú lo has querido -contestó desabrochándose el cinturón y desplazándose hacia mi asiento. Palpó mis muslos para ubicarse y se sentó entre mis piernas.

-¿Ves algo? -pregunté

-El volante y las estrellas...

La levanté por la cintura y la senté más arriba.

-¿Y ahora?

-Mejor.

Arrancamos. Ella tomó el volante y yo lo controlaba. Al principio estaba agarrotada de miedo, luego se animó. Reía.

-Ves, eres una luchadora. Lo sabía.

Pareció dar un respingo al notar el calor de mi aliento. Olía su cuerpo, esa mezcla de sudor femenino y aroma de perfume. Olí su pelo. Su vestido se alzaba y sentí su carne frotándose contra mi sexo. Sus piernas pateaban excitadas. No parecía consciente del efecto que tenía en mí, tan concentrada estaba con la simulación. ¿Estaba loco? ¿Por qué la había llevado a eso? ¿Realmente quería...? La tenía dura y ella tenía que notarlo por narices.

-¡Déjame alcanzar el gas! – gritó estirando sus piernas todo lo que podía

-Jajajajajaja..., no llegas -contesté juguetón.

Pero ella no se rendía, frotando sus pies contra las perneras del pantalón para que le dejara sitio. Sus nalgas se separaban sobre mi verga erecta. Me sentía asquerosamente sucio, pero me excitaba ella y me excitaba sentirme así. Íbamos lentos y, de vez en cuando, algún vehículo nos hacia luces para adelantarnos seguidamente. Ella protestaba cual aguerrida conductora, quería devolvérselas y yo tenía que impedírselo. El sudor empapaba nuestras partes íntimas, separadas por sus nimias bragas y la tela de mi pantalón. Pensé en bajarme y resolverlo con una paja rápida tras unos pinos con el pretexto de orinar. Ya no podía más y busqué un lugar donde parar.

-¿Qué haces? -preguntó aparentemente frustrada.

-Se acabó la clase -contesté tras detenerme bruscamente.

-¿Tan mal lo hago?

-No, cielo. Demasiado bien -contesté casi gimiendo.

Y entonces lo hice, como algo inevitable, como si un guión lo marcara. Le eché hacia un lado la larga melena y me agaché para lamer su nuca..., su oreja... Estuve un rato así, aspirando el aliento que exhalaba cada vez más rápido. Parecía rígida pero sentía que su interior se fundía como el queso e hice eso que deseaba hacer desde el primer momento: Reseguí sus piernas ascendiendo por sus muslos, aparté las braguitas y acaricié la suave pelusa de su pubis. Se dejaba hacer. Le roce la vulva con un dedo y gimió con un sonido gutural que la hizo temblar entera. Recorrí la geografía de sus labios vaginales. No había prisa. Nadie nos esperaba. Dejé que sus piernas cayeran laxas a caballito de mis muslos. Abrí las mías y las suyas inevitablemente con mi gesto. Le metí un dedo, suave..., mmm... Estaba jugosa, dispuesta a aceptarlo...

-Oh, Sara..., Sara..., Sara, por favor... ¿Qué estoy haciendo?... Dime que pare por favor...

-Mmmmm..., tío Dani...

Ahí estaba su botoncito. Lo acaricié suavemente con la yema del dedo. Gemía. Suspiraba. Era una mujer aunque pareciera una niña. Me sentía triste, pero a la vez excitado por la transformación de mi amoroso juguete. No podía ni quería parar y me froté contra ella sin dejar de masturbarla. Quería medir su carne, calibrar su profundidad; le hundí el dedo más adentro y su carne se ciñó a él, voraz, prieta. Más adentro, más mete-saca y entonces empezó a soltar excitantes gritos mientras verga y huevos se hundían en el pliegue de su culo empapando la bragueta. Hubiese sido tan fácil..., pero me daba pánico..., tan pequeña...

-Tiiiiito Dani ..., tiiiito Dani ... -gemía arrastrando sensualmente la palabra "tío"como si serlo fuera un valor añadido, un recurso para excitarme aún más.

