Nueve días
Nos vimos ayer, pero no pudimos pasar del beso en la mejilla. Mierda. No nos habíamos tocado en nueve días.
Nueve días
No nos habíamos visto en... a ver... nueve días. ¡Falso!
Nos vimos ayer, pero no pudimos pasar del beso en la mejilla con el que nos saludamos siempre que están presentes nuestras respectivas parejas. O alguno de los dos. O alguien que nos conozca. Mierda. No nos habíamos tocado en nueve días.
Ella lleva 5 años de tranquilo matrimonio con Israel, un tipo estupendo, y al que sinceramente me da un poco de lástima lo que le estamos haciendo, pero esa es otra parcela de mi vida y no viene a cuento. A mi mujer, Yudith, no le guardo ninguna lástima. Fui el cornudo más cornudo de todos durante la mitad de nuestro noviazgo, y me enteré de todo hace un año, a dos meses de habernos casado. Ella no lo sabe, pero ya adelanto el divorcio.
En fin, que Maricruz y yo nos vimos ayer. Fuimos a una cena de la fundación a la que ambos pertenecemos, en la cual brindamos atención a los niños seropositivos. Cualquiera que tenga una pareja habitual y esté sano sabe que, tras nueve días de dura abstinencia, nadie en su sano juicio se somete a la tortura de acercarse a la pareja sin poder tocarla siquiera. Eso fue lo que nos pasó esa noche. Estaba hermosa, con su cabello por debajo de la media espalda, cubriendo la piel que tantas veces besé desaforadamente, encabritado en el deseo que esa mujer despierta en mi. El vestido dejaba al descubierto su torso hasta el final de su cadera, a un dedo del punto en que nace la hendidura entre sus nalgas, y sin embargo, Israel no parecía notarlo.
Ahí estaba la clave. El matrimonio entre ellos era tranquilo. Demasiado. En cinco años él apenas la habría tocado 20 veces, y una mujer tan hermosa y joven como Maricruz no merece que sus encantos se desperdicien tan absurdamente. Porque Mary así la llamo en nuestra cama- es una chica encantadora: 27 abriles, morena de cabellos lisos y largos, rostro ovalado, senos desafiantes y firmes, nalgas que enganchan miradas en la calle y unas piernas firmes, resultado de la hora y media que dedica cada mañana al trote.
Tras la cena, tenía una sensación de desasosiego en el cuerpo; el deseo me quemaba por dentro, me inflamaba y me producía una fuerte opresión en toda la zona genital. Algún entendido en el Tao me dice que el exceso de energía Yang me produce esos malestares. Yo creo que sencillamente se me alborota el deseo y al no poder despejarme, toda esa excitación deja su hinchazón en mis bolas.
Mary cruzó, mientras me servían una trucha hay que decirlo, exquisita-, sus dos piernas por debajo de la mesa alrededor de una de las mías. Ese contacto primario, sutil, encantador, fue suficiente para infundir una oleada de sangre en mi pene, que erectó inmediatamente y permaneció adolorido, como pidiendo relajarse, hasta hoy.
Esta mañana Yudith salió temprano, a su oficina, en donde trabaja hasta entrada la tarde. Yo tenía el día libre y me quedé en casa, no sin enviarle un mensaje de texto a Mary para informarle la buena nueva. Llegó en cosa de media hora. Israel estaba en la oficina y ella entraba más tarde. Disponíamos de 3 horas...
Cuando la sentí llegar, mi pulso se disparó en adrenalina, ¿180, 190 pulsaciones por minutos? ¿qué importa? La emoción me dominaba, el temblor de mis manos no me dejaba abrir la puerta pero, gracias a Dios, estaba abierta, así que ella lo hizo. Cuando la tuve entre mis brazos sentí que mi pecho se reventaba, que mi alma no estaba en su lugar, que se salía mi vida por la boca y se me escapaba en el beso que, por fin, lograba darle.
Nuestras lenguas se encontraron en la humedad de su boca, recorriéndose, fundiéndose y encajándose una en la otra. Luego la suya en mi boca hizo estragos con mi paladar... los oídos en zumbido permanente... hacía rato que no era dueño de mis movimientos ni mis sentidos.
En 5 minutos estábamos en la alcoba, aún vestidos pero mojados de sudor; tal fue el calor del primer contacto... la blusa de ella, fina, blanca, transparentaba sus pezones duros, enhiestos, como llamando a ser comidos... y eso hice. No sé donde cayó la tela, y me bebí con ansia el sudor que corría de su cuello y hombros hacia abajo, besando inmisericorde sus senos que, pequeños y firmes, se hallaban turgentes por el trabajo de mi lengua sobre ellos... El aroma a sexo inundaba nuestros espacios.
Camisa y pantalones no duraron mucho en su lugar. Mary me sacó la ropa en segundos, sin tardanza procedió a lamer mi pecho y mi abdomen, que conservo bastante plano a pesar de haber abandonado el gimnasio hace meses... Siguió corriente abajo y entre sus manos liberó de su prisión al causante del bulto en mis boxers. Estaba erecto y pleno, duro, salvaje, henchido yo de placer e hinchado mi pene de urgencias.