La alcé, le di la vuelta y apoyé su espalda contra el volante. El claxon sonó estridente en medio de la noche como si el vehículo, aún siendo máquina, tuviera más conciencia de mis acciones que yo e intentara determe. Pero el sobresalto no bastó. Busqué otra postura menos ruidosa y le puse un cojín debajo, doblé sus rodillas y dejé que sus pies descansaran sobre mis hombros quedando completamente abierta y ofrecida ante mí. Le bajé el vestido y desabroché el sujetador para que salieran sus pechos. Mis manos se ciñeron a ellos con voracidad, pellízcándolos, haciendo que los pezones erectaran desafiantes. Le levanté el vestido hasta dejarlo en una obscena faja enrollada a su cintura. Le bajé las braguitas y se las quité definitivamente. La alcé un poco más para llevarme su raja a la boca y devorarla. Lamí, chupé y tracé círculos en su baya excitada; y separé bien sus labios para castigar sus mucosas con suaves dentelladas. ¿Y si era yo el primero en gozar de esa carne? Ese pensamiento me enardecía, saboreaba sus jugos sintiéndome un perverso iniciador, arrastrándola a algo que me seguía pareciendo sucio y denigrante pero que no podía controlar.

Sara gemía de placer y, a la luz de la luna, pude ver sus ojos reclamando más con una lujuria muy adulta y sus dientes apretando para soportar tan delicioso castigo. Seguí dándole sin piedad. Ronroneó, se retorció y sentí su temblor previo. Chilló atrapada en un espasmo que la levantó entera. Se corrió convulsa, destilando, mi lengua fornicante dándole duro en sus mucosas. Su pequeño cuerpo, arqueado, se alzó como si quisiera separarse, pero yo la apreté contra mí, haciendo de su coño y mi boca el centro de gravedad de nuestros cuerpos, dejando que apretara sus muslos contra mi cabeza que no podía dejar de acariciar con sus manitas, despeinando mi pelo. Me inundó la boca de flujo mientras yo seguía pellizcando sus pezones y le hundía un dedo en el ano más prieto que su coño. Tan ligera, tan pequeña y, a la vez, tan mujer. Perfecta.

No tuve que pedírselo. Creo que si ella no lo hubiese hecho por iniciativa propia, no me hubiera atrevido. Bajó de mi regazo y se desplazó hasta su asiento. Tras unos breves momentos, extendió sus manitas para tomar el tirador de la cremallera y, a pesar de que mi contundente erección dificultaba la tarea, consiguió deslizarla hasta el tope. Salió catapultada, aún envuelta en el slip blanco; pero ella la descubrió con sus manos, delicadamente. Después tiró de la tela hasta dejarla tensada bajo el escroto, descubriendo los huevos. Tenía una forma de actuar que me excitaba sobremanera, como quien prepara el servicio de una mesa delectándose con el festín que le espera, sin prisas, sabiendo que cualquier detalle que le pase por alto puede afectar al resultado.

La acarició, primero con el dorso de su mano; después, con la palma, arriba y abajo, recorriendo el tronco venoso con sus deditos cálidos. Extendió la otra mano y con ella rebañó los jugos que segregaba por la punta. Sus manos pequeñas sobredimensionaban mi verga que parecía obscenamente monstruosa. Su contacto en esa zona tan sensible y placentera me llevó a tensarla más aún mientras le decía:

-Así..., así... Qué bien lo haces... mi muñeca...

Extendió los jugos mango abajo, frotándolo, suavemente, enardeciendo el hormigueo que recorría mis huevos donde se gestaba el orgasmo que presentía frenético. Siguió así un buen rato, a dos manos, haciéndome gozar de una paja vigorosa y delicada a la vez. Tomó mis huevos, jugó con ellos, tiró, apretó..., palpó las glándulas interiores como si quisiera separarlas de la piel, igual que haría con las semillas de un fruto, y sentí el calor de sus manitas en el núcleo de esos huevos que amenazaban estallar de excitación entre sus manos de niña.

-Ooooooohhh... síííííí..., sigue así...

Con la boca, a veces sentía como si les hiciera el vacío para, seguidamente, llenarlos de un calor ardiente igual que el magma de un volcán inundaría las cavernas minerales para gestar su erupción. Sin dejar de masturbarme, acercó su boca al glande y sacó la lengua para recorrerlo en círculos haciéndome estremecer; después lo mordisqueó. Realizó el proceso una y otra vez poniéndome al límite hasta que me ciñó los labios, succionando. La hundió más adentro mientras yo acariciaba su cabeza y la alentaba para que fuera más traviesa, regocijándome en mi perversión, fantaseando con sentir mi semen llenando su boca de niña que no cesaba de chupar y chupar ese caramelo de carne. Y pasó: con sus manitas estrujando vigorosamente mis huevos, masturbando mi tronco, su boquita succionando mi glande, mi aparato genital estimulado al completo por sus artes de niña puta, bombeó chorros de leche que ella se empeñó en tragar, pero que desbordaron inevitablemente.

-Oooooooohhhh... síííííííííí... sííííííííí... sííííííííííííííí... -gemí apretando su cabeza contra mi sexo para sentirla ciñéndolo hasta que me vaciara del todo. Resistió mis envites sin tos ni náuseas como una niña buena tragando el jarabe prescrito. Desplacé mi mano hasta sus nalgas desnudas que habían quedado en pompa forzadas por la postura y allí acaricié su pliegue, maniobra que ella aceptó gozosa, o así lo mostró con un nuevo orgasmo que la hizo gemir y estremecer.

Nos separamos, ella volvió a su asiento y nos limpiamos con pañuelos. El resto del trayecto transcurrió en silencio. Ya no éramos los mismos, la percepción mutua había cambiado y para ello necesitábamos un nuevo lenguaje, un lenguaje que ninguno de los dos no quería o no alcanzaba a formular.

Me indicó donde vivía y la acompañé hasta un barrio periférico, construido en su totalidad durante el reciente boom inmobiliario. Hileras interminables de casas de aspecto nórdico que pasarían el resto de sus vidas funcionales bajo un cielo mediterráneo y clemente. Me detuve donde me indicó y bajé para abrirle la puerta mientras recogía el bolso y la chaqueta. Un beso en la mejilla y un «hasta luego» formulado como un «adiós» selló la despedida. Esperé a que desapareciera tras la puerta y me fui a casa.

Me sentía extraño, con esa sensación de culpa que no había dejado de atenazarme desde que tramara ese acto que entonces me parecía infame. Sentí nacer la náusea en la boca del estómago, mi conciencia se revolvía contra los hechos y tuve que parar precipitadamente. Vomité sobre el bordillo. La farola imprimía mi silueta sobre la acera como una monstruosa sombra chinesca moviéndose al ritmo de las arcadas. La hiel se mezcló con el residuo de sus flujos con el sabor amargo de una medicina. Tenía la esperanza de que ese sabor marcara su recuerdo y me ayudara a olvidarla para siempre. Afortunadamente y con toda probabilidad, nos veríamos de nuevo en otra ceremonia familiar cuando nuestros cuerpos fueran un despojo inhibidor de cualquier tentación carnal.

No iba a ser tan fácil. Volví a la rutina diaria, pero no encontré en ella la paz a la que estaba acostumbrado. La zapatería me recordaba constantemente a Sara y, por las noches, daba vueltas en la cama sujeto a un insomnio en que su imagen era la protagonista. Me abrazaba a la almohada donde parecía encontrar el contorno de su diminuto cuerpo y acariciaba unos pechos imaginarios, pero tan reales en mi mente, que parecían arder bajo las yemas de mis dedos. La mano se convertía en su jugosa boca y con ella me masturbaba pensando en que esa boca se transformaba en una vagina que atoraba con chorros de abundante semen. Abandonado a mi placer solitario, tenía la esperanza de que así mataría el recuerdo de esa noche, pero lo único que conseguía era que el desasosiego fuese en aumento, paja tras paja.

Una mañana, trasteando en el coche, encontré sus bragas bajo mi asiento. No pude contenerme y me las llevé a la nariz. Me estremecí. Casi lloré. Estuve un rato sin moverme estrujando esa blonda, aspirando su olor... Debía detener esa pesadilla. Borrar cualquier resto físico que quedara de ella. Salí del vehículo y las tiré al contenedor. Pero no bastaba con eso. Debía borrarla de mi mente y sólo conocía una manera.