Cuando quise sacar la mínima prenda que tenía bajo su falda, caída hacía rato a un lado de la cama, ella no lo permitió, y con un guiño se arrodilló frente a mi, para dedicarse con fruición a lamer mis testículos, sin dejar escapar un milímetro de la delicada piel que los cubre. Yo exudaba líquido pre seminal como una fuente. Eso me mantenía perfectamente lubricado mientras Mary cubría y descubría el glande con su mano izquierda (es zurda), brindándome un mar de sensaciones.
-Te amo, Enrique- soltó entre una lamida y otra, sorprendiéndome y erizando mi piel entera, porque esa palabra había estado proscrita entre nosotros debido a las circunstancias de nuestra relación.
-Yo también te amo, Mary, ya no concibo mi vida sin ti.
Por toda respuesta ella metió el rojo glande en su boca y succionó lentamente todo el tallo, hasta engullir su total extensión, lo que provocó un grito de mi parte, porque el placer que sentía era prácticamente insoportable.
Casi a la fuerza la despegué de mí y la obligué a acostarse en la cama, con las piernas colgando, posición que me permitió devolverle el tratamiento. Me extasié en los aromas que de su cuerpo emanaban, aspirando el aire que la rodeaba y lamiendo lugares precisos de su barriguita, en donde yo sabía que le provocaba unas cosquillas excitantes, que para nada dan risa, sino que calientan enormemente. Y el cuerpo de Mary lo conozco de memoria.
Al llegar a su vulva me abrí paso con la punta de la lengua, de abajo hacia arriba, sorbiendo sus jugos de sabor acre y salado, invocando sensaciones increíbles en ella, que se contorsionaba como una posesa al borde del orgasmo. Pero ella no tenía por qué controlarse, así que, dejándose llevar por mi lengua, estalló en su primer clímax, que abrió para mí las puertas de sus labios menores, en un baño de su elixir vital. Gritó con fuerza que siguiera, que no me detuviera jamás, que por favor mi lengua no la abandonase, que no me separase de ella. Yo la complací y seguí sorbiendo, ungiendo mi boca con el agua bendita de su sexo ardoroso.
Bajé mi boca para lamer el anillo de cobre que limita su otra hendidura. Lo sentí con la punta de mi lengua e intenté penetrarlo, lo que prácticamente la volvió loca. Gemía y repetía: ¡qué rico te siento, papi!, mientras yo la humedecía una y otra vez por su fruncido ano. En minutos sentí que estaba lista para un nuevo orgasmo, pero ahora quería disfrutar su cuerpo con todo mi cuerpo, así que la hice subir en la cama y me alcé sobre ella, apuntando con el ariete su entrada, frotándola dulcemente, sin pausa ni reposo, firme y enhiesto junto a su fisura, haciendo presión sobre la bifurcación que se abre tras el clítoris.
Entonces la penetré por primera vez en nueve días. Su vagina me abrazó como un forro hecho a la medida, flexible y suave, pero suficientemente apretado como para hacerme sentir que el paraíso estaba ahí, entre sus piernas. Aunque ya conocía su gruta, esta vez la sentía mucho más cálida y acogedora. ¿Cómo pudo decirse alguna vez que el sexo era pecaminoso, por amor de Dios?
No podía evitar moverme, de adelante a atrás, mientras sentía que volaba, que el tiempo no existía, que el abrazo en que nos fundíamos podía ser eterno y que nada nunca haría correr el tiempo. Perdidos en nuestro trance extático, nos agitábamos frente a frente, besándonos, amándonos, lamiéndonos sin fin, hasta que sentí que se disolvía y que sus jugos manaban de nuevo alrededor de mi pene, que sintió quemarse en la lava candente que lo rodeaba. Esa sensación de quemadura dulce fue el detonante de un disparo que había estado engatillado desde que nos vimos.
Ella, debajo, gritó a los cuatro vientos su éxtasis, su orgasmo devastador y sublime, que la elevó y a un tiempo la aplastaba contra el suelo en su efecto destructor de la realidad y creador del hechizo enamorado. Yo, arriba, sentí mis oídos trancarse como si me encontrase a metros de profundidad en el mar. Ella, ella es el mar. Yo un pez atrapado en su red, y sobre ella, descargaba mi energía acumulada, mis ansias inmensas de tenerla. Aunque ella me tuviese a mí, aunque perdiese el control y, junto a un gutural gemido de placer, de liberación, gritase, como estaba gritando, mi amor y mi furia de que no fuese sólo mía.
Estabamos exhaustos pero felices. Despertamos cuando Yudith gritó "¡qué coño está pasando aquí!", mientras Israel, casi desnudo y lleno de pintura de labios, aparecía detrás de ella en el umbral del cuarto.