Decidí que recurriría a una profesional, recurso que utilizaba con frecuencia desde que Laura me abandonara. No había sido el remedio perfecto pero en algo aliviaba. Me daba pereza andar matando las horas en locales de copas cuando con una llamada y una transacción podía solucionar el "problema". La buscaría al cerrar la tienda y así podría sacarme a Sara de la cabeza. Sólo necesitaba una mujer normal con todo lo que la palabra "normal" significaba entonces para mí.

Pero debía esperar a la noche y no podía concentrarme en el trabajo. Una incómoda erección de sátiro amenazaba con torpedear unas ventas que de momento no se presentaban. En el reducido baño, me masturbé deseando quedar exhausto y esperando a que la mañana se animara para así mantenerme distraído. Pero se mostraba floja y mi verga pertinazmente erecta, cuando aparecieron unos 37. No eran ni unos tranquilizadores mocasines masculinos del 44, ni un 39 envolviendo unos pies artrósicos junto a la puntera de un bastón, combinación perfecta para inhibir mis deseos. Siempre miro antes a los pies que a la cara, deformación profesional. Eran una mala imitación de unos Manolo Blahnick , rematada por unas piernas de escándalo a las que se les perdonaba cualquier incursión al mercado de las imitaciones chinas. Disimulé como pude y me entregué a la portadora rodeando sus pies de todas las variantes posibles de un mismo modelo. Clientas del mismo perfil habían supuesto la causa de las desavenencias entre Laura y yo. Mi ex era una celosa patológica y no podía imaginarme agachado a menos de medio metro de un coño potencialmente follable sin hacer nada.

Podía controlarme y de hecho lo hacía; de no haber sido así, el negocio se habría ido al garete. Pero allí estaba, agachado y pensando si tenía sentido contenerme cuando mis esfuerzos no habían servido para salvar mi matrimonio y esas piernas sensuales se abrían al placer y reclamaban algo más que el tacto de la piel curtida y las furtivas caricias en los tobillos. Tanteé la zona prohibida para ver lo que había de juego y lo que había de auténtica lujuria, y la mujer mostró claramente lo que quería cuando deslicé mis manos entre sus muslos y con mis dedos alcancé sus partes íntimas.

Me levanté de nuevo y colgué el cartel de ausencia en la puerta. Tomé a la mujer del brazo y la acompañé hasta la trastienda, uno de sus zapatos se perdió en el trayecto y la hizo tambalear de una forma casi grotesca. Fui grosero -lo sé-, pero algo me impulso a reír y ella se estremeció. La miré y un instante de pánico cruzó su rostro. Algo había en mi risa que no le había gustado o quizá era consciente de que su juego había llegado demasiado lejos. Pareció arrepentirse y forcejeó, pero mi mano se abrió entre sus piernas hundiéndose en su coño de forma imperativa, un coño jugoso que no parecía juguetón sino desesperadamente necesitado. La alcé por su centro de gravedad, sosteniéndola, penetrada por mis dedos mientras me jugaba la partida a un farol:

-Tranquila, putita; sé que eres una morbosa de cuidado... ¿Te excitas cuando te sientes presa?, ¿sólo el pánico te lubrica? Seguro que sí... Déjate hacer y verás...

Gimió con unos ojos muy abiertos por el terror pero consentidores a la vez, como si deseara que sus fantasías más terribles sucedieran y yo fuera el futuro ejecutor de todas ellas...

No me había equivocado, buscaba eso. Quizás perrerías que su marido no era capaz de hacerle. La tumbé boca arriba sobre una mesa y me abrí paso entre sus piernas. Violé su boca con mi lengua, y sus ojos, a rozar de los míos, se aflojaron y perdieron la expresión de peligro para dejar paso a la que muestra la presa alcanzada y rendida a su final. Le rompí las bragas, liberé la verga y se la hundí con un golpe brusco que me dejó el cuerpo tenso y de puntillas, gozando de su fondo de hembra completa. Así estuve un rato, paladeando el sexo pleno, ese que no deja pensar, pura penetración, embistiendo sus mucosas, sintiendo redimirme de cualquier asomo de perversión. Eso es lo que quería, sólo eso: sentirme macho activo frente a una hembra funcional, nada más; esos salvajes envites parecían bastar a mis propósitos, sentir su cuerpo retorciéndose saciado de ese gusto rabioso que da la mucosa frotada por los pollazos vigorosos, aceptando ser presa y agradeciendo mi falta de consideración, sentimiento de la que probablemente andaría sobrada. Gritó y suplicó que la pegara, pero sólo alcancé a ahogar sus gritos cubriendo su boca con las manos mientras le decía:

-Oye, zorrita, no grites o el vecindario llamará a la policía. No imaginaba que estuvieras tan loca, creo que follarte ha sido una pésima idea. Pero si te portas bien jugaremos a ginecólogos y a pacientes. Te hundiré un par de calzadores en el coño y te lo abriré hasta que entre mi pie con zapato incluido.

El efecto fue inmediato. Se corrió con mi verga alcanzando su útero y la promesa de tan deliciosos arreglos. Su orgasmo arrastró el mío.

-Ooooohhhhhh... oooooohhhhh..., Sara, Sara..., qué gusto... Lo quiero..., sí..., lo quiero... -gemí.

Ni en ese momento había podido olvidarla. La imagen de su rostro era la escenografía de mi clímax. Sentí rabia y apuré mi erección con unos envites que poco tenían de sensuales, pero que a ella le supieron a gloria y bajo los que se retorció con lujuria. No me la follaba a ella, me follaba a Sara. La clienta o no se daba cuenta o no le importaba como la llamara. Probablemente se sintiera follada por un bruto imaginario del que yo sólo era aprendiz. Así es el sexo, pura paja aun no pareciéndolo. Sara me lo confirmó más tarde, pero ya llegaremos a eso.

Nos separamos con la premura de los animales y, como ellos, en silencio. Se llevó mi semen, pero no el recuerdo de Sara. Fue un polvo pagado en especias, el inicio del declive para cualquier negocio respetable. Creí que con eso bastaría, pero no siempre un clavo saca otro clavo y, tras otra noche de lascivos ensueños, lo decidí. No tenía su teléfono y había sólo dos maneras de contactar con Sara: haciéndome el encontradizo en su trabajo o ir a su casa directamente. Elegí la segunda opción porque ya era mayorcito para juegos y me pareció la más honesta. Si esperaba a viernes, probablemente ya tendría algún plan previsto que no podría cambiar.

Cerré la tienda antes de hora y me fui a casa. Me duché, repeiné y elegí un traje parecido al que llevaba el día de la boda de Celia. Quería que reviviera esas escenas mostrándole que lo que había pasado en el trayecto de vuelta no había sido un error aunque lo fuera..., que... bueno, en fin...; formulé propósitos de una hipocresía sin límite para convencerme de mis buenas intenciones mientras me lustraba los zapatos, pero la verdad es que sólo deseaba estar entre sus piernas con una determinación que ni en los albores de mi juventud había conocido; y pensando que si eso iba a ser otro error monumental, no me importaba repetirlo tantas veces como hiciera falta.

Me aseguré antes de llamar a su puerta. Pasé ante su casa y vi luz en las ventanas. Compré flores en una floristería cercana, una denso ramo de rosas rojo terciopelo donde esconder mis perversas intenciones y así me mostré ante su puerta, espiando tras ellas, esperando ver su cuerpecito aparecer igual que un depredador acecha tras unos matorrales en la sabana. Sara abrió y pude ver un fugaz destello en sus ojos, una alegría que hábilmente disimuló como si de pronto mi visita representara un incordio. Como si el amistoso beso de despedida de aquella noche hubiese sellado para siempre cualquier posibilidad de reencuentro.

-Vaya, tío Dani, ¿te has perdido?

De pronto me sentí ridículo, patético, y la misma apreciación me pareció ver en su mirada. Estaba ante mi sobrina vestida con una camiseta que hacía las funciones de vestido y calzada con unas zapatillas infantiles; y la verdad es que mostraba una indiferencia absoluta ante el ramo.

-Lo siento, Sara. Creo que estoy haciendo una tontería. Mejor...

-Pasa -dijo tomando el control de la situación.

-¿No molesto? Me dejé llevar por el impulso y pensé que...

-No molestas para nada. Sólo estoy un poco sorprendida, entiéndelo, no esperaba a nadie... (y menos a ti) -dijo franqueándome la entrada y prosiguiendo-: ¿Has cenado? Estaba calentando una pizza mientras preparaba la ensalada... Ya sabes, donde come uno comen dos...

-No te preocupes, Sara. Bueno, la verdad es que me encantaría...

-Podemos comernos las flores de postre... -bromeó mientras las tomaba entre sus brazos y yo la seguía.

-Jajajajaja... estás loca, Sara.

-¿Loca? No lo creas. Vivimos en bosque umbríos, comemos setas tóxicas, flores, uñas de borrico y ponemos trampas a los humanos para devorarlos tras una orgía colectiva.

-No me parece tan mal final. Pero mejor no me digas de que es la pizza, huele bien y con eso me basta.

Llegamos a la cocina donde puso las rosas en agua. Mientras lo hacía me preguntó:

-¿Te sorprende?

-Un poco.

-Bueno. Para mí es más cómodo.

Y siguió trasteando en ese habitáculo hecho a escala, donde la encimera me llegaba a medio muslo. Me sentí extrañamente grande y poderoso, un sentimiento infantil pero excitante, viéndola moverse hábilmente en esas dimensiones de cuento. La tensión inicial parecía haberse atenuado y yo le ofrecí mi colaboración. Hablábamos el uno junto al otro, pasándonos los enseres. De haberme encontrado frente a ella quizá no lo hubiese preguntado, pero todo parecía tener una fluidez cómplice, como de amigos...

-¿Sales con alguien?

-Si te refieres a si salgo con alguien del colectivo, no. Me gustan los tipos grandes y parece que yo les gusto a ellos. Nada serio de momento -contestó sin tapujos.

Un pinchazo en el corazón. «Putos pervertidos», pensé como si yo no estuviera en la misma posición, y sin darme cuenta de que esa punzada era de celos. El pensamiento de que alguien hubiese mancillado mi juguete me molestaba sobremanera.

Me pasó los platos indicándome dónde estaba el comedor, adaptado igual que la cocina, pero de forma menos rigurosa. Añadió quesos y fiambres al menú original, y la mesa adquirió el aspecto de un buffet libre. Me ofreció una botella de vino tinto para que la descorchara, cosa que hice para servirlo seguidamente.

La comida transcurrió sin sobresaltos, dirigiendo Sara la conversación. Estaba en su terreno al fin y al cabo. Comía sensualmente, sus labios brillaban con la grasa del fiambre y, cuando se los limpiaba con la servilleta, dejaba marcas de pintalabios en ella. No recordaba que lo llevara al llegar y me pregunté en que momento lo había usado. Era una mezcla de coqueta delicadeza y grosería que me encantaba. Yo asentía e intentaba estar atento a sus palabras, pero no dejaba de pensar en lo que haría con todos esos hombres con los que decía contactar. La imaginé ofrecida en alguna oscura página de Internet o fornicando con un "gigante" en algún aberrante video. Me excitaba pero también me angustiaba, aunque no lo suficiente como para que mi corazón dejara de bombear sangre a mi verga gruesa, tungente, deseosa de sus orificios y que disimuladamente dirigía hacia una de mis perneras.

-¿No te has planteado lo que pasa por sus cabezas cuando estás con ellos? -dije finalmente sin poder contenerme aprovechando una oportuna pausa

Se hizo un silencio extraño, como si la pregunta fuera demasiado obvia para contestarla. Ella siguió cortando la pizza sin mirarme, concentrada en el ir y venir del cuchillo como si fuera lo más decisivo que hubiera hecho en su vida.

-¿Crees que las mentes de esas putas con las que te alivias están ahí cuando te las follas? -contestó con voz velada y sin mirarme- ¿Con quién estás cuando te corres dentro de ellas...?, ¿en quién pensabas cuando cumplías metódicamente a días alternos con tu mujer? Eso es un juego, tío Dani, y yo no me engaño como vosotros los "normales" que creéis ser amados y deseados por lo que valéis. Yo soy su fantasía. Lo sé. Sé que cuando están conmigo sus manos no palpan mi cuerpo sino nalgas delicadas como la piel de los ángeles y sus bocas muerden pezones que justo emergen en sus senos...

-Sara -contesté como si oyera mi voz a lo lejos-...lo siento. No debía haberte preguntado eso..

-¿Estás seguro de que no eres como ellos? ¿Que no buscabas lo mismo que ellos, un sucedáneo de esos cuerpos prohibidos, indefensos e incapaces de responder al acoso de un adulto? ¿No te hice sentir grande, desbordante, tu masculinidad magnificada por mi cuerpo diminuto?

Temblaba y su cuchillo yacía descarrilado entre una gamba y un grumo de queso frío. Sus ojos se habían empañado y entonces la vi tan sola como yo, ni más ni menos que yo, ni más ni menos que Celia, que Laura o su chulo, o que esa clienta calienta-braguetas que me había follado. Sola y llorosa como en los viejos tiempos en la trastienda. Sola en esa casa que para ella era doblemente grande, como un inmenso castillo...

-Probablemente tu tengas todas las respuestas, Sara, y la razón sea tuya cuando dices que el sexo es una extraña mezcla de realidad y fantasía. Cuando te vi en la boda de Celia, sentí que seguías siendo mi muñeca y desde entonces te has convertido en una obsesión, una imagen omnipresente que preside cualquiera de mis actos. No sé si eso pega con el ramo de flores que he traído y puede que el papel de galán me vaya grande, quizá sólo sea un acosador enloquecido; pero ya que has sido tan clara conmigo me creí con el deber de sincerarme.

-Pues ya no soy esa muñeca, tío Dani. He crecido aunque no lo parezca.

-Ni que lo digas. Lo descubrí en la boda.

Estuvimos un rato callados, inmóviles, sabiendo que la cena había acabado aunque nuestros platos lo desmintieran y que lo que hiciéramos seguidamente sería definitivo para el resto de nuestras vidas. Tenía que hacerlo, a eso había venido. Mi corazón latía con fuerza cuando me levanté y me acerqué a ella. Acaricié su pelo negro y ella levantó su manita para encontrase con la mía como cuando bailábamos. Me agaché, la alcé y cargué su peso a un costado como si llevara a una niña en brazos. Ella recostó su cabeza en mi hombro bañando la tela de la camisa con sus lágrimas. El cuchillo resbaló al suelo con un chasquido metálico que nos hizo estremecer. Sentí sus manitas en mi cuello y los largos mechones de pelo cayendo en cascada entre mi torso y su cuerpo. Seguía siendo mi muñeca quisiera o no, una preciosa y sensual muñeca.

Nos sentamos en el sofá. Era verano pero imaginé la chimenea encendida y que el calor venía de esa lumbre que solo ardía en mi mente. Dejé que ese calor se expandiera fundiéndonos en un sólo cuerpo. La acaricié, besé, trencé su pelo en rizos imposibles que mis dedos deshacían de nuevo. Acompasamos nuestro respirar cada vez más rápido sujeto al ardor que generaba el mutuo contacto de los cuerpos. Abrió mi camisa y deslizó su manita por mi torso erizando el vello, removiéndome con un escalofrío de placer. Alcanzó un pezón y jugó con él, distraídamente, trazando formas igual que hacemos cuando hablamos por teléfono y dibujamos absurdos dibujos en un bloc de notas. Levanté su camiseta y acaricié los suyos, tungentes, erectos, y me los llevé a la boca. Los chupé y mordí alternativamente sin dejar que mis manos cesaran de estrujarlos.

Estaba recostada en mi regazo dejando que mis manos la exploraran. Le quité la camiseta y las bragas, y un escalofrío la recorrió mientras gemía:

-Sííííí... tío Dani..., sigue..., no temas...

Me hubiera gustado demorarme, ser más tierno, pero el deseo de consumar dentro de ella me podía. Acaricié su vulva que rezumaba y deslicé un dedo en su interior. Añadí otro y empecé a masturbarla con movimientos circulares que pretendían dilatarla al máximo. A la vez, rozaban su clítoris, desencadenándole frenéticos estremecimientos. La levanté por la cintura y dejé que sus piernas se posaran a los lados de mi pelvis. La tanteé con rozamientos que le arrancaban gemidos de excitación, hasta que mi abrí paso en ella; mi glande escondiendo a medias su rojez jugosa entre los labios tirantes de su coñito. Ella movía sus caderas mientras yo se la hundía lentamente en su interior, y parábamos cuando mi geografía cruel y desbordada topaba con la suya, acogedora pero angosta. Cortos envites impacientes e imperiosos por las dos partes habían conseguido albergar buena parte de mi verga... Nos mirábamos rabiosos, desafiantes, retándonos hasta que Sara me dijo:

-Hazlo, tío Dani, hazlo. Suéltame, por favor. Quiero que sea así, lo deseo -casi gimió.

Y lo hice. Con la ayuda de su mirada cómplice. La solté. Su carne tensada al máximo anilló la tungencia de mi verga, deslizándose en ella, asfixiando su red de arterias que respondieron con un bombeo más eficaz, estimuladas por esa jugosa y cálida tirantez. Mis hinchados cojones recibieron su delicada vulva para electrizarla con mi vello mientras chillaba en esa agonía de dolor placer:

-Oooooooohhhhh..., asííííííííííííiííiíi..., tío Dani..., cómo duele pero qué gusto da...

La alcé y de nuevo dejé caer su cuerpo cómo si me masturbara con él y seguí así con ese movimiento casi gimnástico. Con su pelo cayéndole a un lado, con un hilo de baba en la comisura de su boca; y yo enloquecido e incapaz de pensar en otra cosa que no fuera mi placer. Sus tetas bailando obscenamente ante mí con el poder hipnótico de un péndulo no ayudaban a detener esa brutal follada que ya no podía controlar. El gusto que me daba su carne era tan rabioso que cualquiera de sus gestos o gemidos no hacía más que estimularme, su cabeza caía hacia atrás, su cuerpo sumido en un desmayo que atribuí al placer que sentía. Entonces, pareció recuperar el sentido y alzó sus piernas ayudándose de sus manos, ofreciéndose por completo y dejando a la vista sus labios húmedos insertados por mi verga, mirándome con la misma mirada obscena e imperiosa que al principio. Esa vez no tuvo que pedírmelo.

La alcé y mi verga salió de su coño bañada de flujos. De nuevo se la hundí. Esa vez no gimió ni suplicó. Sólo me miró con los ojos desencajados mientras sus pupilas desparecían bajó sus párpados al mismo ritmo que mi verga se hundía en su ano, esta vez sin pausas ni descansos; su cuerpo sometido a la flexión de mis brazos que lo aupaban al cielo del placer y lo hundían en el infierno del desgarro. Nada hasta el momento me había ceñido tan prieto, nada me había bombeado con tanta precisión, nada había sido capaz de darme tanto gusto y a la vez de contenerlo dejándome al borde del orgasmo durante tanto rato y sin correrme. Pero todo tiene un límite y mis huevos estallaron de gusto llenando su recto con gustosos y continuados trallazos. Ella pareó su orgasmo con el mío, corriéndose en sacudidas que sólo consiguieron clavarla más en mi verga llevándola al paroxismo con gritos enloquecidos.

Después, quedó inerte entre mis brazos y yo la alcé para subirla al dormitorio. La recosté en la cama dejando que sus piernas colgaran del borde. La contemplé dócil y vencida como una niña cansada a punto de dormirse. Observé esos orificios que había ultrajado, acerqué mi boca a su coño y lo lamí con fruición hasta que nuevos espasmos la recorrieron y su ano licuó el semen que había albergado, pautado por las contracciones. Me tumbé junto a ella y cuando desperté ya no estaba. La oí en el baño y aproveché entonces para husmear en su tocador. Encontré un anillo de bisutería en un pequeño joyero y me lo guardé en el bolsillo como un ladrón furtivo.


Supe que la vida sin ella había sido un extraño paréntesis. Elegí una pieza sin desmesura, Sara era austera en el vestir. Al joyero le mostré el anillo sustraído; como muestra, era perfecto para que ajustara la nueva pieza a su medida. Preguntó si requería alguna inscripción, y yo se la mostré escrita en un papel. «Hermosa petición», dijo tras leerla. Probablemente esas fueran siempre sus palabras, un código cómplice con el que esconder la obscenidad de algunas propuestas, un apunte neutro que validaba cualquier sugerencia del cliente por excéntrica que fuera. Era un profesional y no mostró sorpresa cuando leyó la dedicatoria escrita en el papel, que rezaba: « NUNCA CREZCAS ».